Memoria y pobreza: Ungaretti en Santiago del Estero

Diego Bentivegna

 

1. Apariciones. En 1936 Giuseppe Ungaretti, que ya ha publicado las ediciones canónicas de sus dos poemarios más conocidos (La Alegría, en 1931; Sentimiento del tiempo, en 1933), llega a la Argentina, invitado por el PEN club de Buenos Aires. En esta capital se le ofrece la cátedra de Literatura Italiana de la Universidad de São Pablo, donde el poeta se instalará hasta el año 1942; luego, de regreso a Roma, asume esa misma cátedra en la universidad de dicha ciudad. Estos años “sudamericanos” han sido estudiados con bastante precisión por la crítica ungarettiana, acentuando el lugar determinante que algunos de los acontecimientos que Ungaretti vive en Brasil –fundamentalmente, la muerte de su hijo Antonietto, así como la de su único hermano, y el estallido de la Segunda Guerra– ocupan, junto con el choque con la desmesura de la naturaleza brasileña, con la selva amazónica, en la construcción de gran parte de los poemas reunidos en El dolor.

     Con una distancia de no muchos años, dos críticos argentinos, Ricardo H. Herrera y Raúl Antelo, han interrogado desde perspectivas diferentes esa larga estadía sudamericana de Ungaretti. Herrera, en un ensayo incluido en uno de sus cuadernos de traducciones (Herrera, 1998), lee la estadía sudamericana de Ungaretti en función de la reconfiguración del verso tradicional de la lírica italiana, el endecasílabo, y de la revalorización general del barroco que el poeta había comenzado a plantear a partir de inicios de los años ‘20. El barroco del poeta italiano alcanza su punto culminante, afirma Herrera, “cuando Ungaretti logra poner en contacto dos realidades que son particularmente cercanas para nosotros: la lección lírica de Góngora y el carácter desmesurado, informe, de la realidad americana” (Herrera 1998: 23).  Raúl Antelo (2006), por su parte, aborda el lugar que tiene en la experiencia sudamericana de Ungaretti el choque no sólo con lo desmesurado, sino también con lo híbrido. El paisaje barroco brasileño es, dice Antelo, lo inasimilable: aquello que huye de la ley. A partir de esta premisa, Antelo considera el lugar de lo americano, en especial de Brasil, como algo del orden de lo irreductible a términos simbólicos, como un resto que, en la medida en que excede a la representación, implica pensar la cultura en términos de repetición-reiteración, pero también de diferencia.

     La insistencia en Brasil y en sus paisajes es, en los abordajes críticos de Herrera y de Antelo, sustancial. La breve permanencia en la Argentina ha dejado, en cambio, menos marcas en la producción de Ungaretti. En este texto nos detendremos en una de esas escasas referencias, incluidas en uno de los textos en prosa en los que Ungaretti revisa algunos aspectos de su poética: la conferencia Riflessioni sullo stile, fechada en 1946.

     Los años de Brasil no son para Ungaretti estériles. Son estos los años en los que comienza a planear, en el marco de la enseñanza universitaria, sus escritos más célebres sobre algunos de los grandes autores de la tradición poética italiana. Por un lado, de los apuntes para las clases brasileñas surge el escrito sobre el primer canto de la Divina Comedia dantesca. Asimismo, Ungaretti arma durante su estadía brasileña la lección (para su cátedra) sobre Petrarca, que será publicada con el título de “El poeta del olvido”. En estos textos, sobre los que volveremos,  da forma a una poética que articula, a partir de Petrarca, poesía, ausencia y memoria y, a partir de la Comedia dantesca, escritura y pobreza. Esas dos líneas se entrecruzan, en Riflessioni sullo stile (“Reflexiones sobre el estilo”), en el episodio que se refiere a la Argentina:

 

“Cierta vez me tocó encontrarme en la llanura argentina, por la zona de Santiago del Estero, entre el Río Dulce y el Río Salado, empeñados incesantemente en cambiar de lecho a medida que el limo que arrastraban, que se volvía demasiado alto, hacía que se volcara por uno de sus lados, obligándolos a encontrar un nuevo cauce. En ese momento cruzó la carretera un cobayo aterrorizado. «Espere –me dijo el etnólogo Wagner, que me acompañaba–, ahora llega la serpiente de la que el animalito está huyendo». Y agregó: «Salen las serpientes, se anuncia lluvia». Nos detuvimos un poco más adelante y en esa desolación se me ofreció un espectáculo digno de recuerdo: Un hombre, un pobrecito que no tenía más que unos pantalones de tela agujereada, salió de su madriguera, hecha de troncos y de algunas latas y trapos con los que se arreglaba; salió sosteniendo entre sus brazos un ánfora funeraria. Contenía un esqueleto: y quién sabe cómo en un recipiente tan pequeño habrá sido posible introducir el cadáver que, descarnado como era, se había reducido a una espina de pez. Examinando el ánfora, encontré un adorno del cual era fácil deducir que la greca es la estilización de dos manos que se estrechan. Extraño, muy extraño, que la greca luego haya terminado en las gorras de los generales.

