Lugones: un recuerdo y una advertencia

Lugones: un recuerdo y una advertencia. [1]

Ezequiel Martínez Estrada

 

Me propongo exponer como adiós a los jóvenes de ahora, cuáles creo que son las más aprehensibles causas de aquellos fenómenos que agostan nuestra cultura de secano, utilizando el sacrificio u holocausto de Leopoldo Lugones como advertencia de cuán triste es la suerte del intelectual que, sin alimentos naturales para conservar su vida, nútrese de su propia sustancia.

Disimular o desnaturalizar los hechos que expresan un estado histórico, derivándolo a episodio biográfico, es propio del piadoso fraude que absuelve a los verdaderos responsables para dictar sentencia condenatoria contra la misma víctima. Espero que sea la última vez, Dios mediante, que tenga que defender causas perdidas. El caso de Lugones me parece a este respecto no sólo una advertencia sino un ejemplo de cómo la inteligencia es sometida por diabólicas peripecias, a un servicio social de baja categoría. Yo lo contemplo como un paladín sin lábaro, como un hombre de moral inquebrantable, que agobiado por el peso de su soledad, salió a buscar la muerte como última posible liberación.

No sólo acaece que en ausencia de valores de acción ocupan las filas de la vanguardia individuos incapaces de dirigir y orientar, sino que se produce el desorden de las capacidades, y en la indignación del desastre originado por la ignorancia y la mala fe más que por la fuerza de los hechos, dejen sus sitios de trabajo las inteligencias que no están equipadas para los combates de gladiadores. La política, en resumen es la Circe seductora que convierte a los hombres íntegros en seres inferiores; de donde, por desgraciada consecuencia, los puestos que ellos dejan vacantes en el verdadero gobierno del país, que es el de la inteligencia monitora, sean ocupados por impostores que blasonan de un carisma espiritual de que carecen. Entonces los hombres que debieran marchar al frente y ser señores, se malogran en la retaguardia de la acción política, y otros de la retaguardia asumen los comandos principales. ¿Cómo hemos de condenar al pueblo, al que se le ofrecen tales ejemplos de confusión y escándalo? ¿Cómo culpar a los hombres maduros de persistir en la línea de crecimiento natural que los maestros y asesores les imprimen desde la niñez? Los culpables de que nuestros grandes hombres se malogren o perezcan esterilizados en un páramo espiritual, no están en la masa informe y anónima de la ciudadanía, sino en los que descuellan por méritos realmente afrentosos. La moneda maleada desaloja a la buena, es aplicable en la feria de los valores sin valor; Lugones fue una onza de oro.

Ejemplar para la enseñanza de la advertencia ocasional, es que veinticinco años después del júbilo del Centenario, al aplicarse a narrar uno de los períodos más fastuosos de la historia nacional, proclamaba la identidad de nación y prócer, de historia y proeza, quintaesenciando la paradójica sinécdoque de Carlyle. Su obra póstuma inconclusa contiene la explicación de su caída de Ícaro. Verdad que se trata de un documento de su agonía, pero también es verdad que el estudio meditado de ese fragmento de friso mutilado surtiría la enseñanza de cuán grave era el mal nacional que lo aquejaba. Pues su desorbitada pasión patriótica, expone en un florón de retórica patética lo difícil que es para el forjador de mitos y metáforas liberarse del sortilegio del lenguaje figurado. No es ese, por cierto, el lenguaje que exigen nuestros males, sino el mucho más cruel y benéfico del médico. Una juventud que se inspire en la visión homérica de la historia, por tanto la sociedad, cae en un extravío más grave aun que el de la visión terrestre del miope. Y quien acepte como auténtica la leyenda escolar de nuestra historia, entrará al juego que conviene al tahúr.

