La herencia latina

La herencia latina[1]

Alfonso Berardinelli
(Traducción de Luciana Zollo) 

 

     Nací en Roma, y tal circunstancia hasta este momento nunca me había parecido muy notable. Pero ahora me encuentro en Ciudad de México, participando de un simposio sobre “Latinidad en la poesía”, y yo mismo percibo esta situación como bastante extravagante, casi embarazosa.

      Se me ocurre pensar que alguien, al escuchar que nací en Roma, podría, distraídamente, considerarme capaz de leer con suma facilidad a los poetas latinos, a los más famosos como Virgilio, pero también a los más difíciles, como Persio. Obviamente, no es así. Más que leer, cuando abro las páginas de un poeta latino que no he estudiado anteriormente, tengo que esforzarme en descifrar, en traducir mentalmente. Y, en su conjunto, mi familiaridad con la literatura latina es escasa. Como no soy un estudioso especializado, abordaré el tema de este a partir de mi experiencia, para ofrecerles sólo algunas reflexiones ocasionales y personales, disculpándome con antelación por el carácter muy sujetivo, quizás arbitrario, de lo que voy a decir.

      Mi cultura literaria pertenece esencialmente al siglo XX: no solamente porque me dedico a dictar clases de literatura italiana contemporánea, sino también porque desde hace un tiempo, casi un siglo, la cultura literaria de la mayoría de los escritores y de los críticos no se sostiene más sobre los modelos clásicos; al contrario, se sostiene (si fuera posible sostenerse sobre una materia fluida y en movimiento) sobre la negación moderna de los modelos tradicionales o sobre nuevos modelos que la modernidad propuso. En Italia, la última vez que los clásicos latinos constituyeron la base sólida de la cultura poética fue con Carducci y con Pascoli (ya menos con D´Annunzio, cuya cultura preponderante era francesa) al fin del siglo pasado [XIX]. Para ese que fue, al menos en relación con la  poesía, el país-guía en Occidente durante aproximadamente un siglo, desde Baudelarie hasta los surrealistas, la ruptura con los modelos clásicos se había realizado antes del comienzo del siglo XX y había sido neta. Baudelaire conocía muy bien el lenguaje poético latino: podía componer (desde los años de colegio) versos en latín, y en su poesía se observa siempre una presencia muy fuerte de la construcción sintáctica, de la regularidad métrica y de los efectos retóricos. Pero en el siglo XX la latinidad, entendida como influencia, también indirecta, de los modelos antiguos, desaparece. El escritor francés Julien Gracq, a comienzos de la década del ´60, en un ensayo titulado Pourquoi la littérature respire mal [Por qué la literatura respira mal], trataba un problema según él tan esencial como normalmente descuidado por la crítica: el problema de cuál es la “base de cultura donde crecen y se alimentan las obras de nuestro tiempo”:

 

      En el caso de los autores clásicos, sabemos perfectamente que esta base es la literatura latina, son las Sagradas Escrituras, menos frecuentemente la literatura griega. Si agregamos, con un rol menos importante, algunos autores de teatro españoles y algunos poetas italianos, tendremos la base común de la que se alimentan, de manera aproximada, tanto Ronsard como Racine, tanto Montaigne como Voltaire, y también Chateaubriand y Pascal… Ahora, nada parecido encontramos en la cultura común de la mayoría de los autores actuales… Vivimos todavía en la convicción , alimentada por los programas universitarios y por los índices de los manuales, que nuestra cultura crece siempre a partir de aquella raíz, muy larga y al mismo tiempo muy angosta, que se sumerge en tres mil años de tradición grecorromana hasta llegara a la edad de Homero… Existieron en todos los tiempos en Francia escritores que no conocían la cultura latina; sin embargo, prácticamente nunca se ha tratado de poetas: ahora, el grupo surrealista, nacido después de 1920, es sin dudas la primera escuela en Francia donde la mayoría de los poetas nunca aprendió ni una palabra de latín. [2]

 

      De cualquier forma se quiera juzgar el valor literario de los textos surrealistas, con su excesiva fluidez y su condición permanentemente magmática, es muy difícil subestimar su importancia, su influencia  a nivel internacional. Creo que el surrealismo dio sus mejores frutos fuera de Francia, ayudando a otras literaturas a liberar energías profundas y latentes: los mejores poetas surrealistas son, según mi opinión, españoles o hispano-americanos. Y si bien la obra poética surrealista más potente es Poeta en Nueva York de García Lorca, lo más relevante es la influencia prolongada, difusa, del surrealismo en Latinoamérica, influencia que llegó también a un poeta latinoamericano que murió en París en los años ´30, muy polémico con respecto a Breton, y dotado de un estilo muy particular: Cesar Vallejo.

