Alejandro Nicotra: una vida retirada y una obra contenida

Alejandro Nicotra
Una vida retirada y una obra contenida [1]

Ricardo H. Herrera  

Una vida retirada y una obra contenida es la definición más ceñida que encuentro para presentar con pocas y justas palabras al poeta Alejandro Nicotra. Lo de vida retirada tal vez lo pueda justificar con un par de referencias personales: la última vez que vi a Nicotra en Buenos Aires fue hace exactamente treinta años, en 1983. Desde esa fecha hasta el día de hoy, siempre lo vi en su provincia natal, Córdoba. En la década del ’80, solía aparecer muy de vez en cuando por Los Hornillos, un pueblo de Traslasierra donde yo pasaba los veranos; pero las más de las veces era yo quien hacía el trayecto de veinticuatro kilómetros que separan Los Hornillos de Villa Dolores, su lugar de residencia (o clausura), para recalar en su casa, en su jardín, fuente inspiradora de algunos de sus poemas. Más allá de lo anecdótico, es evidente que su renuencia a viajar es la parte visible de su voluntad de vida retirada; la parte invisible guarda relación con su concepto de la poesía, difícil de hallar para él fuera del entorno natural del valle de San Javier y del silencioso ámbito doméstico. En cuanto al otro término de mi enunciado inicial, “una obra contenida”, baste saber que su poesía está conformada por apenas un poco más de dos centenas de poemas breves, incluso brevísimos, cosecha de medio siglo de completa dedicación al arte de la palabra. Hubo más poemas en un tiempo -tres libros aparecidos entre 1957 y 1967- pero el trabajo de decantación ha dejado en pie la cantidad que acabo de mencionar. Una vida retirada y una obra contenida es algo bastante infrecuente en una lengua poética de tradición elocuente como la española; sin embargo, no carece de progenie: para probarlo, basta destacar los nombres de fray Luis de León y de Antonio Machado. Nicotra pertenece a esa familia espiritual.

Hay en la obra de Alejandro Nicotra dos momentos bien delimitados: el primero, que se inicia en 1967 y concluye en 1981, está conformado por los poemas de Puertas apagadas y Lugar de reunión, libros de madurez abiertos al mundo, en dramático diálogo con la época; un diálogo de resistencia en el cual las imágenes del amor y de la naturaleza son la única protección, el solo escudo frente al ímpetu arrollador de la violencia circundante. Un ejemplo paradigmático de esa fecunda etapa creativa es el breve poema titulado “El canto del grillo en la casa”. Dice así: “El canto del grillo en la casa, / en hora de tormenta e insomnio- / canto de condenado a muerte, / sin infancia, sin cántaro, sin crepúsculo: // el puro objeto lírico, / a un costado del trueno”. El grillo es símbolo tradicional de la figura del poeta, pero ese trueno que está a su vera, esa única y ominosa compañía, renueva el simbolismo de raíz, dotándolo de una vibración de vida trágicamente agónica, ya que el trueno puede ser tanto imagen de la muerte como de la locura o la violencia de la historia. El tema de la función de la poesía, o, mejor dicho, de la falta de función social de la poesía, ha atormentado secretamente al poeta por años; “los perdidos, nosotros…”, balbucea en un poema, para definirse. La soledad y el extravío son motivos que obsesionan su escritura, por lo general perfilados sobre el trasfondo de una urbe hostil, laberíntica, sin un centro que organice el caos; ese centro que sí se percibe en las evocaciones del paisaje cordobés, con su ciudad ideal provista de fuente y árboles. Tras Puertas apagadas y Lugar de reunión, aparecieron cinco cuadernos en los que el tú del diálogo se va haciendo cada vez menos epocal, más introspectivo, hasta llegar a ser absolutamente íntimo. Doy los títulos de esos cuadernos: Desnuda musa, Hogueras de San Juan, Cuaderno abierto, El anillo de plata y De una palabra a otra; el primero está fechado en 1988, el último en 2008.

