La literatura, la naturaleza, la vida

Javier Adúriz
(Inés Aráoz: Echazón y otros poemas)

 

Una mujer mira el paisaje, lo mira, lo ve. Presiente el ojo de un águila refractando el mundo y la Tierra queda en suspenso. Una mujer ve por entre nubes el abrirse del cielo y lleva en su espíritu un trozo de naturaleza, como si fuera un significado, donde lo alto y lo bajo se encuentran. En esta hipótesis, esa mujer es Inés Aráoz para quien la poesía es un precipitado final de la contemplación, la práctica revelatoria de la estructura esencial de la vida.

En efecto, hay un poema, en la segunda parte del libro, titulado “Imponderable” que otorga la pista de aquella dinámica: “La distancia que nos une al libro / a una flor / al amado / -imponderable- / nos devuelve el canto / -y no hay voz- / la luz / -y los ojos se han cerrado.” Una dinámica que como se ve, multiplica el canal de percepción entre la literatura, la naturaleza y la vida, las tres instancias que conforman su subjetividad en dirección a lo poético. Es que de algún modo, cada poema de Echazón resulta la celebración de un hecho, toda vez que “de lo profundo a lo alto oscilo” en la querencia “de esa medida exacta /  que fue el amor.”

Echazón y otros poemas se presenta como un libro canónico, de madurez. Carece del afán de originalidad. En todo caso, en su hondura, descubre lo que le es propio, como si fuera una meditación macerada de la experiencia, con algo de aquella perspectiva que Pavese sostenía para su trabajo: “el verdadero estupor está hecho de memorias, no de novedad”. Y esa es la distancia imponderable. El distanciamiento que le permite ver, haciendo un canto de lo comprendido, metaforía, imágenes.

En principio, Echazón se asemeja a un álbum. La primera sección, “De puro espacio y silencio”, concentra principalmente visiones de aquellos tres orígenes que comentábamos: en el campo de las letras: Malcolm Lowry, García Lorca y la aventura de frecuentar los libros; en cuanto a lo natural: Iruya, Yacanto, la ciudad de Tucumán, un instante en Manhattan, las localidades donde se produjeron visiones; o bien, ya en el rango de lo puro existencial, el descubrimiento del amor, la referencia a los amigos, el encomio de la pasión que siempre termina en sueño, donde vida y muerte se resuelven en ápices de una epifanía, mientras una es otra y la otra, una.

La segunda parte, en cambio, “Pequeños objetos”, contiene el resto de las referencias de esa voz que mira, un yo que indaga en los alcances de la palabra, a través del oficio del poeta. Ahí elogia la noche creativa, en radical oposición a la banalidad del día. Se pregunta si su texto, en el lector, arribará a “la contemplación piadosa de su corazón”, y así, en anhelo de la “voz viva”, proponiendo al pasar cierta alusión crítica contra la civilización tecnológica y algunos tipos costumbristas reconocibles: las comadres, o el langostero, por ejemplo, cuyo hedor ominoso tal vez contenga alguna reminiscencia política.

 No se piense, con todo, que el estilo de Aráoz vira al conceptismo. Por el contrario, su pulso poético trabaja constitucionalmente sobre una fecunda imaginería, trenzada por momentos de manera inusitada, con cierta tendencia surrealista y en otros, con más suave analogía. Pero su énfasis es siempre ascensional, en el sentido de que bajo su óptica, cuando el momento merece ser poetizado, linda con el misticismo, una suerte de revelación laica en la que no es extraña sin embargo la palabra Dios. Y esa parece ser su contextura. El conocimiento de alguien en la playa, o su mera visión, por caso, no sólo puede remitir al horizonte de la cultura personal, a la célebre ola de Hokusai, en el poema que lleva este nombre; también esconde la celebración orgiástica de la vida, la expansión más alta de los sentidos. Un proceso donde el yo nunca está ausente, y con la aceleración de su latido obtiene la unitiva contemplación del hecho terrestre, acoplado a cierto reverbero celeste.

Aun así, su libertad creativa, su caudal maduro en suma, le permite todo tipo de transgresiones a una probable norma íntima. Quiero decir: si los poemas se sitúan en el fluir imaginero, hay algunos, no obstante, que dicen con sencillez una convicción. Recuerdo en este instante el de la copa de agua de René Lalique, aquél maestro del art decó: con transparente andadura, sus líneas realizan el elogio de la desnudez, del despojamiento. Y si los poemas rehuyen en general la puntuación académica, esa grafía reaparece y desaparece a gusto o a necesidad del asunto en progreso. Y tal y tal. Aunque invisibles, estas decisiones puntuales, constituyen un rasgo refrescante, un matiz para la alegría del escritor en el libro, y del lector: ir recorriendo los vaivenes de una creatividad que se ajusta con pericia a la índole del material.

En estos mismos términos, no muestra menos arte, el tallado de su verso libre, muy variable según los casos, y la fluida alternancia con textos en prosa. Si hubiera que hacer una descripción de los instrumentos, habría que pensar en el verso libre de tercera generación, esto es, aquel que se empleó después de los años cincuenta, al menos hasta los noventa de manera predominante. Una línea libre, por fuera de rimas y medidas, pero que traduce su música, atada a un ritmo de respiración personal que hace sus pausas justas y encarece, en el caso de Aráoz, su construcción con el recurso de iniciarlos sistemáticamente con mayúsculas. Claro, hasta que resuelve lo contrario.

Igualmente, los poemas en prosa: un reflejo fiel de la cercanía entre el verso libre y la prosa poética, en la misma dirección que soñó Baudelaire, portadores de una inquietud del alma en expansión. Artesanía variable, que demuestra una voz acordada al espesor del material. Entre estos poemas en prosa resulta extraordinario, uno que se titula “Poema”, donde otra vez rezuma la estética del regodeo de los ojos, una visión prospectiva que finalmente se abre “a una dimensión más llena de gracia”, la evidencia de lo poético.

 Por último, el título del libro, mejor dicho, el poema que lo resume. Un texto largo que culmina el volumen y le confiere otra calidad, como si hubiéramos leído un completo y unitario y secreto tratado sobre el amor. “Echazón”, situado sobre el vocablo marinero de aligerar el buque en las tormentas, se despliega casi sobre un mantra, que se reitera para resetear la energía del poema y finalmente de todo el conjunto: “Vine a ser tu casa”. La dicción al amante ya viene siendo preparada a lo largo de los poemas y las partes, por la insistencia de unas mismas metáforas, en las que se conectan la casa, el cuerpo, la singladura, el rumbo hacia lo alto, la contemplación del sentido. Un gran poema, por cierto, de una experiencia que ha terminado pero que deja su lección en vitalidad y palabras. Escribir vale la pena, porque es una fe, una fidelidad a uno mismo y hacia los otros. 

Javier Adúriz