De la improvisación a la conciencia estética

Ricardo H. Herrera


Que el ensayo crítico, al proponer un modelo de conciencia estética, puede llegar a contribuir de modo decisivo a la configuración de una personalidad poética de primer orden, es un hecho que alcanza a ejemplificarse cabalmente poniendo de relieve el vínculo literario que se generó entre Poe y Baudelaire a mediados del Siglo XIX. Me refiero, con exactitud, a la lectura que del ensayo de Poe titulado El principio poético hizo Baudelaire. “Todo Baudelaire está impregnado por él, inspirado, ahondado”, dice Valéry; “lo ilumina, lo fecunda, determina sus opiniones sobre una buena cantidad de asuntos: filosofía de la composición, teoría de lo artificial, comprensión y condenación de lo moderno, importancia de lo excepcional y de una cierta excentricidad, actitud aristocrática, misticismo, gusto por la elegancia y la precisión. […] A cambio de estos bienes, Baudelaire le procura al pensamiento de Poe una extensión infinita. Lo propone al futuro”. La ecuación valeryana es perfecta: la periferia y el centro de la cultura confluyen en dos figuras marginales extremadamente exigentes consigo mismas, al tiempo que el ensayo crítico y la poesía se sitúan en un mismo plano de acción y contemplación, generando un ensanchamiento del horizonte estético que tendrá repercusiones en toda la poesía posterior, dando lugar a lo que habitualmente se denomina advenimiento de la lírica moderna.

Aunque sea con un par de trazos rápidos, es preciso esbozar el ambiente literario en el cual se llevó a cabo la simbiosis entre las ideas propuestas en el ensayo del norteamericano y la consumada pericia técnica del francés, ya que hay cierto paralelismo entre las circunstancias de Baudelaire y las nuestras que interesa explorar. Dicho brevemente: fue la suya la época en que los románticos no acertaban a ponerle freno a la inflación de su retórica, adulterando tanto la naturaleza de la sensibilidad como los instrumentos de la expresión artística, ya sea que procedieran a la invención de sentimientos inverosímiles, ya sea que hicieran caso omiso de la organización meditada de los medios de expresión. Baudelaire reacciona contra la vulgaridad del peor romanticismo sustituyendo el imperio arbitrario de la improvisación por la voluntaria adherencia a la acción crítica. Como es sabido, el ímpetu de esa acción crítica excedió el marco de la vida y la obra de Baudelaire, extremando su poder de transformación en las obras de Rimbaud y de Mallarmé, para finalmente autodestruirse en la teoría poética de Valéry, quien —a fuerza de acentuar el rigor reflexivo—  acabó por desbordar las fronteras de la literatura, poniendo en crisis los conceptos de obra literaria y de lenguaje. El hecho de que varias generaciones de poetas hayan trabajado en la misma línea, respetando las mismas convenciones, admirándose mutuamente y conduciendo hasta un límite de extraordinario refinamiento el gusto por la forma perfecta y la precisión verbal, convierte al simbolismo en el último gran florecimiento de la poesía occidental.

El fin del simbolismo —diagnostica Machado en Los complementarios—  da comienzo a la desintegración de la lírica. La sentencia es ampliada en De un cancionero apócrifo, señalando su causa: “El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico.” No se trata de un derrumbe repentino, sino de una descomposición progresiva —incluso fecunda—  que alcanza a animar secretamente las periódicas resurrecciones, cada vez más efímeras, de las estéticas de vanguardia. Aun para el surrealismo vale este juicio, ya que — como ha señalado Giulio Ferroni— por “detrás de la experiencia dadaísta de Breton y de cuantos ya en 1922 lo siguen en la ruptura con Dada y en el primer ímpetu del surrealismo […], hay una fuerte educación simbolista (con la implícita idea de la poesía como absoluto y como indagación analógica).” Los restos del lento naufragio simbolista, de esa idea que hizo de la palabra poética una cifra consumada de la atención sensual e intelectual, posibilitan la aparición de las obras de los últimos poetas de consideración durante las primeras décadas del Siglo XX: Rilke, Yeats, Cavafis, Machado, Pessoa, Montale, Pound, Eliot, etc.