     El hombre me señaló otras jarras esparcidas por la tierra que había desenterrado en esa necrópolis de antiguos indios y vi así una mano con un ojo en la palma para significar que el primer signo poético de la humanidad habrá sido, supongo, la imagen gráfica, que antecede incluso al signo oral: o bien para significar que la mano obedecía con rapidez a un ojo seguro y que el difunto era tal vez un arquero. Otros adornos combinaban en unidad de efigie humana la cabeza de la serpiente y sus alas, la huella de reptiles o el brillo del rayo, lágrimas de mujer o las rayas de las gotas de lluvia y tal vez querían fijar un momento determinado de la estación, y me volvía a la mente la observación de Wagner cuando el cobayo escapaba inquieto; o querían prolongar el estupor de una reminiscencia vaga de la evolución de la especie resurgida en la mente de la noche de los tiempos; o más probablemente hacer una  alusión a un rito nupcial, o quién sabe qué cosa.

     Había en la polvareda algunos euforbios y unas pocas tunas, y un árbol majestuoso entre cuyas ramas se suspendía un desproporcionado falansterio. Lo hice bambolear con un empujoncito de mi dedo, imprudentemente, preso de la curiosidad, y huyeron del nido, gritando como locos, cien papagayos, que se evaporaron en lo alto como una maravillosa nube de banderas.” (Ungaretti: 1974: 733-735).

 

Estamos en un territorio que Ungaretti podría sentir como afín y que, en italiano, denomina “landa”. No se trata de la pampa bonaerense ni de las estribaciones selváticas, el sistema de Brasilia de la provincia de Misiones, sino de una tierra agria y hostil que pareciera, en algún punto, remitir al desierto africano al borde del cual había nacido Ungaretti en el año 1888, como resultado de la emigración masiva que determina la historia demográfica italiana desde mediados del siglo XIX. Un territorio reseco por el sol “furibundo y bestial” (Herrera) que tendría sus antecedentes literarios en Góngora, a quien Ungaretti comienza a traducir en 1932, y que aparece con fuerza en algunos de los textos mas contundentes por la poesía italiana de la segunda mitad del siglo: en los poemarios mayores de Pasolini, en su “inmundo y sucio sol de África”.

 

2. Mirabil mostro. El choque con el mundo sudamericano es, en el texto, la aparición imprevista, imprevisible, de algo del orden de lo múltiple, de la horda y de la proliferación. Ungaretti recuerda ante esos papagayos santiagueños (a los que nosotros, creo, llamaríamos llanamente “loros”) con otro animal de similares características al que se había referido en su ensayo unos pocos párrafos más arriba: el papagayo que se describe en el canto XVI de la Jerusalén Liberada, poema de Torquato Tasso considerado como una de las cumbres del arte manierista europeo, al que Ungaretti vuelve de manera insistente en sus escritos ensayísticos. Se trata de uno de los pasajes más trabajados del poema, el canto XVI, en el que se describe el jardín (que es también un laberinto) de la hechicera Armida, donde está encerrado el héroe Rinaldo y del que lo salvan los héroes Carlo y Ubaldo, guiados en una navegación fabulosa más allá del Mediterráneo por la diosa Fortuna. 

