Muni: un síntoma

Muni: un síntoma. [1]

Vladislav Chodasevic
(Traducción de Ricardo H. Herrera) 

 

I. Sin embargo existí

Samuil Viktorovic Kissin, la persona de la cual me propongo hablar, no hizo nada en el campo de la literatura. Sin embargo, vale la pena hablar de él, incluso es necesario hacerlo, porque, a más de ser un personaje “en sí”, expresaba con su índole algo extremadamente característico de la época en la cual se desarrolló su breve vida. Lo conoció toda la Moscú literaria de fines del Siglo XIX y del primer decenio del Siglo XX. Si bien no tuvo un papel eminente en la vida literaria, se contó entre aquellos que crearon el “fondo” de los eventos de esos tiempos. No obstante, por el perfil de su personalidad no puede decirse que fuese “un hombre de la masa”, en absoluto. Fue más bien un “síntoma”.

Nos conocimos a fines de 1905. Samuil Viktorovic vivía entonces en Moscú como “estudiante pobre”, con los veinticinco rublos al mes que le enviaban desde Rybinsk sus padres. Escribía poemas que publicaba en una revistita, “Zori”, [2] bajo el seudónimo de Muni. Con este nombre lo conoció Moscú hasta su muerte (aunque al final comenzó a firmar “S. Kissin”). También yo lo llamaré así.

Al principio, decididamente no nos agradamos, pero en el otoño de 1906 de pronto “nos descubrimos” y nos hicimos amigos. Los sucesivos nueve años, hasta la muerte de Muni, estuvieron marcados por una amistad tan leal y un afecto tan sólido que hoy me parecen milagrosos.

La historia exterior de la vida de Muni es muy simple. Nació en octubre de 1885 en Rybinsk, en el seno de una familia judía de condición modesta. En Rybinsk frecuentó el secundario, después se inscribió en la facultad de derecho de la universidad de Moscú. En el verano de 1909 se casó con Lidija Jakovievna Brjusova, hermana del poeta. En los primeros días de la guerra fue movilizado, enrolado como funcionario simple, y murió en Minsk el 28 de marzo de 1916. Las huellas que dejó en la vida, al igual que las que dejó en la literatura, no son profundas. Pero antes de morir, con esa ironía que raramente lo abandonaba, me dijo: “Recuérdalo: sin embargo existí”.

 

II. Abolición de los presagios

Atravesábamos los años posteriores a 1905, los años de agotamiento espiritual, de la epidemia del esteticismo. En literatura, tras las huellas de la escuela modernista que de golpe había recibido el reconocimiento general, justamente por lo que tenía de más inconsistente y mediocre, se arrastraban pelotones de imitadores de baja ralea. En sociedad, gráciles señoritas descalzas resucitaban el helenismo. La burguesía, raptada por una súbita voluntad de “osar”, se tiraba de cabeza en los “problemas del sexo”. Por todos lados, un poco más abajo, se multiplicaban los secuaces de Sanin y los “ogarki”. [3] En las ciudades se construían casas de estilo “decadente”. Y sobre todo esto, imperceptiblemente, se iba acumulando la tensión. La tormenta estalló en 1914.

Muni y yo vivíamos en un mundo abstruso y complejo que ahora me resulta difícil de describir tal como entonces lo percibíamos. En el aire oscuro (como el que precede los temporales) de aquellos años, se respiraba con dificultad; todo nos parecía doble y ambiguo, los contornos de las cosas se presentaban inestables, fluctuantes. La realidad, pulverizándose en la conciencia, se tornaba diáfana. Vivíamos al mismo tiempo en el mundo real y en un reflejo suyo, caliginoso y múltiple, donde todo era “esto, pero quizá no del todo”. Era como si cada objeto, cada paso, cada gesto reverberaran, proyectándose en otra dimensión, sobre una pantalla cercana pero intangible. Los fenómenos se transformaban en visiones. Cualquier suceso, más allá de su significado inmediato, adquiría otro que nos empujaba a descifrarlo. No era fácil descifrarlo, pero nosotros sabíamos que sólo el segundo significado era el auténtico.

