W. B. Yeats & T. S. Eliot

W. B. Yeats & T. S. Eliot [1]

Stephen Spender

 

Los jueves de lady Ottoline solían reunir una multitud. Algunos invitados asistían con regularidad, en especial dos poetas irlandeses, George Russell (A. E.) y James Stephens. George Russell daba la impresión de vivir dentro de los límites de su poblada barba marrón, como un espíritu luminoso que rondara un bosque oscuro, hablaba de misticismo indio pero, paradójicamente, lo que hacía que la gente hablase con él con reverencia era que se lo consideraba un excelente economista. James Stephens parecía un elfo y era muy parlanchín. No sólo frecuentaban la casa de lady Ottoline los escritores y los poetas irlandeses, e ingleses, sino también los científicos y los filósofos. Julian Huxley y su mujer, Juliette, iban a menudo; Bertrand Russell era uno de sus más viejos amigos. En estas reuniones conocí a Aldous Huxley que, observando que ambos teníamos más o menos la misma talla, me echó una mirada meditabunda antes de decir:

-Usted y yo tenemos una talla impropia para el trabajo que queremos hacer. Los grandes genios creativos son bajos y robustos, del tipo “pícnico”, que apenas tiene cuello que separe los nervios del cuerpo de los centros cerebrales. Balzac, Beethoven, Picasso no tienen cuerpos grandes que los distraigan. No hay un espacio que separe sus mentes de la comunicación inmediata con sus sentidos físicos.

Aparte de los jueves, también organizaba tés otros días de la semana, para grupos más pequeños. La invitación que recibí para una de esas ocasiones tenía por objeto que conociese a W. B. Yeats, quien a sus setenta años se parecía vagamente a un estudiante de arte muy crecido: una cabeza hirsuta e inclinada; una mirada aturdida, gris, ciega. El día en que nos conocimos, me clavó los ojos y dijo:

-¿Qué piensa usted, joven, de los Sayers?

La pregunta me sorprendió y murmuré que no había leído nada de ellos.

-Los Sayers -repitió-, los Sayers.

Entonces lady Ottoline me explicó que Yeats hablaba de un grupo de oradores que recitaban poesía en coro. Yo sabía menos de eso que de novelas policíacas y tuve que admitirlo. Lady Ottoline, que lo había dispuesto todo para que tomásemos el té con unos pocos invitados más, advirtió que yo era un fiasco, así que abandonó el salón y telefoneó a Virginia Woolf para que se metiera en un taxi y acudiese desde Tavistock Square de inmediato. Virginia, a quien todo esto le causó mucha gracia, llegó unos minutos más tarde.

Después del té, aliviado por no tener que intervenir en la conversación, escuché cómo Yeats, sentado en un sillón junto a Virginia Woolf, le explicaba que la novela Las olas, escrita por ella poco antes, expresaba en el campo de la ficción la idea de las pulsaciones de energía presentes en el universo, un concepto común a las teorías modernas de los físicos y a los recientes descubrimientos de la investigación psicológica.

No oí el resto de la conversación, porque en ese momento llegaron otros invitados, pero al cabo de un rato Yeats tuvo la gentileza de volver a dirigirme la palabra y entonces comentamos su actitud respeto al acto de la escritura. Me contó que, cuando había escrito The Tower [La Torre], había llevado el manuscrito a Rapallo. Desde el hotel lo había enviado a Ezra Pound, con una nota en la que le explicaba que hacía años que no escribía poesía; que estaba escribiendo con un estilo nuevo; que, si no había mejorado con respecto a su obra anterior, ya era demasiado viejo para cobijar la esperanza de que pudiese evolucionar en otra dirección. Por estos motivos estaba muy ansioso por saber la opinión de Pound acerca de esos poemas. Un día o dos después, recibió una tarjeta postal con una única palabra escrita en ella: “Pútridos, E. P.”. Yeats me refirió esa anécdota muy divertido, y prosiguió hablando de la bondad de Pound, a la que había que agradecer sus descubrimientos, muy frecuentes, de nuevos genios literarios y la adopción de gatos vagabundos.