     Una de las estrofas del comienzo de ese canto XVI hace referencia al mitológico río Meandro (“Qual Meandro fra rive oblique e incerte / scherza e con dubbio corso or cala e or monta…”, XVI, 8 [1] Ese Meandro entre riveras oblicuas e inciertas / bromea y con dudoso curso baja y sube), que pareciera reaparecer en el modo en que Ungaretti expresa el recorrido oscilante de los ríos Dulce y Salado, “empeñados incesantemente en cambiar de lecho a medida que el limo que arrastraban, que se volvía demasiado alto, hacía que se volcara por uno de sus lados, obligándolos a encontrar un nuevo cauce”. Como la isla de Armida, el territorio americano de ríos oscilantes es un territorio de portentos. En el poema de Tasso, el papagayo pareciera cumplir una función decorativa, que remite a las selvas meridionales, y señala la ubicación extraeuropea del jardín de Armida, que se encuentra más allá de las columnas de Hércules, la zona en que, según la versión recogida en el “Infierno” dantesco, tiene lugar el naufragio mortal de la nave de Ulises. La Fortuna, en efecto, es garantía de que el viaje asumido por los cruzados llegará a fin (“Entrati”, dice, “o fortunati in questa / nave ond´io l´ocean secura varco, / cui destro é ciascun vento, ogni tempesta / tranquilla, e lieve ogni gravoso incarco”, XV, 6. Entrad, oh afortunados, es esta nave donde yo atravieso el océano segura, a la que favorable es todo viento, toda tempestad tranquila y leve toda pesada carga) y es, además, quien profetiza un mundo cerrado y efectivamente “redondo”, como el jardín mismo de Armida, a través de las navegaciones de Colón y de Magallanes (“Tempo verrà che fia d´Ercole i segni / favola vile ai naviganti industri,/ e i mar riposti, or senza nome, e i regni / ignoti ancor tra voi saranno ilustri”, XV, 30. Vendrá un tiempo que hará de los signos de Hércules / una fábula vil para los navegantes industriosos / y los mares apartados y los reinos hoy sin nombre /  que ustedes todavía ignoran, serán ilustres). Este injerto del poema de Tasso en el texto de Ungaretti supone una reflexión sobre el poder imaginario de la palabra poética, que acerca la Jerusalén a la tradición petrarquesca, en la que Ungaretti reconoce, lo veremos, el punto de partida de su etapa lírica más “tradicional”, representada por Sentimiento del tiempo.

     Por un lado, el poema de Tasso es para Ungaretti la realización poética de una travesía de la palabra, de un recorrido poético o, para usar la expresión de Maria Corti, de un viaggio testuale. En polémica con la lectura del texto tassiano que propone Galileo, para quien las estrofas dedicadas al papagayo constituirían una “pedantissima descrizione di ques´uccello del purpureo rostro e dalla lingua larga”, Ungaretti enfatiza que “già prima di Camoes la parola tassiana si colma d´umori d`aventura, apre le vele a un atlantico vento”. En este sentido, el poema tassiano se engarza con la gran tradición poética europea (y, más específicamente, italiana) que Ungaretti había dilucidado a partir de la lectura del primer canto del “Infierno” de Dante. En esta lectura, Ungaretti enfatiza el lugar del yo dantesco, de esa primera persona en cuya novedad para las literaturas románicas ha insistido Gianfranco Contini (1970), como un “nuevo Eneas”, como un nuevo navegante o, más exactamente, como un náufrago, que hace pie en una orilla desconocida y deseada, en una “tierra prometida”, como reza el título de una de sus últimas recolecciones de poemas de Ungaretti.

     Se retoma, así, la idea del poeta como náufrago, del poeta errante que se configuraba ya en La Alegría, titulada en un principio Alegría de naufragios, el nombre de una de las composiciones que insisten en el poeta como sobreviviente. [2] Pero, además, el papagayo es, en la estrofa de Tasso, “mirabil mostro”, el “monstruo admirable”: el lugar de condensación de las miradas de los héroes que exploran el laberinto. En este punto, la escritura tassiana prefigura la escritura poética del Ungaretti de Sentimento del tiempo, del Ungaretti particularmente propenso a la recuperación del barroco, y del catolicismo contrarreformista en el que está imbuido el poema de Tasso, como puntos de articulación de su propia experiencia poética y vital. “Il ´mirabil mostro´ mi portava quella mattina a riflettere anche sul Barocco, se riflettevo sul Tasso, e a collegarlo, quasi peccato, felice peccato d´origine, alle moderne ricerca. La poesia europea s´era difatti in quel momento colmata d´un colore tanto inverosimile, festoso e remoto, quantunque reale, che la sorpresa, il `mirabil mostro´ ne diventava in qualche modo la legge segreta”. El “mirabil mostro” me llevaba esa mañana a reflexionar también sobre el Barroco, si reflexionaba sobre Tasso, y a relacionarlo, como pecado, feliz pecado de origen, a la moderna búsqueda. La poesía europea, en efecto, se había llenado en ese momento de un color tan inverosímil, festivo y remoto, aunque real, que la sorpresa, el “mirabil mostro” se transformaba de alguna manera en su clave secreta.

     Ungaretti resalta el aspecto de portento y de maravilla –los mirabilia de la cultura barroca [3] – que se aloja en el término “mostro”. [4] Se pasa así del miraggio, del espejismo, a lo monstruoso como cifra de la búsqueda poética no sólo barroca, sino, más extensivamente, moderna.