Vivíamos por consiguiente en dos mundos. Sólo que, no estando en condiciones de descubrir las leyes que gobernaban los fenómenos del segundo mundo, a nuestros ojos más real que el mundo real, no hacíamos otra cosa que disolvernos en oscuros y confusos presentimientos. Percibíamos todo lo que sucedía como presagio. ¿De qué?

Nos parecía entonces, como a tantos, que los “acontecimientos” estaban maduros. A diferencia de otros, sin embargo, nuestros presentimientos tenían colores bien oscuros. Nosotros mismos no alcanzábamos a figurarnos claramente qué sucedería. Intentábamos hablar con los extranjeros. Pero ese poco que se dejaba ver era desagradable. No nos amábamos, éramos los “escépticos”, los “pájaros de mal agüero”. En una carta en verso de 1909 Muni me escribía con letra clara:

 

“La poesía no salvará a Rusia,
difícilmente Rusia salve a la poesía”.

 

Éramos tan sólo los jóvenes de veinte años o poco más, sin experiencia, a los cuales casualmente les tocó en suerte rozar la gota de la desbordante fuerza de la naturaleza de la que ha hablado el poeta. Pero también otras personas más expertas y responsables vagaban por tinieblas igualmente espesas. Jóvenes aprendices de malos magos (a veces, simplemente, de charlatanes) lograban evocar espíritus mezquinos e indóciles que no podían dominar. Y esto nos arruinaba. Nos extraviábamos en el “bosque de símbolos”, nos daba náuseas “el columpio de las correspondencias”. La “existencia simbólica” que habíamos creado -esto es: el simbolismo-, que para nosotros se había convertido no sólo en un método, sino además (¡aunque no fuese para nada simple!) en un modo de vida, nos jugaba malas pasadas. He aquí algunas, a modo de ejemplo.

Muni y yo nos encontrábamos sentados en el restaurante Praga, cuyo salón estaba dividido en dos por una amplia arcada. A los costados de la arcada colgaban unas cortinas. Junto a una de estas, de espaldas a nosotros, con el brazo derecho apoyado en la jamba y el izquierdo en la cintura, había un camarero con saco y pantalones blancos. Poco después, desde el otro lado de la arcada, apareció otro camarero, de la misma altura, que se puso en frente de nosotros y del primer camarero; su pose repetía exactamente la del otro, pero al revés: estaba apoyado en la jamba con el brazo izquierdo y tenía el derecho en la cintura. Parecían una única persona delante de un espejo. Muni dijo, sarcásticamente: “Bien, he aquí el reflejo”.

Nos pusimos a observarlos. El que nos daba la espalda bajó el brazo derecho. En el mismo instante el otro bajó el izquierdo. El primero hizo otro movimiento más que el segundo repitió con precisión. Y la cosa siguió así por un tiempo hasta tornarse espantosa. Muni miraba en silencio mientras golpeteaba el piso con un pie. De pronto, el segundo camarero se dio vuelta rápidamente y desapareció detrás de la arcada. Probablemente lo habían llamado. Muni se puso en pie de un salto, blanco como una sábana. Cuando se calmó, dijo: “Si se hubiese ido también el nuestro y hubiese quedado tan sólo el reflejo no habría podido tolerarlo. Fíjate cómo me palpita el corazón”.