Varados en la eliotana tierra estéril, sitiados por la progresiva inanidad de la palabra poética, casi no hay poeta de valor que no deje constancia en su obra del desierto que avanza. En su último libro, Seferis escribe: “En narcóticas sábanas envuelto / el mundo nada tiene que ofrecer / salvo este final.” Ungaretti, también en la década del sesenta, afirma: “Hay algo en el mundo del lenguaje que está definitivamente acabado. […] Hoy todo aquello que era la convención y la retórica sobre la cual se fundaba el discurso humano, se ha convertido en algo insostenible.” Zbigniew Herbert, en los mismos años, en su Carta a Ryszard Krynicki, apunta: “Poco quedará Ryszard, bien poco / de la poesía de este siglo demente sí Rilke Eliot / algún otro insigne chamán conocedor del secreto / de encantar palabras de un modo refractario al tiempo sin el cual / no hay frase memorable y la lengua es como arena”. A esa sensación de extenuación la acompaña un desentendimiento cada vez más acentuado entre poesía y público. Actualmente, no afirmo nada nuevo, la incomunicación entre ambos es total: el público de la poesía está constituido por los poetas mismos. El sendero que va de la improvisación a la construcción de la conciencia estética se pierde en un tupido sotobosque de infinitas publicaciones desatendidas, que responden a poéticas igualmente precarias. Si algún ensayista intentara corregir esta situación inflacionaria atreviéndose a hacer suyo el título del viejo trabajo de Poe —El principio poético—  difícilmente encontraría a su Baudelaire en esta multitud; con muchas más probabilidades, no merecería consideración alguna. Nadie quiere oír hablar de principios, sean poéticos o de cualquier otra índole. Ninguna intervención reflexiva puede alterar la tendencia cada vez más acelerada de la ola incontenible de la desintegración de la lírica; sólo puede secundarla, legitimarla, expandirla.

No afirmo que haya desaparecido la posibilidad de la poesía, género literario en el cual hoy se reciclan las veleidades subculturales de los sucesivos vanguardismos; digo, más bien, que en una encrucijada tan compleja como la presente, la crítica no puede sugerirle tareas estéticamente constructivas a la poesía, mucho menos proporcionarle nuevas energías a un medio expresivo tan vapuleado como el verso. El formato mismo de poema se le ha hecho casi intolerable a la sensibilidad contemporánea: produce perplejidad o aversión, incluso entre sus mismos cultores. Por libre que sea el verso, por desinhibida que sea la expresión, siempre queda en la página un residuo ridículamente anacrónico: tal vez un contrahecho reflejo de la perdida cohesión de la forma antigua. Lo sugiero porque la forma nació para ser conservada en la mente, no en la página. En la mente, un poema riguroso es arquitectura del más nítido sonido en el más puro silencio: palabra absoluta, así lo entendieron los simbolistas. La posibilidad de tal experiencia de la forma no la puede generar el verso al uso; tampoco lo pretende, es cierto; por el momento, este nuevo verso que favorece vertiginosas mutaciones de la noción de poesía, afirmando y negando al mismo tiempo, está condenado a hostigar los vestigios de una plenitud que rechaza por vocación, pero que también le está vedada por definición, ya que no hay nada libre en un organismo vivo. Sin embargo, sería suicida cerrarse a la posibilidad, a lo inesperado; la improvisación tiene sus recursos, y acaso en algún momento se produzca la articulación espontánea entre las presentes búsquedas (o extravíos) con materiales previamente dados.