Quince años después, en el hospital de Washington D. C. en el que estaba encerrado, visité a Pound. Al poeta norteamericano Robert Lowell y a mí nos permitieron hablar con él, sentados en torno a una mesa del pabellón del hospital. Mientras hablábamos, otros pacientes se paseaban por la sala. Allí, en medio de aquellos locos, Pound parecía un anfitrión afable y benévolo, y nos recibió con la misma cortesía que podría haber mostrado en su casa de Italia, a la vez que nos hablaba de literatura y de distintas celebridades. Le pregunté si recordaba la visita de Yeats a Rapallo.

-Si quiere que le hable de Yeats -dijo después de echarme una mirada-, lo haré, pero debe advertirme con una antelación de veinticuatro horas, puesto que he perdido el estrato superior de mi mente.

Yeats continuó criticando a los poetas simbolistas por la falta de dinamismo de su poesía. La propia poesía de Pound, dijo, cuando le pedí su opinión al respecto, era estática, como un tapiz. Por su parte, sentía que siembre ha de haber una cadencia subyacente en la poesía, tan simple como la de Byron en los versos So we’ll go no more a-roving, / So late into the night [Ya nunca vagaremos / en la hora tardía]. También me dijo que él se había criado en un entorno esteticista y artificioso; toda su vida había luchado para simplificar su elocución. Sin embargo, no creía que escribir en verso libre fuese una solución para este problema. Quería escribir con rigor, pero sin sacrificar la cadencia byroniana.

Después habló de las opiniones políticas que tantos mis amigos como yo expresábamos en nuestros escritos y las comparó con su propio interés en el espiritualismo.

-Entramos -dijo- en la era política, dominada por la importancia que se dará a las necesidades políticas, algo que pertenece a su gente. Esto será malo, pero peor aún será lo que venga. Porque a continuación vendrá una era dominada por los psicólogos, basada en la comprensión total que cada uno deberá tener acerca de sus propios motivos en cada etapa de la vida. Después de eso, llegará la peor de todas las épocas: la era de nuestra gente, los espiritualistas. Será un tiempo en que la separación entre los vivos y los muertos, y entre los muertos y los vivos desaparecerá por completo, y el mundo de los vivos estará en comunicación total con el de los muertos.

Yeats expresaba estas ideas con un talante entre profético y humorístico. Puede que yo esté deformándolas al registrarlas, pero es seguro que habló de tres era futuras, la política, la psicológica y la espiritual, y afirmaba que la última sería “la peor”. Es difícil saber con cuánta seriedad hay que tomar esta profecía. Sin embargo, queda claro que veía el espiritualismo como una fuerza social revolucionaria, tan importante por su poder como para ejercer una influencia en el mundo, tanto en la política, como en la psicología o en las ciencias.

De todo lo que Yeats dijo, lo que más recuerdo son sus palabras sobre Shakespeare.

-En el fondo, la mente de Shakespeare es terrible.

Cuando le pedí que explicara la frase, dijo:

-La realidad final de la existencia es, en la poesía de Shakespeare, algo terrible.

Hubo otras ocasiones en que vi a Yeats en casa de lady Ottoline. Cierta vez asistió a un “Jueves” en que había más gente de la habitual en esas tardes multitudinarias. Contó anécdotas divertidas de George Moore y de Edward Martyn. A quien Yeats dirigía su peor malicia era a George Moore, quien en Ave atque Vale saca a relucir los aspectos más ridículos (y también los mejores) de Yeats. Pero, hasta cierto punto, él se veía a sí mismo bajo una luz que era, a la vez, bufonesca y noble. En sus poemas se refiere a menudo a su propia extravagancia y a sus absurdos. También era consciente de una pose, de una máscara, que necesariamente debía asumir para conocer a otras personas. Después de una de esas reuniones, Anthony Butts, que había estado presente, dijo:

-No me había dado cuenta de que Yeats tuviese un… “vientre Shanghai”.

¿O dijo Singapur?