Otra vez, recuerdo, caminábamos por la avenida Tverkoy. Muni me contaba que por momentos tenía premoniciones absolutamente exactas. Aunque esa facultad sólo la experimentaba ante acontecimientos de poca importancia. “¡Figúrate, cosas de nada! Mira esa carroza. Ahora se le partirá el eje posterior”. Pasaba a nuestro lado una vieja carroza tirada por una pareja de jamelgos. En la carroza iban un viejo canoso y una señora de la misma edad. “¿Y?” dijo. “¿Cómo es que no se rompe?” La carroza recorrió unos veinte metros, ya oculta a nuestros ojos por otros vehículos. De pronto se detuvo en medio de la calle, frente al negocio de Eliseev. Nos acercamos corriendo. El eje posterior se había quebrado. Los viejos descendieron. Habían pasado un flor de susto. Muni quería pedirles disculpas. Logré disuadirlo, no sin dificultades.

Ese mismo día, al anochecer, atravesábamos el pasaje Neglinnyj. Iba con nosotros V. F. Achramovic, el mismo que luego se transformó en fanático comunista. Entonces era un católico fanático. Le estaba contando la historia de la carroza. Achramovi le dijo en broma a Muni: “¿No se le podría encomendar algún servicio de ese tipo?” “Haga la prueba”. “Bueno, ¿no podría hacernos encontrar a Antik?” (V. M. Antik era el editor de los libritos de tapas amarillas de la Vsemirnaja Literatura.[4] Los tres trabajábamos para su editorial), “¿Por qué no? Délo por hecho” respondió Muni.

Nos estábamos aproximando al cruce con la avenida Petrovskij. Por ésta, atravesando la calle, apareció un carruaje de plaza. Cuando pasó a nuestro lado, el viajero se quitó el sombrero y saludó. Era Antik. Muni le recriminó a Achramovic: “¡Qué tipo! ¿No podía pedirme el Mesías?”.

Era una vida cansadora. Muni afirmaba que todo se estaba transformando en algo abyecto, en neurastenia, en una especie de congestión espiritual. Y de tanto en tanto declaraba: “Los presagios están abolidos”.

Se ponía anteojos oscuros “para no ver demasiado”, llevaba en un bolsillo una cuchara y una botella de bromuro de cuyo cuello colgaba una receta retorcida.

 

III. “D’inachevé”

Muni no era perezoso. Pero no sabía trabajar. Hombre de capacidades notables y de intuiciones a veces extraordinarias, poseía también vastos conocimientos. Sin embargo le faltaba concentración, era disperso. Cualquier trabajo al poco tiempo lo espantaba: descubría ante sí complicaciones y dificultades insuperables. Tratase de lo que se tratase, frente a Muni se erguía la imagen de una perfección inaccesible, y dejaba caer sus brazos. Cualquiera fuese la cuestión, según él era necesario estar corriente sobre ella desde la infancia, y por lo tanto ya era tarde.

Escribía poesías, cuentos, pièces. Prácticamente nunca concluyó nada: o abandonaba si más el trabajo o dejaba sus escritos en estado de bosquejo. Todo lo que escribía era peor de lo que hubiese podido escribir. Naturalmente, estaba siempre lleno de proyectos, planes, propósitos. Tomándose el pelo a sí mismo decía que, al igual que los de Koz’ma Prutkov, sus trabajos más importantes estaban en un portafolio de cuero con la etiqueta: “Obras inconclusas” (d’inachevé).

En sus juicios literarios era en extremo severo, despreciaba casi sin vueltas todo lo que no fuese absolutamente genial; tenía la desgracia de ser muy sincero. Siendo bondadoso y compasivo, se esforzaba por mantener en reserva sus opiniones, pero si era necesario que las expresase, lo hacía sin dorar la píldora. En el mundo literario era fastidioso y desagradable. Cuando los autores leían sus cosas en un círculo de amigos, esto es: en las ocasiones en que uno siempre tiene ganas de escuchar elogios, aunque sean falsos, él lograba arruinar toda una tarde pasada amablemente. Lo evitaban porque lo temían y no lo apreciaban: todos, desde los jóvenes literatos que hacían sus primeras armas hasta los ancianos famosos y consagrados. Aparte de mí, sólo B. K. Zajcev y S. S. Golousev (Sergej Glagol), ya desaparecido, sabían tratarlo con afecto. Y él lo necesitaba mucho.

