Vicisitud y forma en Leopardi

Mario Luzi: Vicisitud y forma en Leopardi [1]
(Traducción de Ricardo H. Herrera) 
 

A la inquieta y discordante zona en que el crítico puede tener al demonio como aliado, Leopardi le superpone un amor intrínseco e inconfesado que emerge únicamente a condición de que se renuncie a su natural necesidad. Nos acomete así la preocupación de que estudiar a Leopardi torne superfluas e insuficientes todas las cualidades, y que más allá de nuestras hábiles perspectivas, su naturaleza alcance a eludirnos con el candor propio de quien ha consumado todo lo humano. Él es ese que es, sin necesidad de ayuda ni explicación. En ese gesto de disuadir las facultades que han suscitado en nosotros, poetas y santos son asombrosamente afines: esa manera de ofrecernos, si bien involuntariamente, una crónica a la cual el espíritu se aproxima con simplicidad, para luego sustraerse a nuestra adhesión superando esa parte de sí mismos que la había merecido, reflejándose en una mítica perfección. Lo terrestre y lo sobrenatural se aproximan, en poetas como Leopardi, siguiendo un ritmo opuesto a toda tentación y todo invisible; frente a ello, un alma demasiado interesada puede verse obligada a soportar la decepción de su arrebato. La aparente facilidad de aproximación, la ilusoria afinidad sugerida por algunas contingencias, han enorgullecido a muchos espíritus incapaces de ponerse límites; pero luego se hace evidente el flemático rechazo a ofrecer un camino, o a indicarlo al menos.

La vida no le deparó a Leopardi el gusto por las correspondencias, tampoco el del magnífico ejemplo; la elocuencia se vuelve hacia un estadio humano que el poeta imaginaba por encima de sí, más calmo y más íntegro, en el cual la emoción asumía su medida. Amplificación y gestos no son sino relaciones interiores entre sus varias condiciones, las pensadas y las vividas, recorridas por un timbre que postergaba el reconocimiento de la propia inutilidad. Pero el sentido profundo del arte, junto a su pureza, hacían de él una fuerza que tendía constantemente a eludir un mundo desarrollado y establecido sobre núcleos mucho más fríamente universales de lo que lo eran sus anotaciones. La completud de Leopardi se revela en su severa tendencia a desplazar las causas y las razones de la propia vida hacia un clima que ya no padece el contacto de las circunstancias. Y los románticos, está claro, se le oponen con la extensión al infinito de lo accidental, el enflure del peregrino. Sin embargo, merced a la confusión que algunos hábitos temáticos han favorecido al considerar la poesía, Leopardi ha sido catalogado como un “mensaje de dolor”, como “la historia de un alma”.

Y sin embargo en su vida no ha habido un dolor, sino el dolor: su vida no fue otra cosa que un esbozo, que sólo su canto, su estilo han sabido remontar.

Después de Petrarca, por primera vez nos encontramos frente a un estilo dedicado por completo a la superación de la crónica y la excesivamente tierna humanidad, un canto que resulta de una recomposición para lo eterno de sus mismos pretextos. Todo aquello que constituyó y constituye la polémica entre el romanticismo y el clasicismo de Leopardi radica en esta riqueza oculta destinada a traicionar la naturaleza. Esta poética es un sacrificio y una gozosa renuncia. Cuando la circunstancia le ofrecía al corazón el sentido de su poeticidad, entonces la poesía acudía desde un fondo impensado a hacerla suya; arrebataba algún leve sabor, liberaba al poeta del deber de pertenecerse, reduciéndolo todo a ella misma, con un vigor al que la vida le era ajena y a la vez se hacía presente en su totalidad.

Enteros ciclos vitales se consumaban, experiencias secretas y condicionadas a la propia naturaleza se filtraban hasta el fondo de esa alma y parecían agotarse en su misma vehemencia; luego surgía el canto, llevándolos hasta la mítica mirada del tiempo, invistiéndolos de una luz de la que habían carecido, a fin de que de ellos no quedase otra cosa que el tibio nombre humano midiéndose con la eternidad.