Dijera lo que dijese, se trataba de una expresión que describía la extraña forma en que sobresalía el vientre del poeta. Otro personaje irreverente, Mark Gertler, solía divertir a sus amigos con descripciones de la forma en que lady Ottoline imponía silencio entre sus huéspedes de Garsington, cuando se suponía que Yeats, sentado en la sala, estaba componiendo algún poema. También a mí me chocó esta historia entonces. Sin embargo, hoy pienso que había algo en Yeats que provocaba las burlas contra él. Virginia, al regresar a su casa tras la reunión en la que Yeats y yo nos conocimos, contó que al terminar de hablar sobre Las olas, siguió hablando de una cabeza de niño tallada en madera que, desde una columna de la barandilla de una escalera -dijo- le había soltado unas palabras en griego. Virginia se iba impresionada, entusiasta, divertida, burlona. Varios años después, leí un poema que describía un encuentro con Yeats: su solemne autor había registrado con la máxima seriedad algunas de las generalizaciones sin sentido del poeta; en ese momento pensé en Anthony Butts riéndose de la barriga protuberante de Yeats, y entonces la visión de Yeats relampagueó ante mí, vívida.

 

*  *  *

 

Cuando yo tenía veinte años, un amigo había enviado algunos de mis poemas a T. S. Eliot; pocas semanas después lo conocí en uno de esos clubes londinenses en el que, más tarde, lo he visto con frecuencia. Su aspecto era grave, un poco encorvado, aquilino, ceremonioso y tenía una mirada reservada, aunque benévola. Cuando Eliot pide una copa o se inclina sobre el menú para elegir una comida, produce sosiego. Tiene algo de oficio religioso el momento en que dice con voz grave:

-¿Prefiere tomar sopa de tortuga (dudo de que esté hecha con tortuga de verdad) o sopa de guisantes?

Pero también es un connoisseur que tiene ideas precisas acerca de los vinos y, más aún de los quesos.

Durante una de nuestras primeras comidas, noté que mi intención de comer anguila ahumada le incomodaba. Me sorprendió diciendo:

-No creo que me atreva con la anguila ahumanada- con lo que inconscientemente parafraseaba al señor Prufrock cuando se pregunta: “¿Me atrevo a comer un melocotón?”

Poco después de haberlo anotado en un borrador de este libro, este incidente se volvió revelador para mí cuando, mientras tomaba el té cierto día con Eliot, rechazó la tarta con mermelada diciendo:

-No me atrevo con la tarta y la mermelada es un problema.

Entonces advertí que la eficacia del verso Shall I part my hair behind? Do I dare to eat a peach? [¿Me haré una raya en el cabello por detrás? ¿Me atrevo a comer un melocotón?] radica precisamente en que está articulado en una locución de la voz del propio poeta.

La conversación de Eliot es de una insistencia grave. No da la impresión de una energía excepcional, pero tiene una especie de vigor propio, mientras avanza con sus frases rígidas. No es fácil interrumpirlo ni hacer que cambie de tema. Digo que hace un día bonito y Eliot responde con seriedad:

-Sí, hace un día bonito, pero ayer era más bonito todavía aún… -y hay en su voz una débil insinuación de que cuando usé la palabra “bonito” al hablar del día de hoy, no elegí el vocablo preciso. Sin embargo, él continúa con el tiempo-: Creo recordar que, el año pasado, por esta época, las lilas… -y después, si escucho con atención, más allá de la aridez del tema, surgirá un relámpago de poesía, como el ala de un alción en medio de la charla de un club. Su voz única, grave, que sugiere una reverencia, casi temblorosa por momentos y, a pesar de todo, potente y sostenida: su voz única es Eliot. Una vez más, la observación de lo evidente queda sugerida. Porque, a pesar de su intensidad, el verso de la poesía de Eliot es reposado y natural. Es casi una conversación transformada en ritmo.

En nuestro primer almuerzo me preguntó qué quería hacer de la vida.

-Ser poeta.

-Puedo comprender que quiera escribir poemas, pero no acabo de entender lo que quiere decir con eso de “ser poeta” -objetó.

