T. S. Eliot: Canción de amor de J. Alfred Prufrock

Nota preliminar y nueva traducción de Pablo Ingberg
 

Regreso rimado a Prufrock.  Para casi todos los nacidos a la poesía a partir de mediados del siglo xx, la rima, y quizá también en parte los metros o patrones rítmicos fijos, tienen algo de antigualla malsonante a zumbido de mosca mientras uno está queriendo leer, un rouge y rubor sobreimpuesto a la belleza a la que quisiéramos entrarle o por la que quisiéramos dejarnos entrar sin tanto adorno en primer plano. Me incluyo en esa primera persona del plural hasta cierto punto, esto es, en cierta medida y hasta cierto momento difuso de un largo proceso. Estas líneas describen un capítulo clave de ese proceso.

     El río del tiempo fue desdibujándome toda cabecera en su lecho, pero Eliot fue durante muchísimos años mi poeta (y ensayista) de cabecera. Ejemplo que puede funcionar de parte por el todo: llegué a estudiar algo de sánscrito con el objetivo, no principal pero sí accesorio, de traducir la upanishad que él cita en La tierra baldía. Hice mis primeros ejercicios de traducción hacia fines de los ’80, cuando sabía bastante poco inglés, intentando corregir la a mi juicio infelicísima que hiciera Alberto Girri de ese poema (Buenos Aires, Fraterna, 1988, aparecida antes por entregas en La Nación). Tengo para mí que Girri no pescaba (o le importaba un comino) el abecé de la poética de Eliot: mezcla en tensión de sofisticación extrema con naturalidad coloquial, tanto a nivel de vocabulario y sintaxis como del ritmo; tradición y presente en simultáneo (Todo es siempre ahora). Se ve ya en su traducción del título: La tierra yerma. Por esa época escribí una larga nota para una futura edición crítica que nunca llegó en la que repasaba traducciones posibles y optaba por La tierra desolada. Pero en enero del ’91, mientras hacía un cursito de inglés en una escuelita de Wimbledon, leí mi primer libro entero en inglés, un Sherlock Holmes en versión algo simplificada, y allí encontré waste land con el muy cotidiano (al menos en otros tiempos, la superpoblación va dejando cada vez menos espacios vacíos en las ciudades) sentido de terreno baldío. Es decir, esa cercanía que “yerma” aleja. En gran medida la fuerza de “baldía” reside en esa mezcla en tensión entre sentido hasta metafísico y expresión cotidiana. Girri, pues, pone la sofisticación en el lugar equivocado. Por lo demás, fiel a su poética e infiel a la de Eliot, ignora por completo la musicalidad, la elaboración sobre la base de ritmos tradicionales. Por aquel entonces hice una traducción de La tierra baldía (tenía tan internalizada la primera parte que un día me senté y la escribí en castellano sin mirar el original) y a través de los años la he mantenido como obra en construcción (work in progress): cada tanto, por las vías más diversas, aunque en general por lecturas y esa forma de lectura minuciosa que es el ejercicio de la traducción literaria, me viene a la cabeza un verso, un giro, y voy al archivo y modifico algo o agrego una opción al margen.

     No lo afirmaría a rajatabla, pero tal vez encuentre hoy en La tierra baldía cierto exceso de sofisticación que ya no me complace tanto. “Prufrock”, en cambio, se mantiene acaso como lo más parecido a un poema de cabecera para mí. No uno que me gustaría haber escrito, porque no me siento en casa entre la alta burguesía bostoniana de principios del siglo xx. Pero sí me siento bastante representado en cierto espíritu de desencaje social, rayano en la imposibilidad comunicativa profunda, y en una estrofa en particular: no soy Hamlet (príncipe, protagonista), sino uno del séquito (de cierto montoncito más o menos selecto, parte del elenco pero no tan visible), un tipo meticuloso al que le gusta ser útil a veces y resulta otras ridículo, aunque a menudo por alguna gracia y sutileza hace reír como un bufón (de la corte, de Shakespeare, del teatro del mundo).

      “Prufrock” es para mí una especie de compañero de vida, un poema al que vuelvo y que me vuelve a cada rato, inopinadamente. Ese poema escrito por un muchacho que apenas está por cumplir veintitrés años y, desencajado del entorno con torpeza de albatros a la Baudelaire, ya se proyecta envejecido y muy por debajo de la altura a la que esperaba y esperaban que llegara: no Hamlet, sino séquito, casi bufón.