Volviendo a la circunstancia histórica que dio origen a la reacción estética de Baudelaire, y haciendo nuevamente hincapié en la obra crítica de Valéry (a cuya relectura debo la redacción de estos apuntes), quiero detenerme ahora en una observación que el autor de El cementerio marino hace a propósito del espíritu que organiza la escritura de Stendhal, predecesor inmediato de Baudelaire en el terreno de la prosa, también él asfixiado por la impostura romántica circundante. El espíritu stendhaliano es el cinismo. Por cinismo entiende Valéry la “decisión de ser uno mismo, o de ser verdadero”. De esa definición se desprenden las siguientes consecuencias: “El cinismo en una obra significa por lo general un punto de ambición desesperada. Cuando ya no se sabe qué hacer para asombrar y seguir estando vivo, queda prostituirse, entregar las pudenda, darlas a la mirada general. […] Lo verdadero que se refuerza con la pluma se convierte insensiblemente en lo verdadero que está hecho para parecer verdadero. Verdad y voluntad de verdad forman juntas una inestable mezcla en la que fermenta una contradicción y cuyo producto no puede ser más que falso.” No es el de Valéry un juicio de índole moral, sino estrictamente literario (está hablando de Stendhal, a quien admira); un juicio literario que puede hacerse extensivo a mucho de lo que pasa por poesía entre nosotros.

Esa ambición desesperada por hacer pie en algo más o menos verdadero ejerciendo la trasgresión, al tiempo que se exhibe de modo convenientemente eficaz la propia vulnerabilidad, tal vez constituye un fenómeno inevitable: el reverso de la falsificación que con anterioridad a la trasgresión generó la voluntad de embellecimiento. ¿Qué puede hacer por la poesía el ensayo literario, estando la poesía aquejada como lo está por una conmoción que pulveriza en lapsos cada vez más breves cualquier retórica? Imposible, como ya dije, sugerirle orientaciones constructivas; imposible renovar sus instrumentos; imposible también volver atrás. El proceso, al parecer, debe seguir su curso inexorable hasta agotar la fuerza que lo impulsa, seguir avanzando en contra de todo lo que no acompañe sus inclinaciones. Una tendencia de semejante envergadura, que —como sugería Machado ya hace casi un siglo— responde a motivaciones históricas y sociales profundas, no puede ser modificada desde afuera por la mera reflexión.

No obstante la gran diversidad de poéticas en juego, la característica propiamente genérica de la poesía argentina reciente estriba en el hecho de que busca hacerse oír en continuos recitales. Esto parecería indicar que la voz cumple un papel protagónico en ella, como si sólo al escucharla fuese posible captar integralmente su forma. Hago esta afirmación porque las nociones de forma y de voz siempre han estado estrechamente ligadas. De hecho, los instrumentos formales de la poesía han tenido como único objetivo la construcción de la voz. Esto sí que podría ser denominado el principio poético por excelencia. Desbarran quienes creen que los viejos recursos formales de la poesía —medida, acentos, cesuras, consonancias—  apenas sirven para que alguien demuestre su pericia de acróbata o de ajedrecista del lenguaje. En realidad, se trata de instrumentos que permiten perfeccionar la modulación de la voz, y, también, hacer la exacta notación de la singularidad de la voz. La poesía sólo vive en la voz, incluso en el silencio de la mente la poesía es únicamente voz. Solía afirmarse en un tiempo que no importaba mucho qué decía el poeta, sino cómo lo decía. Era un modo un tanto simplista de recalcar la importancia del tono y de la modulación. Pero tal vez había algo más que eso en la observación. En una página de sus Cuadernos, Simone Weil anota lo siguiente a propósito de la entonación: “Las mismas palabras (por ej., cuando un hombre le dice a su mujer: te quiero) pueden ser vulgares o extraordinarias según la manera de pronunciarlas. Y esa manera depende de la profundidad que tenga la región del ser de la que proceden, sin que en ello intervenga para nada la voluntad. Merced a una maravillosa sintonía, esas palabras van a llegar, en quien las escucha, a la misma región. De ese modo, en ese caso, cuánto valen esas palabras…”

