Borges en su poesía última

Jason Wilson

Each day counts
Geoffrey Grigson

 

Introducción. La poesía tardía de Jorge Luis Borges suele leerse principalmente porque fue escrita por Borges y, también, porque muchas veces en esos textos es Borges mismo quien seduce al lector que busca pistas biográficas. En sus ficciones se proyecta una persona literaria compleja, irónica, distanciada de sí misma; en sus poemas tardíos, por el contrario, la dimensión de la sinceridad cobra un especial relieve, permitiendo que ese lector curioso acceda al Borges íntimo. No obstante esa apertura, en los años ’70 la poesía de Borges ya no dominaba la moda ni innovaba. Pocos poetas jóvenes lo leían para descubrirse o comulgar con un maestro. Roberto Juarroz, según Jorge Fondebrider, aseguró que no aprendió nada de la poesía de Borges. Hay una lista de poetas de los años ’60 que influyeron mucho sobre los nuevos poetas: “de todos ellos… se podía aprender. De Borges, no.” La recepción de los poemas tardíos de Borges, uno de los pocos poetas argentinos “con profundidad propia y peso metafísico” (según el mismo Fondebrider), cambiará profundamente con el ocaso de la vanguardia. Otro factor en esa marginación sufrida por la poesía de Borges se deriva del hecho de que él frecuentaba solamente a sus poetas predilectos, a menudo ingleses, anglosajones o nórdicos, y tenía poca estima por la poesía contemporánea. Le dijo al poeta norteamericano Willis Barnstone: I’m a nineteenth century writer… I don’t think of myself as a contemporary of surrealism… [Soy un escritor del Siglo XIX… No me veo como contemporáneo del surrealismo…]

Cuando sentía el deseo de escribir, recurría al dictado. Definía el poema como algo involuntario. Creaba versos en su mente y luego los recitaba en voz alta. Su oficio y su destreza métrica aseguraban la supervivencia de sus poemas en la página tras ese lento proceso impuesto por la ceguera. Una consecuencia de lo afirmado -el poema no se provoca, el poema “sucede”- es que los seis poemarios tardíos recogen lo que se le iba ocurriendo a Borges en tanto no se sometía a un orden, lo que hace de casi todos esos poemas piezas circunstanciales, de ocasión. Es difícil adivinar si los poemas siguen una cronología. Al parecer, al llegar a un número suficiente, su editor los publicaba. Formalmente, poco cambia a lo largo de sus seis últimos libros. Entre La rosa profunda (1975), pasando por La moneda de hierro (1976),  Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) tenemos un ciclo formalmente homogéneo de poemas o variaciones musicales compuestos por un poeta de más de setenta años. Él mismo los llamó libros “misceláneos”, y a veces pasaba poemas de un libro a otro para completarlo o darle cuerpo. Estos últimos años fueron prolíficos en comparación con los que median entre 1930 y 1958, tiempo en el que compuso muy poca poesía (tan sólo veintiún poemas).

En su época tardía, Borges insiste en que un poema pertenece tanto a su autor como a su lector. En una conferencia afirmó que cuando leemos un buen poema sentimos que en parte lo hemos escrito nosotros mismos, una percepción intrínseca a la estética borgeana. Como dije al principio, un poema resuena en su lector no sólo por ser un buen poema, sino porque Borges logra introducir en él su personalísima voz. En su cavilar tardío sobre la poesía, sospechaba que la entonación, la voz del poeta, era lo esencial, no así las metáforas o las imágenes. Desde hacía años venía oponiéndose a las estéticas barrocas, las cuales no sólo ponen el énfasis en la sorpresa, sino que también sitúan la escenografía formal por encima de la dimensión emocional. Su voz, su entonación, se dirigen en voz baja a los lectores, sus “tácitos amigos”. Jaime Alazraki tildó esta voz borgeana tardía de music unheard before: an austere, poised, dignified, and quiet music [una música nunca oída antes: austera, sobria, digna, serena]. Una fuente de esta voz apacible es Montaigne, señalado por Borges en el poema “A Francia” como uno de sus maestros junto con Verlaine, considerándolo el “inventor de la intimidad”. En una nota a su lector de 1580, Montaigne se jacta de retratarse en su desnudez cotidiana, sin esfuerzos ni artificios. En un largo ensayo sobre la educación de los niños, y haciendo pie en la amplitud de visión que posibilita la vejez, ataca a los pedantes en nombre del caballero consumado, cuyo deber es desarrollar argumentos rápidos y agudos, asertos ingeniosos a fin de estar más cerca del buen poeta que del mal retórico. Montaigne desdeña las palabras y la destreza métrica en la medida en que no son fieles a la intimidad, igualmente Borges. Lo que prima es la materia, no las palabras que la evocan artificialmente. El estilo de Montaigne es sencillo, sin afectación, natural, escribe como se habla. Muy cercano a Borges, rechaza a los pedantes, a los frailes y a los abogados para encarnar el soldado, el guerrero. Así, compartiendo sus valores de hombre y de soldado, Borges lee a Montaigne y define su poética de viejo poeta. Un detalle más, tocante a la voz, es el uso constante en Borges del monólogo dramático, donde siguiendo a Browning, anula su personalidad para reencarnarse en la voz de otro poeta o personaje literario: Góngora, Cervantes, etc. Detrás de todos sus poemas tardíos, afirmó Alazraki, hay una voluntad de intimidad que menoscaba la objetividad de su poesía anterior. Según él, Borges logró ir más allá de la confesión fácil, la intimidad romántica y el egocentrismo existencial.