Le dije que no sólo quería escribir poemas, sino también, quizá, novelas y cuentos. Me respondió que la poesía era una tarea que requería la máxima atención de un hombre a lo largo de toda su vida. Le dije que quería ser poeta y novelista como, por ejemplo, Thomas Hardy. Observó con sequedad que los de Hardy siempre le habían parecido los poemas de un novelista.

-¿Y Goethe?

Respondió que pensaba que el caso de Goethe era bastante parecido al de Hardy, sólo que en una escala mayor.

Esto me desalentó, en parte porque me hizo comprender instantáneamente que no podría dedicarme por entero a la poesía. Mi problema es el que este libro [Un mundo dentro del mundo] debe hacer evidente: lo que escribo son fragmentos de autobiografía; a veces poemas, a veces relatos, y los pasajes más largos pueden tomar la forma de novelas.

En ese primer encuentro le hice una pregunta directa que, supongo, sólo alguien tan joven le plantearía al cabo de tan poco tiempo.

-¿Cuál cree usted que es el futuro de la civilización occidental? -le pregunté.

Me señaló que políticamente pensaba que no había futuro “fuera de -recuerdo la frase porque no la comprendí bien- un conflicto de exterminio mutuo”. Le pregunté qué quería decir exactamente con eso y me contestó:

-Personas que se matan unas a otras por las calles.

Esto marcaba la diferencia en nuestras actitudes. Ante la acción social y política, su postura era de negación y desesperanza o, en el mejor de los casos, pensaba que uno debía hacer lo que pudiera sin perder esa convicción desesperada. Creo que siguió pensando así hasta la guerra, y que la guerra modificó su actitud porque lo convenció de que Occidente tenía una causa que había que defender con ahínco. Y, después de la guerra, quedaba una Alemania que debía recuperarse para esa tradición occidental.

Ahora tengo cuarenta años, la misma edad que tenía Eliot cuando lo conocí, a mis veinte. Entonces me parecía tan viejo como ahora. No me sorprende tanto que no parezca mayor ahora como el que no pareciese más joven entonces. Quizá no advertimos que la gente mayor que nosotros envejece, aunque sí lo vemos en nuestros coetáneos o en los que son más jóvenes. En el caso de Eliot, tal vez, el hecho de ser mentalmente mayor, de ser adulto, de vivir siempre con algunos años de adelanto a su edad ha sido un elemento de su arte de vivir y de escribir. A los veinte años estaba escribiendo por poemas de Prufrock, que sin duda expresan la sensibilidad de un hombre de cuarenta. Poco después de haberlo conocido, cuando tenía cuarenta y pocos, se comparaba a sí mismo en Miércoles de ceniza con un “águila añosa”. Siempre ha hecho uso de cierto privilegio al poner fecha adelantada a sus años. Eso debe de haberle ayudado a eludir a sus contemporáneos y a evitar, tal vez, algunos de los problemas que surgen cuando la gente tiene la edad que tiene.

Eliot, como director de la firma Faber & Faber, fue uno de mis editores. De la misma manera que mantuvimos una relación que, después de todo, significó bastante más de lo que yo suponía, bajo la apariencia de encuentros en los clubes, también mantuvimos una correspondencia bajo la apariencia de cartas comerciales. Al releerlas ahora, me sorprenden su consideración, su carácter amigable, su interés, que en esos tiempos debo de haber pasado por alto, porque no podía creer que existiesen, tal como me ocurrió con los Nicolson, cuya gentileza fui incapaz de corresponder. Cierta vez le escribí cuestionando sus posturas con respecto a su religión que, por entonces, yo consideraba crudamente como una vía de “escape” de las obligaciones sociales. Ataqué a Eliot por ese flanco porque al hacerlo sentía que analizaba un tema público, que él mismo había hecho público: no me habría atrevido a abordarlo acerca de cuestiones más íntimas.

Respondió que la religión no era esa vía de escape eficaz que yo parecía suponer, y señaló que la gran mayoría de la gente encuentra ese escape por caminos más fáciles: leyendo novelas, yendo al cine o viajando a toda velocidad por tierra y por aire, “lo que vuelve innecesarios hasta los sueños”. Proseguía diciendo: “Lo que en realidad importa es si creo o no en el Pecado original”.