Cuanto más buenas eran sus relaciones con alguien, más intransigentes eran sus relaciones con él. Conmigo en primer lugar. Le leía cada nuevo poema que escribía. Tras escucharme, decía: “Dámelo, quiero leerlo con mis propios ojos. Con la voz lo abrillantas, lo embelleces”.

En el mejor de los casos, después de haber leído, decía que “no estaba mal”. Pero mucho más frecuentemente ponía cara de cansancio y de aburrimiento, y gemía: “¡Dios, qué basura!” O bien: “¿Te hice algo malo para que me obligues a escuchar esta cosa?” Y comenzaba un largo análisis, detallado y demoledor. Se insistía demasiado en defender mi trabajo, Muni, al fin, concluía: “Bien, haz lo que te parezca. Publícalo y fírmalo Nikolaj Pojarkov”. (Pojarkov era un poeta ya muerto, de talento más que mediocre, y de una vida miserable e infeliz).

Debo admitir que en mi relación con sus escritos yo sostenía una actitud semejante a la suya. Y esa misma actitud cada uno de nosotros la mantenía en sus relaciones consigo mismo. Más pasaba el tiempo, más nos destrozábamos recíprocamente, autodestruyéndonos cruelmente. En verdad, nadie hubiese podido afirmar que nos echáramos incienso el uno al otro. Preferíamos verdaderamente el “juicio cáustico” a la “seductora alabanza”. Sólo cuando comenzó la guerra, tras la partida de Muni, comencé a liberarme lentamente de su tiranía. Sabía que su severidad, si bien útil, habría concluido por ahogarme. Cuando venía de licencia, Muni percibía el cambio y no ocultaba su irritación, como si estuviese celoso de algo o de alguien. Hacia el final de su último descanso en Moscú, justamente en la víspera de su partida, yo tenía que leer poemas en el Museo Politécnico. Me dijo que iría a escucharme, pero una hora antes del inicio del acto me llamó: “Perdóname, pero no iré”. “¿Por qué?” “Así no me interesa. No comprendo su necesidad. No lo tomes a mal”.

Y volvió al servicio. Fue nuestra última conversación. Al día siguiente partió sin pasar a verme, y dos días después había muerto.

 

IV. La sombra del humo

Por algunos años fuimos inseparables. Pasábamos juntos todo el tiempo libre (teníamos mucho), raramente en lo de Muni, más a menudo en mi casa, más a menudo aún en la calle, o en los restaurantes. Nuestras interminables conversaciones sobre interminables cuestiones nos llevaron a utilizar un singular lenguaje hecho de citas, de señas, de una terminología especial que se fue creando un poco al acaso. Nos comprendíamos con medias alusiones; los demás no nos comprendían para nada, y se ofendían. Por momentos, parecía que hubiésemos perdido la capacidad de expresarnos en el lenguaje corriente. Tengo que reconocerlo: cuando estábamos con los demás debíamos parecer insoportables.

Por lo común comenzábamos la noche en una café sobre la avenida Tverskoj y la terminábamos ahí cerca, en la esquina de la Malaja Bronnaja, en el restaurante Internacional. Permanecíamos en la grande y fea sala, mezclados con un público de medio pelo, entre los sones de una orquesta histérica y engreída, a la sombra de polvorientas plantas de laurel, al principio delante de una botella de vodka, después frente a un cuarto de Martel, hasta la hora de cierre. En ese momento salíamos, e hiciese el tiempo que hiciese (¿que podían significar para nosotros la lluvia o la nieve?) vagabundeábamos por la ciudad, terminando a veces en el parque Petrovskij o en el Zamoskvorece. [5] No teníamos fuerzas para separarnos: como dos enamorados, seguíamos acompañándonos de una casa a otra, deteniéndonos durante horas debajo de algún farol, para luego reiniciar el mismo paseo. Entre nosotros existía este acuerdo:

 

Dondequiera que vayas,
aunque se trate de una cita amorosa,
sea cual sea el sueño recóndito
que alimente tu corazón,

 

el fin de la tarde, cuando no de la noche, debíamos pasarlo juntos. Hacíamos citas para las tres, las cuatro, las cinco de la mañana. Cuando había buen tiempo, en primavera o en verano, nos dábamos cita en “la estrella”: nos encontrábamos en la avenida Tverskoj cuando alboreaba y por detrás del monasterio Strastnoj despuntaba la estrella de la mañana.

Todo lo que estaba más allá de los límites que nuestra vida, con sus rituales simbólicos, para Muni era una tediosa sucesión de sueños vulgares y monótonos. La realidad, en cuanto sueño, se transformaba en un estorbo. La vida era para él un “ligero estorbo”: así quería titular un libro suyo de poemas destinado a no ver la luz jamás. En 1917, el libro fue preparado para su publicación por su familia y unos pocos íntimos; en la época de la revolución estuvo dos veces en la tipografía, una vez llegó a estar íntegramente compuesto, y sin embargo no se hizo nada.

Todo lo que Muni intentaba, nunca llegaba a concretarse; y eso siempre era fuente de dolor, tal vez justamente porque Muni lo emprendía con temor y una secreta náusea. Todo lo “simplemente real” se le hacía insoportable. Los acontecimientos de la vida cotidiana lo atormentaban y terminaban de modo infalible por golpearlo dolosamente con su “revés”. En definitiva, todos los acontecimientos de la vida se transformaban en eso que él denominaba “una contrariedad”. Vivía en una continua sucesión de contrariedades. Para evitarlo, era preciso reducir al máximo todo contacto con lo real. A veces respondía con una mueca a cualquier solicitud, a cualquier propuesta: “¿Para qué, con qué objetivo?” Sostenía que le daba miedo y asco “llevar agua al molino de la realidad”. Pero envidiaba a todos los que vivían libres de ese asco y de ese miedo. Una vez, durante una noche de otoño, pasamos por delante de la capilla Iverskaja, ya cerrada. En los escalones había -sentados, echados, de pie- enfermos, mendigos, deformes, epilépticos. Muni me dije: “Estos saben lo que quieren. Pero a mí, no a mis poemas, sino exactamente a mí tal cual soy, sería necesario dedicarme este epígrafe:

 

Los otros son humo, yo sombra de humo,
y envidio a quienes son tan sólo humo”.

 

Incluso su propia muerte pasó desapercibida en el fragor de la guerra. Aún hoy, cada tanto, alguno me pregunta: “¿Dónde está Muni? ¿No sabe nada de él?”

 

V. La tabernera de un quintal

Muni tenía un hermoso cuerpo, una gran osamenta cubierta con piel. Pero usaba ropa demasiado holgada y deslucida, tenía el paso lento, sus huecas mejillas estaban cubiertas por una barba espesa. Tenía brazos extraordinariamente largos que agitaba de continuo, como un gorila o un luchador

“¿Ves,” me decía “yo en realidad no existo, y tú lo sabes. Pero es preciso que los demás no lo sepan, ya que, tú lo comprendes, podría pasar malos ratos…”

Y terminaba, como era habitual en él, con la frase: “Mi sueño es reencarnarme, pero de modo definitivo e irrevocable, en una gorda tabernera de un quintal…”

Tras una penosa historia de amor, a comienzos de 1908, decidió encarnarse en un cierto Aleksandr Aleksandrovic Beklemisev (el cuento sobre Bolsakov fue escrito sobre la base de la experiencia con Beklemisev). Durante tres meses Muni dejó de ser él mismo: caminaba, hablaba, se vestía de un modo distinto, había cambiado de voz e incluso de pensamientos. La existencia de Beklemisev era mantenida oculta, pero Muni sabía que Muni ya no existía, que sólo existía Beklemisev, obligado a llevar el nombre de Muni “por motivos que conciernen a la policía y al pasaporte”.