En sus libros tardíos Borges siguió explorando la emoción de la paradoja del tiempo, exploración que ya no tiene el carácter analítico de sus primeras aproximaciones al tema. Las alusiones en torno del aforismo de Heráclito sobre el fluir del tiempo como un  río, son las que mejor captan este obsesivo proceso borgeano. Él se disculpó del abuso que hacía del fragmento de Heráclito: “lo he repetido demasiadas veces”, dijo. Es cierto, pero nunca en tanto concepto abstracto. Con la vejez, el concepto tomó un sesgo emocional: por un lado acentuó el vértigo de la finitud y, por otro lado, lo obligó a tomar conciencia de que en realidad nada termina del todo. Hizo suya la frase heracliteana y, al haber pasado la vida ponderando el misterio y la angustia del tiempo, se diría que es como si él mismo hubiese concebido esa sentencia. Simultáneamente, contra el fluir del tiempo inexorable, el poema, haciéndose eco de una vasta tradición poética (Homero, Dante, Milton, Browning, Verlaine, Yeats, Frost, etc.) parece detener esa fluencia. De esa tradición nace la fuente vital del idealismo provisional de Borges y su “ficción” memorable: “El milagro secreto” (otro nombre para el efecto mágico de un poema). Así, el tiempo fugitivo, el acto de leer una tradición viviente, un poema y el arte en general, se vuelven, para el viejo Borges, materia urgente, más allá de la literatura. Para explorar el tiempo y la vejez en la poesía tardía de Borges, es necesario analizar la remanida ceguera como maldición y bendición, incorporando la vida y la soledad, tanto del autor como del lector, para reflejar “el crecimiento de la mente de un poeta” (en palabras del Prelude de William Wordsworth). También es necesario esbozar el tema literario, caro a Borges, de las resonancias emotivas de la tierra natal y del coraje, agregando algún comentario sobre el arte como viaje a la identidad. Sin olvidar la sorpresiva aparición del amor en los tardíos poemas de Historia de la noche (1977).

 Antes, unas observaciones sobre el estilo. Saer redujo el estilo borgeano a cinco elementos: tono coloquial, componentes léxicos fijos, contrastes abruptos, uso muy personal de la adjetivación, y, felizmente dicho, sus ‘incorregibles tendencias enumerativas’ (que derivan de Whitman como mostró Alazraki). Sin embargo, estas categorías no discriminan entre prosa y poesía. La verdad es que incontables poetas han confesado su deuda con la prosa borgeana, no así con su poesía. Un ejemplo es Alberto Girri, quien reconoció que la concisión epigramática y la sintaxis estricta de Borges parecían fuera de su alcance: “Por eso, leer la prosa de Borges me fue absolutamente decisivo”. Girri no sólo deja de lado la poesía, sino que no menciona la deuda borgeana con la sintaxis inglesa, algo que ayudaría a explicar las características de ese estilo, tanto en su poesía como en su prosa, sin disociarlas. En el epílogo a El hacedor (1960), Borges confesó cuanto de poco memorable había en su vida, con excepción de “la música verbal de Inglaterra”. Tan esencial es esa música inglesa que un crítico, Howard Young, decidió que “su tono es inglés” y sugirió que la elegía de Thomas Gray  [Elegy Written in a Country Church-Yard, 1751] comparte el mismo tono. Tal vez el aserto sea válido si pensamos en la libertad que puede deparar la sintaxis de la lengua inglesa, la cual permite introducir la dimensión de lo coloquial, aun en estrofas de corte clásico, tal como ocurre en la poesía del Borges tardío: en ella pensamiento y sensibilidad se integran cada vez más profundamente, al tiempo que se tornan más llanas, más precisas. Las palabras, en la poesía inglesa, no están tan jerarquizadas como en la tradición francesa o española; la distancia entre lo alto y lo bajo, entre la poesía y la prosa, no es tan honda; no sólo no es honda, sino que ambas dimensiones coexisten. Borges, en el prólogo a La rosa profunda, afirmó que cuando componía no podía predecir si emergería un poema o un cuento. En efecto, en la estela de El hacedor, prosa y verso se mezclan en todas las últimas colecciones. Por ende, las percepciones estilísticas de Saer se aplican tanto a la prosa como a la poesía borgeana.

 

La ceguera y la vejez. La poesía de la vejez fue definida por W. B. Yeats en su poema A Prayer for Old Age. En ese poema, “un viejo sabio”, un “hombre tonto y apasionado”, percibe a la decrepitud como sabiduría y a la juventud como pasión e ignorancia. En el bello poema An Acre of Grass, el poeta, “en el fin de su vida”, busca “el frenesí de un viejo” y alude a Timón, a Lear y a William Blake con su old man’s eagle mind [mente de águila de un viejo]. La noción de unos “ancianos”, imágenes de un Merlín barbudo, gurúes, profetas bíblicos y viejos sabios (arquetipos jungianos) pululan en nuestra cultura. En un tiempo ya lejano, cuando unos pocos alcanzaban la vejez, se consideraba a los viejos como fuentes de sabiduría. Sin duda, hay una extraña libertad en la vejez. En el magnífico poema “Elogio de la sombra”, el poeta Borges define una especie de “dicha” frente a la constatación de que  “el animal ha muerto o casi ha muerto”. El poeta puede encarar la muerte, libre de la sexualidad, de la moda y de la ambición. Ahora bien, para comprender el modo en que en la poesía tardía de Borges se manejan las categorías de lo “sabio” y de lo “libre” es necesario ligar ambas a la ceguera, tanto biográfica como literaria, recurriendo a la poesía de Milton. Es obvio que Borges acudió a Milton por empatía, ese Milton que se descubrió totalmente ciego en 1652. No obstante, hay mucho en Milton que es ajeno a Borges, empezando por una versión muy puritana de Dios y terminando por la política regicida que lo marcó. En cuanto a los poemas, Borges evita la sintaxis latina, la ambición épica y el poema largo, pero sí aprovecha en cambio el uso del blank verse (sin rima, pero medido). Borges deja de lado a los muchos críticos, desde el Dr Johnson hasta T. S. Eliot, que ven a la poesía de Milton “estrangulada” por el peso de la erudición, carente de “verdadera pasión” y de una sensualidad “marchitada” por tanta lectura (Eliot). Robert Graves encontró a los poemas de Milton “detestables” y concluyó que Milton era un poeta menor con un agudísimo oído para la música. Al mismo tiempo, hay semejanzas biográficas que contribuyen a la mutua identificación, aunque la obvia afinidad entre ambos poetas es la ceguera. Para Milton, la ceguera no era un pecado ni una calamidad, sino la oportunidad de penetrar things merely of their colour and surface [las cosas por su mero color y superficie]. La ceguera los obligó, tanto a Milton como a Borges, a verse por dentro, a contemplar lo que es “verdadero y permanente” (el platonismo de Milton). Una carencia física los dotó de una gran fuerza moral, un reverso cristiano evidente en Borges también. Tan es así que Milton agradeció a Dios por haberle otorgado un inward and far surpassing light [una luz interior y más intensa]. Le toca al poeta ciego see and tell / of things invisible to mortal sight [ver y contar cosas invisibles a la vista mortal]. Tal es la aceptación serena de “la dicha interior” de la ceguera, pero, como en el caso de Borges, también hay aspectos oscuros, sobre todo en el célebre último soneto de 1658, acerca de la muerte de su segunda esposa.  Milton la “vio” en un sueño, rescatada de la muerte, vestida de blanco y velada; concluye su soneto así: But o as to embrace me she inclined / I waked, she fled, and day brought back my night [Oh al inclinarse para abrazarme / Desperté, ella huyó y el día me devolvió a la noche].

