El desierto y después

(Traducción de Ricardo H. Herrera)
 

1. La carcajada del dginn Rull  [1] . El sol cae a plomo; todo está suspendido y confuso; todo movimiento disimulado, todo rumor extinto. No es una hora de sombra ni una hora de luz. Es la hora de la monotonía extrema. Esta es la hora ciega, la hora oscura del desierto. No se distinguen las rocas carcomidas, tiña blancuzca entre la arena. Las finas ondulaciones de las arenas naufragan en la apretada trama de rayos que pegan igual por todos lados. Ya no hay cielo ni tierra. Todo tiene un ardiente e idéntico color amarillo grisáceo en el cual os movéis a tientas, como en el interior de una nube. ¡Ah!, si no fuese por ese latigazo que desde las plantas de los pies os desata la sangre en una canción, afónica, melancólica, maldita, diríais que estáis en la nada. Ella penetra en la sangre como la experiencia de esta luz absoluta que se consume en la aridez. Y del secreto de la tierra, como si fuese el eco de tanto sufrimiento, percibís una especie de destrozo asfixiante en la sangre. No hay ni una langosta a esta hora, una langosta de esas de aquí, como gatos; el nómade es voraz. (¿Recordáis, en el Levítico, los bellos nombres de estas bestezuelas “que tienen pantorrillas encima de los pies, para saltar sobre la tierra”? “podréis comer de toda especie de soleam, toda especie de argol, y toda especie de agab”.) No hay una langosta a esta hora, ni un camaleón, ni un puercoespín, ni una lagartija, ni un escorpión; no hay una codorniz, ni un chacal, ni un escarabajo, ni una víbora cornuda; pero tropiezo con el esqueleto de un dromedario que hará música esta noche cuando el viento marino circule por entre sus costillas; a esa hora será como un carpidor de la luna; entonces el Ualad-Alí, para sorprenderme, excavará con su bastón la arena e indicará con un gesto la cabeza del dromedario ya momificada; luego, sin tocarla, empujando la arena con el pie, la volverá a cubrir con cuidado.

Cuando los rayos comienzan a declinar la hora es menos negra, pero enceguece de otro modo. En una fractura del derrumbamiento, nace una máscara de sombra. Quien haya visto la cautela con que avanza esta sombra, no encontrará extraño el adjetivo que me sugiere: sombra ladrona. No parece adherir a nada, depender de nada, está despegada, y podría también llamarla, para quien ame los juegos de palabras: sombra libre. Y aquí me toca repetir lo ya dicho por tantos pintores desde principios del ‘800, que en vano se cansaron de intentar reproducir esos efectos. Si fijo esa sombra, poco a poco se concentra, y es el núcleo del cuadro entre grandes franjas de luz hormigueante; pero si me empecino en fijarla, ella toma la transparencia vítrea y metálica del agua muerta. Relampagueante de una sequedad interior, consumida como la cal o la ceniza, es sin embargo un agua sin humedad, un agua cruel: no es el agua que – aunque enferma, aunque corrupta – puede engañar la sed: es una broma sádica de la luz. Donde la sombra acaba de precipitarse, dos hombres, veo, descansan con los animales; sus rostros ondulan intermitentemente, sin que sea posible establecer la distancia que media entre ellos y quien mira, y la arena rosácea, y los mantos de lana; ¡eso es!, todo se transforma en una ondulación rubial, con alguna que otra mancha fugaz similar al jugo del tamarindo; y orla todo – todo objeto visto – una chamusquina amarilla que agoniza en violeta. Las distancias que ahora pueden medirse son todas frutos del error: es la hora de los errores de distancia. El suelo ha sido martirizado de tal manera que sobre él vacila un diluvio de aire. Un hombre, cuando no da más, tiene sudores fríos; y el desierto posee este estrato de aire febricitante. Muchos estratos distintos, muchos climas distintos se superponen ahora en el aire. Las rarefacciones del aire cambian al ascender; abajo está la temperatura más alta y el estrato más líquido. Y ahora puede suceder que un punto alto en la llanura donde haya habido un árbol o una cueva y una fuente, o donde no haya nada más que escualidez, pero siempre un simulacro de sombra; puede suceder, digo, que la imagen de ese punto, se aparte desde su placa más opaca, y se alce y refleje en una placa más vaga, confundiendo aún más nuestra idea de distancia. Es el espejismo… Nuestras locuras más íntimas, ¿acaso no se originan en una engañosa separación de la imagen del objeto?

