Álbum Guadarrama

Walter Cassara [1]

 

                                                          ¿Quién no tuvo un pueblo para pasear en sueños?
                                                                                                             Ricardo E. Molinari

1

Tantas veces me he negado
        a la noche, y ahora me encuentro
a plena luz del día, pensando en ella
        como en algo propio: una valija,
un lápiz, un plato viejo de lata;
        tantas veces creí estar diciéndole
a ella algo mío, en verdad mío,
        extraordinariamente mío,
hemos de vivir lo justo para no redundar
        en la esperanza y la desilusión. 

Ayer soñé que éramos uno caminando
        por la orilla, y no quise saber
nada más, ¡qué bien se estaba allí!
        entre los árboles, sin preguntar nada,
sólo el aliento de la savia corriendo
        por el cuerpo: lo justo, lo natural;
no quise ya preguntar nada,
        no quise moverme, la noche
me mostraba al fin su póker misterioso,
        y desde lejos trepidaban las vías
al paso de los trenes cargados de carbón. 

¡Cielos castellanos!
        En la aridez, la noche viaja a pie
por un camino silencioso de herradura,
        y aquel gorrioncito escuálido
ya nunca volverá a su casa,
        (tenía la cara de Buster Keaton
en El maquinista de la General).

  

2

¿Qué hago yo aquí, todavía despierto,
soñando en el mar desconocido
que antaño conmovía a estas sierras?
Hace un momento, la luz rodaba
de peña en peña, buscando un refugio,
—luz de esparto, luz de cebolla blanca
escapada de un cuadro de Zurbarán.
Y como un templo erigido a la orfandad
de la meseta, aquel balde que alguien
se dejó olvidado en el brocal de un pozo:
el agua, macerada en hielo y barro,
se había convertido casi en arbusto,
tronera involuntaria donde crujía
perpetuamente el cobre de la noche.
¿Recuerdas con qué simples embrujos
aquella gitana en Córdoba nos leyó
las manos y se embolsó el dinero?
¿Recuerdas cómo curaban el queso
arropándolo en sacos de piel de oveja,
y el olor de los fresnos en el fuego
y la nieve cuajada en los techos?
Todo eso me parece ahora
como si se abrazara y echara raíces
entre el crepúsculo y la oscuridad.
Con la misma sencillez, el mismo arte,
me has devuelto a la inocencia. 

 

3

Insignia del paisaje, la  zarza agitada
por el viento de enero, y abajo, detrás
de la montaña, el cielo gris
—de un gris casi soviético—, calcado
 sobre el oleaje inmóvil de la roca.
Miro este cielo, estas nubes, y pienso
en el pañuelo con que Nijinsky se masturbó
en el estreno de La siesta de un fauno,
hace un siglo. Pienso en algunos amigos
que cruzaron al otro lado, hace un siglo
también, divinidades menores del metal
que ahora están aquí, bramando para nadie,
flameando en los cuernos de hojalata
de un toro llamado Osborne. Dulces años,
tristes, melancólicos años que crecen
como flores a la sombra de un muro,
borradores de otro tiempo,
ninfas niponas cantando en un karaoke,
lo que queda del mar es el viento detenido
entre las hojas de la zarza, y esta noche que grita
en silencio, pidiéndote que la leas de otra manera. 

 

4

Y tal vez sea nada, nadie, sólo la memoria biológica
de un estadio ulterior, un punto oscuro
proyectado en latitudes de nostalgia, la pobre luz
de la polilla en el roble, un milagro de profusión,
que se nos ofreciera en los andrajos de una nueva Alicia.
Pasemos del roble, ya casi aclara, y el cartel
(SE VENDE AGUA Y PAJA) del viejo parador
se recorta nítido en la cumbre del puerto desolado,
y  aquí, es cierto, nuestra polilla se pierde,
se alumbra y brilla con el polvo del camino.
No muy lejos, en la plaza entumecida de frío
dos viejos de boina y bastón estarán conversando
sobre cabras y huellas de dinosaurio,
serán los únicos, quizás los últimos visitantes
de la mañana soleada que comienza a despuntar.
Esto bien podría ser una aldea africana, argelina
 lo dijo Azorín mejor en otra parte, y quien suscribe
(yo) uno que encontró la belleza de la Grecia antigua
en un barrio del lejano oeste bonaerense,
un “Kavafis de garage” (lo dije mejor en otra parte),
o quizás un proyector olvidado, descompuesto
en uno de esos cines de pueblo que ya no existen,
cualquier cosa menos un contemplador
de los mercados recesivos, o la canción de vodafone
el día de San Valentín en un polígono industrial.
Pasemos de los amores clasificados, extensivos,
basta aguzar el oído para escuchar a las sirenas
cantar de nuevo en Castilla la Vieja,  la Umbría,
Castilla la “Saxífraga” -así llamó el gran Linneo
a esas plantas cuyas flores nacen de la piedra-.
Nuestra conversación nació en Mar Chiquita,
un día de verano, junto una albufera enorme
y marciana como un cráter; nació allí y prosigue
aquí, aquí, vale decir en la médula espinal. 

 

5

Anotar: en la conversación anónima de la ventisca
todos los recuerdos sisean al unísono,
golpean en el cielo de la boca,
se desdibujan en la voz oxidada de una veleta.
Propuse que nos fuéramos a vivir a
La Hija de Dios, que es el páramo
propiamente dicho; propuse que nos compráramos
una chata y fuéramos a sembrar orégano
en el monte; propuse un concierto solidario
de arpas eólicas para las verbenas locales.
Ahora, sentado frente al fuego,
repaso la cara de un pastor, dura y espléndida,
curtida como la piel de un calmuco
en una película de guerra.
Patria, ¿qué te hemos dado? Una raya
de lápiz de labio desteñida por el sol de lo imaginario,
un prisma de inocencia para mirarte cuando ya no estés.
Ah, gorrión de Keaton, aprendiz del ruiseñor de John…

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Walter Cassara nació en Buenos Aires en 1971. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Solar del extranjero, 1994; Juegos apolíneos, 1998; El paseo del ciclista, 2001; Máquina de trinar, 2004; Nostalgia y otros poemas, 2011. Es también autor del libro de ensayos El oído del poema (2011). >>