Aleksandr Beklemisev refutaba todo lo que estaba ligado al recuerdo de Muni, y esta refutación le daba la posibilidad de continuar viviendo. Para tornar concreta la existencia de Beklemisev escribía cuentos y poemas que enviaba a revistas en riguroso secreto. Pero los mismos redactores que acababan de publicar las obras de Muni, le restituían los manuscritos al desconocido Beklemisev sin leerlos. Sólo Ju. I. Aichenval’d, que por entonces era redactor de la sección literaria de “Russkaja Mysl’” publicó algún poema del desconocido autor.

Esa existencia doble, naturalmente, no hacía más fácil la existencia de Muni: por el contrario, se la complicaba en progresión geométrica. Se originaron una cantidad de situaciones completamente absurdas. Nuestros “significados” dejaron de ser dobles, se transformaron en cuádruples, óctuples, y más aún. No podíamos ver a nadie ni hacer nada. La consecuencia fue ocio y miseria. Sucedía a veces, por un día o dos, que tuviéramos tan sólo una hogaza de pan y una botella de leche para alimentarnos. Para colmo, Muni comenzó a rebelarse contra Beklemisev (a “no estar en su piel”, como decíamos nosotros), y el asunto amenazaba con acabar como concluyó el de Bolsakov con Perejarlavcev. Fui yo, un buen día, quien puso fin a toda esta historia, y de un modo bastante brutal. Habiéndome ido a la dasha, escribí e hice publicar en un diario un poema firmado por Elizaveta Makseeva (en el siglo dieciocho existió realmente, en Tambov, una muchacha de este nombre; quedó en la historia por haber tomado parte una vez en la lectura de una pièce de Derzavin). Los versos estaban dedicados a Aleksandr Beklemisev y desenmascaraban de un modo bastante transparente y mordaz el misterio de Beklemisev. Esta poesía pasó luego a formar parte de mi libro La gaveta feliz con el título A un poeta. Leyéndola en el diario, Muni no adivinó de inmediato quién era el autor. Lo encontré en Moscú, en el banco de una avenida, abatido y extraviado. Tuvimos una explicación. Beklemisev, desenmascarado y puesto en ridículo, sólo podía optar por desaparecer. Así concluyó la historia. Muni “volvió en sí”, aunque no rápido. Desgraciadamente, “la historia de Beklemisev” y sus tentativas de “encarnarse en una tabernera de un quintal” trajeron aparejadas, en el plano de la vida cotidiana, muy distintas y concretas consecuencias, de las cuales ahora no es oportuno hablar. Sin embargo, Muni y yo vivíamos en tal comunión interior, en sus errores había tanto de mí mismo, que no puedo dejar de culparme por esta muerte.

 

VI. El negro descompuesto

Muni había escrito dos pequeñas “tragedias” de contenido bastante absurdo. Una se titulaba El negro descompuesto. Su protagonista, un negro de camisa almidonada y tiradores, se limitaba a aparecer en distintos lugares de Petersburgo: en la Zimnaja Kanavka, en una sastrería, en la ventana de un restaurante donde una compañía de abogados y de damas baila el cake-walk. Cada vez que aparece, el negro golpea un tambor y dice más o menos lo mismo: “No se puede seguir así. Tram-tam-tam. Estoy descompuesto”. Y: “No  su-ce-de-rá  na-da  de  to-do  es-to”.