Todos los fragmentos que pueden considerarse autobiográficos en la poesía de Leopardi obtienen esa consagración por parte de la eternidad que El infinito había vanamente intentado convertir en una categoría. El infinito obtiene su grandeza poética de su mismo fracaso, pero no deja de ser una explicación. Sus álgidas vibraciones, curvas que se dilatan más allá de los límites de lo posible, son las mismas por las cuales cada gesto, cada recuerdo de los actos humanos se precipitan en una disolución fantasmal, inmemorial en su misma precisión en los otros más grandes poemas.

En esas grandes ideas líricas, que incluso en un poeta tan conscientemente preexistían al sentido y a las imágenes del poema, las ocasiones y los hechos figuran como música, más bien como relaciones con una música que realiza su vuelo más arriba:

 

sonavan le quiete
stanze, e le vie d’intorno…

[resonaban las calmas
salas, y las calles de en torno]

 

A la sublime gratuidad de una vida duramente sufrida e inconclusa, olvidada sin embargo en otra vida puramente poética, el estilo de Leopardi se entrega con esa soberbia indulgencia que es la suya. Ese estilo que aparentemente tiene exageradas exigencias, fundado sobre los sedimentos de consumadas tradiciones poéticas, alimentado por sus esencias, era el único fervor del cual un mundo más profundamente acogedor y justificado podía germinar sin proponérselo. Y nadie podrá decirnos nunca qué consistencia tiene esa nueva dimensión conseguida por el espíritu del poeta, frente a la cual las cosas y las creaturas empujadas de la región implacable piden una nueva consideración. Poco podremos decir de esa arcana resonancia de las cosas de acá abajo en un cielo que las supera, tan sólo que es estilo. La razón es la más egoísta de todas las facultades humanas, y nosotros sabemos lo que la lucidez le dictó a Leopardi acerca de su pueblo natal desde la primera juventud. Pero en El pájaro solitario esa vida insuficiente, esas gráciles convenciones entre hombres de campo elevadas por el ímpetu de un diseño melódico independiente de todo presupuesto, son depositadas con un caritativo temblor delante de una grandeza cuyo nombre nos será negado para siempre. Una fraternidad que parecía imposible se produjo de ese modo en Leopardi. Y su estilo, así como lo aleja de la inmediatez, del mismo modo lo acerca a la vida.

Por lo tanto, quien habla del dolor de Leopardi habla más de su prosa que de su poesía, y no es una cuestión de versos o de entramado. El Leopardi de la prosa (me refiero a esa prosa y a esos versos demasiado prácticos, que no logran superar al hombre) es un Leopardi desesperado, pero es también un Leopardi oratorio. Gastó mucha voluntad con el objeto de mantenerse coherente ante un mundo que ofrecía continuamente el pretexto de dejar de serlo. Leyendo las mismas Obrillas morales, a menudo la impresión de que él comprime y elabora la sugestión de su a priori negativo congela ese encanto que la placidez de la invención alcanzaba a distender. Despojado de su estilo poético mayor, se reduce con frecuencia a la dialéctica, a una realidad deliberadamente poco nutrida. Pero se trata de una dialéctica y de una obstinación que trabajan sobre un fuego oculto y misterioso, en el cual la vida más que una causa constituye un resultado. Esa tragedia contenida y rapaz de días que se suceden sin una anábasis certificada y piadosa, de una tristeza que es asimismo intrínseca y preestablecida. Quiero decir: los hechos y las circunstancias parecen dispuestos sobre un terreno que no podía acogerlos de otra manera; son la confirmación de una verdad nativa. La dialéctica, el raciocinio, debían en el ánimo del poeta servir a la justificación humana de un sentimiento que tenía sus orígenes en otra parte. Tiene el sonido trabajoso de las carreras imprecisas. Se ve claramente que dos opuestas ramificaciones se ofrecían a esa voluntad de realizar su preexistente angustia: la vida y la literatura. La vida no tuvo otro modo de redimirse de su fragmentariedad que reconociéndose oscura e insuficiente. La literatura encontró el estilo que la proyectó más allá de la materia misma que la sugería, reconquistando para él mundos ideales que se mostraban como indignos de una fe cualquiera. Insisto sobre la importancia del estilo ya que en este radica toda la grandeza de Leopardi: un dato aislable, en sí mismo concreto, argumento y forma. No tema. En efecto, el estilo de Leopardi ha enseñado cuán extremadamente distante está de la posibilidad de considerarse el tema del verdadero argumento de la poesía, que es un puro incidente de la intensidad vocal y de las móviles cantidades de las palabras. Un primer entusiasmo por ello es obstaculizado por la absoluta falta de ambiciones por un lenguaje de puros fantasmas, de nexos indispensables sobre los cuales por otra parte el mismo poeta había teorizado con evidente admiración. (Ver en el Zibaldone las páginas sobre el estilo de Horacio) [2] . La sensibilidad literaria que le ofrecía ese gusto y esa inteligencia fue desbordada por la vocación iluminista a una poesía que lo incitaba hacia formas utilitarias y lógicas, un destino que lo pone en contacto con Baudelaire. Con ellos termina acaso para siempre el equívoco sobre el poeta nato, por un juego que se ha desenmascarado audazmente. Espíritus dedicados a un ordenamiento de lo real ?si bien de modos claramente antitéticos (discursivo Leopardi, sintético Baudelaire) ? hallan por suerte una continuación canora de la lógica y del discurso, esto es, de elementos ya tradicionalmente literarios.