       Por lo tanto, el surrealismo, con su teoría del “automatismo de la escritura”, transformó profundamente no solamente la idea de poesía, de texto poético, sino especialmente la forma de trabajar de los poetas: desestimó las reglas métricas, los aparatos retóricos, la idea misma de unidad y “organicidad” del texto poético, que es la base de de muchas teorías estéticas también del siglo XX. Esta revolución permanente, que se movió con  largas oleadas, quizás paulatinamente más frías, llegó hasta la mitad de los años ´60: hasta los autores de Tel Quel, hasta Paul Celan y Allen Ginsberg (tres casos muy distintos en tres áreas culturales igualmente distintas). Junto con algunos escritores como Eliot, Maiakovski y Brecht, el surrealismo ha sido el movimiento y la ideología literaria más influyente sobre la poesía del siglo XX, especialmente en el área neo-latina. El hecho de que, como afirma Julien Gracq, los surrealistas no conocieran el latín es sólo una forma para decir que, bajo el efecto de su revolución, los poetas latinos como modelos y toda la poética clasicista desde Horacio hasta Boileau perdieron valor e importancia en la formación de cualquier poeta o aprendiz de poeta.

       Cuando pensé por primera vez que deseaba escribir, era un estudiante de colegio secundario. Recuerdo todavía las primeras lecturas de Virgilio en el texto original, en latín. Aquella experiencia escolar se mezclaba con algo más. A los quince o dieciséis años no nos puede gustar Virgilio. No es primitivo ni rico en aventuras como Homero, ni apasionadamente sincero, “tierno y violento”, como Catulo. Es demasiado maduro, demasiado controlado y misterioso.

       La Eneida es un ejemplo de épica crepuscular y moralizada (poesía reflejada o sentimental, como diría Schiller) que no se logra focalizar en el aburrimiento de las largas lecturas escolares. Personalmente, a los dieciséis años, prefería The sound and the Fury de Faulkner. L`homme révolté de Camus era mi libro de cabecera. Sin embargo, había leído en Tolstoi muchas páginas que alababan la divina Naturaleza y la simpleza moral del campesino ruso que conoce físicamente su orden y su fuerza tremenda. Cuando, al año siguiente, me encontré con los Quartets de Eliot, regulados según el ritmo de las cuatro estaciones y la combinación de los cuatro elementos (aire, tierra, fuego, agua) y leí su famoso ensayo ¿Qué es un clásico?, entonces empecé a tener curiosidad y a sentirme atraído por Virgilio. Eliot lo convierte en el modelo de autor “maduro”, cuyo talento individual le permite hallar del modo más feliz y útil una tradición ya existente, y crear otra nueva después de él. Madurez como sentido del tiempo y de la continuidad. Lo opuesto a los surrealistas y a la rebeldía de la que hablaba Albert Camus. Todo esto tenía un sentido moral e histórico para el poeta inglés. Eliot había escrito aquel ensayo en 1945, en la ciudad de Londres devastada por los bombardeos de la Alemania nazi, y pensaba que hacía falta remontarse al origen del bien y del mal en nuestra civilización occidental; por lo tanto la “madurez” clásica, la madurez de Virgilio, poeta de los derrotados y de los humildes, adquiría un valor superlativo.

       Recientemente un estudioso de literaturas clásicas, Franco Serpa,  se preguntó:

 

¿Por qué Virgilio sigue siendo interpretado más que cualquier otro poeta del pasado? La razón está en la relación extraordinaria existente entre Virgilio y la idea cristiana de la vida, además de la altísima responsabilidad ética y formal de sus obras; todo esto hace que Virgilio tienda a representar los valores de la civilización europea. [3]

 

      Es exactamente eso lo que nos acerca a Virgilio. La civilización europea ya desde hace un tiempo ha dado cumplimiento a sus maravillas y a sus horrores: después de 1945 Europa se ha convertido en algo situado entre un Museo y una Periferia residencial del mundo. Sus posibilidades futuras son más que nada un efecto ilusionista y una promesa implícita en su pasado. Han sido planteadas muchas dudas acerca del valor “universal” (acerca de una evidente dominación destructiva, por ejemplo) de esta cultura. Recuerdo en particular, por lo que concierne la cultura de Roma antigua, la durísima opinión de la escritora francesa Simone Weil. En su última obra, L´Enracinement, mientras todavía la segunda guerra mundial se estaba desarrollando, Simone Weil trataba de entender qué había de bueno y de malo en las raíces de la cultura europea, y definió a los romanos “nazis del mundo antiguo”, por su culto de la fuerza imperial, su pobreza de pensamiento, su genio administrativo y militar.