En el último acto la escena representa la sección transversal de un tranvía que rechinando y tambaleándose parece alejarse en dirección opuesta a la del público. En el fondo, detrás de un vidrio, el conductor. Es la última hora de la tarde. Los pasajeros, acunados por el zarandeo, dormitan. En un momento se escucha un golpe y el tranvía se detiene. Confusión y alboroto fuera de la escena. Entra un maquinista y dice: “Sucedió una desgracia. Según el guión, un negro acaba debajo del tranvía. Pero en nuestro teatro las escenografías están construidas tan escrupulosamente y con tanto realismo que el protagonista ha sido aplastado de veras. El espectáculo se suspende. Los que se sientan defraudados pueden pedir que les reembolsen el importe de la entrada”.

En esta “tragedia” Muni predijo su propio destino. Cuando los “acontecimientos” que esperaba comenzaron a producirse, él pereció en esas “demasiado reales” escenografías. La guerra fue para él la última y más grave “contrariedad” del mundo real. Muni fue movilizado el mismo día en que fue declarada la guerra. Estaba en su casa la víspera del día en que debía presentarse al cuartel. Al irme, me acompañó hasta la calle y dijo: “Se acabó. No volveré de la guerra. O me matan o yo mismo me dejaré caer”.

Por ser judío, no le concedieron el grado de subteniente; fue nombrado funcionario del ministerio de salud. Lo enviaron a las antípodas del frente, a Chabarovsk. De ahí fue enviado a Varsovia, y cuando la ciudad fue ocupada por los alemanes, a Minsk. Pero la vida en el hospital militar no fue para él más fácil de lo que podría haberlo sido en las trincheras. Cuando ocasionalmente regresaba a Moscú, trataba de no quejarse demasiado. Pero sus cartas “de allá” estaban llenas de desesperación. “La realidad” lo golpeaba del modo más terrible. Todo intento de liberarlo, de hacerlo transferir a Moscú, resultó vano. Los jefes respondían: “¡Pero si está en la retaguardia! ¿Qué más quieren?”. Y desde su punto de vista tenían razón. Al final le resultó difícil incluso obtener licencias. La última vez que salió de Moscú, el 25 de marzo de 1916, ya en viaje me envió una postal con el ruego de mantenerlo informado acerca de un asunto que me concernía. Pero no sólo faltó tiempo para recibir la respuesta: la postal misma llegó cuando él ya no se contaba entre los vivos. Inmediatamente después de haber llegado a Minsk, en el alba del 28 de marzo, Muni se mató. Se ha conservado el esbozo de una copla que probablemente había escrito en el tren. Se titula Samostrel’naja. [6]

Una vez, en el otoño de 1911, en un período difícil de mi vida, fui en busca de mi hermano. No había nadie en casa. Buscando la caja de los lápices abrí una gaveta del escritorio y la primera cosa que vi fue un revolver. Sin alejarme de la mesa llamé a Muni por teléfono: “Ven pronto. Te esperaré durante veinte minutos, ni uno más”. Muni vino.

En una de sus cartas del período de la guerra me escribió: “A menudo me siento como tú, ¿recuerdas?, en el departamento vacío de Michail”.

Estoy seguro de que mientras moría recordó esto: todo aquello que fue “nuestro” no se podía olvidar. Muni estaba junto a un camarada. Este fue llamado y tuvo que alejarse. Habiendo quedado solo, Muni tomó de la mesa del compañero el revolver y se pegó un tiro en su sien derecha.

Murió cuarenta minutos después.

Robinson, septiembre 1926

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Tomado de la versión italiana de Necrópolis (al cuidado de Nilo Pucci), Adelphi Edizioni, Milán 1985.>>
  2. “Las albas”>>
  3. Sanin es el héroe epónimo de una novella decadente (1907) de M. Arcybasev, muy popular sobre todo entre las jóvenes generaciones. “Ogarki” eran llamados los círculos juveniles en los cuales se teorizaba y predicaba el uso de drogas, el amor libre e incluso el suicidio.>>
  4. “Biblioteca Universal”.>>
  5. Los barrios situados del otro lado del río Moskva.>>
  6. De samostrel: quien, bajo las armas o en Guerra, se hiere a propósito para evitar el servicio militar. >>