Ya en otra oportunidad he hablado sobre la indiferenciación entre lengua y lenguaje, que el mejor Leopardi ha podido conseguir consumando hasta su aparente reinvención el significado de la palabra. Y la observación se podría extender a las relaciones entre discurso poético y discurso lógico y tradicional, que coinciden con una constancia sólo aparentemente natural. El adiestramiento lingüístico ?perseguido casi metódicamente y con gusto casi científico? de las articulaciones que sirven a la lineal densidad y a la solidez de las frases, le dio al poeta un sentimiento exquisito y una sugestión profunda de los varios elementos sintácticos. Esa elaboración lenta y solitaria lo concentraba en la exaltación de una materia cansadora y proclive a distenderse dulcemente, de un modo que explica claramente con cuánto amor desarrollaba él (excluido de todo otro amor) esa actividad. Este afecto pesaba hasta tal punto sobre esa consoladora literatura suya que él no sintió la necesidad de expulsar del discurso poético las inflexiones más cargadas de tradición y compuestas en el logicismo. Sintió en cambio la necesidad opuesta, esto es, la de insistir en la densidad de su clima, abandonándose con su peso y su tímida inercia sobre los órdenes verbales preestablecidos. Tal presión sensitiva y espiritual no descuidaba ni siquiera las articulaciones que en el discurso normal tienen una función declaradamente mecánica. Así algunos nexos fríos y demasiado precisos se transformaban en ese calor de conexiones misteriosas entre evoluciones patéticas de progresiva intensidad. Tanto sentimiento de la arquitectura y de la historia del discurso, y semejante confianza en sus incidentes, le permitían a su lenguaje sostener con facilidad hasta el sintagma más inerte:

 

certo del tuo costume
no ti dorrai; ché di natura è frutto
ogni vostra vahezza…

[de tu destino, pienso,
no te lamentarás; tu ser, al fin, es fruto
de la naturaleza…]

 

Algunas figuras más lentas y perifrásticas eran practicadas con una presencia que las excedía en mucho: 


non io, non già ch’io speri
al pensier ti ricorro 

[no yo, que yo no espero
vivir en tu memoria…]

 

La conjunción “que” es, lógicamente, la manera más hábil de ligar proposiciones interdependientes con un valor exacto y al mismo tiempo indefinido. Pero en el discurso leopardiano la entidad sintáctica, si bien conserva su literal individualidad, está duplicada por la inflexión melódica que deja caer sobre ella todo el “afecto” y la convierte en una especie de sonido sordo o menor de concentración, una cariátide oscura de los posteriores acentos embellecidos.

Otros señalamientos, que no sería difícil realizar, podrían tornar aún más persuasivo el hecho de que ningún elemento del discurso ha sido postergado, de que la lengua fue acogida plenariamente por el lenguaje leopardiano. Todo padece una intensificación íntima que es también una superación y, si lo queremos, una revolución respecto a su naturaleza primitiva. Y si lengua y lenguaje, discurso lógico-tradicional y discurso poético coinciden, es porque Leopardi ha encontrado en la lengua su lenguaje y en el discurso literaria su discurso.