A pesar de que los rayos son ya muy oblicuos y sus refracciones menos totales, debo cerrar los ojos. Pero ¿por qué este humo que siento debajo de los párpados, en un anillo sangriento? Si abro los ojos con prudencia, veré ahora el cielo; aunque no puede decirse que sea claro: hay encima del azul que blanquea un graneado rojo, y la usual chamusquina de adorno, amarillo agonizando en violeta. Y ahora sé que me circundan millas; lo sé, pero de un modo curioso: a pocos pasos de mí, las personas atraviesan un enjambre de mosquitos de brasas; y sabré que a la gente se antepone esa aureola que la esconde y que con ella avanza, y mediré el espacio por la distinta intensidad de las diversas aureolas y, alcanzado el hueco próximo al cielo – espectrales – las personas finalmente aparecerán ante mí.

Dicen que el viento es el único elemento de movimiento y de vida en estos lugares, llamados de la inmovilidad y de la muerte. No, el elemento de vida y también el elemento trágico en el desierto es la luz.

No quiero decir que el viento del desierto no sea algo horrendo. Aquí existe el hamsín, y lo conozco desde niño. Es el viento que en otros lugares llaman simún, siroco, scheheli; es un ventarrón que llega a ráfagas y remolinos desde el sudoeste. Lo sentí en los dos últimos días pasados. Como lo quiere la primitiva creencia desértica, esas rojas columnas girantes de polvo que se precipitan beodas sobre nosotros, que tienen un olor picante que os da mareos y os deprime, que os penetra por las narices, por la boca, por los ojos, por los poros de la piel y dejan en el cuerpo, y en cada uno de los escondrijos de vuestro ser, un fastidio y un peso como si os llenaran de plomo y vuestra carne tuviese una herrumbre que hay que sacar con papel de lija. Como lo quiere la antigua religión sahariana, los granitos de arena son dginn bailarines, y todavía hoy los tuaregs llevan el rostro envuelto en un velo, el litham, para que esos espíritus diminutos, esas ánimas malignas no penetren a través de la boca o las narices, alojando en el cuerpo el demonio.

Le pregunto al Ualad-Alí:
“¿Hace muchas víctimas el viento?”
Ríe. El viento no mata. Lo que mata es la sed.

Cuando uno se aleja por sendas difíciles, aureola errante, sin poseer otra seguridad que la del proverbio: “Observa la estrella polar y síguela hasta que aparezca la estrella de la tarde”, hasta que aparezca Venus y modifique los engaños serenando el cielo; cuando uno se marcha en pos de la estrella, articulando a media voz: “¿Uen, uen, sceeh el Arab, uen?”, y se marcha por semanas y por meses, articulando sin fin la cantinela, con su voz opacada por la luz: “¿Dónde estás, dónde, sceeh el Arab, dónde?”, si extravía la senda, entonces lo aguarda la sed y lo devora. Conocerá entonces los últimos deslumbramientos. Como Memnón, las rocas, cayendo brusco el día en la noche, crujirán. Pones en la arena un pie y millares de granitos de arena, golpeándose unos en otros, harán como un redoble de tambor. ¿Rull? ¡Es el ángel negro! ¡La muerte de sed! ¡La carcajada del dginn Rull! “¿Uen, uen, sceeh el Arab, uen?

Si el árabe regresa del desierto, ¡ah!, en las venas le ladran los mastines. Por eso el nómada es incurable: el desierto es un vino y una droga, enciende una ira que no se aplaca sino con sangre o lentísimos amores.

Entre tantos sentidos de muerte que su vida milenaria ha mezclado en sus venas, el egipcio ha recibido del árabe el sentido más triste: que el deseo de placer constituya una sed extrema, un sufrimiento que no se calma nada más que en la locura. Este sentido: que la locura sea como un ensanchamiento del alma, que el premio para el alma sea la liberación en el placer mortal de los sentidos.

  

2. La pesca milagrosa [2] . PALINURO. Pananti, que se imaginó capturado por corsarios y no supo sacarle provecho a una aventura nada mediocre, es capaz de estimular a los narradores de viajes fáciles, numerosos en su tiempo, y en las apostillas a su libro hace imprimir el supuesto cuaderno de uno de ellos, caballero francés de principios de ochocientos. En cada parada, da su receta, y llegado a Mantua, el caballero escribe: “Remembranzas de Virgilio. Volver a los más bellos versos del cantor. Le haré hacer este artículo a mi secretario.” ¡Dichoso de él, que tenía secretario!

Pero son lugares que visitó Virgilio; era tan atento, sensible y preciso, que es difícil no tomar aquí en préstamo su mirada. De Virgilio suele decirse que es ejemplar la finura de su oído, también yo lo hubiera afirmado, entendiendo que nadie mejor que él transmitió la música del alma; aunque debiera agregarse que también fue pintor inalcanzable. Si me asiste esta vez la buena vista, todo el mérito debe atribuirse a los cantos V y VI de la Eneida.

