Un destino de poesía

(Diego Muzzio: El sistema defensivo de los muertos – Hilos editora)

  

El de Diego Muzzio es un destino de poesía. Su primer acercamiento a las palabras entendidas como arte ha sido marcado a fuego por la experiencia de la muerte. La escueta orden paterna de leer un capítulo por día echó raíces, fusionando de manera permanente el deber, el amor y el asombro frente a la desaparición. Hambre metafísica (“intentar aprehender la imposibilidad de estar muerto, de no ser… discutir la posibilidad de estar vivo, de ser…”) y un vínculo profundo, contradictorio, con las palabras, son las marcas de identidad lírica presentes en todos sus libros, y son ellas las que han permitido a su escritura mantener hasta ahora esa “notable equidistancia en relación con tres formas de desmesura típicas de la época: el abusivo lenguaje de los sueños, el fervor coloquialista, o el conceptualismo extremo” señalada por Santiago Kovadloff. O lo que es lo mismo: esa sensación de volumen, de voz multidimensional que nos golpea durante la lectura de sus versos.

Ahora bien, los que han seguido la obra poética de Diego Muzzio no dejarán de percibir un viraje en su último libro. Sin renunciar al habitual sello de referencias bíblicas y clásicas, Muzzio ha construido a partir de anécdotas de gran fuerza sugestiva, su propio sistema de símbolos domésticos: sonámbulos que se comunican (extraño indicio de la posibilidad de un diálogo a través de un canal diferente al de la conciencia y, por ende, al de la vida tal como habitualmente la conocemos); peces que son arrojados al inodoro y recorren la red de las cloacas de retorno al río; el inesperado encuentro con voces grabadas de seres queridos que han muerto… El centro de su escritura se ha desplazado hacia el ininterrumpido fluir de lo privado. Aunque la muerte del padre no sea un material nuevo, sí lo es la crudeza, la meticulosidad de la presentación del asunto.

Lo novedoso en El Sistema defensivo de los muertos radica en que la muerte del padre ha pasado a ser tema explícito. Lo que antes era causa se ha convertido en objetivo, en la “presa” de la escritura. Los motivos de esta transformación probablemente queden fuera del alcance de una reseña de poesía. Que el problema no es literario está claro: quiero decir, no tiene que ver con el trance de buscarle la vuelta a la expresión de un material gastado. El hartazgo de Muzzio es temprano, íntimo, incontaminado de requisitos editoriales. En su segundo libro, escrito a los 24 años, el drama ya se encuentra conformado: “Escribo siempre el mismo poema; la muerte… sabe… que el poema  en el centro de la noche, siempre es el mismo”. Pero entonces el poema ocurría con la misma inevitabilidad de la rosa de Silesius, cita cara al poeta. Ahora Muzzio apunta: “siempre he escrito sobre tu muerte, siempre he rondado en torno a tu muerte…” Y es como si agregara: “pero nada ha cambiado luego de hacerlo”. El problema de la indestructibilidad de la muerte se formula en conjunto con una crítica al poder de la poesía (“el lento movimiento de sus manos teje un tácito juicio acerca de la inutilidad de la poesía, la fragilidad inherente al conocimiento derivado de un sistema de signos que, como los salmones, quedan exhaustos y vacíos luego del desove”). Es legítimo reconocer en la aparición de la crítica una disminución de la energía fecundante del misterio de la muerte. Como si en la factura de este libro el componente de deber hubiera tomado ligeramente la delantera por sobre el amor y el asombro (“23 años después leo el libro que leías, leo el libro, obligado, como aquella primera vez”) conjuntamente con una clara voluntad de ir más a fondo; de desactivar, nombrándola, cada partícula de memoria que conforma el sistema defensivo de los muertos. A una mengua del combustible poético corresponde, por compensación, una escritura ininterrumpida, minuciosa y exhaustiva, que avanza apoyada en logros inmediatos. Es lo que se percibe en el inicio del libro:

“Y aun se mueve mi mano como un animal moribundo mientras amontonan las mujeres la música de los muertos, y guardan en baldes oscuros, a la sombra del lavadero, el agua donde ellos pescaban; pero detrás de la ventana, más allá de la dispersa constelación de los jardines, adivino el agua verdadera hacia la que ellos se inclinaban; los ojos muy abiertos, la mirada detenida en los anzuelos sumergidos, el gusano retorciéndose y dominando aún, mudo, el mudo gusano aprisionado en el oro de los anzuelos en el agua que, abierta y silenciosa, corría hacia los juncos, bajo sus pies pequeños” Si comparamos este arranque con un poema de Hieronymus Bosch que comparte el mismo estímulo (el recuerdo de una escena de pesca con el padre) las diferencias resaltan.

 

El rayo cae con predestinación

¿Puedes responder a mis preguntas
Tú, San Juan Evangelista en Patmos,
colgado de un clavo en la pared de Berlín,
escribiendo aún mientras se arrastran
las larvas del tiempo sobre largas galerías?
De la blanda muerte por agua a los caballos
trompetas peste hambre fuego hemos
evolucionado: se torna más complejo destruirnos.
Todavía puedo respirar. Encerrado en este cuarto
huyendo de mi prójimo, hojeando guías de viaje,
riéndome de la ruina e ignorando la pobre
prosa de la maquinaria animal del día.
Quiero ir a pescar con mi padre y con su primo.
Estoy dispuesto a atravesar el dilatado páramo
para llegar al río, así que dejemos a un lado
la destrucción del mundo
y, si es posible, dame una respuesta:
¿qué quedará de mí luego de que el rayo
calcine los trigales que conducen a mi puerta?

 

En el fragmento inicial de El sistema defensivo de los muertos, el rango de alcance de la imaginación es menor: avanza y retrocede, merodea en torno al núcleo. En el poema citado, por el contrario, el verso “Quiero ir a pescar con mi padre y su primo” se encuentra alejado asociativamente del resto del poema. En esa expresión de deseo se recorta con nitidez la voz de Muzzio, contra una voz más modelada –en un momento se confunde con un nosotros– que habla con San Juan en Patmos a través de la pintura del Bosco. En ese natural intercambio de voces, que se realzan mutuamente, reside a mi juicio, gran parte del encanto de su poesía.

Ahora bien, minuciosidad, exhaustividad, fluidez son los atributos formales de los que depende la eficacia simbólica de un rito. Y El sistema defensivo de los muertos es exactamente eso: una danza para aplacar a los espíritus. O mejor dicho, teniendo en cuenta la ambigüedad propia de los rituales: es tanto un conjuro explícito contra los íntimos aspectos torturantes del fantasma, como una implícita invocación de la fuerza de misterio que lo orientó hacia la poesía como hacia una posible salida.  

Javier Foguet