Editorial

Ricardo H. Herrera


Only by the form, the pattern, / Can words or music reach / The stillness, as a Chinese jar still / Moves perpetually in its stillness, escribe Eliot en el primero de sus Four Quartets (“Únicamente / por medio de la forma, del diseño, / la música o las voces consiguen la quietud, / como se mueve un jarrón chino inmóvil / perpetuamente en su inmovilidad”, traduce Wilcock); acaso una de las definiciones más lacónicas y concisas que existen acerca del valor y el alcance del concepto de estructura artística. Por obra de la cohesión formal, el sonido y el sentido convergen hacia un vértice de quietud; simultáneamente, al alcanzarse ese punto de calma, la intensidad de la expresión expande su imperio sugestivo, generando un movimiento perpetuo; en el caso de la poesía, las palabras del poema oscilan en el oído como hojas rozadas por el viento, el verso reverbera en la memoria como la superficie cambiante de un río que fluye. Con una lógica nada ajena a la formulación de esta paradoja, podría agregarse que las palabras y la música sólo pueden acceder a la forma en tanto aspiran a la serenidad. ¿Es admisible, entonces, ensayar una breve digresión sobre la sentencia eliotana, centrándola exclusivamente en el arte de la poesía, e introduciendo en ella una variación? Forma y serenidad, en efecto, están vinculadas, ya que la voluntad de forma sólo puede entenderse como una búsqueda de esclarecimiento y de estabilización de las pulsiones que generan la escritura, pero ni la melodía verbal ni el significado de las palabras desempeñan un papel pasivo en ese vínculo, no se desplazan inercialmente hacia su mutuo encuentro; por el contrario, colaboran en la construcción de esa relación de un modo muy activo; también ellas están estrechamente ligadas entre sí, ya que la musicalidad contribuye a ampliar de un modo sustancial el campo semántico de las palabras, confiriéndoles un halo fascinante. Cabe inferir, por ende, que es la música la que consolida el puente que conduce las palabras hacia la forma. Con el vocablo música quiero significar exactamente música de la poesía, ya que también la prosa posee su propia textura armónica, aunque el uso de ideas e imágenes sea común a ambas. Pero así como es perturbador percibir la música de la poesía en el ámbito de la prosa (sobre esto no hay disenso, de ahí la salud de la prosa), del mismo modo es penosa la situación contraria: hacer oír el paso de la prosa cuando uno espera escuchar la música de la poesía. Ello no implica el rechazo de la inclusión de una perspectiva prosaica en el interior del poema -o, inversamente, de una perspectiva poética en el interior de la prosa-; no supone un purismo de temas o de léxico; la perspectiva de la visión puede ser prosaica, pero los instrumentos propiamente musicales de la palabra poética -la medida, la periodicidad acentual, los paralelismos fónicos- han de mantenerse al margen de esa operación, ya que disolverlos en ella sólo conduce a debilitar la función rítmica del verso, o, lo que es peor, a acrecentar la pérdida de la noción de verso. El cuidado por la técnica del verso y el amor por la poesía son una y la misma cosa;  y, como observa De Quincey con su usual agudeza, siempre es lamentable que algo se pierda y se derroche, especialmente el amor…