El panorama finisecular de la literatura hispanoamericana, como el de todas las manifestaciones culturales, era desolador. Entonces publicó Lugones Las montañas del oro, proclama de originalidad, de vigor y de osadía. Se habían extinguido ya las voces oraculares de los pioneros que florecen en 1837 y alcanzan a 1880, año en que una resurrección económica de libras esterlinas ofuscó a los escépticos y a los présbitas por igual. Para las letras, desaparecidos los grandes escritores, pléyade de la que Sarmiento es uno de los últimos sobrevivientes, la resurrección de Trapalanda fue también la de la ignorancia colonial ataviada ahora con empréstitos locales de moneda menuda. Poesía y prosa descienden al nivel de la Península y se han olvidado las lecciones, en alto estilo, de Moreno, Echeverría, Juan María Gutiérrez, Sarmiento, Alberdi, Mitre y López, haciéndose de la prensa, antaño gloriosa, una dependencia fiscal. Sin decoro, el periodismo se rebaja de las cumbres de “La Gaceta” a recintos de amanuenses y mendicantes del Erario. La dignidad más que la libertad de prensa se amordaza en reglas de transigente cortesía hacia los poderes públicos. En el erial de las letras hispanoamericanas España reconquista una hegemonía que había perdido en buena ley, y es Rubén Darío quien eleva entre nosotros para la literatura continental el nivel de las letras, intercomunicando corrientes de Francia, de Italia, de Inglaterra y de las altas vertientes de América. Tras él e inmediatamente, provisto de la misma fuerza hercúlea, surge Lugones. Uno y otro hablan el idioma castizo con modulaciones exóticas porque ambos tienen sus amantes en París. Darío es peregrino en busca de clima propicio, Lugones arraiga en el páramo nativo por un amor terrestre entrañable.

Esta situación de arraigo forzado por cepas ancestrales, es su tragedia explicada en pocas palabras. Hasta enmarca a Lugones en su lugar y tiempo, rodeado de liliputienses que terminan de sepultar al gigante sanjuanino con loas, responsos y sarcasmos para comprender su final soledad desesperada. Al quebrar el sortilegio de su visión especular del mundo con Poemas solariegos y Romances de Río Seco, toma contacto más directo con la tierra por primera vez. Pero es también un terreno recortado del territorio transitable que se resquebraja y que exhala gases de materia en ignición.

Si prescindimos de las figuras próceres, se torna sensible la flora xerófila del páramo de nuestra historia. Hay un clima social propicio para los cultivos y el arte, la literatura y la ciencia lo son.

En consecuencia, si no creamos el medio propicio para el triunfo de los mejores, crearemos la atmósfera enfermiza para el triunfo de los mejor adaptados. Y aquí me refiero a uno de los temas predilectos de Lugones. La educación popular es sólo un instrumento en el instrumental en formación del alma nacional. Tarea fundamental es crear la conciencia de un deber de superación que no se encuentra nativo en sí sino que se obtiene del ejemplo. De donde el ejemplo es la base de la formación moral de un pueblo mucho más que la escuela, y ésta era cartilla pedagógica de Lugones. Pero el ejemplo no es el de los libros edificantes sino el que dan los aleccionadores del pueblo por excelencia, y que son los actores de la vida pública. Si éstos no son más que actores o representan un papel histórico falaz, la escuela ni la universidad ni el libro pueden reparar el mal siniestro. La juventud da más crédito, y es justo, a la enseñanza de la vida que a la de los libros. La fe que pone en sus mayores es sagrada y cuando se la defrauda se comete un crimen que en una u otra forma se debe expiar.

La incredulidad en los dioses verdaderos es idéntica inversamente a la credulidad en los dioses falsos. Al pueblo y a los niños no se les debe mentir porque no tienen defensas contra el embuste y la fe es obligatoria para todo el mundo. Construir ídolos falsos de ese tipo es muchísimo más imperdonable que cualquiera de los pecados teologales. Pues el aparato escénico de la mentira hace de los creyentes feligreses incrédulos que peregrinan a los santuarios, a los despachos y a las aulas, de donde se regresa sin el temple de espíritu que sólo da la comunión con las potencias superiores del hombre. Lo que designamos como un pueblo envilecido equivale a lo que debiéramos considerar como un pueblo engañado. Por lógica implicación en otro caso, la fama del truhán se equipara a la del vencedor en las fiestas olímpicas, pues todos mueren al fin en la indiferencia del olvido. El trofeo se gana o se hurta. Tal era el espectáculo que se ofreció a la mirada atónita de nuestro creador de símbolos morales.