En su “pasión por entender” su ceguera, Milton hizo un registro de todos los poetas ciegos anteriores a él en la tradición clásica, incluyendo a Tiresias. Este viejo ciego cantado por el ciego Homero fue explotado por Tennyson en su Tiresias (1885), donde el ciego dice “la verdad que ningún hombre puede creer”. Para T. S. Eliot, en The Waste Land, este “viejo con pechos arrugados” se convierte en un modelo de cómo adentrarse más allá de las diferencias de sexo. Hay una invitación a entender “sin ojos”, el eyeless de Milton. El primer poema de La cifra de Borges, titulado “Ronda”, evoca la ceguera como una “delicada penumbra”  y concluye con: “un ocio de jazmín / y un tenue rumor de agua, que conjuraba / memorias de desiertos” (referencias al olfato y al oído, pero no a la vista).

Borges nos ofrece una sabiduría ganada a la vida desde la cumbre de su edad y su ceguera. Casi todos los poemas terminan con alguna percepción sobre el lugar o la identidad o el arte. El último verso de La rosa profunda, “mis ojos muertos” juega con la muerte inminente y la ceguera a través de Attar el persa ciego. El poema “Proteo”, con su título obvio, termina con “tú, que eres uno y muchos hombres”, resumiendo la versión única pero previsible que tiene Borges acerca de la identidad. Varios poemas concluyen con la palabra “nada”, aludiendo a la extinción budista de la personalidad y un disolverse en la literatura, como en el poema “Soy”: “Soy eco, olvido, nada”. Borges estaba preparando su propia muerte. En “El sueño”, retrata al poeta como “resignado y sonriente”. Esa resignación y esa alegría se asemejan a las de Milton, también ellas alcanzadas por mediación de la vejez y la ceguera. Milton, sin embargo, es más ambiguo. En Samson Agonistes, el poeta se lamenta: O loss of sight, of thee I most complain! / Blind among enemies, O worse than chains, / Dungeon, or beggery, or decrepit age! [¡Oh pérdida de la vista, de ti me quejo más. / Ciego entre enemigos, Oh peor que cadenas, / cárcel, o mendicidad o decrepitud!]. Pero la obra concluye con: And calm of mind all passion spent [una mente calma habiéndose consumido ya toda pasión], poniéndose de acuerdo con el destino.Borges en su Introducción a la literatura inglesa, opina que la “obra maestra” de Milton es Sansón el luchador, con “versos espléndidos”, donde el ciego Sansón, cercado por enemigos, es fiel espejo de Milton. En el ensayo “La ceguera”, de Siete noches (1980), Milton es un poeta “que se sobrepone a la ceguera y que ejecuta su obra”, como el mismo Borges, dictándosela “a gente casual”.De idéntica manera, Borges se libera de las pasiones animales, de su cuerpo, gracias al privilegio de ser “anciano” y “ciego”.

Al envejecer aumentó la capacidad del poeta de maravillarse y, al mismo tiempo, mermaron el fingimiento y la jactancia. El lenguaje prosaico y directo de la poesía clásica se define en un poema como “el dialecto de hoy / [en el que] diré a mi vez las cosas eternas”. En el prólogo de La cifra (1981) revela su aguda conciencia de poeta cuya obra carece de cadencias mágicas, metáforas curiosas y poemas largos, incluyéndose en una tradición de poetas “intelectuales” como su querido Emerson. Insiste en que “no hay una sola hermosa palabra” en su obra. Este rechazo a fingir la belleza emerge también como una ignorancia reconocida y llevada a través de toda su obra tardía con expresiones como “no acabo de comprender”, “y nada sé”, “juego que no entiendo”, fiel a la sencillez de Montaigne. En el prólogo a Atlas, resume su vida y la senectud como un descubrimiento continuo “por la certidumbre casi total de su propia ignorancia”. Esta modestia recurrente convence porque se manifiesta en la selección de las palabras mismas. Incluso los recursos técnicos son limitados a una métrica obvia, que no se destaca, sobre todo su uso del endecalsílabo, del alejandrino, del soneto “proteico”, a sus rimas y la enumeración (¡y cómo le fascinan las enumeraciones!), hasta su abuso de la anáfora, también evidente en Whitman. La modestia léxica y rítmica alcanzada en estos poemas fuera de las modas y de la historia nos sumergen en el ahora de la lectura, también ella fuera del tiempo.

