Editorial

Ricardo H. Herrera

 

Qué importa la poesía. La frase me recuerda otra, que formuló Montale en Estocolmo hace exactamente treinta y siete años al recibir el Nobel de literatura «¿Todavía es posible la poesía?», justo cuando yo acababa de publicar mi primer libro de poemas. Por lo tanto, entre aquel viejo interrogante y este otro reciente, más irónico y menos dubitativo, tengo la sensación de haberme pasado la vida en una suerte de largo interregno en el cual la poesía se consideró improbable, al tiempo que las publicaciones del género arreciaban cada vez con más furia y apenas si hallaban lugar en las bibliotecas privadas, públicas o comerciales.

Qué importa la poesía. Tomo como referencia la primera acepción del verbo importar, como si se me incitara a razonar acerca del valor de la poesía. Desde esa perspectiva, el planteo tiene historia. César Vallejo, por ejemplo, articuló el interrogante del siguiente modo: «¡Y si después de tantas palabras, / no sobrevive la palabra!» Es la angustia por la inanidad de la palabra la que da lugar a la sospecha de su intrascendencia; no bien disparada la alarma, el poeta retrocede hacia la inmediatez. Para qué preocuparse por el más allá de la palabra, si no hay palabras que den cuenta de nuestra muerte diaria, sugiere Vallejo al final. Sin embargo, paradójicamente, la inquietud de su religiosidad sin esperanza germina en el interior de una composición lírica. De modo que el lema —Qué importa la poesía— puede acaso hacer referencia a una cuestión central, esto es: a la pregunta por el fundamento de la poesía, un fundamento que (en el caso de Vallejo) no encuentra soportes firmes ni en el espacio de la literatura ni en el campo de la política.

Una segunda referencia histórica, más sesgada que la anterior, aunque igualmente saturada de angustia religiosa, se encuentra en un poema de Thomas Eliot titulado Ash Wednesday, («Miércoles de ceniza»). Pueden leerse ahí los siguientes versos: Where shall the word be found, where will the word / Resound? Not here, there is not enough silence… […] No time to rejoice for those who walk among noise and deny the voice. «¿Dónde podrá hallarse la palabra, dónde / Resonará la palabra? No aquí, no hay suficiente silencio… […] / No hay alegría para quienes caminan en el ruido y niegan la voz.» Está claro que Eliot se refiere a la palabra evangélica, no a la palabra poética; también es evidente que su búsqueda es de carácter francamente religioso, pero su apelación al silencio, entendido como sustrato elemental de la palabra, tiene validez para la cuestión que me interesa. Eliot establece una relación causal entre silencio y palabra: no hay silencio, consiguientemente no hay palabra. O, lo que es lo mismo, sólo hay ruido, palabras superfluas. Sin el elemental silencio nocturno no podríamos dormir, mucho menos soñar. Sin «el silencio [que] es la mitad de la música» (Lugones) no puede haber poesía, ya que de silencio está hecha su quintaesencia. Preguntarse por la importancia de la poesía remite a la pregunta por la importancia del silencio, ese silencio en el cual los místicos oyeron la voz de Dios y nosotros la confusa polifonía de la turbulenta stream of consciousness.

En East Coker, el segundo de sus Four quartets, Eliot responde con escueta contundencia a la cuestión de fondo: The poetry does not matter. «La poesía no importa». It was not […] what one had expected. «No era lo que uno esperaba.» La negación -otra vez- ha sido formulada en verso, en el interior de uno de los más notables poemas escritos en el Siglo XX. El asunto es paradojal: se diría que, a partir de cierto punto neurálgico (el período de entreguerras, para ser exacto), la poesía empieza a vivir de su agonía. Y es un hecho que, tras la escritura de los Cuatro cuartetos, Eliot abandonó la poesía. Sin embargo, con algo de buena voluntad, también podría leerse el aserto del poeta como una rectificación de expectativas literarias juveniles. Aquí podemos seguirlo sin necesidad de compartir sus principios confesionales, ya que todos hemos ido rectificando con los años nuestro concepto de la poesía, afinándolo, midiéndolo con silencios cada vez más exigentes. Lo que equivale a decir que hemos ido calibrando con más precisión la importancia de la palabra poética.

Qué importa la poesía. Ahora abandono toda referencia literaria y me hago la pregunta a mí mismo. Tomo el verbo importar en la acepción de traer, llevar consigo. Qué lleva consigo la poesía, qué nos trae. Mi primera percepción de la índole de la poesía fue sensorial, exclusivamente estética; la tuve en mi adolescencia al oír a algunos poetas recitar sus obras: grabaciones de Neruda diciendo con voz meliflua sus poemas de amor, de Guillén tamborileando sus sones mulatos, de Girondo transformándose en un oráculo prehistórico, de Borges entonando sus sonetos y milongas. Un venturoso eclecticismo, como diría este último, me permitió no sentir la más mínima incompatibilidad entre esas cuatro voces. No obstante las abismales distancias temáticas y estilísticas que median entre unas y otras, sentía que el fenómeno de la sonoridad de la palabra se realizaba en la voz de los cuatro poetas de modo igualmente absoluto. Aquel despliegue de las posibilidades rítmicas y melódicas de la voz humana me atrajo no sólo por su magnetismo, sino también por el modo en que liberaba de residuos rutinarios todo lo que en los poemas se designaba. Quiero decir: aquellas voces en trance de canto me permitieron salir de la mediocridad cotidiana, aproximarme a la realidad originaria del mundo. Todo lo nombrado adquiría un lustre inaudito; los aromas y los sabores peculiares de las cosas renacían al transformarse en sonido puro. Dejar atrás la estrechez del idioma que hablaba todos los días, contar con toda la amplitud de la lengua, ese fue el don que trajo consigo la poesía cuando se me acercó por primera vez.

Más adelante, cuando comencé a escribir y a moverme con cierta soltura por el océano del idioma (tan lleno de seductoras sirenas y de peligrosos escollos como el mar de Ulises), la poesía me deparó una nueva gracia, esta vez de índole ética. Ella radica en la transformación que se genera en uno cuando se comienza a modelar el verso. Tornando más perceptiva y profunda la sensibilidad, más clara la voz, la búsqueda de la precisión nos cambia. El pensamiento se afina, el sentimiento se depura. La masa amorfa de la emoción confusa poco a poco va adquiriendo transparencia. Sin esa obra de transformación, el poema sería un mero documento del psiquismo en crisis. Cada cambio de palabra, cada nueva configuración del verso contribuye a superar el conflicto que puede estar en la base del poema en estado naciente. Así, a fuerza de empeño artístico, es posible invertir legítimamente el signo de una experiencia negativa, y pasar de la oscuridad a la luz. He vivido más de una vez experiencias de ese tipo. A lo largo de toda mi vida jamás he logrado escribir un verso irónico o mordaz, aunque me lo propusiera; la poesía siempre se ha encargado de obligarme a trabajar la materia prima hasta dejar afuera todo lastre, toda malicia. Es más, sin esa obra de transformación, no me hubiese sido posible acceder a la música. La música surge, precisamente, cuando esa transformación alcanza su cima. En esas alturas, felizmente, el estadio estético y el estadio ético coinciden. Sé que hay quienes valoran la poesía en bruto, la negación del yo, lo testimonial o la extrema desnudez psíquica; entiendo que así sea, entiendo incluso que muchos tomen tal realidad como algo más genuino, pero, como afirma Blake en uno de sus poemas? «eso no va conmigo».