Semejante ecuménico, si existe como creo, y de antigua data, en que la circulación de valores falsos es acatada bien por falta de valores auténticos, bien por subversión política del sentido moral de la verdad, es cultivado y no me atrevería a extender la atmósfera ya repetida, y decir que el páramo exige cierta forma particular de cultura. En otros términos, que el estado de miseria y el desorden institucional también se cultivan.

Contribuyen a esta desorientación y mezcla caótica de valores, factores imponderables y otros groseramente manifiestos. Entre los últimos escogeré casi táctil en los últimos años: la obsecuencia de los intelectuales áulicos y de los cicerones vocacionales de las bellezas nativas. Señalan a los niños que han de ser hombres, desde el comienzo del aprendizaje, los aspectos de los bienes nacionales que en cierta perspectiva son grandiosos sin serlo. Quien aprende la lección mendaz y no la reflexiona más tarde, se incorpora a las huestes de los falsificadores públicos, sean escritores, historiadores, sociólogos, políticos o financistas.

Lugones sólo presenció la irrupción de la vanguardia de los desengañados por esos líderes. Era la generación siguiente a la suya que daba un salto atrás y empuñaba las oriflamas de los caudillos desterrados y no muertos, sepultados vivos. Hasta su retiro llegaron las voces de una juventud iconoclasta que lo injuriaba, sin saber quién era, en nombre de nuevos evangelios de las letras y las artes. Lo conocí cuando las heridas estaban abiertas y sangrantes. Voces mezcladas con alaridos, críticas con denuestos, arremolinándose. Le pareció que entre los invasores, al flanco de los destructores de la civilidad, avanzaban los negadores de la belleza, la verdad y la justicia. Y su respuesta personal fue hecha a quienes negaban en él los ideales de los prohombres del país. Su obra póstuma, inconclusa, es un alegato de sus principios y panegírico prosificado del que supuso constructor de la grande Argentina próxima a derrumbarse en un sismo.

De ese trágico período cuya duración es todavía incierta, nacen sus más dolorosos yerros de visionario. El espectáculo era, efectivamente, el de un país que mostraba al desnudo sus viejas lacras sin curar. La invasión alcanza los planos un tanto más elevados de la cultura, y los pigmeos ocupan los sitiales de los titanes. Una sublevación de ese género no se había presenciado desde la caída de Rosas. Lugones creyó ver en ese fenómeno la descomposición de las fuerzas morales e intelectuales, que son las que configuran la civilización, una reverberación de la demagogia política. Es muy posible que esa sea la verdad, en cuanto la política de partido es en nuestra historia el Deus ex machina de las crisis más agudas. La ola demagógica desmantela las construcciones precarias de los arquitectos de la grande Argentina. El tenue hálito de vida de invernáculo que el poeta necesitaba para subsistir faltó. La intemperie de la plaza pública no era el ambiente de la biblioteca en que se vio confinado veinte años y el desfile de imágenes aterradoras, absurdas por su visión olímpica de la historia, lo conminaba a aceptar la victoria de los iconoclastas, a callar o morir.

A este conjunto de circunstancias imperativas y frustráneas, que aludí ya en el lenguaje del mito, llamo por comodidad y decoro las divinidades autóctonas de la historia. Una vez acometido por la tentación de arrostrar la empresa de extirpar los males numerosos, el hombre superior desciende de su misión a un deber de soldado. A este desliz suelen impulsarlo, como en el caso de Sarmiento y Mitre, necesidades de convertir en acción política la acción normativa de dirigir y orientar. Uno y otro de esos grandes hombres antes de participar en las lides de la acción gubernamental hicieron su aprendizaje en el periodismo. Escritores ante todo y por sobre todo, terminaron como jefes de tropa. Destino muy semejante es el de Lugones, sin aptitudes siquiera para “buen capitán de la lírica guerra”.