     Hay un toque de autoironía en el albatros Eliot, sin embargo, que lo hace menos Baudelaire que Laforgue: el muchachito que se proyecta en vuelo bajo no acude, en busca de fuentes donde abrevar, a las cumbres sino a la media altura, la mediocridad cotidiana. De la que, por supuesto, formamos todos parte, en mayor o menor medida. Laforgue fue para el joven Eliot estudiante de Harvard una epifanía que le reveló al fin cómo hacer poesía consigo mismo: en espíritu, no Hamlet sino casi bufón; en los recursos formales, por así llamarlos, el apoyo en la escena dramática con visos narrativos y eventuales diálogos, pero desdramatizada por la ironía y la autoironía. Seguramente no es casual que Eliot haya escrito este poema bostoniano universal en parte hacia el final de una estancia en París y casi todo el resto en Munich, todavía desde la distancia europea, entre julio y agosto de 1911.

     Mi primer contacto con Eliot se remonta a principios de los ’80: yo había empezado a escribir algo parecido a poemas y mi tía Marta a prestarme todo lo afín que encontrara en su biblioteca; allí estaban Tierra baldía-Cuatro cuartetos en edición mexicana de Premia, 1977, respectivamente traducciones de Ángel Flores y Vicente Gaos, ejemplar que aún atesoro, con las hojas sueltas por el tránsito y los años. No recuerdo mi debut con “Prufrock”, pero bien podría haberse producido gracias al fascículo de la colección Los grandes poetas del Centro Editor de América Latina, dirigida por Jorge Lafforgue (bella resonancia para el caso), dedicado a Eliot, con prólogo de Jorge Fondebrider y traducción de Gerardo Gambolini, publicado en 1987. Una traducción no sofisticada al revés y antirrítmica como los Eliot de Girri (incluyendo Retrato de una dama y otros poemas, en colaboración con Enrique Pezzoni, Corregidor, Buenos Aires, 1983), pero sí bastante ajena a la conversación con los ritmos tradicionales y por completo ajena a la rima. No recuerdo muy bien cómo fue afincándose y creciendo en mí “Prufrock”, pero sí que a fines de los ’90, cuando Ricardo Herrera me pidió alguna colaboración para la revista Hablar de poesía, le ofrecí mi traducción de ese poema; él entonces me hizo conocer la de Juan Rodolfo Wilcock, y terminé haciendo un ensayito introductorio acompañado de las dos traducciones, la de Wilcock y la mía, que apareció en el número 2 de la revista, en noviembre de 1999. El Eliot según Wilcock que conozco y transité bastante, “Prufrock” y Cuatro cuartetos, presta atención a las cuestiones métricas y la rima, como es natural, porque él mismo les prestó atención en su poesía, iniciada antes de la mitad del siglo xx. Pero para mi gusto lo hace por momentos con cierta displicencia, incluso con ocasionales toques intrusivos por demás en los cortes versales y en ciertos detalles semánticos. Algo de eso dije en aquella introducción a nuestras sendas traducciones, y enseguida volveré con un ejemplo clave.

     Tengo una imagen visual y sonora del ’90 ó ’91 que evidentemente quedó reverberando y operando en algún rincón de mi memoria. Cristina Piña visitó un par de veces mi casa de entonces para indagar en una parte de la biblioteca de Alejandra Pizarnik que cohabitaba con la mía. Tiene que haber sido en esa ocasión, porque no recuerdo otra con ella en esa casa. En algún momento habré mencionado a Eliot o a “Prufrock”, porque la recuerdo citando con su hermosa pronunciación: “I grow old… I grow old… / I shall wear the bottoms of my trousers rolled” (literalmente: “Envejezco… Envejezco… / Voy a usar las botamangas de los pantalones enrolladas”). Si no fuera por el salmodiado efecto irónico del ritmo y la rima, podría tratarse de un pareado casi trivial, a primera vista (a segunda: cierto dejo afectado en “envejezco” y correlato objetivo de la emoción correspondiente en el pensamiento que le sigue). También lo escuché luego repetidas veces en la voz del propio Eliot, en grabaciones compradas en Londres durante aquel viaje mío del ’91, ahora accesibles por internet.