Este segundo momento creativo -en el cual me interesa detenerme porque ha sido el menos atendido por la crítica- abarca las tres décadas finales de su vida. Destaco el título del último cuaderno: De una palabra a otra, tomado de un viejo poema de Puertas apagadas, un título que condensa una nueva concepción del ictus. La elocución no se desplaza tanto verso a verso, diría, cuanto palabra a palabra, dando lugar a impulsos ascendentes y descendentes, y abruptas pausas, señaladas por guiones, paréntesis y vertiginosos encabalgamientos. Al buscar la palabra ictus en el diccionario para confirmar su significado, encontré que además de indicar el ritmo o la cadencia del verso, está asociada a funciones vitales que exceden los meros trabajos literarios. Señalo dos: el ictus alae, que significa aleteo, y el ictus sanguinis, que significa pulso. Tanto aleteo como pulso son vocablos que se ajustan a la perfección al concepto de verso que se abre paso en la poesía final de Nicotra: volátil es su palabra en la manifestación material y, al mismo tiempo, insondable, incluso hermética en su aspiración espiritual. Hay una clara intención de restituirle al idioma su plenitud al dejar el significado vibrando como un trino en la sonoridad más pura de cada vocablo, lo cual no significa negar una real dificultad de avance en su ictus sanguinis. Y es que se trata de palabras siempre experimentadas en la condición de dones postreros, expuestos a un silencio contradictorio: angélico en la medida en que hace aflorar la voz, pero también perverso en tanto no deja de traer consigo la amenaza de un mayor abandono, de una más honda mudez.

No obstante el repliegue de la voz hacia la interioridad, no cabe hablar de ensimismamiento en la poesía final de Nicotra, ya que hay un constante diálogo entre la presencia-ausencia de un ánima femenina y el animus masculino del yo lírico. Al poeta no se le escapa la rareza de sus encuentros con ese visiting angel. Aventura en un poema el siguiente interrogante: “¿A quién hablo, / cuando te habla el poema? / Sí, ¿quién eres, de verdad, / precioso del diálogo?” En otro, volviéndose hacia el abandono que irrumpe, afirma: “Temo a la otra persona del diálogo, / tan igual a un silencio”. Ante esta punzante brevedad, podría hablarse de silencio escandido; de ahí que la puntuación adquiera un carácter determinante en la escritura: fija la intensidad del sonido. El diálogo alcanza momentos de verdad sublimes, como cuando el poeta escribe acerca de ese : “Si eres, como creo, / dádiva de un dios, / desde mi vida / -desde las cavernas del corazón- / ven a esta estrofa, / como a mi noche: / ofrenda de poesía, / ayúdame a expiar, ante el fatal ojo insomne, / el excesivo don.” He espigado estos pocos versos de El anillo de plata para dar una idea de la dimensión entrañable de su poesía última.

Dije antes que el jardín suele ser tema de la inspiración del poeta. Ese jardín constituye menos un lugar de recreo que el espacio donde se manifiesta la dimensión del ritmo cósmico: el retorno regular de los colores de las distintas estaciones, de las aves migratorias, de la lluvia y el sol, de la nieve y la canícula, de la luz y la oscuridad. La apertura de la atención poética al ámbito natural da la medida de un genuino espíritu celebrante que se manifiesta constantemente en la poesía de Nicotra, no obstante el haz de sombra que arroja la palabra muerte cuando aparece. A propósito del estrecho vínculo entre poesía y naturaleza, el poeta ha sido más que explícito; ha escrito: “La tormenta, / que avanza / y ha cubierto ya el ángulo / del sur: / pero los árboles, / sus hermanas menores del jardín, / las cazuelas con agua, / no mueven ni siquiera una hoja, una onda: // yo atiendo a esa quietud, como a un asunto personal”. La quietud que precede a la tormenta no se distingue de la sensación de inminencia de revelación que antecede a la experiencia poética. No obstante la sensualidad que rezuma su poesía, la conjunción de retiro vital y contención verbal tiene por momentos características monásticas: cada vocablo y cada silencio subrayan la condición acústica del alma; el sonido, por consiguiente, aspira a una limpidez absoluta. Ante la naturaleza inasible de la poesía, sólo cabe refinar los instrumentos expresivos al máximo, cosa que Nicotra realiza sin ostentación alguna; la índole esquiva de su musa ha contribuido a ahondar su humildad. En sus poemas finales -“llam[ando] a las palabras / como a los pájaros en el jardín, / ofreciéndoles / agua y pan de un silencio / que se parece a [su] vida”-, el poeta plasma en estado puro su luminoso desasimiento.