En el caso de Lugones es visible que carecía de las condiciones indispensables para trasferir sus talentos de un plano a otro, y enardecido al fin por su propio arrebato, entregó su cuerpo desnudo a la espada de sus enemigos, que están al frente y en nuestra propia trinchera. Cuarenta años de trabajo perseverante en un diario que en la vejez lo consideró como a un amanuense, y treinta y cinco libros nutridos de versos y prosa, no alcanzaron a difundir su obra más allá del horizonte de los cenáculos cada vez más estrechos, sin despertar el interés de sus conciudadanos. En el extranjero se le quería más que acá. Cosa que de súbito obtuvo cuando la plebe que él despreciaba encontró en su cambio de ideología un bello pretexto para saciar en él su necesidad de acometer al intelectual más inexpugnable. Entonces, no fue Lugones el retórico, ni el creador de imágenes, ni el político siquiera, sino el intelectual que sobrellevaba su pobreza con dignidad. De ese destino yo puedo hablar con competencia, ya que observo a mi alrededor, todos los días, que los yerros que no se perdonan al pensador y al artista son los de no avenirse a las convenciones del juego de la mediocridad. Se diría que estaban a la expectativa de ese desliz irremediable, el de rodar por el plano inclinado hacia la acción militante, para caer sobre él, no en su condición de intérprete o de predicador de ideas, sino en su condición de intelectual agonista que no esperaba su parte de botín en el saqueo. Cayó como hombre de carne y hueso y creyeron que destruían a un ídolo de bronce. Por esto, yo que no participo de sus doctrinas y que lo considero la más fácil y repudiable solución gordiana de los problemas fundamentales de la civilización, debo salir en su defensa en cuanto él representa una de las formas típicas del holocausto que exigimos de los hombres excepcionales. Creo que debo señalar que ese tributo de sangre no se exige entre nosotros tanto al ser que se rebela contra el orden social cuanto al que intenta oponerse al desorden. Por desorden no entiendo únicamente la confusión que resulta de un trastorno accidental en la vida pública, sino también la relación indebida en que hombres y cosas se encuentran en un status anormal. En nuestra historia los desórdenes no siempre son representados por las crisis, sino que comúnmente la crisis es una reacción para rectificar el desorden estabilizado. Llámese a este fenómeno, cuando se lo estudia en el proceso normal de la historia, una subversión de valores. Las más grandes desordenaciones se producen por supervaloración de lo inferior y por la devaluación de lo excelente. De ahí que las reacciones irracionales de la revolución contra las leyes que justifican en ciertos aspectos la eficacia de la fuerza contra el derecho, en que Lugones creía, sean una forma de restauración del orden. Enunciado así el problema, es indiscutible que el advenimiento de los regímenes totalitarios, responde a la necesidad de reafirmar en sus cimientos el edificio social. Si este edificio es hospedaje de injusticia o ignominia, es otro problema. No creo estar muy desacertado si me aventuro a decir que los intermitentes sacudimientos, uno de los más agudos, pero no el más agudo, que Lugones presenció, responden a que no hemos consolidado aún ni en las instituciones ni en la conciencia de los ciudadanos un orden satisfactoriamente fundado.

La alteración de los valores se puede producir por acción mecánica del vivir social o por violencia dirigida desde los centros de dirección de la vida social. El procedimiento de reordenación o reorganización ha de ser distinto en ambos casos. Nuestro trabajo me parece que es muy arduo, porque debemos comenzar por la tabla de los pesos específicos. En tanto ocupen el lugar más alto cuerpos pesados, y cuerpos livianos se coloquen en la base, será difícil que las fuerzas vivas de la sociedad concurran en una acción saludable para todo el organismo. En primer término deberíase parcelar el territorio de la vida nacional en diferentes zonas: la económica, la cultural, la política, etcétera, revisar en cada región el funcionamiento de los órganos parciales y luego el del organismo entero. Pero la región que podría ser de mi competencia, la de la cultura, paréceme que está falseada como la de nuestra historia, para no ir más lejos, y que los valores legítimos sólo circulan legalmente con el cuño fiscal; lo que quiere decir que pudieron ser legalmente falsificados. Y esto no significa que los monederos falsos operen en las cecas del Estado ni que éste proceda con dolo. Yo no conozco país de gran cultura donde la inteligencia deba configurarse conforme a los cartabones oficiales y presupongo que cuando esto llega a ocurrir, como creo que acaece en Iberoamérica, constitúyese la anomalía en sistema. Lo cual equivale a decir que queda legalizado. El cumplimiento de los deberes cívicos consiste a este respecto en acatar las leyes universales del juego, si hay en ello algún género de trampa, es natural que se proceda de buena fe. ¿Cómo explicarnos, con reflexiones menos atrevidas, la mayoría de nuestros desórdenes morales? Pues muchos de los atropellos que hemos cometido y cometeremos contra el espíritu y contra la justicia, han tenido como eximente de culpa la buena fe, el fraude piadoso. Hecha la trampa, hecha la ley.