     Sin embargo, en mis ejercicios de traducción de aquellos tiempos, si bien presté siempre atención destacada a los aspectos rítmicos y métricos, no hacía lo mismo con la rima, porque, de hacerlo, más de una vez me sentía llevado un poco lejos para conseguirla, algo para mi gusto un tanto inaplicable a la precisión condensada de un soneto de Mallarmé o de Shakespeare, por dar un par de ejemplos con los que me enfrentaba. Con Eliot, aunque no en medida tan extrema, me pasaba algo similar, y las rimas de Wilcock no me hicieron cambiar de opinión: mi traducción publicada en el ’99 no tenía rimas (aclaro que soy extremista: o rimo siempre que rima el original, o nunca).

     A mediados de 2011 Jorge Fondebrider me invitó a dar una charla en el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Un largo rumiar sobre el asunto encontró entonces vía de salida. Algunos años antes había leído un libro importante para mí: Un golpe bíblico en la filosofía de Henri Meschonnic (trad. de A. Sucasas, Lilmod, Buenos Aires, 2007). Allí encontré formuladas ideas muy afines a las que yo desarrollaba en el trabajo de traducción. Del rumiar entre esas afinidades de concepto y la práctica concreta surgió el título y tema de mi charla: “Poética de la traducción: traducción de la poética”. El verso libre rimado (a lo Laforgue aunque con algo más de libertad en metro y rima) filodramático-narrativo irónico de “Prufrock” merecía otra respuesta. Me centré en otro pareado clave del poema, suerte de estribillo repetido una vez, pero de fuerte efecto anticlimático sobre todo en su primera irrupción al final de la estrofa de apertura: “In the room the women come and go / Talking of Michelangelo” (literalmente: “En la sala las mujeres van y vienen / Hablando de Miguel Ángel”). Una frase bastante trivial, salvo por el dejo irónico altamente reforzado sobre todo por la rima, pero también por la musicalidad (son dos pentámetros trocaicos, el segundo con una sílaba menos en el medio, como si fueran sendos tradicionalísimos pentámetros yámbicos a los que se les amputara la primera sílaba y otra más al segundo). La solución de Wilcock sigue sin gustarme: “Las mujeres atraviesan el salón / y hablan de Miguel Ángel, el pintor”. No lo objeto métricamente: un dodecasílabo muy afín al endecasílabo (como si se le agregara al principio la sílaba amputada por Eliot) y un endecasílabo. Pero que la rima sea asonante y, mucho peor, obtenida con el agregado de un “pintor” que restringe (¿por qué no el escultor, o incluso el sonetista?) me resulta empobrecedor. Tenía que haber mejores soluciones. Parte del efecto radica en que la rima sea con el nombre. En castellano no podía ser con Miguel Ángel, que sólo rima con arcángel. ¿Remplazarlo? ¿Por quién? Leonardo es lo menos lejano que se me ocurrió, la otra inmensa figura múltiple del Renacimiento italiano. Tampoco encontré rima que me conformara (mujeres a paso tardo, hablando de Leonardo). Frotando más neuronas llegué a Leonardo y la Gioconda, con las mujeres en ronda, solución que adopté.

     Para marzo de 2012 me invitaron a un encuentro internacional sobre traducción en Mendoza. No pude ir pero Alejandro Bekes leyó mi ponencia, que desarrollaba un título y un tema similares a los de la charla en el Club. Unos meses más tarde, trabajando “Prufrock” en taller de traducción, fui llevando la rima a la traducción entera. Alicia Bernatene, mi alumna, me aportó entonces páginas de Umberto Eco (Decir casi lo mismo, trad. de H. Lozano Miralles, Lumen, Barcelona, 2008, pp. 350 ss.) referidas a esos mismos versos con un tratamiento bastante afín al mío. Cuando un par de meses atrás, a mediados de 2013, Ricardo Herrera me pidió algún material para la segunda época de Hablar de poesía, el destino o azar cerró el círculo: catorce años después en la misma revista mi nueva traducción. Debo a Herrera la elección final (final por ahora de otra obra en construcción permanente) entre varias versiones posibles para aquel otro pareado del envejecimiento: “Estoy avejentado…”.

