Ensayo de una nacionalidad fantasma

Walter Cassara
(200 años de poesía argentina – A.A.V.V., selección de Jorge Monteleone)
 

Esto lo escribo en Rosario, en el cuartucho de uno de esos hoteles al paso que bordean la terminal de ómnibus, uno de los tantos que apenas disimulan su baja estofa con un nombre exótico que se repite en todas las ciudades del mundo, una fachada pedestre que se esfuma en una nube de smog y un recepcionista que atiende de mala gana y bostezando detrás de una ventanilla sucia. Con tres largas horas de demora en el primer servicio de ómnibus a Buenos Aires, no me ha que quedado otra opción que alojarme en el primer hotel que me salió al paso y resignarme a matar el tiempo. La habitación es oscura y estrecha. Las luces de la calle y los ecos del tráfico repercuten en las paredes. Un póster con los girasoles de Van Gogh trepida en el empapelado amarillento. El espacio huele a una mezcla de sudor, lavandina y azufre. Muy alto, en un rincón, casi como un tabernáculo, cuelga un televisor que a duras penas capta las señales abiertas. No hay mucho para ver, sólo uno de esos programas residuales de medianoche, completamente robotizado y “pavloviano” – tipo “Call TV”– donde una conductora con mandíbulas de equino, escotadísima y desquiciada, me propone que descubra, a cambio de una no muy jugosa suma de dinero, la palabra que se oculta entre las cuatro letras que forman SOBE.

Por más estúpido y fraudulento que me parezca, entro por un momento en el juego y resuelvo el “acertijo” que no requiere grandes destrezas mentales. Luego, cuando estaba a punto de quedarme dormido, acunado por las radicaciones de la pantalla y los gritos cacofónicos de la conductora, no sé bien cómo ni porqué, me acordé de uno de esos problemas pseudo-matemáticos con que los viejas revistas de ingenio solían humillar a los niños como yo, de escasas o nulas competencias en el cálculo. “Un caracol sube verticalmente por una tapia de 10 metros de altura. Durante el día sube 2 metros, y por la noche resbala, retrocediendo 1 metro. ¿Cuántos días tardará en subir la tapia?”

Confieso que este tipo de problemitas produce aún hoy en mi mente la misma confusión que cuando tenía nueve o diez años y veía – lo recuerdo con toda nitidez– al caracol escalando como un convicto la pared, luego veía la abrupta e inalcanzable noche estrellada, y después veía los diez metros tormentosos que tenía que recorrer ese pobre molusco… pero de ningún modo veía, por ningún lado, el “problema” pragmático que se me proponía resolver. Algo parecido me ocurre con los 200 años de poesía argentina, la antología que Jorge Monteleone acaba de publicar en ocasión del segundo centenario de la Revolución de Mayo.

A juzgar por su longitud y por su abundante índice onomástico, este libro podría haber sido el censo de poetas argentinos más exhaustivo y actualizado que se ha publicado hasta la fecha. Sin embargo, no lo es, no podría serlo de ningún modo, ni siquiera en términos puramente demográficos, ya que el período que debería cubrir los primeros cien años ocupa unos pocos pliegos, y la considerable franja de población poética que afecta a las últimas cinco decenas del siglo XX no fue censada, por razones que no quedan del todo claras. Escribe Jorge Monteleone en una nota preliminar: “a partir de 1810, tomando como inicio la generación romántica, se incluyen poetas nacidos hasta 1959 inclusive”. Y luego, para justificar la poda, arguye nebulosamente un motivo que no es, en ningún caso crítico, sino más bien eventual: la llamada “generación del 90” –que aquí se adjudica en masa a todos los autores nacidos después del ’59 — ya “ha tenido una gran difusión”.

Insisto, no soy bueno para los cálculos, pero hasta alguien tan obtuso como yo advierte enseguida que en los “doscientos años” hay por lo menos un cuarto de siglo que se le ha escatimado al lector. Sin duda, ningún trabajo de recopilación podría abarcar, humanamente y en un único volumen, un ciclo tan extenso como el que esta antología intenta presentar, pero el “corte”, esgrimido como un razonamiento crítico, no funciona: al margen de la energía publicitaria, al margen de su fortuita “popularidad”, la poesía escrita por las nuevas generaciones resulta indispensable a la hora de hacerse una idea, aunque sólo sea aproximativa, del conjunto, y no porque ella tenga un rol protagónico (de hecho, está demasiado próxima en el tiempo como para comprender su significación), sino porque sin ella, si no me equivoco, los “doscientos años” se plantan en los ciento sesenta.