     En la Jerusalén liberada, una de las más bellas estrofas endecasílabas de la poesía italiana –en la que aflora la tópica de la brevedad de la belleza de la rosa “modesta e verginella”– es puesta “en boca” del papagayo. Dice Tasso del ave: “e lingua snoda in guisa larga, e parte / la voce che sembra il sermon nostro”, XVI, 13), como si la monstruosidad y la belleza, la monstruosidad y el canto, nunca pudieran ser instancias del todo escindidas. En efecto, el arte del papagayo es un arte de la repetición mecánica, del mismo modo que el mundo ficticio construido por Armida es un mundo laberíntico en el que lo que se privilegia es la repetición de lo mismo a través del reflejo: cuando Carlo y Ubaldo encuentren a Rinaldo en arrumacos con la hechicera Armida, en una pose que lo muestra afeminado, amanerado, manierato, ésta no puede dejar de mirarse en el espejo que, extrañamente, forma parte del arnés del caballero, quien, a su vez, se muestra encandilado por los ojos de la maga, en los que encuentra su propia imagen, como en un juego de espejos. “Con luci ella ridente, ei con accese, / mirano in vari oggetti un solo oggetto: / ella del vetro a sè fa specchio, ed egli / glo occhi di lei sereni a sè fa spegli” (XVI, 20). Estamos en pleno imaginario manierista, cuando, en palabras de Massimo Cacciari, “comienza a desvanecerse la distinción, que parecía consagrada por la tradición filosófica (y pictórica) europea, entre el espejo engañador, el espejo que deforma las cosas, mostrándolas de manera distinta de lo que son, y el espejo sine macula, el espejo que refleja el modelo en la pureza original de su luz…” (Massimo Cacciari, 2000).

     En el texto de Ungaretti, en el que resuenan los ecos del manierista –manierato laberinto del jardín de Armida que acabamos de revisar–, lo monstruoso no reside sólo en el canto del papagayo. Hay toda una serie de formas de diseminación, de proliferación del monstruo, que reaparecen, por ejemplo, cuando el poeta se refiere a algunos de los artistas paradigmáticos del arte moderno, como De Chirico o Picasso: “l´una e l´altra hanno di mostruoso che tanto più originale sarà l´opera quanto più prese a prestito saranno la parole usate, quantunque sottoposte alla sorpresa d´una radicale metamorfosi dalle esigenze dell´animo” (p. 724). Una y otra tienen de monstruoso que cuanto más tomadas en préstamos sean las palabras usadas, tanto más original será la obra. Por otro lado, la compulsión reiterativa del papagayo reaparece en el período en el que habla Ungaretti no sólo en el arte “alto”, sino también en la industria cultural: “Oggi ci troviamo di fronte a mostruosità più sorprendenti e, oggi, puó parlare un disco” (Ungaretti, 1974: 731). Hoy nos encontramos ante las monstruosidades más sorprendentes, hoy un disco puede hablar.

     Lo monstruoso del arte tiene, en Ungaretti, algo de primordial y originario. Al comienzo de sus Riflessioni sullo stile, el poeta se refiere al arte de momificación de los antiguos egipcios, un arte ante cuyos productos uno no puede dejar de sentir un sentimiento inquietante, un “terrificante orrore”. Se trata, en efecto, de un arte que es producto de una forma terrible de pensar la herencia, la transmisión, la sangre, el conocimiento: la obligación de los artesanos egipcios de casarse y procrear entre consanguíneos, “e se la sorte avesse favorito la dinastia con figli maschi e femine, dall´incesto tra fratello e sorella”, y si la suerte hubiera favorecido a la dinastía con hijos varones, del incesto entre hermano y hermana, lo que garantizará la pureza del conocimiento es, al mismo tiempo, lo que está en la base de algo monstruoso (a diferencia de Edipo, algo queridamente monstruoso, más cercano al Gregorio germánico engendrado entre hermanos que Thomas Mann narra en El elegido que a los trágicos) que ese saber encierra y del que no puede disociarse. El estilo total, la identificación sin residuos de la intuición y de la expresión, se da en el incesto como grado sumo de la reiteración.

 