     Propongo imaginar una traducción del Martín Fierro a un castellano no gauchesco sin metro ni rima: “En este momento doy inicio a mi canto / acompañado por la guitarra, / porque al hombre al que le quita el sueño / una pena fuera de lo común / como un pájaro solitario / en el canto encuentra consuelo”. Puede no sonar demasiado mal ni alejarse mucho del cuerpo del sentido, pero qué lejos del alma. Una traducción de “Prufrock” sin cierto trabajo simultáneo con el metro y la rima y la mezcla entre sofisticación y coloquialismo debe de tener alguna vaga equivalencia con eso.

 

Canción de amor de J. Alfred Prufrock

                                                                            S’io credessi che mia risposta fosse
                                                                        a persona che mai tornasse al mondo,
                                                                     questa fiamma staria senza più scosse.
                                                                   Ma per ciò che giammai di questo fondo
                                                                          non tornò vivo alcun, s’i’odo il vero,
                                                                               senza tema d’infamia ti rispondo.

 

   Vamos, entonces, tú y yo,
Cuando la nochecita en el cielo se extendió
Como un paciente eterizado en una mesa;
Vamos, por ciertas calles muy poco concurridas,
Murmurantes guaridas
De malas noches en hoteles recubiertos de costras
Y restaurantes con serrín y conchas de ostras:
Calles que siguen cual tediosa discusión
De insidiosa intención
Hasta llevarte a una pregunta abrumadora…
Ah, no preguntes, “¿Cuál es?”
Vamos a hacer nuestra visita de una vez. 

   Las damas en la sala andan en ronda
Hablando de Leonardo y la Gioconda. 

   La niebla amarillenta que se frota el lomo en ventanales,
El humo amarillento que se frota el hocico en ventanales,
Pasó la lengua por las comisuras de la noche,
Se demoró en los charcos que se estancan en los albañales,
Dejó caer sobre su lomo hollín caído de las chimeneas,
Se deslizó por la terraza, dio un salto en un chasquido
Y, al ver que era una suave nochecita de octubre,
Se enruló en torno a la casa y se quedó dormido. 

   Y seguro habrá tiempo
Para el humo amarillo que resbala por la calle mientras
Se va frotando el lomo en ventanales;
Habrá tiempo, habrá tiempo
De preparar una cara para encontrar las caras que te encuentras;
Habrá tiempo de matar y de crear, a una y otra punta,
Y tiempo para todos los trabajos y los días de las manos
Que alzan y sueltan en tu plato una pregunta;
Tiempo para ti y tiempo para mí,
Y tiempo todavía para cien indecisiones
Y tiempo para cien visiones y revisiones
Antes del té con tostadas por ahí. 

Las damas en la sala andan en ronda
Hablando de Leonardo y la Gioconda. 

   Y seguro habrá tiempo
De preguntar: “¿Me animo?” y: “¿Me animo?” y: “¿Si pudiera?”;
Tiempo de darse vuelta y bajar por la escalera,
Con algo de calvicie en medio de mi cabellera…
(Dirán: “¡Cómo los pelos le van quedando escasos!”)
Mi saco matinal, el cuello firme montado hasta el mentón,
Mi corbata rica y sobria, pero afirmada por un simple espetón…
(Dirán: “¡Pero qué flacos las piernas y los brazos!”)
¿Me animo, si pudiera,
A perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
Para decidir y revisar lo que un minuto cambiará en lo inverso. 

   Pues las he conocido ya todas, conocido todas antes…
He conocido ya las noches, mañanas, tardes, he
Mensurado mi vida en cucharitas de café;
Yo conozco las voces que agonizan en caída agonizante
Bajo la música de más lejanas salas.
   ¿Cómo pues darme alas? 

   Y he conocido ya los ojos, conocido todos…
Los ojos que te fijan a fórmulas vacías,
Y una vez formulado, despatarrándome en un espetón,
Una vez espetado a la pared y retorciéndome hasta por los codos,
¿Cómo empezar a la sazón
A escupir todas las colillas de mis días y vías?
   ¿Y cómo darme alas? 