Además, la ceguera nos ayuda a respetar el sufrimiento del poeta, ya que Borges nos dice de ella que es tanto una llave, una libertad, como un grito de autoconmiseración. El título mismo de La rosa profunda corre el velo de las apariencias y nos devuelve a los arquetipos que yacen detrás: la rosa mistica de Dante. El poeta reconoce este estrato de la experiencia universal: “rosa profunda, ilimitada, íntima”.Abundan las referencias a la ceguera y a la mala memoria. Todo se desvanece; también los libros son “simulacros de la memoria”, y una vieja foto “ya puede ser de cualquiera”. Borges típicamente reduce los escritores a nombres genéricos como El Marino, el griego, el persa, el sajón, el tirano, Virgilio, Shakespeare; él mismo llega convertirse en Judas o en Browning, porque en el acto de escribir o de leer no hay lugar para la individualidad; solamente hay lugar para la tradición y sus asociaciones. Esta necesidad de ir a lo esencial (a lo que está más allá de lo visible) propone la condensación y la elipsis como mecanismos creativos de primer orden, los cuales generan y ganan la confianza del lector, ese lector que puede esperar que Borges siga ahondando en las palabras claves de su léxico, como la tensión entre la espada y la pluma, la significación de los sueños, las versiones nostálgicas de la patria, los espejos, los tigres, los laberintos, el amor a los libros y a la lectura, y el tiempo siempre irreversible.

 

Tiempo. Søren Kierkegaard concluye su Temor y temblor citando un fragmento de  Heráclito el Oscuro -“nadie entra dos veces en las mismas aguas”- que Borges después hizo suyo. La novedad de Borges es que añade la experiencia de la lectura a este aforismo: The text is also Heraclitus’s changing river [El texto también es un Heráclico, un cambiante río].En el poema “Olaus Magnus”, las aguas heracliteanas siguen arrastrándole. El poema titulado “Heráclito” (varios poemas comparten este título) dramatiza el aforismo con su conciencia de “que él también es un río y una fuga”. Nada nos salva del río. Soñar, leer, crear arte, la filosofía idealista son meras compensaciones para este “insaciable tiempo que nos roe”, el hecho básico de la vida. El poema “No eres los otros” termina repitiendo: “tu materia es el tiempo, el incesante / tiempo. Eres cada solitario instante”, con la sospecha de que quizás el amor pudiera curar la maldición del tiempo. Extraña o descuidadamente, el poema “Ápice” recicla idénticas palabras. El poeta añora ser agua heracliteana en “Adán es tu ceniza”, pero un largo día de soledad lo deja “duradero y desvalido”. Así que hay un “estremecerse” y una “paradoja” detrás de la vida y del arte: el summum de la belleza poética, la rosa, puede llegar a parecer una “insensata rosa”, una “pesadilla”, una obscenidad. La pantera del poema que Borges (o su editor) transfirió de El oro de los tigres (1972) a La rosa profunda (1975), al igual que el mismo poeta, nunca puede asir su realidad, menos aún con el pensamiento y el lenguaje. Afuera de las rejas de su jaula, manifiesta su destino “(pero no sabe)”. Es un “ciego”, como Borges, y nada vale la pena. Este apelar al tigre o al león o a la pantera o al tyger de Blake es una constante, un arquetipo borgeano, su marca de identidad literaria.  En The Thing I am (en inglés), Borges no es más que la sombra proyectada por sus antepasados, “prisionero de una casa / llena de libros que no tienen letras”, verso que hace eco a la imagen de sí mismo como pantera apresada. Es lógico que Borges recurriera a la “nada”, al “nunca”, al “olvido” y al “nadie”. El poema lacónico “El suicida” termina con lo que podría llamarse sabiduría: “Lego la nada a nadie”, suavizada un poco gracias a su música verbal. La mente, entonces, es fuente de restless thoughts, that like a deadly swarm / of hornets arm’d, no sooner found alone, / But rush upon me thronging… [pensamientos agitados, que como enjambre de avispas armadas, al estar solo se abalanzan sobre mí], para citar las palabras que Milton pone en boca del ciego Sansón. Los poemas tardíos de Borges son bifrontes, muestran una realidad de Jano. La vejez en estos poemas es también confesión de fracaso, de painful diseases and deform’d, / In crude old age [enfermedades dolorosas y deformaciones en la vejez cruda], según Milton, pero también de que hay que empezar de nuevo gracias a la muerte personal, ya que “ninguna generación ha aprendido de otra cómo amar, todas las generaciones empiezan en el mismo punto de partida” (Kierkegaard).  Borges se hace eco de esa percepción en “La dicha”, donde “todo sucede por primera vez, pero de modo eterno”. O, enunciado de otra manera, todo puede ser por última vez, como en el poema “La cifra” que concluye: “hay que mirarla [la luna] bien. Puede ser última”. En el bello poema “El sueño”, el poeta explora su mecanismo: los sueños que destejen el universo para dejarnos en un “vértigo sin fondo, el tiempo”, como si la noche creara el olvido y un somnífero borrara el universo y pudiese “erigir el caos”, que no es otra cosa que el sueño. Soñar participa del fluir del tiempo. Borges afirmó en una conferencia que había llegado a lo siguiente: “creo que he alcanzado, si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común”, una percepción que conduce al lector más allá de la historia y de las fechas: no hay una sabiduría establecida de una vez para siempre, al envejecer cada uno llega a la suya por sí mismo, resucitando a Heráclito: “pues cada uno debe aprender por sí mismo”. Y como insinuó Kierkegaard, este constante redescubrimiento de la vida por cada individuo se debe al amor, como Borges anotó en Siete noches: “vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible para cada uno de nosotros”. El crítico Edward Said aceptó que envejecer puede dar lugar a alguna sabiduría, a algunas percepciones únicas, pero también, y esto lo fascinó más, a “intransigencia, dificultad y conflictos sin resolver”. Las divagaciones alrededor de la muerte escritas por el novelista Julian Barnes, a la manera de Montaigne, ofrecen una idéntica desconfianza sobre la posibilidad de que “la vejez traiga serenidad”; más bien, sospecha que muchos viejos (tenía sesenta años cuando escribió Nothing to be Frightened of en 2008) “son tan atormentados emocionalmente como los jóvenes, pero está socialmente prohibido reconocerlo”. Montaigne es la fuente de Barnes cuando escribe que “después de un largo trecho de tiempo, he envejecido, pero sin una pulgada de sabiduría”. Esta misma ambigüedad, aunque muy temperada, subyace en los últimos poemas borgeanos: hay sabiduría, hay serenidad, pero también hay desesperanza. En el poema que da título a la colección La moneda de hierro reaparece (una vez más) el acto de echar una moneda a cara o cruz, la cual al caer revela que su “reverso / es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres”. El poema “Elegía del recuerdo imposible” termina con esta antítesis: “desgarrado y feliz”. Las dos caras de la moneda son metáfora de un poema dividido en dos partes: “Anverso” y “Reverso”. El primero concluye con estas palabras: “El sabor de las uvas y la miel”, subrayando la sensualidad del sabor, de primordial importancia para el ciego; el segundo, despojándose de esa sensualidad, termina diciendo: “Es infamar el agua de Leteo”, con lo cual se alcanza la realidad total de la paradoja.