*

Desde la altura de Velia miré a la izquierda a Palinuro con el estupor que produce siempre una piedra enorme convertida en aérea debido a la distancia. A la derecha, la desembocadura del Alento le devolvió al pensamiento esta noción increíble: que son los ríos los que llevan la sal al mar. Y por todas partes estaba rodeado de ramas de genciana. Y una segunda cosa me maravillaba: que el azul plateado de las gencianas fuese el mismo de los vaporosos horizontes de Palinuro y del ramificarse del último Alento. Tres modos distintos de un mismo color; y un último modo era un gris lejanísimo, una ceniza que mezclaba el cielo con el mar. ¿Tenemos que ponernos en el ojo una hoja de genciana? ¿Es la señal, amarga y aromática, de la jornada?

Volvemos sobre nuestros pasos, llegamos a Pioppi y, viendo un bote a motor fuera del agua, preguntamos si quieren alquilárnoslo para llegar a Palinuro. El propietario, señor Pinto, lo pone rápido a nuestra disposición gratuitamente; también quiere que aceptemos un café en su casa. No son menudencias, y no es el único que ha demostrado la cordialidad propia de la gente de esta región. He hecho esta experiencia incluso al acercarme a personas de condición humilde; no se meten en lo de uno, pero no porque sean tímidos o estén privados de elocuencia, sino porque están abstraídos en lo suyo. Pero basta que uno exprese un deseo, y se deshacen en atenciones; lo hacen por el gusto de ser estimados, y me parece algo bastante singular en estos tiempos. ¡Tierra hospitalaria, tierra de asilo!

 

PESCAN LA CABEZA DE APOLO.  Una hora sin aire, una de esas siestas de comienzos de primavera en las que todo parece inmóvil y como absorto. Y en efecto, ¿hay acaso un milagro más grande que un nacimiento?

Tal vez era una hora como ésta, con el agua de un azul turquí cargado, como ésta más cercana, cuando pasaban imágenes sobre las ondulaciones calmas. Eran las Vírgenes y los Santos pintados, como quiere la tradición, de San Lucas, que iban, como quiere el pueblo, a elegir el lugar donde deseaban ser venerados. Huían los Iconoclastas y, en las mismas playas, por una combinación que es consolador considerarla como señal de la Providencia, atracaban en los mismos puertos que acogieron las velas del primer destructor de imágenes, el rapsoda Jonófanes…

¿Le acercaban al arte italiana la flor oscura que, crecida en nuestros climas, le habría dado a Giotto el modo de descubrir una nueva madurez de frutos?

*

El Torreón de Velia nos observa cada tanto, y está a la cabeza de aquellas torres de guardia inconclusas que hizo construir Carlos V y que llegan hasta Reggio. Al dar el toque de queda la voz de los centinelas iba a perderse allá abajo, y volvía: ¡toda la noche! ¡Tierra de asilo y tierra de presa! Es natural que donde más seductora es la esperanza, mayor sea el reclamo del mal, y no sorprende que estos lugares fuesen objeto de la avidez de tropelías, moras o rubias.

*

Cuando Velia desaparece, el arco que se abre llega hasta el promontorio de Pisciotta. El mar comienza a llenarse de rocas herrumbradas. La primera, arrugada como un hongo de mar inverosímil tiene una violencia que da miedo: es violenta hasta la aridez y la preciosidad. Pasamos entre esta extraña mole y un escollo al que le han arrancado la punta.

Inmediatamente después vemos un monte estremecido por un camino como por una flecha. Una violencia similar – al comienzo del Barroco, y Miguel Ángel no estaba demasiado lejano en el pasado – la he visto únicamente en Roma, en dos pinturas de Caravaggio: el San Pedro y el San Pablo de Santa María del Pueblo.

Sobre ese monte hay un bosquecito de olivos – ¡olivos, siempre olivos! – y no he terminado por darme cuenta cuando ya se abre una garganta hacia el valle, mostrando en la lejanía taludes, mamelones, barrancos, definidos en volumen por el simple contraste de los verdes y un lentísimo tránsito de nubes plúmbeas.

Mientras tanto, mientras bordeamos Pisciotta, se nos aparece, salido del mar, Palinuro, como un escualo desmesurado, cargado de oro.

Pisciotta se extiende en tres fases sobre un muro: en la parte más alta está el pueblo viejo, de casas pesadas y oscuras y con grandes arcadas; en el medio, hay olivos dispersos como ovejas en grupo; la tercera, a nivel del agua, la forman casas nuevas y livianas, cuyos muros parecen torneados por el aire en peristilos.

*

Y ahora los olivos tienen un halo de luz en torno de las hojas, como los santos.

Ahora los montes que nos flanquean van hacia adelante y hacia atrás, y algunos llegan parados derechos al agua, y otros, postrados, aplastados, se prolongan en oración hacia el agua: hacia Occidente son claros, por la hora, de una fina arena de luz. Entre la muchedumbre de montes, más alto que los otros, manda el monte Bulgheria, y se diría un pedazo de antracita que libera una partícula de pesada ceniza.