   Y he conocido ya los brazos, todos conocido en general…
Los brazos enjoyados y blancos y desnudos
(Pero a la luz de la lámpara, ¡levemente velludos!)
¿Es perfume que viene de un vestido
Lo que a la digresión me habrá inducido?
Brazos posados en la mesa, o envueltos en un chal.
   ¿Y habría pues de darme alas?
   ¿Y cómo habría de empezar?
.     .     .     .     .
¿Voy a decir: pasé al oscurecer por unas calles angostas
Y miré el humo que sube de las pipas
De hombres solos en mangas de camisa, asomados a ventanas?… 

   Yo debiera haber sido un par de pinzas rasposas
precipitado por el fondo de mares silenciosos.
.     .     .     .     .
   Y la tarde, la noche, ¡con qué paz duerme aquí!
Por unos dedos largos alisada,
Dormida… fatigada… o enferma simulada,
Estirada en el piso, cerca de ti y de mí.
¿Habría, tras el té y los pasteles y helados de crema,
De tener fuerza para hacer estallar el dilema?
Pero aunque yo he llorado y ayunado, llorado y rezado,
Aunque vi mi cabeza (un tanto calva) traída en una fuente,
No soy ningún profeta, y esto no es un asunto trascendente;
He visto parpadear mi momento de grandeza,
He visto al eterno Sirviente sostenerme el abrigo y reír
              con turbieza,
Y, en resumen, me he asustado. 

   ¿Y acaso habría valido al fin la pena, sí, después de todo,
Después ya de las tazas, las mermeladas, tés,
Entre la porcelana, entre charlitas de ti y de mí por vez,
Acaso habría valido al fin la pena
Haber cortado la cuestión con mi sonrisa amena,
Haber estrujado el universo hasta hacerlo una bola de modo
De lanzarlo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora,
Y de decir: “Soy Lázaro, vuelto de entre los muertos,
Vuelto para contarles todo a ustedes, voy a contarles todo”,
Si alguna, acomodándose una almohada con ojos entreabiertos,
   Dijera: “Eso no es lo que quise decir, de ningún modo.
   Eso no es, de ningún modo”? 

   ¿Y acaso habría valido al fin la pena, sí, después de todo,
Acaso habría valido al fin la pena,
Después de los ocasos y jardines y las calles rociadas,
Después de las novelas, de las tazas de té, las faldas arrastradas
           por detrás…
Y esto, y tanto más?…
¡Imposible decir lo que quiero decir exactamente!
Mas cual si enviara una linterna mágica dibujos de los
           nervios ahí enfrente:
¿Acaso habría valido al fin la pena
Si alguna, acomodándose una almohada o arrojando un chal,
Y girando con rumbo a la ventana, dijese:
   “Eso no es, de ningún modo,
   Eso no es lo que quise decir, de ningún modo”?
.     .     .     .     .
   ¡No! Yo no soy ningún príncipe Hamlet, ni tenía que serlo;
Soy un noble del séquito, un tipo que podrá
Inflar un desarrollo, iniciar una escena o dos quizá,
Aconsejar al príncipe; sin duda, un instrumento facilón,
Deferente, contento de ser de cierto uso,
Cauto, político y meticuloso;
Lleno de frases elevadas, pero un poco obtuso;
A veces, en verdad, casi ridiculoso;
Casi, a veces, el Bufón. 

   Estoy avejentado… Estoy avejentado…
El pantalón me va a quedar holgado. 

   ¿Habré de repartirme el pelo atrás? ¿Me animaré a comer
          una papaya?
Voy a ponerme pantalones blancos de franela y caminar
          por la playa.
He escuchado cantar a las sirenas, entre sí. 

Yo no creo que vayan a cantar para mí. 

Las he visto cabalgar mar adentro las olas
Peinando el pelo blanco de las olas soplado hacia atrás
Cuando el viento sopla el agua blanca y negra al ras. 

Nos hemos demorado en las cámaras marinas
Junto a chicas marinas coronadas de algas rojas con marrón
                   en los extremos
Hasta que voces humanas nos despierten y entonces
                    nos ahoguemos. 

 

The Love Song of J. Alfred Prufrock

                                                                           S’io credessi che mia risposta fosse
                                                                      a persona che mai tornasse al mondo,
                                                                    questa fiamma staria senza più scosse.
                                                                 Ma per ciò che giammai di questo fondo
                                                                        non tornò vivo alcun, s’i’odo il vero,
                                                                            senza tema d’infamia ti rispondo.

 

   Let us go, then, you and I,
When the evening is spread out against the sky
Like a patient etherised upon a table;
Let us go, through certain half-deserted streets,
The muttering retreats
Of restless nights in one-night cheap hotels
And sawdust restaurants with oyster-shells:
Streets that follow like a tedious argument
Of insidious intent
To lead you to an overwhelming question…
Oh, do no ask, ‘What is it?’
Let us go and make our visit. 

