Leer a Lucrecio equivale a…

Leer a Lucrecio equivale a… [1]

Mario Luzi
Traducción de Ricardo H. Herrera

 

La poesía de Lucrecio es un vino puro y potente que debe beberse con parsimonia en los momentos de concentración. No como si se tratase de LSD o mezcalina, que quede claro: sino tan sólo como una esencia. También ésta produce un efecto de dilatación del yo (del sentimiento de nuestro “individuo”), pero su efecto no depende de un quiebre o de una alteración, sino más bien de un ahondamiento del sistema conceptual y sensitivo que nos es propio, ejerciendo un poder vivificador que a mí siempre me ha parecido vertiginoso. Ese ser persuasivo, intrépido y severo, que se esforzó en conducir la mente del hombre a la adultez, despierta al mismo tiempo el sentido animal y telúrico que duerme bajo los rituales civiles, tornando tan intensas nuestras percepciones ordinarias que llega a hacerlas parecer nuevas y primordiales. Es una maravillosa inmersión en la vívida materialidad de los fenómenos que configuran la existencia, la aventura de la que formamos parte; tanto más cuanto que Lucrecio limpia la visión de las cosas de la angustia de la costumbre colectiva, como asimismo de aquella otra de la emotividad subjetiva. Durante la lectura del De rerum natura me ha sucedido más de una vez pensar que el punto de vista angular del hombre, tal como la cultura étnica y la susceptibilidad egoísta lo han hecho, ha sido abolido, pasando a ocupar su lugar otro punto de vista, también humano, sin límites ni condiciones, primordial. En suma, se podría decir que Lucrecio, al tiempo que celebra la madurez del pensamiento, torna prístina la imagen “salvaje” del universo, removiendo todas las incrustaciones que la tradición cultural y religiosa le han puesto encima: una fuerza doblemente liberadora por ende, de orden intelectual y existencial.

En relación con el primer aspecto, pienso que poco tiene que ver con el tipo de desenmascaramiento ideológico que el poeta se propone al divulgar la filosofía de Epicuro. Considerada objetivamente, la eficacia de la ideología de Lucrecio es ambigua: libera al hombre de las ilusiones y de los terrores supersticiosos, pero lo enfrenta crudamente a la eterna necesidad de la materia; lo exime de la servidumbre de los prejuicios, pero lo deja solo frente a la irreparable servidumbre cósmica. No se puede afirmar que nos dé una imagen exaltada del destino. Exaltado es, sin embargo, el proceso que libera a la mente de sus temores, el acto de la mente que rompe las barreras de las creencias inertes y accede a la revelación plena e inexorable del mundo. No menos exaltada es la dura consecuencia del acto: la razón del hombre, sola e impávida, obligada a presenciar el drama perenne de un universo del cual ella forma parte accidentalmente. Esta es sólo una parte de la fascinación de Lucrecio, aunque no la menos fuerte: el estremecimiento altivo de la mente, orgullosa de alzar la verdad que ha conquistado, aunque ésta se vuelva contra las ilusiones y las esperanzas del hombre a quien nada le es prometido salvo la paz del anonadamiento. Una parte, decía: la parte intelectual de la fascinación lucreciana a la cual pocos han logrado sustraerse y menos que nadie el escritor moderno, a quien, justamente, apenas si le ha quedado algo más que su pasión por la verdad. También él se ve obligado a enfrentar la ruina de un sistema de valores que el humanismo retenía como válido. La analogía termina aquí. El escritor moderno avanza mucho más a tientas que Lucrecio en su intento de volver a instituir una idea de destino en el interior de un mundo al que la ciencia cambia de imagen constantemente. Muchas filosofías, sobre todo muchas manifestaciones de lo humano estaban ausentes de la conjetura de Lucrecio; en cambio, están presentes para el escritor moderno, aunque éste desee ignorarlas. Para no abundar, faltaba la más grande dramatización del pensamiento y de la conciencia: el cristianismo.