De golpe, en un momento el mar se estremece: es una bandada de ánades que reinicia su travesía. Llegaron al alba, y ahora que comienza a oscurecer, se van. Así desapareció ese Dios Sueño enviado a traicionar a Palinuro, empujándolo a la ruina con el timón destrozado. Y a las olas, ahora repentinamente enfurecidas, ¿las mueve acaso el braceo desesperado del fiel piloto de Eneas?

Pequeñas grutas ahora nos hacen compañía. Las olas penetran en esos ojos oscuros, perturban a las piedras, haciendo un rumor de antiguas osamentas.

*

El puerto de Palinuro tiene las casitas blancas, y la última es rosa: las primeras parecen ropa blanca tendida al sol, y luego pequeños cubos de yeso.

Como nuestro bote no puede entrar en la gruta de Palinuro, le hacemos una señal a un pescador para que se aproxime con su barca y vamos a su encuentro.

Nunca vi aguas de tal transparencia como las que descubro acercándome al puerto. Vemos la arena del fondo como peinada suavemente, y las cintas de las algas transformar en serpientes agitadas la hermosa cabellera.

¿Fue esta clarísima pupila de Medusa la que petrificó en esa alta roca a Palinuro? ¿Fue la desesperada fidelidad la que lo condujo a tanta altura? Testimonian su sufrimiento las huellas que desde el fondo a la cima señalan el sobrehumano ascenso; me hacen doler los dedos, parecen tajos hechos por un ciclópeo hachero demente.

Penetramos en la gruta, y cuando nos hemos adentrado bastante, la oscuridad es corroída por una claridad bajo vidrio esmerilado: es el agua iluminada desde abajo; resplandece como una luna; se asemeja a una película de celuloide azul turquí. Con ojo submarino, vemos entonces surgir del agua – y zambullirse entre las paredes azuladas de la caverna, como en el interior de una uva – un delfín petrificado: roca sucia, pero sorprende que en esta agua cerrada no haya nada más vivo que esta piedra, con la forma de los delfines que retozan en el golfo. Y retorna a mi mente el Dios Sueño que desapareció como un pájaro, y Palinuro como pez…

*

Ya es casi noche y vuelven al puerto en fila los pescadores de anchoas. Recogiendo las redes, un atardecer, en una malla quedó presa no la garganta de un pescadito, sino un mechón de cabellos, la cabeza de Apolo. Fue levantada entonces por la palma de una mano ruda y, vuelta a la vida por efecto de la luz, sangrando por las llamaradas del ocaso – en el lugar del cuello donde la cortaron – ese pescador se pareció al Bautista. La he visto en el Museo de Salerno, y será praxistélica o helenística, poco importa; pero ese rostro, que por más de dos mil años fue trabajado por el mar en su fondo, tiene en su pátina todos los colores que vimos hoy, tiene conchillas en las orejas y en las narices: tiene en su sonrisa indulgente e inquieta no sé qué canto de juventud resucitada. ¡Oh!, tú eres la fuerza serena y la belleza. Qué augurio no nos trae esta imagen que, entre los olivos, vuelve al fin a nosotros.

*

Todavía hay aquí, es difícil perder el hábito, toque de queda. La gente, y apenas si es de noche, está encerrada en sus casas, y afuera no hay ni una luz. El cielo está cubierto, el mar es de plomo y los montes lo encierran como un montón de placas dentadas de vidrio ahumado. Tres oscuridades, ¡y silenciosas! Es la noche total.

 

3. Interpretación de Roma [3] . Hice mi primera entrada en la Urbe, siguiendo la via Flaminia, por la Puerta del Pueblo. Por esa puerta entró Montaigne: “Il disoit que la forme des rues en pleusieurs choses, et notamment pour la multitude des hommes, lui represantoit plus Paris, que nulle autre où il eût jamais  esté” [4] . La zona a la cual la puerta da acceso ha cambiado mucho desde el tiempo de Montaigne, pero su forma – por las plazas, escaleras, calles y pasajes que desde hace dos siglos no acaban por decidirse entre el arcádico, el neoclásico y el romántico – ha permanecido no del todo extraña al gusto francés. Óptimo lugar para evocar a Stendhal, no obstante los automóviles, los ómnibus y no sé cuáles otros inventos del infierno que se desplazan, se cruzan, se aglomeran, aturdiendo, apestando; zona de silencio en las ahora estrechísimas callejuelas, tan apropiadas en cambio para los troncos de caballos de una vez, para el taconear de los zuecos sobre el empedrado que tras la curva, uno, desatento, podría oír perderse, mientras se prolongaban el azoramiento y la distracción.