El poema más notorio del viejo Borges es su conmovedor soneto “El remordimiento”, que salió primero en La Nación y luego, con un verso cambiado, fue recogido en La moneda de hierro. Sus temas son: fracaso, arte, culpa, vejez. Escrito poco después de la muerte de su madre, en 1975, el poema comienza con una constatación negativa: “No he sido / feliz”. Sus padres le donaron el nacimiento y el valor; él, sin embargo, traicionó esa donación; de ahí que la frase se reitere en el poema, reafirmando su condición de culpable. El poema define este fracaso como “pecado”. Una causa de su fracaso ha sido su dedicación a la poesía (que “entreteje naderías”). Otra causa es su cobardía. Aquí tocamos el tema borgiano “no fui valiente”. Los dos últimos versos repiten: “No me abandona. Siempre está a mi lado / la sombra de haber sido un desdichado”. Para un lector atento de poesía hay una clara alusión a Nerval, arquetipo del desamor, el “desdichado” de Les Chimères. La palabra “siempre” sitúa esta pérdida en un marco temporal: un suplicio mental que no cesa. Borges ha evocado a Nerval como confesión de un idéntico destino. Este poema es tan directo y libre de referencias culturales que un comentario crítico no ayuda a esclarecer su pura honestidad emotiva. Lo que a mí me impacta en él es la irrupción de frases personales tan directas, tan poco borgeanas si las acercamos al léxico del primer Borges. Esta irrupción del dolor dentro de los poemas define su calidad. En el poema “Descartes”, oímos una voz igualmente urgida: “Siento un poco de frío, un poco de  miedo”. Del miedo a morir ha de hacerse cargo el valor; la última batalla será con la muerte. El soneto “El remordimiento” es un poema confesional y valiente. Sin embargo, Borges ya había hecho un ensayo en 1934 sobre esta posibilidad de exponer “sentimientos crudos”, pero en sus poemas escritos en inglés.

Sería ingenuo, tratándose de Borges, creer que no hay citas enterradas en el soneto “El remordimiento”. Por ejemplo, en su poema L’irréparable, Baudelaire nos pregunta: Pouvons-nous étouffer l’implacable remords? El remordimiento es el “viejo enemigo”, el glotón destructivo y paciente como una puta o una hormiga. Para Baudelaire, el remordimiento es la perdición, la muerte de la esperanza en el “teatro de su corazón”. Luis Cernuda abre su libro surrealista Un río, un amor (1929) haciéndose eco de Baudelaire, en su poema titulado “Remordimiento en traje de noche”, en el cual esa virtud negativa “es el remordimiento, que de noche, dudando, / En secreto aproxima su sombra descuidada”. Para Cernuda, Baudelaire y Borges el remordimiento es una fuerza muy activa, muy creativa; no los inhibe, los pone en camino hacia la escritura. 

El soneto también evoca sonetos anteriores como “1964, II” que comienza diciendo “Ya no seré feliz. Tal vez no importa”, donde el poeta sugiere el placentero estremecimiento de la desdicha (no hay emoción negativa en la poesía porque nombrar es exorcizar) porque “Sólo [le] queda el goce de estar triste”. El concebirse como un “desdichado” tiene su primer antecedente en el poema “Alguien”, de 1966. Alazraki liga este texto anterior en un ciclo de poemas dedicados a la desdicha, justificados por el comentario de Borges de que nadie está hecho para la felicidad. Y la forma del soneto confirma una larga tradición consciente. Borges releía los sonetos de Shakespeare continuamente, no las obras teatrales, como le confesó a Fernando Sorrentino. Estos sonetos, dijo, son intricados y oscuros precisamente porque son íntimos; son “confidencias que nunca acabaremos de descifrar, pero que sentimos inmediatos y necesarios”. Esta percepción es clave para entender el soneto borgeano, queda en evidencia en “Remordimiento”. A propósito de la forma soneto, quiero subrayar algo anotado por Adolfo Bioy Casares en 1965: Borges insiste en que toda rima es “ripio” y que él buscaba rimas naturales como  “calma / alma”.