En síntesis, es un valor de sentimiento (de un amado) lo que expande el significado hasta generar la resonancia de la voz. Referido a la voz de la poesía, el paso de la improvisación a la conciencia estética sólo puede entenderse como acrecentamiento de los matices de modulación, por obra y gracia del anclaje de la palabra en la región del ser donde nace la afectividad. Si leemos cualquier poeta anterior a Garcilaso y luego al mismo Garcilaso, percibimos inmediatamente hasta qué punto el descubrimiento de su sensibilidad (su “dolorido sentir”) ha enriquecido la resonancia de la voz y, asimismo, cuánto ha ganado en plasticidad la lengua castellana gracias a su contribución poética. Ese descubrimiento de la sensibilidad, al ligarse a la ascesis del misticismo, incrementa la potencia de síntesis de las formas. Todo lo superfluo del petrarquismo garcilasiano se desvanece, y el idioma alcanza sus cimas más altas en las voces de fray Luis de León y san Juan de la Cruz. Hay versos de este último que pueden leerse como una definición de la voz de la poesía; así cuando exclama en una de sus canciones:

 

¡cuán delicadamente me enamoras!

 

Es en la dilatada demora que se extiende del apasionado primer acento del endecasílabo al tenue segundo acento suavizado por la prolongada cadencia que genera el adverbio, donde se produce el milagro de la encarnación de la delicadeza amorosa y de la expansión de la voz. La delicadeza constituye una instancia de la sensibilidad que supone un orden refinado, no exento de espontaneidad, capaz de generar un verso llano y ardiente por su entrega sin reservas y, al mismo tiempo, organizado y lúcido por su poder de seducción.

Esta concepción de la voz poética de matriz renacentista se mantuvo viva hasta hace relativamente poco en nuestra lengua. Tanto en Machado como en Jiménez, protagonistas insoslayables del simbolismo español, la voz mantiene aún toda su integridad. Entre los poetas argentinos del Siglo XX que cultivaron una línea de condensación y progresiva decantación, sin duda Borges ocupa el primer lugar. Para comprobar la impronta que el simbolismo deja en su obra, basta leer un par de estrofas de su Arte poética:

 

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor, un símbolo, 

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

 

Al leer estos versos serenos, de una suprema naturalidad, en primera instancia oímos la inconfundible voz de Borges, pero, al mismo tiempo, oímos la voz de la lengua castellana, voz que recapitula toda su historia en la modulación de ocho versos que reducen al mínimo sus artificios. Sólo un profundo amor por el idioma puede generar un fenómeno de esta naturaleza.

Este es el quid de la cuestión poética: no basta la idea insólita, no basta la imagen asombrosa, no basta la corrección rítmica; es preciso hacer oír la vieja voz del idioma en el interior de la propia voz. Tanto en la prosa como en el verso borgeanos se manifiesta una conciencia estética madura que trabaja el lenguaje hasta alcanzar el más alto grado de persuasión. Una conciencia estética profundamente escéptica, que sin embargo —como en las estrofas citadas— siempre se reserva para sí los privilegios de la ilusión y de la fe, al tiempo que se asigna como objetivos la musicalidad, el equilibrio, la sabiduría. Nada más alejado de la improvisación que la objetividad del verso borgeano ejerciendo su impresionante fuerza de síntesis. Al confrontar su conciencia estética con la improvisación actual, carece de sentido preguntarse por qué no se estudia su poesía en vez de continuar declamando textos que por su escualidez poco ganan con la dicción; carece de sentido hacerlo porque el abismo que se ha abierto entre la voz de Borges y las voces que nos rodean es prácticamente insalvable.

Ante esta situación, importa comprender que la irresolución sonora en que se diluyen los textos de la nueva poesía al ser recitados no es fortuita, sino conscientemente buscada. Habría que estar sordo para no darse cuenta de que lo que se persigue por todos los medios es despojar al verso de su resonancia y su musicalidad. La inmediatez no necesita resonancia, y todo es inmediatez, todo es acorralada avidez de vida. Como dice Wallace Stevens en Acordes tristes de un vals alegre: “Una inmensa anulación, liberada, / Esas voces gritando sin saber para qué, // Pidiendo la felicidad, sin saber cómo alcanzarla, / Imponiendo formas que no pueden definir…” Oídas desde la orilla de la tradición de la lengua, esas voces están mudas: no tienen pasado, carecen por lo tanto de identidad. Nadie parece percibir este fenómeno como lo que realmente es: una espantosa forma de abandono. “De todas las necesidades del alma humana, no hay ninguna más vital que el pasado”, escribe Simone Weil, “el pasado que se destruye no se recupera jamás”, diagnóstico escrito en plena Segunda Guerra Mundial, fecha que traza un antes y un después definitivo para el arte de occidente. Hoy, mientras las viejas formas ya son sólo ruinas y los nuevos formatos informales no acaban de encontrar una definición atendible, una multitud aguarda ser convocada al ritual del reconocimiento del recital público. En estos recitales la peluca, el disfraz, la mímica y la apelación a lo cómico o a lo escandaloso van ganando terreno: la performance es la forma que asume la conciencia de la extrañeza ante el cadáver de lo que alguna vez fue la conciencia estética de la palabra.