       En este sentido, Virgilio es poco romano. Sin embargo expresa la mejor parte del legado de Roma a la cultura occidental: el sentido de la tierra, la religión del trabajo en el campo. La combinación de la obra de Virgilio con el Nuevo Testamento es la base en que se apoya la cultura de la Edad Media europea. Romper con la continuidad del pasado (Cristo, su extremismo antimundano) y al mismo tiempo cuidarla (Virgilio, la pietas de Eneas, héroe derrotado que debe abandonar su patria destruida, que debe migrar: héroe que lleva de la mano al hijo y sobre sus hombros al padre). Sin la combinación de Virgilio con el Evangelio, Europa no podría haberse construido a sí misma. Fue aquella una buena construcción de compromiso entre la visión de una vida más allá de esta vida y la atención hacia el destino terrenal del hombre. Sin las Geórgicas el cristianismo, solo, ¿qué idea hubiera podido elaborar de la naturaleza y de las necesidades de la tierra? Las  Geórgicas, más que un tratado de agricultura, son la máxima expresión de la religión latina de la tierra, con sus dioses agrarios. Una religión del trabajo en el campo como fundamento de una vida incorrupta y no violenta, que se expresa a través de la visión épica de la Naturaleza cósmica, frente a la cual los hombre son tan pequeños y sus vicisitudes tan poco importantes.

        Esta parece ser una herencia latina bastante característica: el apego a lo concreto, a la tierra, a los objetos materiales de la vida diaria, por un lado, y por otro lado una especie de melancolía casi enfermiza, el sentido de la fragilidad y pequeñez. Pulvis et umbra sumus [Somos polvo y sombra] dice Horacio. El cual, por otra parte, se declaró orgulloso de haber desafiado los siglos con la permanencia de su obra de artesano de la palabra: Exegi monumentum aere perennius [He construido un monumento más duradero que el bronce]. A pesar de que la idea de escribir una poesía que pudiese perdurar disimulaba con dificultad la angustia de la precariedad.

        Es Horacio el polo opuesto de la latinidad poética: ha sido un modelo literario durante siglos, y fue la voz -de la forma más epigramática y memorable- de una moral autodefensiva del escritor vinculado al poder estatal, pero muy celoso de su vida privada. Horacio, o sea el poeta de la aurea mediocritas, del justo medio, de la conciencia de los límites que nos alienta a que nos conformemos con poco. Horacio, el enemigo de las vanas, agotadoras y desmedidas ambiciones. Antiheroico, él también. Enemigo de los excesos. Poeta satírico, incapaz de tonos sublimes. Est modus in rebus, existe y tiene que existir un límite para cada cosa: esto nos repite el “mediocre”, ansioso y susceptible Horacio a lo largo de una tradición que se nos hizo molesta.

      Horacio está presente todavía en muchos poetas entre el fin del siglo XVIII y el comienzo del XIX. Advertimos su influencia todavía en Goethe y en Puskin (y en Giuseppe Parini). Antes de la llegada de los surrealistas y del extremismo literario del siglo XX, ha sido el extremismo sentimental, antiburgués, gótico y tiránico de los románticos el que se llevó por delante la persistencia de la tradición horaciana. El regreso de Horacio acontece cuando la oleada romántica, simbolista, vanguardista se ha agotado: en el siglo XX, con la poesía discursiva, satírica, racionalista de los años ´30. Cuando, con Brecht y con Auden, la marxista “crítica de la ideología” se convierte en una premisa intelectual y moral necesaria para cada poeta dotado de  autoconciencia histórica, entonces se redescubre la sátira, que entre todas las formas poéticas clásicas es la más cercana a la “crítica de la ideología”: al estilo del desenmascaramiento, a la necesidad de una confrontación crítica entre lo que se dice y se cree y lo que realmente se hace.

      Entonces Horacio parece volver con Bertolt Brecht, marxista maliciosamente dialéctico, quien justifica el estalinismo pero lo teme, recitando el papel del sabio clásico, un poco taoísta y un poco epicúreo.

      Horacio siempre es mencionado entre sus maestros por el inglés Wystan H. Auden: porque Horacio sabía cuán poco se puede modificar y perfeccionar la naturaleza humana (nada le es más ajeno que el sueño mesiánico y casi “marcusiano” de la cuarta égloga de Virgilio) y no ignora cuán vulgares y ciegas son las ambiciones, sobre todo la de pretender guiar a los demás; cuán insensato, en fin, inmiscuirse en políticas que imponen a los individuos el sacrificio de la libertad personal en nombre de una mejora de la vida pública.