3. Momias, esqueletos, vasijas. La obsesión por las excavaciones está en el punto de partida de la poesía ungarettiana. Sus primeras composiciones se reúnen en 1916 en una edición precaria, de guerra, en pleno frente friulano bajo el título Il porto sepolto, y parten del desenterramiento de las ruinas de un puerto del período helenístico, en las cercanías de Alejandría. En Riflessioni sullo stile, las momias egipcias son, así, un lugar en el que se cifra la belleza monstruosa del arte, sobre todo del arte moderno: “Umanizzata la natura, ora l´uomo si trova travolto a umannizzare il mostro nato dalla sua propria umanità. La storia non è che una fatica di Sisifo” (p. 725). Humanizada la naturaleza, ahora el hombre es arrastrado a humanizar al monstruo nacido de su propia humanidad. La modernidad, desde el renacimiento –pero, sobre todo, desde el siglo XIX– es un continuo proceso de domesticación de la naturaleza. Una domesticación que libera fuerzas incontenibles, malignas, monstruosas: máquinas que nunca pueden ser reguladas del todo. Por eso, el mundo convertido en palabra de la lírica de Petrarca terminará, para Ungaretti, realizándose en el mundo técnico decimonónico, con su obsesión por la medida y por el encuadramiento del mundo, por una voluntad de disciplinar la naturaleza y con “el caos de una erudición que ya no cuenta con una segura raíz religiosa y sin límites” (Ungaretti, 1974: 725). Sin ese desencantamiento del mundo, un trabajo poético autónomo sería difícilmente concebible. En otras palabras: la monstruosidad que representa toda poesía no puede pensarse sino como producto de un mundo reducido a la medida técnica.

     El siglo XIX, el siglo de la modernidad, es –dice Ungaretti en “Inocenza e memoria”, un breve ensayo de 1926 que publicará en italiano y en francés– “il secolo della filologia, dell´archeologia, dell`antropologia, dell´etnologia, della filosofia. Il globo è frugato. No gli lasciano un dito d`oscuritá” (Ungaretti, 1974: 133). La modernidad es conocimiento entendido como obsesión por la clasificación y como realización del habla profética de Armida: el conocimiento total de un mundo frugato, registrado hasta lo obsceno: es la edad de los ingenieros, pero también es la época de los traficantes de momias. En el texto en el que se produce la aparición santiagueña, las momias de la primera parte se espejan en el esqueleto custodiado en la vasija de barro. En esa vasija, además, Ungaretti encuentra los trazos que alteran la jerarquía entre lo oral y lo escrito. Reactualizando tal vez la idea de Giambattista Vico (a quien Ungaretti dedica otra de sus lecciones en la universidad paulista) sobre lo poético como lengua materna del hombre, la poesía es entendida como escritura originaria de la especie humana, custodiada por los objetos mortuorios como se custodia un cadáver. El arte es ante todo una técnica de preservación, de continuidad, de memoria. En la concepción de los egipcios, recuerda Ungaretti, se considera que el espíritu del muerto pervive en la medida en que los vivos guardan su palabra.

 

“Si stimava che tanto potesse sopravvivere uno spirito quanto potesse perdudare sulla terra ciò che era legato al suo nome. Se il tempo fosse giunto a distruggere i segni del suo nome in modo tale che non fosse sopravvisuto alcun modo umano di evocare la memoria dell scomparso, egli per sempre, solo da quel momento, sarebbe stato da considerare perito” (Ungaretti, 1974: 726). Se consideraba que un espíritu podía sobrevivir tanto cuanto pudiese perdurar en la tierra aquello que estaba ligado a su nombre. Si el tiempo hubiese logrado destruir los signos de su nombre de modo tal que no hubiese sobrevivido ningún modo humano de evocar la memoria del desaparecido, él hubiera sido considerado muerto para siempre sólo a partir de ese momento.

 

      En el “Himno a la muerte” (de Sentimento del tempo), la muerte es para Ungaretti la “immemore sorella”. Alguien “sobrevive” en la medida en que se silabea su nombre. Habría, pues, un elemento egipcio, un elemento de extranjería irreductible, en todo el pensamiento occidental, en la medida en que la teoría platónica del conocimiento como reminiscencia no sería sino una reapropiación de esa tradición foránea. Del mismo modo, el arte manierista de la Jerusalén es producto del saber mágico de la sarracena Armida, que, junto con la guerrera Clorinda, no duda en formar parte del ejército de Solimán que defiende la Ciudad Santa. Y, en última instancia, el canon de la lírica occidental sería producto de la introducción de un cierto componente oriental del que se apropia la poesía trovadoresca occitánica y que reaparece en el Cancionero petrarquesco.