Al margen de personalidades poéticas aisladas que perseveran a contracorriente en la búsqueda de transparencia expresiva y en el uso de palabras enraizadas en el idioma, la tendencia poética con más poder de organización y de autopromoción en la literatura argentina de los últimos quince años hizo su presentación pública en Monstruos / Antología de la joven poesía argentina, prologada por el poeta Arturo Carrera y editada por el Fondo de Cultura Económica en el año 2001. Ocho años después, a mediados de 2009, tras haberse efectuado una purga que deja de lado a varios miembros de aquel primer grupo, el minimalismo —la tendencia hegemónica de la escritura actual— vuelve a la carga con otra antología, en la cual la palabra “joven” es reemplazada por la palabra “nueva”: Nueva Poesía Argentina, selección esta vez presentada por Gustavo López y publicada por Perceval Press. El cambio en la denominación del grupo se debe no sólo a que los poetas dejaron de ser jóvenes, sino a que aspiran a constituir un movimiento coherente y compacto, de características similares al de la Nueva Música, signando el fin de la era tonal y el comienzo de la era objetivista. La Nueva Poesía Argentina presenta, en efecto, esas particularidades: busca tanto la atonalidad como la objetividad.

La palabra objetividad, también usada por Theodor W. Adorno en su aproximación a la Nueva Música, hace referencia en su filosofía al rigor formal que le confiere su autonomía artística a la composición serial (también a la cohesión estructural de la composición tonal). En la Nueva Poesía Argentina, en cambio, apunta a señalar algo más laxo: “una actitud donde la subjetividad esté presente por ausencia, yacente para ser leída en las entrelíneas del texto”, en palabras de Alejandro Rubio, uno de los poetas antologados. Apenas un lustro después de publicar Filosofía de la nueva música —celebérrimo libro concebido entre los años 1938-1948— Adorno notaba graves síntomas de anquilosamiento en la tendencia estudiada, fenómeno que pone en evidencia en su ensayo “El envejecimiento de la Nueva Música”, de 1954. Algo similar sucede con la Nueva Poesía Argentina seleccionada por López; también ella adolece de vejez prematura, y las causas son de idéntica naturaleza a las apuntadas por el filósofo. Me remito al texto de Adorno, texto que si bien está centrado en la problemática de la Nueva Música, describe a la perfección la situación y la tendencia de las neovanguardias poéticas desde mediados del Siglo XX hasta hoy:

“Tocamos un tema extraordinariamente paradójico, a saber, la desaparición de la tradición de la Nueva Música misma. Los innovadores […] crecieron todos ellos dentro de la música tradicional. Su lenguaje, su crítica, su resistencia, cristalizaron en ella. Los seguidores no la poseen ya dentro de sí como algo vivo, y en lugar de ello convierten un ideal musical, en sí mismo crítico, en algo falsamente positivo, sin evidenciar la espontaneidad y el esfuerzo riguroso que ello exige. […] De este desorden se hace una virtud en un lenguaje universal y vulgar, en el cual ocupan el primer puesto los efectos cuasiliterarios, en especial una ironía tan carente de base como barata. Seudo-intelectualismo y pericia político-cultural desplazan la realización artística. La música que adopta la ‘pose’ de una tradición que ha dejado de ser sustancial y no se halla presente ya técnicamente, no tiene ventaja alguna sobre los productos elaborados por los ingenieros seriales. Lo único que ocurre es que esta música busca su propia comodidad y la de sus partidarios.”