Recuerdo haber leído esa carta bajo un deslumbrante sol de primavera en el Hofgarten de Munich. Entonces tuve la certeza de que yo no creía en el “Pecado original”. Pensé incluso que era un error hacerlo. No obstante, en el fondo me sentí culpable e inquieto al leer esa carta, que era una respuesta a la disconformidad que yo había mostrado ante su opúsculo Thoughts after Lambeth, en el que Eliot sostenía que lo que los jóvenes necesitaban era que les enseñasen “castidad, humildad, austeridad y disciplina”.

Al comienzo de nuestra relación, escribí una reseña de los ensayos de Eliot, criticando sus actitudes políticas y ciertas proyecciones de su racionalismo. Tras la publicación de esa reseña, lamenté haberla escrito y le envié una copia, junto con una carta de explicación. Eliot me escribió una respuesta cordial, aunque se manifestaba en desacuerdo con un par de aspectos de mi crítica. Terminaba diciéndome que debía escribir exactamente lo que sintiese al criticar su obra, y que nuestra relación pública no tenía conexión con nuestra relación privada.

 

*  *  *

 

Los escritores que superaron la situación de un mundo convertido en la víctima de su propio poder, eran los que mejor resistían la opresiva preocupación que esa época manifestó por su propio tiempo. Pudieron hacerlo porque, como en el caso de T. S. Eliot, se habían dedicado a la tarea de relacionar su tiempo con otros tiempos, o porque eran fértiles anacronismos, héroes supervivientes de un período de individualistas exuberantes, cultivados y lozanos, cuyo valor aumentaba en nuestros días puesto que cada vez eran menos.

La debilidad mayor de los escritores que aquí he denominado la Generación Dividida [su propia generación] era que estaban apresados en el tiempo. Habían apostado por que un orden mundial de paz y justicia social emergería en su época, como lo hicieron en su día Wordsworth, Coleridge y Shelley. Perdieron, como los románticos, y se vieron obligados a gastar su siguiente etapa en la busca de una actitud independiente de los acontecimientos externos.

T. S. Eliot era el menos apresado en el tiempo entre sus contemporáneos. Siempre había considerado que la tradición era la convivencia del pasado con el presente, como los lugares geográficamente separados coexisten en el espacio. Para él, el tradicionalista no era el heredero remoto de un patrimonio desintegrado, sino un misionero que viajaba de una región civilizada —el pasado— hacia otra —el presente— fragmentaria y desprovista de coherencia. Su misión era interpretar el pasado integrado en ese presente fragmentario a través de su relación con ambos.

El corolario de esta visión generalizadora en la que el pasado y el presente coexisten con una tradición en la que “los monumentos existentes que forman un orden ideal” resultan “…modificados por la introducción de una obra de arte nueva (nueva de verdad) entre ellos” [2] , era la creencia en la inmortalidad del alma. Para los vivos, como para los muertos, el presente era un episodio, incluso un comienzo, pero no ese filo del tiempo que siempre han visto en él los contemporáneos de cualquier época.

La escritura de Eliot no ofrecía (como han afirmado algunos críticos) una “evasión” de los problemas del presente y un refugio en el pasado. Enfrentaba el derrumbamiento de los valores presentes con el orden pasado en la imaginación del lector sensible. Por cierto, se puede decir que su obra tiene dos aspectos: el primero, que culmina en Tierra baldía, nos muestra con qué profundidad estamos involucrados en el carácter fragmentario de nuestro tiempo, ya que somos producto de nuestra civilización; el segundo, que culmina en los Cuatro cuartetos, nos hace ver que estamos implicados en la eternidad y, por lo tanto, libres de esa fragmentación.

Para una generación incapaz de aplicar los instrumentos del poder a fines constructivos, su enseñanza fue demostrar que, por mucho que el individuo se comprometa con tareas sociales, es parte de un orden eterno de acontecimientos, dentro del cual no es producto ni víctima de su tiempo.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Tomado del libro de Stephen Spender World Within World (1951)>>
  2. Tradición y talento individual.>>