     La referencia a Petrarca y al Cancionero es particularmente relevante en Ungaretti ya desde los primeros años de la década del ‘20, cuando comienza a dar forma a los poemas que integrarán la primera parte de Sentimiento del tiempo, no del todo distinguibles de la última sección de La Alegría. Carlo Ossola (1975), uno de los más atentos críticos de la producción ungarettiana, ha puesto en relación la poética petrarquesca de la ausencia y de la memoria con el influjo que la filosofía de Bergson habría ejercido en el joven poeta de Alejandría que todavía confía en el francés como lengua literaria, instalado en París en 1912 y asiduo oyente de las lecciones del filósofo en el Collège de France. Desde esta perspectiva, la poética de Ungaretti representaría una flexión desde preocupaciones estrictamente modernas de la tradición lírica italiana entendida como una herencia que perdura, como un sentimiento del tiempo. En la lectura petrarquesca de la lírica italiana que propone Ungaretti, la poesía es inseparable de la memoria, entendida no como recuerdo personal, sino como forma de desrrealización de la experiencia. La inocencia es, en Ungaretti, la cifra que permite pensar la palabra poética de La alegría: la palabra que tiende a captar aquello que se plantea, inevitablemente, como inexpresable: “l´innesprimibile nulla” (la inexpresable nada). La memoria es, en cambio, un modo de operar en y por el lenguaje, es una lengua que habla y en la que están sedimentadas las experiencias poéticas de las generaciones pasadas.

     El redescubrimiento de la tradición poética se articula formalmente con la exploración de lo que se considera como la forma por antonomasia de la tradición poética en lengua italiana: el endecasílabo, al que Ungaretti dedica una de sus intervenciones polémicas más conocidas: la “Defensa del endecasílabo”, publicada en el año 1927, en la cual se habla del “oído virgiliano” de Tasso.

     El endecasílabo es, en la defensa ungarettiana, un “mare”, como el que atraviesan los cruzados asistidos por la Fortuna. La cuestión técnica no es, en este punto, una cuestión menor. El endecasílabo representa la configuración tradicional de la lírica italiana que, para Ungaretti, subsume en sí las medidas menores (el pentasílabo, el heptasílabo).

 

“La memoria a me pareva, invece, un ancora di salvezza –escribe Ungaretti en “Ragioni di una poesia” [1949]–: io rileggevo umilmente i poeti, i poeti che cantano. Non cercavo il verso di Jacopone, o quello di Dante, o quello di Petrarca, o quello di Guittone, o quello del Tasso, o quello del Cavalcanti., o quello del Leopardi: cercavo in loro il canto. Non era l´endecasillabo del tale, non il novenario, non il settenario del talaltrro che cercavo: era l´endecasillabo, era il novenario, era il settenario, era il canto italiano, era il canto della lingua italiana che cercavo nella sua costanza attraverso i secoli; attraverso voci cosí numerose e cosí diverse di tibmro e cosí gelose delle propria novità e cosí singolari ciascuna nell´esprimere pensieri e sentimenti” (Ungaretti, 1974: 751-2).

 

En el verso actúan, pues, un conjunto de “voces”: es una configuración histórica del “canto” frente a la cual el poeta debería necesariamente medirse.

     Leída desde esta concepción memorialista de poesía, la experiencia americana de Ungaretti no se reduce al choque con una naturaleza barroca que permanece inexpresable, sino que se entrelaza con la escritura como ejercicio de ausencia y de particular atención, o cura, de la muerte. En este sentido, la fantasmagórica escena santiagueña permite indagar una concepción de poesía como lugar de tensión entre una naturaleza desmesurada, la naturaleza mortuoria de El dolor,y la escritura como ejercicio de depuración ascética y, en última instancia, de empobrecimiento. [5]

 

4. El pobrecito. Aquel que cuida a los muertos es, en el texto de Ungaretti, un “poveretto”, un pobrecito. Ese modo de categorización del sujeto no es, por supuesto, aleatorio. Por un lado, el poveretto de Santiago del Estero tiene puntos de contacto evidentes con una figura que se reitera en las intervenciones ensayísticas de Ungaretti: la figura del faquir. Para Ungaretti, el faquir no es aquello que el orientalismo ha estabilizado: una suerte de mago, de encantador de serpientes, de fabricante de ilusiones –“Il mio fachir è, come vuol dire in arabo, semplicemente un povero” –, escribe en una de las crónicas de su viaje a Egipto en 1931 publicadas en la Gazzetta del popolo de Turín. El faquir, que Ungaretti encuentra, como el pobre de Santiago del Estero, en el “limitare del deserto”, plantea, a su modo, una paradoja que involucra la potencia. Es el hombre, el ometto (el diminutivo es de Ungaretti), que no tiene vínculos y que no debe rendir cuentas. Su condición es sacra, (“il fachir è per lui [el árabe] il segno vivente del sacro”, p. 86) en el sentido que tiene el término en algunas de las aproximaciones teóricas contemporáneas a Ungaretti y que reaparecerán décadas más tarde en la concepción de homo sacer de Agamben (1994). Su debilidad es, pues, una “fuerza desmesurada”: “l´uomo che è debole come è uno all´inizio e al termine dell´aventura umana: quando si nasce e si è per forza nudi e, dopo, quando si è spreccata, in pochi o molti anni, la richezza immensa che è la vita” (Ungaretti, 1970: 86.).  El hombre que es débil como lo es uno al principio y al final de la aventura humana: cuando uno nace está forzosamente desnudo y así también cuando se ha desperdiciado en pocos o muchos años la riqueza inmensa que es la vida.