Entre los fraudes piadosos, error común en nuestros jueces, de que participó Lugones, figura el de atribuir al pueblo la falla de los comandos directivos. La palabra pueblo y la acepción corriente que la califica, son impropias. Las relaciones naturales entre las distintas clases u ordenaciones sociales son entre nosotros de mando y de obediencia, de jefe y tropa, no la de la comunidad y la solidaridad humanas. Empero la unidad nacional consiste en este orden de relaciones naturales y no en una consigna de carácter disciplinario.

El desdén irreconciliable de Lugones por el populacho, referíase y descargábase en consecuencia contra quienes asumen la representación en las cámaras, en la prensa, en ocasiones grotescas de lo burdo y lo espurio de la nacionalidad, no de la estirpe cuya alma expresaron los fundadores de nuestra única literatura de gran estilo, desaparecidos y casi olvidados al fenecer el siglo XIX.

Atribuimos al pueblo defectos específicos de los líderes y a éstos virtudes específicas de aquél. De donde nuestra literatura tiene contados personajes que no se sublimen hasta la caricatura. ¿Por qué nos desagrada la verdad en la historia y en la novela? ¿Dónde está el pueblo en nuestras letras? ¿Y en la historia? Si no se cree ni se sabe porque no se cree, una fama poco tiene que ver con un hombre y una obra. Los jóvenes empiezan ya a comprender en nuestros angustiosos días que los dioses son de yeso, las leyendas inexactas y los valores trastrocados; y están en ese punto de zozobra de averiguar si hay dioses verdaderos o si es forzoso venerar fetiches. Los hay, están vivos y los veremos si miramos bien. Llenos están los templos donde enviamos a orar a nuestros hijos, de falsos ídolos, y no podemos mentirles e inducirles al fraude piadoso. Desalentados, buscan un maestro que los oriente y un guía que los acompañe. No podemos exigirles que crean lo que nosotros hemos creído, no nos creerán si no les presentamos también las cosas en sus sitios y los valores en los suyos, sin una reacomodación basada en la verdad. Hoy desconocen su patria y no la pueden amar. Entremezclados están los espectros y los seres de carne y hueso. Este problema de la juventud desorientada preocupaba angustiosamente a Lugones y se ocupó de él muchas veces; pero hombre solitario y habituado a manejar imágenes engañosas sus enseñanzas sólo valen como advertencias de que él mismo fue víctima de un espejismo. Como la realidad que tenía ante los ojos le arredraba buscó en ella qué había de heroico y de grande, que era precisamente penetrar en el laberinto de los espejos. Porque en nuestra grandeza está nuestra debilidad, dado que ni el bronce ni el mármol son de la materia doliente del cuerpo de nuestro país.

En tanto no creemos una conciencia veraz de lo que hemos sido y de lo que somos, una conciencia lúcida de lo que queremos ser, seguiremos sacrificando a los emisarios de Dios en el ara de los impostores del saber y del poder. Seguiremos permitiendo que espíritus colmados del afán del bien público no encuentren ordenados los valores de la auténtica nacionalidad, y tomen sendas equivocadas o se pierdan en una prédica por su propia desesperación.

Hace muchísimo tiempo que estamos sitiados por monederos falsos y por impostores del amor patrio. Lo tenemos que confesar con valor y tristeza. Sin esa conciencia valiente de la realidad, sin la denuncia de los crímenes de esa patria, no sólo seguiremos el rito de adoración sin fe en los falsos ídolos; también seguirá ocurriendo que los auténticos guías sean arrojados a la pira con la insensata creencia que la buena senda es la más fácil.

 

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  1. Tomado de: Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Lugones, retrato sin retocar, Emecé, Buenos Aires, 1968.>>