   In the room the women come and go
Talking of Michelangelo. 

   The yellow fog that rubs its back upon the window-panes,
The yellow smoke that rubs its muzzle on the window-panes,
Licked its tongue into the corners of the evening,
Lingered upon the pools that stand in drains,
Let fall upon its back the soot that falls from chimneys,
Slipped by the terrace, made a sudden leap,
And seeing that it was a soft October night,
Curled once about the house, and fell asleep. 

   And indeed there will be time
For the yellow smoke that slides along the street
Rubbing its back upon the window-panes;
There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create,
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea. 

   In the room the women come and go
Talking of Michelangelo. 

   And indeed there will be time
To wonder, ‘Do I dare?’ and, ‘Do I dare?’
Time to turn back and descend the stair,
With a bald spot in the middle of my hair –
(They will say: ‘How his hair is growing thin!’)
My morning coat, my collar mounting firmly to the chin,
My necktie rich and modest, but asserted by a simple pin –
(They will say: ‘But how his arms and legs are thin!’)
Do I dare
Disturb the universe?
In a minute there is time
For decisions and revisions which a minute will reverse. 

   For I have known them all already, known them all –
Have known the evenings, mornings, afternoons,
I have measured out my life with coffee spoons;
I know the voices dying with a dying fall
Beneath the music from a farther room.
   So how should I presume? 

   And I have known the eyes already, known them all –
The eyes that fix you in a formulated phrase,
And when I am formulated, sprawling on a pin,
When I am pinned and wriggling on the wall,
Then how should I begin
To spit out all the butt-ends of my days and ways?
   And how should I presume? 

   And I have known the arms already, known them all –
Arms that are braceleted and white and bare
(But in the lamplight, downed with light brown hair!)
Is it perfume from a dress
That makes me so digress?
Arms that lie along a table, or wrap about a shawl.
   And should I then presume?
   And how should I begin?
.     .     .     .     .
   Shall I say, I have gone at dusk through narrow streets
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows?… 

   I should have been a pair of ragged claws
Scuttling across the floor of silent seas.
.     .     .     .     .
   And the afternoon, the evening, sleeps so peacefully!
Smoothed by long fingers,
Asleep… tired… or it malingers,
Stretched on the floor, here beside you and me.
Should I, after tea and cakes and ices,
Have the strength to force the moment to its crisis?
But though I have wept and fasted, wept and prayed,
Though I have seen my head (grown slightly bald) brought in
upon a platter,
I am no prophet – and here’s no great matter;
I have seen the moment of my greatness flicker,
I have seen the eternal Footman hold my coat, and snicker,
And in short, I was afraid. 

   And would it have been worth it, after all,
After the cups, the marmalade, the tea,
Among the porcelain, among some talk of you and me,
Would it have been worth while,
To have bitten off the matter with a smile,
To have squeezed the universe into a ball
To roll it towards some overwhelming question,
To say: ‘I am Lazarus, come from the dead,
Come back to tell you all, I shall tell you all’–
If one, settling a pillow by her head,
   Should say: ‘That is not what I meant at all,
   That is not it, at all.’ 

   And would it have been worth it, after all,
Would it have been worth while,
After the sunsets and the dooryards and the sprinkled streets,
After the novels, after the teacups, after the skirts that trail
along the floor–
And this, and so much more?–
It is impossible to say just what I mean!
But as if a magic lantern threw the nerves in patterns on a screen:
Would it have been worth while
If one, settling a pillow or throwing off a shawl,
And turning toward the window, should say:
   ‘That is not it at all,
   That is not what I meant, at all.’
.     .     .     .     .
No! I am not Prince Hamlet, nor was I meant to be;
Am an attendant lord, one that will do
To swell a progress, start a scene or two,
Advise the prince; no doubt, an easy tool,
Deferential, glad to be of use,
Politic, cautious, and meticulous;
Full of high sentence, but a bit obtuse;
At times, indeed, almost ridiculous –
Almost, at times, the Fool. 

   I grow old… I grow old…
I shall wear the bottoms of my trousers rolled. 

   Shall I part my hair behind? Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each. 

I do not think that they will sing to me. 

I have seen them riding seaward on the waves
Combing the white hair of the waves blown back
When the wind blows the water white and black. 

We have lingered in the chambers of the sea
By sea-girls wreathed with seaweed red and brown
Till human voices wake us, and we drown.