      Entonces Horacio llega puntual a la cita con la prudencia, con la desilusión, con la astucia autodefensiva, agregándole una moderación epicúrea al pesimismo más total. Así escribe en la sexta sátira del primer libro:

 

 Voy donde más me agrada, libre y solo: pregunto por el precio de la verdura y del trigo, paso por el Circo, en donde se arman embrollos, doy una vuelta por el Foro, hacia la tarde, y me detengo a escuchar a los adivinos. Después regreso a mi casa, delante de un plato de puerros, de masas fritas y garbanzos… Este es el día de aquellos que están libres de angustiosas ambiciones.

 

     Esta situación, que es el tema de las sátiras, es también la premisa de las odas, de los cármenes. El arte lírico de Horacio (y su moral) puede parecer decepcionante por estar tan distante del gusto moderno. No encontramos en su arte ninguna audacia metafórica. Audaces no son sus imágenes, casi nunca, porque la invención estilística le confía todas sus sorpresas a la relación entre sintaxis y métrica. La de Horacio es un arte poética de la brevedad, de la locución concentrada en un ritmo perfecto.

    Antes de cumplir veinte años leí el libro de Hugo Friedrich acerca de la “estructura de la lírica moderna”. Fue una revelación, esencialmente porque representaba la otra cara (así me parecía) de los libros de Camus sobre la rebeldía y el absurdo. La “fantasía autoritaria”, el albedrío de las asociaciones  y de las relaciones semánticas y sintácticas era la regla o la antirregla de la modernidad poética. Después de unos años apareció en Italia el Grupo ´63, que intentaba introducir nuevamente el espíritu de las vanguardias de comienzos de siglo XX, futurismo, dada, surrealistas, Pound, Joyce. Ahora que aquel intento neovanguardista ya cumplió su ciclo y tuvo su historia, nos preguntamos hasta qué punto la poesía italiana del siglo XX podía ser de verdad modernizada. Tuvimos al falso futurista Palazzeschi, que les tomó el pelo a los mismos futuristas. Y especialmente a Ungaretti, quién llevo a su máxima expresión el extremismo lírico aprendido en París con Apollinaire. Sin embargo, después del primer libro de la primera década del siglo, L’Allegria [La alegría] el mismo Ungaretti trabaja para reconstruir un original abstracto neopetrarquismo hecho de endecasílabos y heptasílabos que llevan consigo incorpóreos equipajes de imágenes alucinadas, los fantasmas de una arcadia vislumbrada en relámpagos. Sin embargo, ya resultan muy claras en una mirada retrospectiva las resistencias de mucha poesía italiana (¿la mejor?) para comprometerse demasiado con las técnicas más violentas y disociativas: como si bajo el deseo de entrar en la modernidad cosmopolitita se manifestara la angustia de la modernidad como evento catastrófico. Muchos poetas italianos se defendieron, defendieron de la modernidad una lengua de la poesía que había llegado hasta ellos desde quién sabe donde (¿la herencia latina?). Nosotros no tuvimos ni a Góngora ni a la terrible triada: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé. Con nuestros Pascoli y D´Annunzio corríamos el riesgo de ser patéticos o de caer en el esteticismo de la retórica oficial.

      De tal manera, lo mejor del siglo XX poético italiano está quizás en la recuperación o en la persistencia de antiguas formas, versificación cantabile, un realismo irónico animado por una auténtica música (Gozzano, Saba). Hasta el mejor de los poetas herméticos italianos, el más “gótico” y vertical, al final ha se ha encontrado con Horacio, distanciando aquella cuota de simbolismo y surrealismo (si bien moderados)  que existían en los poemas de sus primeros libros. Hablo de Mario Luzi, quien en 1963, al publicar Nel magma [En el magma] eligió un significativo epígrafe de Horacio: nisi quod pede certo differt sermoni, sermo merus… [si no se encontrara aquí cierta regularidad de los versos, se trataría simplemente de prosa…]

      Tal vez este encuentro entre el hermetismo y la prosa en verso de Horacio signifique algo más que la velada presencia de una larga herencia; tal vez constituya un camino por recorrer aún.


Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. De La poesia verso la prosaControversie sulla lirica moderna, Bollati Boringhieri, Torino, 1994. >>
  2. J. Gracq, Pourquoi la littérature respire mal (1960) en Oeuvres complètes, a cargo de B. Boie, Gallimard, Paris 1989, p.864-866. >>
  3. F. Serpa, Il punto su Virgilio [El punto sobre Virgilio], Laterza, Roma-Bari 1987,p.9. >>