Puede haberle arrancado gritos de entusiasmo Miguel Ángel a Stendhal. Pero más lo habían extasiado en Parma los inolvidables amorcitos que Correggio pintó para adornar el boudoirs de madres abadesas, el Correggio tan presente en los Watteau, en los Lancret de su querida Francia de no muchos años antes.

Después de todo, podía incluso preferir a Canova antes que a Miguel Ángel, si debemos, como debemos, concederle el derecho de amar su propio tiempo.

Ciertamente, Canova observó a Miguel Ángel, pero su mármol tiene la blancura del yeso; y si tiembla tan voluptuosamente, eso se debe al filoso, implacable corte que delinea la estatua en los límites, insinuando en la blancura un pasmo infinito de sombras.

Observó a Miguel Ángel; también lo observó Géricault. Géricault, puede uno fácilmente imaginarlo, se detuvo en la Sixtina. Miguel Ángel, en sus tiempos, había representado en el Juicio al Cristo del Apocalipsis, al Cristo que llega terrible sobre nubarrones y, en sus tiempos, Miguel Ángel representó luego, en las dos últimas Piedades, y especialmente en la última, inacabada, en la Piedad Rondanini, el Cristo que por piedad de los hombres alcanza – elevando al hombre hasta su divinidad, como hombre sufrido, con horror de Dios – la muerte. En esa Piedad, la madre está representada mientras sostiene sobre un brazo el cuerpo exánime, abandonado, de Jesús, en tanto con la otra mano, que se hace desmesurada, le aprieta el pecho, el corazón terreno, usando para reanimarlo, aunque sin esperanza, una fuerza inigualable, poseída sin embargo de una delicadeza nunca vista antes.

En Miguel Ángel, el Jesús del Juicio y el Jesús de la Piedad Rondanini señalan dos momentos distintos de la inspiración, representados en dos formas distintas, y acaso la iconografía cristiana nunca antes de que Manzoni escribiera la Navidad de 1813, y sobre todo nunca antes de que escribiera los fragmentos de la Navidad 1833, logró unir en la misma imagen los dos aspectos de Cristo, y nunca antes de seguro tomó como modelo para representarlo el rostro del niño Jesús, tal como lo hace Manzoni.

Cuando, a su regreso de Roma, Géricault pinte Le radeau de la Méduse [La balsa de la medusa], si bien Miguel Ángel, el atleta, está presente en ella, ahora ninguna justicia llegará para ofrecerle su ayuda a la piedad, aunque sea una ayuda vana, ni en Géricault estará presente, como lo estaba en Manzoni, la justicia fundida a la piedad, fundida a los orígenes de la vida, a la infancia del tiempo, imponiendo al vivir terreno el sufrimiento continuo como misterio, ya que es vida que de continuo transcurre entre límites de catástrofe. En Géricault la vida terrena es sentimiento, que atléticamente dilata los gestos, pero representada con desesperación, a merced de la catástrofe.

No me adapté fácilmente a Roma. Vivo en ella desde hace más de cuarenta años, y fueron necesarios muchos años para se me hiciese familiar el Barroco, que es el estilo que predomina en Roma, y no comencé a sentir próxima a mi corazón a Roma hasta que no comprendí que en Roma el Barroco tiene su origen en Miguel Ángel. Fue cuando de repente el Barroco conquistó y perdió para mi mirada las razones históricas de la violencia por la cual fue liberado y dominado, y las razones de la violencia las percibí en la justicia y en la piedad por predestinación operantes entre los límites fatales de la catástrofe; o, peor aún, cuando percibí las razones de la violencia en la negación de la justicia afirmada por la misma desmesura de la piedad.

Un solazarse de minué espectral como el de los palacios del setecientos y sus bastidores de plaza San Ignacio, si me conduce al cementerio de los ingleses, si me hace pasar sin brusquedad de una caprichosa vanidad a la carnalidad vaciada de sí y no obstante ultrasensible del Neoclásico, sé que vuelvo a la compañía de Stendhal, pero hoy sé también algo más.

Desde barrio de San Saba sobre el Aventino, donde tuve casa durante casi veinte años, hasta el cementerio de los ingleses hay dos pasos. Cayó alguna bomba durante la guerra, al igual que en el cementerio situado en Verano, porque los cementerios están en Roma en las cercanías de estaciones ferroviarias. Iba entonces casi todos los días a encontrarme con Bruno Barilli, que allí descansa; Bruno Barilli que fue el prosista más original de los últimos cincuenta años, el cantor más asombroso de Roma.

