Objetivación de una lectura

Javier Foguet
(Carlos Schilling: Confesiones impersonales – Alción Editora)


Formas de ver el mar, la anterior colección de poemas de Carlos Schilling, estaba compuesta en su totalidad por textos que toman prestada la voz a otros poetas; que “tratan de reproducir las maneras de ver el mar explícitas o implícitas en la obra o el pensamiento de escritores o artistas pertenecientes a diversas épocas, lenguas y países”. Es decir, un libro organizado a partir de la estrategia de interponer, entre autor y lector, el nombre y la particularidad del lenguaje de terceros. Una forma de impersonalidad, podría decirse. Acentuada, además, por la utilización de la sextina, cuya severidad formal arrasaría con cualquier rastro espontáneo de subjetividad… Hago este repaso porque el nuevo libro de Schilling traslada al título el tópico de la impersonalidad. De una manera paradójica: Confesiones impersonales.

¿Es así? ¿Es la de Schilling una poesía sin trazos reconocibles de destino? ¿Una poesía parasitaria, meramente literaria, atraída solo por el aspecto experimental del lenguaje? A mi juicio, la respuesta es negativa. La impersonalidad a que hace referencia Schilling tiene que ser concebida desde el punto de vista opuesto. No como liquidación del yo, sino como el reconocimiento en el fuero íntimo de una virtualidad inagotable de personas posibles. En efecto, muchos poemas formulan explícitamente el intenso deseo de lograr una identificación total con el sentir de otros individuos. No se trata de la aniquilación de la propia conciencia a favor de la disolución en la totalidad, ni del requisito eliotiano de hacer retroceder al yo para dejar hablar a la lengua, sino de una sed de ocupar el lugar puntual de otras conciencias. Y aun más: el deseo de una conciencia extraña sin renunciar a la propia conciencia:

 

no eliminarme, no negar mi vida,
tan solo convertirme en otro ser
en tu ser y dejar que tu piel sea
mi piel y que tu voz sea mi voz,
ceder a la pasión desconocida
de vestirme y tocarme y desnudarme
con dedos diferentes a mis dedos,
y descubrir como un fantasma el rostro
que vuelve a ser mi rostro cuando nadie
responde si lo llamo por tu nombre.

 

Ímpetu de extrañamiento, deseo de lo diverso en lo mismo. Esa es la usina poética de Schilling. Quizá demasiado lírica para los tiempos de compromiso que corren. La tentativa de Schilling acuerda con la definición de poeta de Bernardo Soares, otro ser sediento de conciencias: Tener opiniones es estar vendido a sí mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta.

Sin embargo, una sola es la voz que se escucha a lo largo de las páginas de este nuevo libro. Un mismo programa, no tan riguroso como en el caso de las sextinas pero sí igualmente uniforme: cincuenta poemas de treinta tres versos endecasílabos. Y un tono parejo, confesional, tal como lo indica el título. Muchas veces lo confesional se manifiesta como un desahogo: casi no hay pausa, no hay detenciones ni puntos a lo largo de los textos. Es como si una vez comenzado, cada poema creciera en una larga frase que por su carga de dolor y verdad no pudiera ser detenida, hasta el trigésimo tercer verso. Una dosificación de la verdad. Una inflexión suplicante que deriva a veces en un ritmo atropellado (no se duerman, ahora no se duerman…) (…¿no?, mi vida, ¿no?, ¿no?).

Por paradójico que suene, no puede señalarse como experimental el recurso de Schilling a las formas tradicionales del verso: la elección tiene sus fundamentos expresivos íntimos. Lejos de engañarse, el autor sabe que sobre el material de una confesión ya pesan las fiscalizaciones de la razón y la moral; por ende, es inútil tratar de allanarle el camino a la expresión a través del atajo del verso libre. Cuando se trata de confesiones, no es la ausencia de trabas ni el automatismo verbal el que conservará, en el escrito, la gravedad subjetiva original. La forma, en cambio, al obligar a la expresión a detenerse en obstáculos externos, ni razonados ni moralizantes sino rítmicos y melódicos, puede funcionar como un resorte que impulse lo que era una única oleada anímica endurecida y opaca (a fuerza de haber sido repetida una y otra vez en el silencio opresivo de la conciencia) hacia un texto diferenciado y sorprendente, una verdadera objetivación de eso que apenas poseía la semi-existencia de las palabras “oídas” en la mente. Puede funcionar, siempre que la creatividad del poeta tolere ese umbral de violencia, de artificialidad que imponen las barreras exteriores. En ello hay siempre un doble riesgo: o bien que la forma se naturalice, esto es, que sea completamente absorbida por la capacidad del poeta, o bien que la dificultad de los requisitos ahogue la fuerza de visión inicial. En el primer caso se daría lugar a un escrito preformado; en el segundo, a una cáscara vacía,  donde la subjetividad ha sido mutilada. Desde este punto de vista, podríamos ver una definición de forma en la concurrencia de lo subjetivo con lo objetivo.

Todo esto lo ha apuntado Schilling en un ensayo sobre el poeta Daniel Vera: “en la forma se objetiva una lectura, una lectura que tal vez el poema no encuentre en los ojos de nadie, pero que está allí, latente y como contenida en la matemática de los versos. De ese modo, un poeta puede prescindir de un lector contemporáneo y resignarse a ser leído sólo por ese fantasma que él mismo engendró en sus poemas.” Esta lógica funciona con la sensibilidad de Schilling. En efecto, su voz gana color, se libera del rasero de lo apremiante, amplía el rango de sus tiempos cuando se mide con las pruebas más difíciles, cuando los poemas además de seguir pautas acentuales y silábicas también se arriesgan a la consonancia. Las rimas de Schilling tienen vigencia y el discurrir guiado por los ecos melódicos gana realmente en vivacidad:

 

Qué certera ilusión es la tercera,
después del sí y del no, después de ser
distinta a la segunda y la primera,
ya todo condensado su poder
en un punto de máxima tensión:
¡la espera! Cómo late por sí misma,
cómo vibra y se expresa en esta acción
de volverse…no sé…puro carisma,
puro fulgor…
 
 

Javier Foguet