 

Valor y patria. Este binomio ya forma parte de los emblemas de esa persona poética reconocible como “Borges”, que juega sin cesar con la dualidad valor-cobardía a largo de toda su obra, hasta el final. En un poema dedicado a Brahms, repite: “Soy un cobarde. Soy un triste”. En otro poema sobre los conquistadores, toma distancia del “yo fui valiente” que ellos enuncian. Acerca de un arquero noruego, leemos que “no hay otra obligación que ser valiente”. Otro poema incluye al poeta en este tema: “no soy un hombre fuerte y sólo las palabras / podían salvarme”. Juntar esta letanía reiterativa y sincera (por repetida) con la nostalgia de una patria desvanecida redondea la persona Borges en los últimos poemas. Su estudio de los textos anglosajones o islandeses o nórdicos se basa en nociones de un valor elemental, primario. Siembra nombres de machos exóticos en poemas en español como señal de su admiración por la virilidad primitiva. El poema “Einar Tambarskelver” se refiere a un momento en la historia islandesa; allí el poeta confiesa: “Yo ahora la traslado [la lengua, la valentía], / tan lejos de esos mares y de ese ánimo”. La distancia temporal y una mentalidad ajena convierten al poeta moderno en mero copista, en simple transcriptor. Ser poeta moderno sin participar de las emociones de valor épico no tiene sentido. “Elegía de la patria” asocia el pasado con el valor: “Siempre el valor y siempre la victoria”, dejando ceniza y vestigios de “esa antigua llama”. Borges, como poeta, ha llegado demasiado tarde para compartir esta historia. Su noción de patria está encerrada en el pasado, tal como le confió a su amigo Manuel Mujica Lainez: “la perdimos”. El soneto “Hilario Ascasubi” ubica toda felicidad posible en el pasado: “Alegría de una espada”, así define la patria perdida. En cuanto al presente, el poeta asegura: “Hoy somos noche y nada”. El poema “Buenos Aires, 1899”, el año de su nacimiento, alude a su ciudad mítica de aljibes, tortugas, patios, zaguanes, parras (ya reconocibles como elementos borgeanos, pero lejos de la parodia de sí mismo), que culmina confundiendo “olvido” y “elegía”. La patria se reduce a un espacio muy privado, muy local. En poemas sobre México y Perú, este pasado heroico se ha convertido en una letanía de cosas cotidianas y sencillas como el sonido de una ola, un patio o una fuente, “cosas eternas”.

Otro poema notorio del Borges viejo refleja lo que sintió sobre el conflicto de las Malvinas de 1981. “Juan López y John Ward”, poema en prosa, confronta ambos lados de la identidad de Borges como patriota, el criollo y el inglés (que ya conocemos por su cuento “El Sur”); los dos aspectos de su persona literaria enredan Buenos Aires y Londres, el Quijote y Father Brown, Conrad y la calle Viamonte. López y Ward, los protagonistas del poema, hubieran podido ser amigos, pero ambos encarnan a Caín y a Abel. Este poema político basado en arquetipos de conflicto termina diciendo: “El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”. Que el viejo Borges haya adoptado esta posición, contraria a miles de patriotas de ambos lados durante la guerra, es otra señal de su valor. Este poema fue copiado, fotocopiado, pegado en muros y comentado alrededor del mundo.

 

Identidad. Un fragmento de Heráclito reza: “Yo me escudriñé a mí mismo”. El viaje al centro del ser es una de las principales metáforas de la obra de Borges, plasmada en el epílogo de El hacedor, en el cuento del hombre que gasta su vida dibujando el mundo, con sus bahías, montañas, islas y peces sólo para descubrir que había dibujado su propia cara. El yo es ilusorio, esconde al arquetipo donde éste se funde con el otro y todos los otros, una experiencia implícita en el acto de leer (salir de uno mismo) y en la naturaleza del lenguaje (que nos vacía de nuestras particularidades). Mucho del pensar de Borges en sus poemas gira sobre la noción de arquetipo, un sentido profundo de repetir un gesto o un diseño: “El que duerme es todos los hombres”. Es inevitable aproximar esa noción de arquetipo a C. G. Jung. Para ambos, los arquetipos son imágenes emotivas que vinculan los seres humanos a experiencias básicas que se repiten como el nacer, el amar, el morir o la luna, la rosa, etc. La diferencia radica en que para Jung esos arquetipos están enterrados en nuestra fisiología, mientras que para Borges son literarios y verbales (una palabra es un arquetipo). Borges no hace más que citar el concepto de arquetipo en sus poemas como hecho, fuera de discusión, obvio. Estaría de acuerdo con Jung en que “nuestro pensamiento [no] puede asir los arquetipos, porque nunca los inventó”.Lo esencial es que los arquetipos socavan el tiempo lineal. El poema “El sueño” repite una frase hecha: “seré todos o nadie. Seré el otro / que sin saberlo…” El ser es igual a Proteo, todos y nadie. En este sentido, ser actual es inevitablemente superficial, y envejecer contribuye a aumentar la sensación de pérdida, constituye el reverso del carpe diem. El poeta, identificándose con lo que lee, se convierte en Ulises explorando el infierno; ve a Tiresias, y hoy, siempre empobrecido por el presente, camina por las calles Bolívar y Chile de Buenos Aires sin posibilidad de alcanzar la felicidad: “Quién me diera ser él”, afirma en el poema “All our yesterdays”. La vejez ha divido el futuro de los muchos pasados posibles. El poeta es un “nadie” que no puede ni siquiera levantar una espada. El poema “Aquel” pone nuevamente en juego la identidad borgeana: él es un “poeta menor”, luchando por “olvidar la biografía”, un ciego sin hijos. El insomnio, otro constante autobiográfica, revela el horror de ser, y el poeta es condenado a habitar su cuerpo y a tener su “detestada voz”, a ser “y seguir siendo” Borges.