El cementerio canoviano y el cementerio de los ingleses, y en un rincón, apartado, casi escondido, me puedo detener ante las tumbas de Keats y de Shelley. Las cenizas de los dos poetas están ahora cercanas, entremezcladas con la tierra de Roma. Conmemorando a Keats, que pronto habría de alcanzar la muerte para descansar a su lado, Shelley liberaba de este modo su canto:

 

Ven a Roma, acá está la sepultura,
Oh no de él, sino de nuestro júbilo:
La nada imperios y eras
Asientan en el fondo
De la ruina que fue su tentativa;
No les importa a ellos tener gloria
(Pese a que él podría concedérsela)
Desde que tienen como presa al mundo
Y él está en asamblea
Con reyes del pensar
Lanzándose a la lucha contra la época
De plena decadencia,
Y él está en asamblea
Con reyes del pensar
Que de lo ya pasado
Es lo que nunca pasa. [5]

 

El Barroco tenía horror por el vacío, el Neoclásico aceptará el vacío, y será el modo más desesperado de darle la espalda, de amar las ilusiones en el borde del precipicio. Los Románticos abrirán los abismos del corazón deshecho por la ilusión, como lo hizo Géricault, como lo hizo Leopardi. Y nosotros, en Roma, ¿qué hemos visto y vemos, interpretando bien o mal nuestro siglo?

Cuando, comprendido el Barroco, Roma comenzó a hacérseme familiar, fue en el sucederse de las estaciones que la sentí cercana. Ya no era, extraída de la ciudad desenterrada, la violencia de una mutilada Venus helenística puesta sobre un pedestal en medio de una casual floración de margaritas, amapolas y lirios. No era tampoco una imaginaria violencia nocturna convertida, por un Piranesi, en algo más melodramático que lo real; era la natural violencia de las estaciones que veía desposar las horas de la ciudad.

Conocí entonces a Scipione, y los rojos de púrpura y los rojos en penumbra, el rojo de las heridas y el rojo de la pasión, el rojo gloria, todos los rojos en el rojo que el viejo travertino y la apática agua del Tíber absorbían en los estivales ocasos de Roma.

Conocí, entre San Juan y Santa Cruz, el verano furibundo, triturador calcinante, y el aullido áfono de un mármol travertino aridecido hasta parecer disolverse en un acre, polvoriento humo azul pálido.

Conocí el verano, cuando el temporal amenaza, cuando las nubes se transforman en piedras y las piedras en nubes, y los Dióscuros de la plaza del Campidoglio se precipitan contra los Dióscuros de la plaza del Quirinal, cuando el cielo, los palacios y la gente que pasa son embestidos y mezclados por un tornado de fin de mundo que dura poco.

El travertino es en Roma la pulpa de las estaciones, las encarna, las viste, las desnuda, y el otoño es la estación más feliz, cuando se impregna de oro y de angustia.

El árbol otoñal de Roma es el plátano. Bordea las orillas del Tíber y con los primeros vientos de octubre esparce un vuelo de hojas alrededor de sí, amarillas o magramente verdes estriadas de amarillo, y cuando están en tierra sobre el empedrado – tantas, una alfombra – quien las pisa huye obsesionado por su crujido. El árbol volvió a Roma hace unos sesenta años. El invierno es de los raros árboles desnudos de Roma, ciudad de pinos, siempreverdes. La red de sus ramas desnudas es de sutilezas aéreas:

 

Mon doute, amas de nuit ancienne, s’achève
En maint rameau subtil… [6]

 

En 1936 debí dejar a Roma para ir a residir a Brasil, y cuando regresé, en 1942, y la encontré presa de la desgracia, de ciudad de la metamorfosis de las ruinas, de las majestuosas, evocadoras y pintorescas ruinas, se había convertido en un desnudo tormento en ruinas. Oh, por cierto, debíamos llegar a conocerla hasta dentro de su más profundo abismo.

Si los pasos perdidos me hacían descender en el interior de la Domus Aurea neroniana, en carne propia sentía la razón de que el Laocoonte allí se retorciese con sus hijos en convulsiones infernales.

Si con sus órbitas sin ojos el Coliseo venía a mi encuentro, ¿habría podido en ese laberinto sentirme monstruo y domado? Junto a Poe podía, ya encaminado a la experiencia de la humildad, invocar:

 

Coliseo, . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Oh, finalmente, tras días y días
De un fatigoso errar
Con calor y con sed,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Me arrodillo cambiado  y,  ya  hombre humilde,
Entre tus sombras bebo
Mi alma verdadera
En tu fastuosidad… [7]

 

Y luego, en los años 1944, 1945 y 1946, con las ansias de linchamiento en el aire, el largo sufrimiento fue haciéndose insoportable. Nunca ocultó menos su violencia la ciudad, ni siquiera cuando parecía más indolente, como en el caso de un cochero al que le pregunté qué camino debía seguir para alcanzar un determinada calle, y sin siquiera pestañear me respondió: “Lo sé, pero no se me da la gana de decírtelo”.

El interminable sufrimiento había convertido en vana y miserable hasta la piedra.

Me dirigí hacia el Tíber. Seguía los puentes que, arco tras arco, se alarmaban en el crepúsculo. (…) Luego apareció y desapareció, y volvió cada tanto a aparecer y desaparecer, la cúpula de San Pedro.