Para poner a prueba este diagnóstico se impone citar aunque más no sea un texto de la Nueva Poesía Argentina. Elijo uno, sin título, de Alejandro Rubio:

 

De achuras a cebollas, el paso del hombre a la mujer. La
ensaladera vacía de loza floreada que depositaste sobre el tablón.
Vacía. Llenarla. Con huevos, con semillas, con ojos, con
mierda. Es el resultado de nuestro tráfago. Es la tonalidad
de nuestras ideas, dichas o contenidas u olvidadas. La mixta
verdad que campea sobre las quintas a dos kilómetros de la
ruta más cercana.

 

Junto al punto final de esta breve prosa, aparece una decorativa hojita grisácea: un capricho del diagramador de la edición que no guarda relación alguna ni con la temática ni con el estilo del que el texto hace gala, lo cual genera una impensada “mixta verdad” similar a la expuesta por Rubio en su escrito. Idéntica incongruencia se reitera en cada página del libro: el color oro viejo de los nombres de los autores alterna con las hojitas cenicientas junto al punto final de los poemas. Alejandro Rubio es un autor emblemático de su generación; por su mordacidad, por su ácida crítica, se diría que no parece dispuesto a hacer concesiones; pero lo cierto es que ha hecho la vista gorda a la hora de ingresar a las páginas de una especie de coffee-table book: un recamado recipiente similar la “ensaladera vacía de loza floreada” mentada en su prosa, también éste relleno de heterogéneos elementos difícilmente digeribles.

Esta “mixta verdad” —realismo sucio en un libro impreso como un misal— sí que puede legítimamente calificarse de nueva. En su brevísimo prólogo (media página) López no se ocupa de esta llamativa novedad; lo nuevo, a su criterio, está ligado a la producción masiva de textos, fenómeno que le permite anunciar con optimismo que estamos ante una revolución literaria de una “vitalidad inédita”. Sin embargo, las consecuencias que genera el impacto del vertiginoso crecimiento demográfico en el ámbito poético no han sido evaluadas críticamente. La prueba de ello reside en el hecho de que para dar cuenta de esa asombrosa abundancia se ha elegido un vehículo de origen arcaico: una antología, un florilegio restringido a un mínimo de autores y poemas. Esto no sólo es contradictorio, sino que pone en evidencia el hecho de que estamos frente a una simple estrategia de política literaria: se hace un gesto de benevolencia hacia el demos, pero con el único objeto de incorporarlo como contraseña en el salvoconducto de la corrección política. Justamente por ello, el prólogo de López se sitúa en las antípodas de cualquier tipo de conciencia estética. Sin embargo, sería inexacto usar la palabra improvisación para definir el aplomo que se adivina oculto tras su parquedad argumentativa. El antólogo no justifica ninguna de sus elecciones, da por sentado que nadie las discutirá. Y, efectivamente, nadie las discutirá. La improvisación sola jamás lograría hacerse obedecer de una manera tan disciplinada.

Para moderar el peso de estas conclusiones, para verificar que ha habido alternativas de renovar la poesía en circunstancias tan difíciles como las nuestras, incluso más oscuras que las que ha vivido nuestro país (por si alguien piensa que esa es la causa que explica nuestra situación poética), viene bien recordar lo que apuntó Oreste Macrí en las líneas finales del estudio preliminar a su edición crítica de la poesía de fray Luis de León: “un año hacía que [fray Luis] había salido de prisión, enteramente formado y templado en la teología y en la poesía, cuando san Juan ingresaba en el horrible calabozo toledano para allí componer, de memoria, sus liras y romances; también él poeta en cárcel, que ésta es extraña costumbre hispánica…” Como lo demuestra la experiencia de aquellos dos hombres excepcionales tan disímiles —el poeta docto y el poeta inspirado— la gran poesía nace cuando la palabra, arrebatada por el prodigio de un mundo renacido en el oído, logra templar el ánimo en la adversidad; no cuando se desentiende del arte y da rienda suelta a las frustraciones y sus desquites, sea cual sea su origen.