No son estos nada más que elementos estilísticos, miembros. El momento en el cual el conjunto se transforma en estilo es misterioso y escapa a cualquier empeño analítico; constituye un caso del alma. Sin embargo, es necesario hablar con ostentación de esa que parece ser la técnica y acaso sea la consecuencia del soplo vivificante. Un estilo como el de Leopardi actúa de modo incondicionado sobre la ética misma de la poesía; es, lo repito, principio y base de su grandeza. Y su carácter de ejercicio espiritual lo absolvería de la obligación de estar presente allí donde la tradición tiene exigencias más materiales y precisas. El fenómeno en cambio es el opuesto. En el estilo de Leopardi no sólo su sufrimiento, sino toda la tradición italiana, alcanza su hondura y su impulso emotivo. De modo que nosotros conservamos del poeta la imagen de un hombre que ha sabido desaparecer; ocultar su alacridad tormentosa entre las paredes de una disciplina que no era de su invención, sino formada por los siglos. El milagro de una creatividad absoluta no tuvo para él la fascinación que ejerció sobre otros poetas de su tiempo: Foscolo, Hölderlin. Estaba hecho para acoger y restituir el corazón de la literatura.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Tomado de Scritti, Arsenale Editrice, Venezia 1989.>>
  2. “La belleza y el placer del estilo de Horacio, y de otros estilos igualmente enérgicos y vertiginosos, máxime poéticos, ya que a la poesía le pertenecen las cualidades de las que voy a hablar, y sobre todo líricos, deriva fundamentalmente de que mantiene el alma en continuo y vivísimo movimiento y acción, transportándola a cada momento, y a menudo bruscamente, de un pensamiento, de una imagen, de una idea, de una cosa a otra, tal vez incluso lejana y muy diferente; por lo que el pensamiento, al esforzarse por alcanzarlas a todas, al ser llevado de un lado a otro, experimenta esa sensación de vigor que se experimenta al transitar un camino con rapidez, al ser transportado por caballos veloces, o al encontrarse en medio de una acción enérgica, de extrema actividad, y excedido por la multiplicada diferencia de las cosas (véase mi teoría del placer) etc. etc. etc. Y aun cuando estas cosas no sean nada, ni bellas, ni grandes, ni vastas, ni nuevas etc. esa sola cualidad del estilo basta para darle placer al ánimo, el cual tiene necesidad de acción, porque ama por sobre todo la vida, y por ello acoge, tanto en la vida como en la escritura, cierta no excesiva dificultad, que la obliga a actuar vivamente. Y tal es el caso de Horacio, el cual en definitiva no es un poeta lírico nada más que por su estilo. He aquí cómo el estilo, aun cuando esté separado de las cosas, puede llegar a ser algo grande; hasta tal punto que uno puede llegar a ser poeta sin poseer otra cosa de poético que el estilo, y poeta verdadero y universal, y por razones íntimas y profundas cualidades, también elementales, y sin embargo universales del espíritu humano. Estos efectos que he especificado los produce Horacio a cada momento, con el ardor de la frase, donde en del giro de un solo inciso, de un salto, os transporta y arroja de una a otra idea, lejanas y diferentes. (Como así también con el orden de las palabras y con la dificultad y actividad que ello genera en quien lee). Metáforas intrépidas, epítetos singulares, inversiones, ubicaciones, supresiones, todo dentro de los límites de lo no excesivo (excesivo podría ser para los alemanes, demasiado poco para los orientales) etc. etc. producen estos efectos en el lugar que se quiera de sus poesías [….] La vivacidad y el valor de todo esto (como de similares bellezas en otros estilos) no radica en otra cosa que en la frecuencia, en la extensión de los saltos de un lugar, de una idea a otra. Todo lo cual genera el ardor de la elocuencia material. De ese ardor es incapaz la lengua francesa, es inepta para el estilo poético, está separara de lo lírico por mil millas. (4 Noviembre 1821).”>>