     En su escrito sobre el faquir, Ungaretti relaciona la pobreza de medios con la búsqueda de formas de conocimiento abstractas, en cierto sentido desarraigadas y, más concretamente, desérticas. Además del álgebra, la lógica, la gramática, el poeta nombra la “aridez absoluta de la caligrafía”, como si la más alucinada de las escrituras tuviera como condición de posibilidad algo del orden de lo precario. El faquir es, en este sentido, el escriba, el escribiente, que recurre a lo largo de la historia literaria occidental, desde los copistas medievales hasta Bartleby y los estudiantes de Kafka. El faquir, el “débil fuerte”, reaparece, en los mismos términos que en el Cuaderno egipcio, en un escrito de Ungaretti dedicado a uno de los grandes monumentos de la literatura occidental: el Quijote. La potencia del libro de Cervantes tiene que ver con un rasgo diferencial que puede exhibir la cultura hispánica en relación con las otras grandes literaturas europeas: la presencia de lo árabe, la herencia de la sangre exaltada y mística que conserva “un po´di quello stupore e di quella reverenza che sempre, tra gli Arabi, produce l´apparizione del fachir” (Ungaretti, 1993: 15). Una herencia particularmente dotada para pensar un cierto “sentido de lo efímero”, como en las villas miserias o en las favelasde la Argentina o del Brasil, las primeras ciudades árabes, recuerda Ungaretti, conservan algo de fugaz, de tienda o de toldería. [6]

    Pero, además, la concepción de la pobreza es, para Ungaretti, uno de los motores de la escritura de Dante y, en consecuencia, de la literatura italiana. En la lección sobre el canto I del “Infierno” al que nos hemos referido más arriba, que Ungaretti esboza en su curso en la universidad paulista, Dante no es tan sólo el “nuevo Eneas”, el superstite (sobreviviente), sino también aquel que anuncia la llegada de un tiempo político (¿teológico?) nuevo, un tiempo que se materializa en la famosa figura de aquel que, nacido “tra feltro e feltro”, “Molti son gli animali a cui s´ammoglia, / e più saranno ancora, infin che´l veltro / verrá, che la farà morir con doglia. // Questi non ciberà terra ne peltro, / ma sapienza, amore e virtute / e sua nazion sarà tra feltro e feltro. / Di quella umile Italia fia salute / per cui morì la vergine Camilla, / Erialo e Turno e Niso di ferute”.

 

Otro es el camino que te conviene,
respondió al ver mis lágrimas,
93  si quieres huir de este lugar salvaje;
porque esta bestia, por la que gritas,
no deja a nadie pasar por el suyo,
96  sino que tanto impide, que mata:
su naturaleza es tan malvada y cruel,
que nunca satisface su hambrienta voluntad,
99  y tras comer tiene más hambre que antes.

Muchos son los animales con que se marida
y muchos más habrá todavía, hasta que venga
102  el Lebrel, que le dará dolorosa muerte.
No se alimentará de tierra ni de peltre,
mas de sabiduría, de amor y de virtud
105  y su patria estará entre fieltro y fieltro.
Será la salud de aquella humilde Italia,
por quien murió la virgen Camila,
108  Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:

De ciudad en ciudad perseguirá a la loba,
hasta que la vuelva a lo profundo del infierno,
111  de donde la envidia la hizo salir primero.

 

El veltro anunciado en el primer canto de la Comedia, dice Ungaretti,

 

“sarà una forza temporale, ma formata e guidata nella sua caccia implacabile dai fini della storia, fini d´un umanità tesa ad affermare l´idea eterna dell´Uomo: sará una forza politica, ma formata ad “umilmente” corrispondere a fini di “sapienza, amore e virtute” (“Commento al canto primo dell´Inferno” [1952], p. 386). Será una fuerza temporal, pero formada y guiada en su caza implacable por los fines de la historia, fines de una humanidad que tiende a afirmar la idea eterna del Hombre: será una fuerza política, pero moldeada para corresponder “humildemente” a los fines de “sabiduría, amor y virtud”.

 

En un texto fragmentario fechado en 1965 (“Tra feltro e fetro: povertà e poesia”), Ungaretti insiste en que “i primi comentatori volevano che ‘tra feltro e feltro’ significasse ‘tra persone vesite di povertá’”, algo que los exégetas modernos de Dante, leyendo “Feltro”, con mayúscula, en lugar de “fieltro”, habrían rechazado apoyando así una intervención política a favor de Cangrande. En esta línea de empobrecimiento, de minuscularización (f/F), el “poveretto” de Santiago del Estero remite al “pobrecito” de Asís, al franciscanismo medieval, a la voz profética del abad Gioacchino da Fiore.