He pensado en las horas más trágicas de la guerra y de la posguerra en la cúpula del etrusco y romano Miguel Ángel tal como la vi esa noche. Otro secreto de Miguel Ángel se me iba revelando, el secreto más secreto de Roma.

Me aferro desde entonces a la humilde esperanza que impulsaba a Miguel Ángel, siempre en tensión, a levantar muros en el espacio, instante tras instante, sin concederle al alma la posibilidad de desfallecer. Todo el espacio está contenido en la altura, está vivo como la simiente en la cúpula misteriosa.

  

4. Cavafis, último alejandrino [8] . ¿Cuántos años hace que vengo soñado con un viaje a Grecia? ¿Cuántos, con respirar el aire que dio vida a algunas de las inspiraciones por las cuales el hombre es digno del nombre de hombre? No obstante ser un trotamundos, tuve la dicha de poder hacerlo recién hace pocos días. Por un tiempo breve, lamentablemente, el necesario para subir a la Acrópolis y para sentirme extraviado en el pedregal de Micenas. Fue por cortesía del Comité del Festival de Atenas, que requirió la presencia de hombres de la política, de los estudios y de las letras de Francia, de Alemania y de Italia, para asistir a la recitación de la Medea de Eurípides y de la Antígona de Sófocles.

La antigua Grecia, ciertamente, sobre la cual hablaré esta noche, pero también la nueva tiene raíces en mí. He nacido, es sabido, en Alejandría de Egipto, donde las comunidades griegas e italianas se han sentido ligadas más por los afectos que por los intereses. En Alejandría de Egipto, siendo todavía un muchacho, el primer grupo de literatos al que me arrimé, mis coetáneos, fue el grupo que publicaba la revista “Grammata”. Nos reuníamos todas las noches en el café, y se acercaba a nosotros también Constantino Cavafis, un poeta que hoy la crítica de todo el mundo coloca entre los cuatro o cinco verdaderos poetas del Siglo Veinte. Cavafis tenía por lo menos veinticinco años más que el más viejo de nosotros, quien no tenía más de dieciocho. Constituyeron un aprendizaje inigualable las conversaciones con Cavafis; para él, no tenía secretos su lengua en sus cambios y permanencia tres veces milenaria, tampoco nuestra Alejandría, encrucijada de civilizaciones donde se encontraron y fundieron la egipcia, ya perdida en la noche, la griega, en la cima de las elegancias del cansancio, la romana, llevada a reconocerse en el verano de su decadencia.

Volví a ver a Cavafis en 1932, durante la última visita que hice a nuestra ciudad. Ya estaba golpeado por el mal que lo mataría, y, estoicamente, provisto de esa gentil fuerza de ánimo que no abandona nunca a un verdadero poeta, quiso acompañarme en el reconocimiento de los lugares amados. Ya no tenía voz, el cáncer había vuelto, esta vez para tomarle la garganta, pero él no por eso dejaba de tener, tanto en los ojos como en los gestos, bellísimas maneras luminosas.

Pude finalmente, el otro día, saludar a Atenas. ¿Cómo, frente a su luz, podría no haber sentido en mi ánimo la presencia de Cavafis?

Ninguna tierra del mundo tiene una luz más maravillosa.

Hay también una Grecia entre nosotros, acaso el primer gran esplendor ofreció la corona a su luz entre nosotros, en Elea, y en esos lugares que fueron Elea me he detenido más de una vez largamente, aprendiendo que sólo en la mente hay inmortalidad, que la medida es el signo no falaz del pensamiento y que no podemos percibir el estremecimiento de lo inmortal nada más que cuando encarna en nuestra forma.

Y han quedado en pie, también entre nosotros, en Sicilia y en Pesto, templos griegos del siglo de oro.

Contiene algo más en Atenas. “La desmesura hay que apagarla más que un incendio”, decía Heráclito, pero ella es uno de los dos elementos fatales de la belleza; y en Atenas lo he aprendido del Partenón, cuyo peso acaso excesivo está sometido a tanta luz de mesura que la luz puede moverlo y darle a su piedra vuelo; lo he aprendido del Erecteion, donde las columnas llegan al punto de perder la última traza de frialdad adherida a la violencia, a la violencia, uno de los principales atributos de la región, a la violencia de su abstracción convirtiéndose en muchachas palpitantes mientras llevan en la cabeza como si nada, como nada, un aplastante arquitrabe de pórtico. Mesura y desmesura en nuestra presencia no se anulan recíprocamente, constituyen una belleza que nos renueva desde los orígenes, una belleza donde lo eterno y lo caduco no cesan de luchar y de encontrar la calma, aunque ahora sea belleza de ruinas, y por lo tanto más cruel, belleza que nace de su lucha y su acuerdo.

