Editorial

Ricardo H. Herrera

En 1946, en la plenitud de sus poderes, hablando acerca de la época sucesiva a la conclusión de la escritura de Huesos de jibia, Montale hizo el siguiente comentario retrospectivo en su Entrevista imaginaria: “Mudado de ambiente, hechos algunos viajes al exterior, no osé releerme seriamente y sentí la necesidad de ir más a fondo”. La inmersión señala el tránsito hacia Las ocasiones, su segundo libro. Tres palabras me perturbaron cuando leí esta frase por primera vez, a mediados de la década del setenta: “no osé releerme”. Era demasiado joven entonces, bastante más joven que Montale al hacer su autocrítica; ignoraba el desagrado que a la vuelta de los años puede llegar a ocasionar la relectura de un escrito propio. Mi sensación, incontaminada de ese desengaño, fue en aquel momento ambigua: por un lado, en tanto la relectura era parte esencial de mi modo de escribir (corregía mis poemas repasándolos mentalmente), no creía que fuese posible prescindir de ella; por otro lado, percibía que la exigencia de ahondar la búsqueda no tenía nada de gratuito.

Si nos atenemos al marco autobiográfico que ofrece la Entrevista imaginaria, la observación montaliana nace de un cambio vital: una mudanza de Liguria a Toscana, a fines de los años veinte. Al parecer, el nuevo entorno intelectual florentino puso de relieve las limitaciones de su escritura precedente, la cual de pronto se le apareció a la inteligencia del poeta como un fenómeno acabado, acaso demasiado provinciano para su mirada ya decididamente europea. Creo no equivocarme si afirmo que Montale interiorizó la presión del ambiente, la hizo suya; de ahí que “ir más a fondo” se presente como una alternativa menos temible que mantenerse en la superficie de la “relectura”. Ese “ir más a fondo”, conviene aclararlo, no tiene características psicológicas, no alude a un buceo en el inconsciente o a la decisión de dejarse llevar por delirios surreales, sino que guarda relación con la necesidad de una renovación formal ?acrecentar la velocidad del verso, encrespar el ritmo, sofocar la elocuencia, estructurar con la máxima economía el enfoque de la representación metafórica?, una renovación formal puesta al servicio de una poesía que comienza a concebirse como forma de conocimiento. No como un modo o una manera más de conocimiento, sino como forma-conocimiento.

 “No osé releerme seriamente…” ¿Tan ridícula le parecía su trayectoria anterior a Las ocasiones? El verbo “osar” le otorga a la frase un matiz de riesgo que el adverbio “seriamente” refuerza. No animarse a reconocerse en una relectura difiere bastante de no tener ánimo de reencontrarse con viejos autorretratos, con viejos pretextos, con viejas tonadas; tiene que ver, pienso, con el temor de descubrirse inmaduro, incluso inactual; o acaso, yendo realmente a fondo, de toparse con la fragilidad de todo estilo, con la inestabilidad de toda representación. Si es así, entonces la índole de ese temor no era nueva; por el contrario, diría que es la misma vieja sustancia que está en la médula de los formidables Huesos, probablemente su núcleo más rico y original. Lo comprobamos al releer algún poema de ese libro. Transcribo una versión que realicé hace años:

 

Arrastra hasta la orilla calcinada
los barcos de papel, y luego duerme;
no escuches, muchachito, la bandada
de espíritus malignos que planeando se cierne.

Revolotea el búho por el huerto
y un humo lento se espesa en los techos.
El instante que arruina todo el trabajo hecho
llega: a veces estalla, otras hiende en secreto.

Crece la grieta; aunque todo esté quieto.
Aquel que edificó se sabe condenado.
Es la hora en que se salva sólo el barco varado,
amarra tu flotilla junto al seto. 
 

¿Es posible ir más a fondo? Poéticamente hablando, diría que este es el fondo montaliano por excelencia: da la medida exacta del movimiento pendular de su lírica, oscilando desde sus inicios entre esperanza y desesperación. La forma es esperanzadora (es una forma felizmente lograda), no así la escena que se desarrolla en ella: la irrupción del mal, una repentina ola de negatividad que toma cuerpo y vuelve patente la fragilidad de la obra. No hay crítica abstracta, sino representación crítica; todavía estamos lejos del declive que comienza con Satura y conduce al poeta a una concepción del conocimiento que no difiere mucho de la crítica sociológica. En el hueso transcripto, el conocimiento es poético: es indisociable de una estructura rítmica y metafórica concreta. En un giro del día hacia lo sombrío, un niño (poeta puer) es invitado a percibir en la amenazadora calma circundante el principio de una embestida de desolación que puede clausurar su futuro. La voz poética, compasiva y lacónica, acompaña a la criatura hacia el único refugio que puede ofrecerle: el sueño. Sin duda se ha tocado fondo, y es desde ese fondo que el poema asoma como hecho estético ?maravillosamente íntimo en su entonación y en cada uno de sus detalles imaginativos? manteniéndose vivo desde el día en que fue creado hasta hoy. Un poema así suscita la relectura, sale ganando con ella.

“Ir a fondo”, queda claro, es un enunciado que guarda relación con la necesidad de cumplimiento, con el deseo de alcanzar la esencia de lo vivido, de dar con el fundamento que permita edificar la forma, aun cuando sea el diablo quien se cuele en la escena imaginativa. Por negativo que sea el sentimiento, la forma lograda es promesa, es esperanza: una esperanza que ardió más lenta / que un duro tronco dentro del hogar”, asegura Montale en su Pequeño testamento. Si se toca ese fondo, no sé qué cabe temer de una relectura; por modestos que sean los medios artísticos que han posibilitado la representación poética, siempre se hallará en los antiguos poemas el germen de los más recientes. En cambio, si “ir a fondo” supone enredarse en una disputa con el “infinito mar de greda y escoria” que se abre después de La tormenta, como sucede en Satura y los libros sucesivos de Montale, se corre el riesgo de comprometer la supervivencia de la poesía. Tras la inmersión en lo indiferenciado, difícilmente pueda definirse a la poesía misma, mucho menos entenderla como forma de conocimiento o de esperanza, ya que la noción de forma se esfuma en ese inmensurable fondo de amorfismo e impoeticidad, y lo único que acaba por conocerse es la precariedad de la palabra, tanto más evidente cuanto más grande es el dominio del poeta sobre su instrumento expresivo.