Elogio de los pájaros

Walter Cassara
(Sandro Barella: Los pájaros – Ediciones Bajo la luna) 
 

Desearía comenzar esta nota haciendo una breve mención a un concepto formulado por Roman Jackboson en un capítulo de sus célebres Ensayos de lingüística general donde se examinan las categorías verbales del idioma ruso. Se trata de un mínimo, aunque muy complejo, dispositivo de enunciación llamado, en inglés, shifter y traducido usualmente a nuestra lengua como “conmutador” o “alternador”. En lo básico, nos dice Jackobson, los shifters funcionan como simples indicadores que muestran la ubicación del hablante en el tiempo y el espacio, pero en un nivel más profundo son las válvulas esenciales, los catalizadores químicos que activan y cohesionan el proceso de la comunicación. El paradigma por excelencia de estos conmutadores que nos propone Jackobson es el pronombre personal yo, puesto que yo en sí mismo no dice nada, sólo indica tautológicamente al sujeto que habla, pero a la vez (y esto es lo complejo) yo es un símbolo que se transfigura todo el tiempo, según se vincule con este a aquel otro sustrato del código.

Ahora bien, hay lenguas, como el chino escrito, que carecen por completo de formas pronominales. Al respecto, señala Francois Cheng en su magnífico estudio sobre la poesía clásica china que si la omisión de la primera persona se impone por la misma naturaleza elíptica de la lengua, se extiende en muchos casos a la segunda e, incluso, y esto ya es casi maravilloso, a la tercera persona, de modo que una traducción literal de una cuarteta de Wang Wei debería quedar más o menos así: Montaña vacía no percibir a nadie/ Sólo escuchar voces humanas resonar/ Sol poniente penetrar bosque profundo/ Detenerse largo tiempo sobre el musgo verde

Pero volviendo a Jackobson, uno podría pensar, en principio, que esta es una lengua que carece por completo de shifters (lo cual es, notoriamente, imposible); también podría pensarse lo contrario, que es una lengua saturada al máximo de ellos. Lo cierto es que, al  repeler toda mediación simbólica del yo, la escritura china produce unos conmutadores de altísimas proteínas poéticas que colocan al sujeto en una relación directa, yo diría puramente icónica, con las personas y las cosas. No estoy muy seguro de haber entendido —ni mucho menos de haber explicado— muy bien estas complejas nociones del gran lingüista eslavo. En todo caso, creo que estos imaginarios shifters chinos pueden valer como una primera aproximación a la poesía de Sandro Barrella; una poesía escrita, a todas luces, en un lenguaje bastante parco e impersonal, pero que transporta, en su doble fondo, extraños sedimentos hiper- concentrados de un lirismo que puede, sin duda, ya advertirse en el título y el motivo principal de este libro, Los pájaros. Los pájaros, es decir: la metáfora por excelencia del discurso lírico, que envuelve y permuta idealmente, al modo de un shifter, la música y las palabras en una misma trama, y representa, además, de alguna manera, un cierto tipo de existencia angélica, o de esa “elocución sagrada” a la que aspira en secreto todo poeta.

¿Quién no soñó alguna vez con descifrar las claves que rigen la gramática de los pájaros, con suplantar las vocales por trinos, los puntos por sinalefas; con hablar en gregoriano, sánscrito, con inventarse la propia jerga litúrgica, devenir persa, derviche, un monje sufí, una pura máquina danzante y melodiosa, como el Zanguezi de Velimir Khelebnikov? O como en aquellos perfectos endecasílabos babélicos que pronuncia el gigante Nermod desde el fondo del octavo círculo del infierno dantesco: Raphèl maì amècche zabì almì, o como en estos hermosos versos de Pascoli donde el yo lírico se vacía literalmente en el balbuceo onomatopéyico de un pájaro: Finch…finché nel cielo volai / V’è di voi chi vide…vide…videvitt / Anchi’io anchi’io chio chio chio…

En la medida en que se plantea la ejecución de un lenguaje puramente rítmico e incluso litúrgico, la poesía está siempre al borde de caer en un espejismo acústico o en una delirante glosolalia dictada por los fantasmas de la música. No obstante, y por suerte para el lector, estos pájaros de Sandro Barrela no ceden en ningún momento a esos sortilegios eufónicos que cimentaran la gloria y la ruina de tantos grandes poetas. No es la peregrina paloma imaginaria —aquella del verso de Jaimes Freyre mencionado por Borges como un paradigma de pura melopea— la que quita el sueño a Barrella, sino una simple e industriosa columba livia, una doméstica paloma mensajera que (cito) “se ha despojado de iniciativa/ propia, y reemplazado el yo por un saber que otros/ pájaros no llegan a explicarse. Llevar, traer. Cruzar/ la ruta por el lado fino. Ser instrumento…” Así, los pájaros que andan por estas páginas, no son aves de llamativos ropajes tropicales o de voces cadenciosas. No pertenecen a ninguna especie conocida, todo lo contrario: son pájaros a secas, guachos, cuscos, cimarrones, pájaros del hollín urbano, que anidan en viejos campanarios o gaseoductos abandonados, en estaciones de trenes o plazoletas de pueblo, y se rehúsan a ser calificados con atributos míticos o exhibidos en algún suntuoso museo ornitológico. Si cantan lo hacen con una sordina de plástico en el pico, como anónimos cornetistas de monobloc nimbados por una nube de smog y tabaco barato. Nunca tocan una canción entera, sólo cosas sueltas, acordes astillados en las muescas de una cinta de pianola; y más que acordes o canciones son extraños reportes aéreos de una guerra sigilosa, perspectivas alegóricas, imágenes de la vida cotidiana, aunque oblicuas y levemente fuera de foco, como capturadas desde un zeppelín o un ala delta.

Para terminar, me gustaría referirme a un poema de este libro en que se recrea el viaje del primer hombre que llegó al espacio, el ruso Yuri Gagarin. Cuenta la leyenda que Gagarin, mientras sobrevolaba en su precaria nave el espacio exterior, alcanzó a transmitir a la tierra el siguiente comunicado metafísico: “No veo a ningún Dios aquí”. Esto, que bien podría haber sido un chiste de los hermanos Marx, es lo mismo que dice Hölderlin en su Hiperión: “escalé el Olimpo y puedo asegurarles no había nada en la cima”. Por otro lado, también se cuenta que Gagarin, al descender en paracaídas sobre las estepas siberianas, tropezó con una vieja campesina que lo miró espantada y le preguntó, temblando: “¿Vienes del espacio exterior?”.  “Ciertamente sí”, dijo el cosmonauta, y luego añadió: “Pero no tengas miedo, soy soviético”. En el poema de Barella, Gagarin —que es descrito como “un pájaro del tamaño de un hombre vestido con ropas ridículas”— aparece diciendo esta misma frase, aunque completamente despojada de su ironía tácita y su evidente contenido político. Dice: “No se asusten, soy uno de nosotros”. Pienso que en este shifter, este plural que está en función de nominativo, pero que tiene, quizás, un acento invisible puesto en la apelación, habría que buscar una clave para leer este catálogo de aves imaginarias, que se alimentan sólo de convenciones poéticas, pero cuyo verdadero anhelo acaso sea reconstruir a partir del lenguaje, con los restos de esa antiquísima música que nos dejaron los dioses en su retirada, los nexos de una posible existencia en común.

Walter Cassara