Sólo ante la luz de Atenas he llegado a comprender porqué fue absolutamente necesario que surgiese la poesía, una poesía como la de la tragedia griega donde, sin reticencias por fin, medida y desmesura son convocadas para darle movimiento al acaecer universal de la vida humana, revelando el secreto de nuestra razón y de nuestras pasiones.

He visto cómo puede abrirse una ventana por sobre la complejidad interior del hombre; cómo en ese abismo es posible en cierto modo alcanzar a ver de verdad. He visto en Micenas exhumar la furia en ese oscuro antro de una altura que da vértigo, y que denominan tumba del masacrado hijo del Atreo. Jadeante he visto cómo el huracán se desencadena, se ahonda, aboliendo toda humanidad, al oír, en el Teatro de Herodes Antiguo, a Medea asesinando a las criaturas que tomaron forma adentro de su vientre, a fin de destruir todos los vínculos que la unían al esposo que la repudia, y, enfrente, el coro, oráculo, historia, pueblo, que se lamenta y en la misma impiedad, en el terror y el horror, ve indicada la medida, la piedad.

Hasta qué punto son los coros parte sustancial de la misma fatalidad de la acción, es uno de los efectos que en los espectáculos del Herodes Antiguo el director de escena supo hacer evidentes con maestría sin par.

¿Y qué decir de Antígona? ¿Qué decir de los hermanos enemigos? ¿Qué decir de la enemistad que jamás tendrá fin entre los hombres, aunque sean hermanos, y que será continuo motivo de desgracia, fuente de infinitas desgracias? Ante tanta desmesura, vale, vale por cierto la mesura, la piedad de Antígona. Pero también la piedad guarda en sí desmesura, si no puede evitar, tampoco ella, las desgracias. ¿Y la ley, que es desmesuradamente inicua si implacable, qué decir de las leyes de los hombres que deben, para no ser inhumanas, hacerle dudar a quien las aplica, ya que podría suceder que no sean leyes verdaderas y justas?

Guiado por la presencia inmortal de Constantino Cavafis, tal vez algo he logrado comprender de la lección eterna de Atenas.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. La risata dello dginn Rull. Texto fechado en El Mecs (durante un viaje a Egipto) y publicado el 12 de septiembre de 1931 en La Gazzetta del Popolo, fue posteriormente recogido en el libro Il povero nella cità (1949). Finalmente, en redacción definitiva, aparece en el volumen Il deserto e dopo / 1931-1946  (1961).>>
  2. La pesca miracolosa. Texto fechado en Salerno y publicado el 5 de mayo de 1932 en La Gazzetta del Popolo, fue posteriormente recogido en el libro Il povero nella cità (1949). Finalmente, en redacción definitiva, aparece en el volumen Il deserto e dopo / d1931-1946  (1961).>>
  3. Texto publicado inicialmente en el volumen Rome. Peintres et Ecrivains, en versión de Ph. Jaccottet (Laussanne 1954) y retocado durante una década en sucesivas publicaciones ocasionales. Su redacción definitiva está recogida en Vita d’un uomo / Saggi e interventi (1974).>>
  4. Él decía que la forma de las calles, en muchos aspectos, y particularmente por la cantidad de gente, le representaba más a París que a cualquier otra [ciudad] donde jamás hubiera estado.>>
  5. Percy Bysshe Shelley, Adonais. An Elegy on the Death of John Keats, vv. 424-432: Or go to Rome, which is the sepulcher, / Oh, not of him, but of our joy: ‘tis nought / That ages, empires, and religions there / Lie buried in the ravage they have wrought; / For such as he can lend, – they borrow not / Glory from those who made the world their prey; / And he is gathered to the kings of thought / Who waged contention with their time’s decay, / And of the past are all that cannot pass away. La traducción se ha hecho teniendo en cuenta la lectura ungarettiana (N.d.T.)>>
  6. Stéphane Mallarmé, L’Après-midi d’un Faune, vv. 4-5: Montón de antigua noche, ha terminado / en mucha rama tenue…>>
  7. Edgar Allan Poe, The Coliseum, vv. 1-9: Type of the antique Rome! Rich reliquary / Of lofty contemplation left to Time / By buried centuries of pomp and power! / At length – ant length – after so many days / Of weary pilgrimage and burning thirst, / (Thirst for the springs of lore that in thee lie,) / I kneel, an altered and an humble man, / Amid thy shadows, and so drink within / My very soul thy grandeur, gloom, and glory! La traducción se ha hecho teniendo en cuenta la lectura ungarettiana (N.d.T.)>>
  8. Texto publicado inicialmente en revista (“L’Approdo”, 1957) y retocado durante una década en sucesivas publicaciones ocasionales; su redacción definitiva está recogida en Vita d’un uomo / Saggi e interventi (1974).>>