El poema “La Fama” revela otra faceta del poeta anciano, su renombre. Hay una lista de lo que sus lectores sabemos acerca del poeta desde el primer verso: “Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar”. Este verbo “haber” genera el resto de la enumeración. Volvemos a ver el patio, la viña, el zaguán, su dominio del inglés, del anglosajón, del alemán y del latín; su diálogo con un viejo asesino, su placer en leer a Macedonio Fernández “con la voz que fue suya”, el no haber dejado nunca su biblioteca, el no haberse atrevido a ser don Quijote, el admirar a Conrad y ser un argentino. Y llegamos a la última categoría que todos sabemos: “Ser ciego”. Entonces, el poema hace vibrar todo esto porque el poeta ostenta “una fama que no acabo de comprender”. Terminar en una nota de duda, de no-conocer es más que modestia irónica (y afirmativa), porque toca la paradoja de que la razón y las palabras no pueden explicar la vida, aunque se puede sentirla. Cuando una vida se reduce a palabras –la lista– pertenece a todos (sus lectores). En “Andrés Armoa” el poeta evoca a un gaucho que narra su cuento acerca de un largo viaje de Junín a San Carlos en el que sus palabras se separan –de una manera muy borgeana– de los hechos de su experiencia: “Quizá la cuenta con las mismas palabras, porque las sabe de memoria y ha olvidado los hechos”. El primer poema de Los conjurados, “Cristo en la cruz”, teje la experiencia del tiempo y de la identidad de Cristo, uno que podría ser cualquiera y nunca vio lo que sucedió tras su muerte. Concluye: “¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora”, porque el tiempo es sucesión de “ahoras” (“Somos el tiempo”). Acaso la muerte “nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo”, pero dicho sin pánico. Ser alguien es simultáneamente fama vana, ser Borges y la máscara de la personalidad. Lo dijo sin ambages: “estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso”.

 

El amor del viejo. La narrativa biográfica de las musas y de los amores de Borges es bien conocida. En sus poemas de vejez hay una suerte de desenlace amoroso. En Historia de la noche, un poema corto y delicioso titulado “Gunnar Thorgilsson (1816-1879)”, ofrece seis versos acerca del pasado, con espadas, imperios y Shakespeare, para concluir enfáticamente: “Yo quiero recordar aquel beso / con el que me besabas en Islandia”. Ese “aquel” aisla el beso y lo liga con el placer de asociaciones islandesas. Nada vale la pena recordarse en la historia excepto aquel beso. Este poema sorprendente se parece al poema tardío de W. B. Yeats titulado Politics, donde esa chica parada allí se burla de la política romana, rusa y española, de todas las guerras y alarmas, para terminar: But O that I were young again / And held her in my arms! [Oh ser joven otra vez y estrecharla en mis brazos]. Pero el deseo del viejo Yeats (no la toca en el recuerdo verbal) se diferencia del beso del viejo Borges (un recuerdo físico). “Himno” incluye una larga lista que funciona como negación de la importancia de la historia, otra vez gracias a la bendición de un beso, “porque una mujer te ha besado”. La canción de amor “El enamorado” establece una enumeración anafórica a partir del binomio “debo fingir”, generando una secuencia de ilusiones mentales acerca del mundo. Concluye: “Sólo tú eres. Tú, mi desventura / y mi ventura, inagotable y pura”.  La musa, más allá de los sentidos y de los suplicios del sexo, excita al poeta, como a cualquier amante que vacila. La vejez no ha disminuido esta incertidumbre amorosa. Qué raro que un poeta como Borges se haga eco de los lugares comunes del Bécquer de “Poesía… ¡eres tú!” de las Rimas. “Las causas” es otra enumeración que concluye con el destino de los amantes: “Se precisaron todas esas cosas / para que nuestras manos se encontraran”. Otra referencia física: manos. “La espera”, ese lugar común de la poesía en el que el amante duda temblando, es un poema que elabora un concepto acerca de lo que pasa en el universo mientras él aguarda a su amada; dice: “(En mi pecho, el reloj de sangre mide / el temeroso tiempo de la espera)”. En tanto el poeta viejo espera, un monje soñará con un ancla, un tigre morirá en Sumatra y nueve hombres morirán en Borneo. Este amor de un seudo adolescente se afirma contra la realidad de la vejez. El poeta se mira en un espejo y ve su alma “lastimada de sombras y de culpas”, pero sin nombrarlas. Otro poema enumera todo lo que hubiera podido pasar, incluyendo “el hijo que no tuve”. No obstante todo lo vivido, y reiterativamente, el poeta nunca abandonó la biblioteca de su padre, nunca creció, y ahora se encuentra solo. En un monólogo dramático, dando voz a Cervantes, repite “no quiero ser quien soy”, un viejo “en mi triste carne célibe”. Pero todo pasa, incluso el amor pasa, como en el poema “G. A. Bürger”, la sabiduría inútil del viejo es consecuencia del devenir heracliteano del tiempo: “sabía que el presente no es otra cosa / que una partícula fugaz del pasado / y que estamos hechos de olvido…” En su conferencia sobre la ceguera, en Siete noches, Borges cita versos del más grande de los poetas de España, fray Luis de León, donde la vejez es concebida como vida solitaria, “libre de amor, de celo, / de odio, de esperanza, de recelo”, lo cual en cierto modo sin embargo se contradice con las palabras finales de esa conferencia: “Pero vivir sin amor creo que es imposible, felizmente imposible”, donde sin duda Borges se refiere al amor femenino, no al divino. En su obra, el amor está idealizado, toma distancia de la sexualidad y del deseo; surge en la vejez como una “nueva y sencilla felicidad”. Borges siempre se sintió atraído por la posibilidad de la felicidad, pero la vida se la vedó hasta la vejez (véase su poema “La dicha”),  como confirma, en inglés, I no longer regard happiness as unattainable; once, long ago, I did [Ya no concibo la felicidad como algo inalcanzable; una vez, hace mucho, lo hice]. Sus poemas de amor tardío por una mujer revelan aspectos íntimos de su personalidad, pero sin caer en los pormenores de una confesión. Besar enturbia su amor platónico, puramente mental; carece de la sensualidad del beso de Rubén Darío: “rojo beso ardiente”. Según Borges, la vida apasionada y solitaria de Emily Dickinson se basó en su preferencia por “soñar el amor y acaso imaginarlo”, una frase que ofrece una llave para asir sus poemas tardíos de amor. Borges en su ensoñación del amor no alcanza a participar de la libre mirada y de la honestidad de apreciación de Montaigne sobre el tema, quien en su ensayo sobre Virgilio confesó: “Encuentro más placer mirando la dulce cópula de dos bellos jóvenes, o simplemente imaginándolos, que participar yo en una triste mezcla sin forma”.