 

En uno y otro día

Y ahí, el panorama de la gran ciudad
donde caminan los perdidos, nosotros,
los que creyeron que hallarían
casa, oficio, nombre. 

Ahora, ¿en dónde te pondremos,
antigua imagen,
pasión de nuestras vidas inútiles,
hermosa y sucia como un vicio? 

Resistirás,
sin embargo. 

Alimentada de muerte
en uno y otro día,
aunque quisiéramos,
ninguno te podrá abandonar. 

 

El llamado

-Llamo a las palabras
como a los pájaros en el jardín,
                                         ofreciéndoles
agua y pan de un silencio,
que se parece a mi vida. 

Ellas vendrán,
si vienen, a decir su aleteo,
su trino alegre o lúgubre
en torno a mi mano: 

para que yo sepa, de verdad, escuchándolas,
cuál ha sido la ofrenda.

 

Venus 

Cuando llegas, nadie te anuncia,
aún oscurece piedra y piedra la tarde
y apaga arriba o halcón o paloma,
sus animales de fuego. 

Y los árboles ya son objetos de la noche. 

Todo cicatriza, como un párpado;
damos la espalda al cielo. 

Pero tú abres puertas,
te instalas y desnudas,
e inicias, en los declives de la sombra
-fijo planeta, rara diosa-,
el esplendor de la mujer y el rocío.

 

La estrella fugaz 

                              A Alejandro Bekes

No la línea que se cierra en el círculo,
sino la tangente:
            la ventura de la estrella fugaz
que ha rozado la noche
(porque la mente elude toda afirmación,
flotante en lo incierto,
en lo improbable). 

Así amaste otra vez su travesía,
por suburbios del cielo. 


A sí mismo

Tema del anochecer,
última luz,
                materia
apta, tal vez, para ilustrar la estela
de este día -y su fe:
                                 y no, ahí
la dejas, virgen
en las canteras que ya oculta la noche,
como una veta de amatista o ágata
inexplorada.
 

   *

(Coda)

Así el día se va
como el amor que alentó las mañanas,
que dio al Oeste su declive
lento -de valle, 

y ahora es el turno, dices, de la sombra
aún tenue, y su piedad. 


El pan de las abejas

                                                      (En memoria de Antonio Esteban Agüero)

El pan de las abejas, la miel de todos.

Sopla el tiempo
sobre la galería de tu casa: nadie
sino la luz sorda, vacía,
entre pilares rotos.
Ni tu sombra, ni el rumor del poema. 

(“El agua con racimos y la luz con abejas”…)
Patio sin parras. Seco aljibe. 

Ayer,
la madre pasa con un plato de miel. 

He visto las colmenas devastadas
y en el aire de marzo,
espacio azul,
el humo que subía desde los panales. 

He visto al hombre enmascarado,
los torpes guantes,
y el pueblo de la brisa
y de la flor:
                  gota a gota,
los pequeños
cadáveres. 

He visto al sapo gordo
saciado de saqueo. 

Sopla el tiempo
desde la fresca sombra de las parras,
los cántaros, las flores. (El temblor
y la luz de las abejas.) Oigo
tu voz. 

Un niño pasa con un plato de miel. 

He visto las colmenas devastadas,
el humo por el aire de marzo. 

Y he visto,
entre las ruinas y la sombra,
el pan hecho de sol;
                               quiero decir
-lo sabes-: vi tu muerte
y tu vida. (La galería rota
de tu casa, las páginas
doradas.) Y mi vida
y mi muerte,
seguramente iguales. 

Un hombre pasa con un plato de miel. 

El pan de las abejas,
la miel de todos.

  

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Texto leído el 22 de noviembre de 2013 en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, con motivo de la entrega del premio Rosa de cobre concedido a Alejandro Nicotra por esa institución. Los seis poemas que se agregan al final son los que el poeta leyó en dicha ocasión. >>