De esta forma, calculando la densidad de población o el número de escarapelas repartidas, pasando las hojas del calendario hacia atrás o hacia adelante, aquí todo parece devenir ineluctablemente en una sola y ubicua época, y en una sola y ubicua generación. Dicho en otras palabras: los sesentas –con toda su carga metafórica e ideológica en la historia y en la poesía argentinas–, son en este libro la columna vertebral en donde se apoya, sin duda, lo más sólido del enfoque crítico, así como la parte más interesante de las piezas seleccionadas. Para comprobarlo basta advertir que los textos y los autores que más se destacan son aquellos que abordan algún tema vinculado, directa o indirectamente, con el testimonio histórico o los entreveros de la política. De más está  decir que el resto de las páginas ilustra la periferia de este corpus central, a título de muestra divulgativa, y para cumplir escuetamente con el obligado confeti patriótico.

No es raro, por lo tanto, que también el siglo XIX –que aquí apenas se vislumbra en unos pocos especímenes momificados, comenzando por la transcripción del Himno nacional– se nos presente como un penoso desfile de próceres, una inverosímil maqueta del Billiken que nos exhorta a la pompa escolar. No es raro, tampoco, que aun el heroísmo glacial de nuestras efigies de Mayo palidezca o ralee enfrentado al zoom sesentista de Monteleone, y que todos los otros recorridos posibles, las otras “constelaciones de lectura” que se insinúan en el prólogo, se agoten, de un modo u otro, en remotas nebulosas. En este sentido, habría que leer en detalle el apartado “Poesía, historia y política” para entender cómo es que Monteleone logra enfocar un panorama literario tan vasto y variado con un telescopio tan subjetivo; cómo hace para sortear el enorme abismo que separa, por ejemplo, las sextinas del Martín Fierro de los juegos aforísticos de Antonio Porchia, o la lírica purista de Enrique Banchs de los exasperados miasmas verbales de Cadáveres de Néstor Perlongher.

Para empezar, habría que invertir el orden del trinomio (poesía, historia y política), porque lo que aquí queda más en evidencia es que el primer término no tiene ninguna jurisdicción específica, no opera por sí mismo, sino que es tan sólo un satélite al servicio de los otros dos componentes de la ecuación. Ello puede entenderse, tal vez, como una marca de la época, ya que en dicho apartado se examina la situación de la poesía escrita en los sesentas, profundamente involucrada con la historia y la política. En cambio, no resulta fácil entender que Monteleone, un crítico por lo demás notable y altamente calificado en la materia, pase por alto que no es posible subsumir –ni siquiera restringiéndose a la década antes mencionada- la poesía en la historia o en la política sin delimitar, aunque más no sea de un modo sucinto, las complejas mediaciones y los numerosos problemas teóricos que surgen de avecinar linealmente dichas series. Por dar un ejemplo, cuando plantea examinar el “Poema conjetural” de Borges en correlación directa con la obra de Leónidas Lamborghini según el dudoso tamiz de peronismo y anti-peronismo, Monteleone no sólo ha dado un gran salto en el tiempo, pasando por encima del contexto específico en que ambas obras se produjeron, sino que además –y esto es lo más grave– vacía de contenido la historicidad propia del hecho poético para esquematizar dos líneas de tensión ideológica que atraviesan, sin duda, una buena parte de la historia argentina, pero que no sabemos hasta dónde pueden resultar útiles –e, incluso, verídicas– a la hora de hacer un balance evolutivo de nuestra poesía.

Refiriéndose al texto de Borges antes mencionado, el crítico dice que “parece la imparcial descripción poética de otro prócer nacional, pero el poema fue político. Escrito en 1943 contra las corrientes nacionalistas que imperaban en el gobierno militar de entonces, pocos años después se deslizaría en su sentido ideológico como una crítica al peronismo naciente”. Luego, a groso modo, confronta el enfoque sectario y patricio de Borges con la mirada populista y la reinvención de la gauchesca que patentizaría, “pocos años después”, el autor de Las patas en la fuente. Nótese que en esos “pocos años después” hay un considerable inciso de tiempo de no menos treinta años. Nótese que estamos otra vez, aunque quizás nunca salimos de allí, a mediados de los sesentas, donde Borges ha quedado, hace mucho, bastante a la zaga de nuestra modernidad poética, girando en su peana de lumbrera “decimonónica”, como un inocuo arquetipo platónico o un egregio inspector de aves y pollos. Nótese que para dar este volantazo cronológico tan intrépido y poner a discutir dos escritores de una magnitud tan despareja, completamente ajenos entre sí y distantes en el tiempo, Monteleone ha tenido que empujar la aguja diacrónica hasta el grado cero, desechar cualquier tipo de periodización, y falsear, en consecuencia, los materiales y autores seleccionados en beneficio de una maniobra de lectura que se presenta como un inquietante frisson nouveau, pero que en el fondo es un artilugio crítico (otro más) que enmascara su bancarrota epistemológica con un vocabulario alquilado a la sociología o a la politología, en cualquiera de sus muchas jergas locales.

