Un idioma propio adaptado a lo desconocido

Javier Foguet
(Jorge Leónidas Escudero, Poesía completa – Ediciones en Danza) 

 

¿Qué da la talla de Escudero como poeta? A mi juicio, el hecho de haber identificado de manera contundente, sin rodeos, el símbolo central, unificador de su aventura existencial; de haberlo asumido e inquirido, de haber explorado sus ramificaciones, sus posibilidades de sentido (su cualidad energética) pero sobre todo de haber reconocido de entrada su límite, el fracaso inevitable que es el precio a pagar por todo hombre que se ha dejado deslumbrar por una quimera. La audacia de esa búsqueda bastaría para asegurarle un lugar destacado en cualquier literatura. Pero Escudero, además, ha construido a partir del diálogo con ese mito una voz inconfundible, de una soltura y una gracia que van mucho más allá de su mera semejanza con la oralidad. Un registro único, personalísimo, y la cohesión aportada por un símbolo medular son entonces los cimientos donde se afirma el poder persuasivo de su obra.

Como es sabido, la metáfora que vertebra la dilatada obra de Escudero es el oro. Aunque ha recibido muchas otras denominaciones a lo largo del tiempo (quimera, lejanía, país dónde, absoluto, etc.) oro es sin duda el término que inaugura la serie. Lo digo porque el peso (la materialidad) y el brillo que le son propios tienen un equivalente estético en la poesía del sanjuanino. Lejos del precepto clásico, según el cual un símbolo comunica mejor cuanto menos contaminado de inmediatez esté, la escritura de Escudero se hace valiosa en el manejo de nombres propios, en la pintura de un paisaje siempre próximo y reconocible. (Nombres y paisajes depurados, en todo caso, por el paso del tiempo). Pero es justamente la intensidad con que su esperanza se ha concentrado en un más allá concreto, aunque evasivo, la condición para el esplendor de toda esa experiencia que su poesía, a partir de los cincuenta años, ha ido recuperando libro tras libro. En otras palabras, la lejanía es crucial no tanto en el plano expresivo (como el oro de los tigres de Borges) sino en la instancia previa de conformación de la visión. Sucede con las cosas que ingresan a sus poemas algo similar a lo que acaece con esos fragmentos diurnos, en principio desatendidos, que el deseo recupera en secreto y dispone como los elementos más fulgurantes del sueño. No hay nada onírico en la poesía de Escudero, salvo la investidura de palabras e imágenes que hace que las cosas brillen con fuerza más allá de sus posibilidades originales. Este tipo de aprehensión oblicua de las cosas, de percepción con el afecto desplazado al momento de ser vertidas en la escritura, las presenta bajo la forma de un descubrimiento muy especial, donde los términos actividad-pasividad parecen haberse invertido. En efecto, es como si el sujeto hubiese sido elegido por el objeto que permaneció escondido en su interior y, de pronto, reclamara vida: “El caso es estaba y de pronto/ me alza un cóndor en alas y me lleva/ a la Cordillera de los Andes. // Ahí vi contra las rocas florcitas amarillas/ y ellas me reconocieron…” Esta lógica de cercanía-lejanía alimenta toda su actividad de poeta. ¿Cómo explicar de otro modo la eficacia de vocablos tan deslucidos como lindo o hermoso aplicados a un paisaje o circunstancia cuyo valor para Escudero va mucho más allá de un mero reconocimiento de pintoresquismo? La poesía del sanjuanino nunca es naïf. No es ingenua su técnica ni hay ingenuidad escapista en la búsqueda de fondo de su expresión. Lo lindo o lo hermoso, como calificativos del paisaje (y esto es válido para toda la sencillez de su lengua) adquieren un encanto repentino porque sobre ellos ha recaído toda la gravedad y resplandor del oro no encontrado. En esa magnífica movilidad de intensidades (virtud más vital que técnica) y no en la capacidad para simular el tono coloquial, reside la maestría y naturalidad de su poesía.

El registro oral de Escudero es más poético de lo que podría creerse. Al perderse en un poema todo el contexto informativo, gestual y de entonación de una situación de habla concreta, los rasgos discursivos propios de la oralidad llegan al lector con una dureza y disgregación excesivas. Leyendo en soledad, el oído no salva velozmente una elipsis, ni acomoda sin esfuerzo un hipérbaton, ni encarrila una subordinación que nunca llega a retomar la línea argumentativa original. Es decir, cuanto más fielmente se vuelcan en la escritura las formas puras del habla, más riesgo se corre de perder la cualidad de fluidez que en principio se buscaba. Escudero ha ido muy lejos en este sentido, pero ha salvado a sus poemas de la desarticulación gracias a un sentido rítmico impecable. La mayoría de sus poemas se encuentran afirmados sobre una base acentual. Aunque próximos a las medidas de heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos, fluctúan libremente, sin someterse a un isosilabismo rígido. El poeta mismo lo apunta en el primer texto de Cantos del acechante (1995): “Observo, acecho, me adentro en lo observado y aguardo, espero oír de pronto, darme cuenta de lo que se oculta. Sobre eso escribo en lenguaje ritmado y sin querer a veces me desvío del habla común debido a la pasión”. Es decir, fe en el don comunicativo del habla común, pero tensado al máximo por una exigencia expresiva fuera de lo común: he ahí la fórmula de ese idioma propio adecuado a lo desconocido, que es la aspiración de su proyecto poético.

En el libro Elucidario, de 1992, fecha central de una producción que comienza en 1970 y se prolonga hasta 2010, hay dos poemas que tanto por su disposición consecutiva como por su temática señalan la fuente y los caminos principales de esta poesía. El primero se titula “Muerte de la quimera”, el segundo “Transmutación del oro”. Según su ordenamiento (primero muerte, después transmutación) podemos adivinar en el ocaso del mito el origen de la actividad poética. En cuanto a las líneas predominantes de esta poesía (o, mejor, a la energía que las alimenta) “Muerte de la quimera” aparece como representante de la vertiente saturnina: las hojas de otoño son el oro irónico, el símbolo de todo lo perdido por haber tenido la mirada puesta en un punto siempre más allá. Se diría que la metamorfosis de mito a poesía no ha sido total. Queda un resto nostálgico y doloroso. En cambio, los puntos expresivos más altos, allí donde carácter y voz coinciden, se encuentran en la línea de poemas donde el poeta logra, por así decirlo, una asimilación cabal del cuerpo exangüe de la quimera: no hay oro pero hay paisaje; y si tampoco hay paisaje al menos hubo esperanza. No hace falta decir que entonces el mito, lejos de apagarse, se reactiva: “Manden a alguien a comprar pan,/ no digo de aquí sino de mañana/ porque mi hambre última/ es de lo que aun no he visto.”

Javier Foguet