 

Conclusión. Los poemas del poeta viejo son exclusivamente suyos; quiero decir: no configuran una poética sobre el tema. No hay una poética de la vejez porque cada viejo es viejo a su manera, sin equivalencias sociológicas. Borges no se parece al viejo poeta apasionado W. B. Yeats ni al viejo Robert Graves, a quien visitó en su “esplendor patriarcal”. La poesía del Borges anciano es clásica y sus técnicas literarias son obvias y reiterativas. Sin embargo, hay una delicadeza y una sinceridad que reafirman constantemente la integridad de la poesía. Además, se refinan las referencias a los otros sentidos -el oído, el olfato, el sabor- compensando en cierto modo su condición de ciego, el hecho de haberse transformado en lo que Milton llamó eyeless in Gaza. Lo que nosotros oímos es la música sutil de su dicción coloquial, su voz que nunca se afea con el uso del argot; el olfato se asocia con las rosas y los jazmines que abundan en su obra, el sabor se destaca en varias asociaciones con el agua. Por ejemplo, “el sabor del agua” puede a veces vencer “a la desdicha”. Este elemento –agua– al descender por la garganta sugiere un fluir heracliteano interiorizado, que resume el pensamiento borgeano sobre el tiempo y la identidad. El agua refresca la voz del poeta, como un manantial o una fuente. Es agua arquetípica, primordial: “La frescura del agua en la garganta / de Adán” o, casi repitiéndose verbatim, la “frescura / del agua elemental en la garganta”. En el poema “Alguien”, de 1966, el poeta confeccionó una lista de las cosas esenciales de la vida como “el sabor del agua”. Esta sensación de líquida frescura alivia momentáneamente, tal vez porque pasa como el tiempo y la vida. Estamos cerca del arquetipo del viejo, ofreciendo sabiduría acerca de las sensaciones vitales y el tiempo fugaz, como Edipo en Colono (en la traducción de Yeats), cuando el héroe envejecido y cegado encuentra su lugar predestinado de muerte, aportando bendiciones a la tierra que lo acepta. En el poema “Góngora”, otro monólogo dramático, el cordobés barroco confiesa depender demasiado de mitologías, de Virgilio, del latín, en poemas que son laberintos arduos, con metáforas remplazando al mundo (perlas en lugar de lágrimas). La crítica de sí mismo que hace Góngora/Borges desemboca en poemas de otro tipo de vejez, descartando la erudición, los laberintos intelectuales y las metáforas en beneficio del plain-talk de Milton: “Quiero volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas”, otra enumeración de asociaciones arquetípicas. La forma que esta poética elemental adquiere se hace patente en el cierre de los poemas: concluyen siempre con una fórmula que lo compendia todo. Son como fábulas, cercanas a poemas didácticos, pero basados en la dura experiencia de envejecer ciego. Nos enseñan a nosotros, los lectores que nos acercamos al final (the endgame), qué papel tan importante puede llegar a desempeñar el arte en el último tramo de la vida. En la encrucijada de senectud y ceguera, Borges afirma que “el consuelo es de Milton”: más bien poético que filosófico.

 

Bibliografía mínima:

– Alazraki, Jaime, ‘Language as a musical organism: Borges’ later poetry’, en Borges and the Kabbalah and other Essays on his Fiction and Poetry (Cambridge: Cambridge University Press, 1988).

– ‘El difícil oficio de la intimidad’ en Angel Flores (ed.), Expliquémonos a Borges como poeta (México: Siglo Veintiuno Editores, 1984), pp. 145-48.

– Barnstone, Willis Borges at Eighty. Conversations (Bloomington: Indiana University Press, 1982).

– Bioy Casares, Adolfo, Borges, edición al cuidado de Daniel Martino (Barcelona: Ediciones Destino, 2006).

– Borges, Jorge Luis, Obras completas (Buenos Aires: Emecé, 1974). Obras completas, 1975-1985, vol. 3 (Buenos Aires: Emecé, 2007). El círculo secreto. Prólogos y notas. Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi (Buenos Aires: Emecé Editores, 2003). Borges, oral (Buenos Aires: Emecé / Editorial de Belgrano, 1979). ‘Montaigne, Walt Whitman’, Textos recobrados 1956-1986, (Buenos Aires: Emecé Editores, 2003), pp. 37-40. ‘Milton’ en Obras completas en colaboración, con María Esther Vázquez (Buenos Aires: Emecé, 1979), p. 825. Siete noches (Buenos Aires: Emecé, 1997). Arte poética. Seis conferencias, traducción de Justo Navarro (Barcelona: Editorial Crítica, 2007). The Aleph and Other Stories 1933-1969: together with Commentaries and an Autobiographical Essay, ed. and trans. by Norman Thomas di Giovanni in collaboration with the author (New York: Dutton, 1970).

– Fondebrider, Jorge, ‘El Borges poeta y los poetas’ in ‘Borges 1899-1986. Veinte años después’, ñ. Revista de Cultura, Clarín, 141, 10 de junio 2006, pp. 12-4.

– Saer, Juan José, en La Nación, 11 de junio, 2006, p. 2.