De todas formas, en circunstancias tan proclives a martingalas de todo tipo como suelen ser las efemérides patrias, no vale la pena preguntarse si la explicación de la historia poética que nos da Monteleone es imparcial o tendenciosa, si se enmaraña con determinadas jergas esotéricas o si mueve las piezas para adecuarlas a la cronología institucional; lo importante es que en su análisis, que otorga más relevancia a las filiaciones ideológicas que a los vínculos o a las genealogías literarias, lo sustancial no son los poemas sino las coyunturas sociales que se intentan representar o recrear. Así, el hecho poético ha sido pensado en función del montaje historiográfico y desde una visión crítica en donde se busca documentar, de época en época –aunque con un orden cronológico un poco vago, que sólo contempla la fecha de nacimiento de los autores —la Race, le Mileu et le Moment (según la amarillenta fórmula de Hyppolyte Taine), en una suerte de cruce de los Andes tipográfico o abigarrado péplum sanmartiniano, cuya brillantina albiceleste se expande, por ósmosis, a la totalidad de los autores compilados, y termina por obstruir todas las otras posibles vías de acceso a los textos.

Resumiendo, en el canon que proyecta esta antología, las voces principales son aquellas que apuntalan, de una manera u otra, los hitos de nuestra historia colectiva, o mejor dicho: los hitos de una particular y parcial interpretación de la historia argentina de estas dos últimas centurias. Como es lógico, el resto de las voces, si bien no desafinan,  han perdido sus coloraturas distintivas, ocupan un lugar secundario y se evaporan, sin remedio, en el registro de la masa coral. Lo mismo ocurre con los poemas, que han sido privados de su contexto real y su función propia para enunciar, acaso a regañadientes, “la forma simbólica de una comunidad nacional”. Ahora bien, lo contradictorio es que dicha “forma simbólica”, que Monteleone ha extractado con fórceps de la Historia y aplica, ecuménicamente, al discurso poético, no se traduce en los hechos en una identidad colectiva ni, mucho menos, en una koiné o en una lengua común, sino más bien en todo lo contrario: lo que se oye, a veces de fondo y otras en primer plano, es un cántico esquizofrénico donde pasan cóndores, gauchos, caudillos, inmigrantes, revoluciones, golpes de Estado, etc. ; y sobre todo pasan ideas, muchas ideas huecas, desencarnadas y fatuas, y no tanto ideas como ídolos insustanciales, simulacros precarios, ensayos de una nacionalidad fantasma, amasados en un lodazal caprichoso, según los acuerdos o desacuerdos de la hora.

Dice Charles Simic: “la crítica ideológica es siempre fija y estática. Tiene su ‘postura verdadera” de la que nunca se mueve. Es como insistir en que todas las pinturas deben ser vistas desde una distancia de tres metros, y sólo desde esos tres metros”. Como propende al panegírico estudioso y cordial, como no manifiesta ninguna simpatía o antipatía, no resulta fácil percibir si la crítica que hace Monteleone es ideológica en sí misma, o si es, por el contrario, sólo una agreste desembocadura en donde confluye y se mezcla el discurso hegemónico con los distintos discursos antagonistas que flotan en el aire la época. A simple vista, la abundancia y la pluralidad de los materiales aquí recopilados parecerían desmentir esta presunción. No obstante, creo que Monteleone hace crítica ideológica en una de sus variedades más perniciosas, aquella que se presenta disfrazada de intenciones didácticas o divulgativas, aquella que se asume como una mera canalización de lo políticamente correcto, nunca incurre en omisiones estruendosas, nunca se granjea adversarios ni tampoco aliados, ya que se abstiene de formular juicios positivos o negativos, aunque no de hacer inducciones sistemáticas, como equiparar poesía e historia en un orden casi natural.


Walter Cassara