     Walter Benjamin, en un escrito ya demasiado célebre, plantea el hiato entre la experiencia del frente en las trincheras de la primera guerra mundial, las trincheras en las que se configura la poética ungarettiana, y el silencio, la mudez, de aquellos que regresan de ellas. Esa mudez, en algunas de las experiencias poéticas más intensas del siglo (Ungaretti, Celan, Mandelstam) se plantea como un hueco silencioso que orada la plenitud de la palabra poética, que exhibe su condición pobre, precaria, algo que Ungaretti irá acentuando con los años y que se radicaliza en uno de sus últimos textos en prosa, de 1966, dedicado a Henri Michaux.

     La poesía de Ungaretti se piensa en la tensión entre cierto exceso de formas y cierta concentración expresiva y estilística. Es la tensión entre el verso fragmentado y despojado de La Alegría, y el verso medido y suntuoso de Sentimiento del tempo, las dos grandes “estaciones” de una obra poética que Ungaretti llamó, secamente, “Vida de un hombre”.  Más que un jardín de las delicias, más que el producto de una imaginación del exceso y de lo suntuoso, desmesurado, como la de Armida, la poesía es, en Ungaretti un ejercicio preciso y concentrado, siempre al borde de la “landa”, travesía o desierto: un trabajo de faquir.


Bibliografía:

– AGAMBEN, Giorgio (1995). Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita. Milán, Einaudi, 1995.
– ANTELO, Raúl (2006), María con Marcel. Duchamp en los trópicos, Bs. As., Siglo XXI.
– CACCIARI, Massimo (2000) “El espejo de Platón”, en El dios que baila, Bs. As., Paidós. Trad. de Virgina Gallo.
– CONTINI, Gianfranco (1970),  Un`idea di Dante. Saggi danteschi, Milán, Einaudi, 1970.
– GILEBBI, Matteo (2005), “Ungaretti e Fortini nel giardino di Armida”, University of Wisconsin – Madisson  – 2005:
https://mywebspace.wisc.edu/gilebbi/web/Papers/Ungaretti_Fortini_Tasso.pdf.   [Consulta: 10/06/09]
– HERRERA, Ricardo H. (1998). Copia, imitación, manera. Cuaderno de traducciones. Bs. As., Nuevo Hacer.
– NOLA, Marino (1997), Il corpo mirabile. Miracolo, sangue, estasi nella Napoli barroca, Roma, Meltemi.
– OSSOLA, Carlo (1975),Giuseppe Ungaretti, Milán, Mursia.
– TASSO, Torquato (1974), Gerusalemme liberata, ed. de Marziano Guglielminetti, Milán, Garzanti.
– UNGARETTI, Giuseppe, (1974) Vita d´u uomo. Saggi e interventi, ed. de Mario Diacono e Luciano Rebay, Milán, Mondadori.
– UNGARETTI, Giuseppe (1970),  Il deserto e dopo. Vita d´un uomo II, prose di viaggi e saggi, Milán, Mondadori,
– UNGARETTI, Giuseppe, (1993). Il povero nella cittá, Milán, SE, 1993, ed. a cargo de C. Ossola.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Citamos por: Torquato Tasso, Gerusalemme liberata, ed. de Marziano Guglielminetti, Milán, Garzanti, 1974.>>
  2. “E subito riprende / il viaggio / come / dopo il naufragio / un superstite / lupo di mare”, fechada en Versa el 14de febrero de 1917.>>
  3. Cfr. Marino Nola (1997).>>
  4. Cfr. Matteo Gilebbi (2005).>>
  5. “Conduce la memoria alla poesia, perchè essa porta l´uomo e porta la parola a quell´atto di desiderio di rinovamento dell´universo per il quale l´umanità fa sulla terra il suo lungo viaggio d`espiazione.” (“Indefinibile aspirazione” [1947/1955], en Ungaretti, 1974: 747). >>
  6. “Quando una città era crollante, si abbandonava, se ne fondava un´altra, ed era quasi sempre segno di novità nel potere, e cosí, in poco piú di tredici anni, una dietro l´atra, presso a poco da Sud a Nord, vennero fondate altre tre città. El Kataiah, El Askar, e, nel 970, El Kahira: in poco piú di trecent´anni, quatto volte la tenda venne trasportata altrove” (“Quaderno egiziano” [1931], en Ungaretti, 1970: 91). >>