Si a la mente liberada se le revelan el principio y la causa, a los sentidos liberados por esa nueva luz intelectual se les abre el mundo en la frescura vigorosa de sus fenómenos. Leer a Lucrecio equivale frecuentemente a contemplar el mundo con ojos límpidos, sin obstáculos, sorprendiendo a las cosas en estado naciente. La cristalización generada por la cultura y por la sensibilidad heredada, de pronto, desaparece. Esto sucede no porque Lucrecio sea un poeta primitivo o naif, sino porque ha descubierto el punto desde el cual el universo se manifiesta por eso mismo que es: un continuo evento. No importa si eso que sucede es un evento limitado por la necesidad universal de nacimiento y muerte que prolonga en la eternidad a la materia: lo maravilloso es que el prodigio inagotable de la vida nos sea comunicado incluso en el dramático alternarse de la muerte. Agréguese a esto que el poeta filósofo y doctrinal es uno de los más concretos que pueden leerse. La aventura del origen y de la disolución en la poesía de Lucrecio no se desarrolla de un modo abstracto: se renueva continuamente bajo nuestros sentidos despiertos y advertidos; y también por esto el efecto que ella alcanza me parece que es el de intensificar la percepción vital de la vida. No por nada los grandes cuadros y los fugaces detalles están todos embebidos en la misma única energía creadora y destructora; y el acento con el cual son enunciados refleja el drama universal en acto, del cual todos y cada uno son fragmentos ardientes. No conozco primavera más primaveral que la que vibra y nos aferra la garganta en estos versos que mezclan alegría y ansiedad:
 

    …igual que cuando el alba
primaveral despunta y sopla el aura
germinal de favonio lujurioso,
los pájaros del aire te saludan
como cuerdas pulsadas por tu mano,
diosa que naces,
y las fieras retozan en la hierba
y saltan los torrentes; cautivas de tu encanto
van contigo siguiendo tu deseo. [2]
 

En el materialismo de Lucrecio, al eros le queda poco margen de sublimación, pero inigualable es la intensidad cósmica de su tormento:


Semejantes al hombre que, en sueños,
quiere apagar su sed y no encuentra
agua para extinguirla, y persigue
simulacros de manantiales y se fatiga
en vano y permanece sediento y sufre
viendo que el río que parece estar
a su alcance huye y huye más lejos,
así son los amantes juguete en el amor
de los simulacros de Venus.
No basta la visión del cuerpo deseado
para satisfacerlos, ni siquiera la posesión,
pues nunca logran desprender ni un ápice
de esas graciosas formas sobre las que discurren,
vagabundas y erráticas, sus caricias.
Al fin, cuando, los miembros pegados,
saborean la flor de su placer,
piensan que su pasión será colmada,
y estrechan codiciosamente el cuerpo
de su amante, mezclando aliento y saliva,
con los dientes contra su boca, con los ojos
inundando sus ojos, y se abrazan
una y mil veces hasta hacerse daño.
Pero todo es inútil, vano esfuerzo,
porque no pueden robar nada de ese cuerpo
que abrazan, ni penetrarse y confundirse
enteramente cuerpo con cuerpo,
que es lo único que verdaderamente desean:
tanta pasión inútil ponen en adherirse
a los lazos de Venus, mientras sus miembros
parecen confundirse, rendidos por el placer.
Y después, cuando ya el deseo, condensado
en sus venas, ha desaparecido, su fuego
interrumpe su llama por un instante,
y luego vuelve un nuevo acceso de furor
y renace la hoguera con más vigor que antes.
Y es que ellos mismos saben que no saben
lo que desean y, al mismo tiempo, buscan
cómo saciar ese deseo que los consume,
sin que puedan hallar remedio
para su enfermedad mortal:
hasta tal punto ignoran dónde se oculta
la secreta herida que los corroe. [3]
 

El tema recurrente de la muerte merecería muchas citas, todas espléndidas. Pero, ¿cuál es la nota que le confiere a estos temas habituales de la poesía una vibración verdaderamente distinta? Lucrecio no se limita a expresar el pathos de los fenómenos decisivos de los cuales se ha dado ejemplo: nos hace sentir el movimiento profundo y necesario de su generación y la manera en que irrumpen y se desarrollan. Cuanto más se aproxima a este perpetuo evento del cosmos, más nos hunde adentro del crisol de ese hacerse y deshacerse. Como ni el poeta ni su lector permanecen en la posición estática del espectador, ambos se ven llevados por la profunda dinámica del drama. Indudablemente, la poesía de Lucrecio comunica un vívido éxtasis: es el éxtasis de una nueva e integral conciencia del mundo que nos hace avanzar por tres caminos distintos que conducen a una única claridad: el conocimiento intelectual, la maravilla de la sensación, la fusión. El mundo no está hecho para nosotros, afirma Lucrecio, aboliendo con más de un milenio de anticipación el supuesto antropocéntrico sobre el cual se funda la cultura que llamamos humanista y, también, la poesía celebrante o desilusionada y elegíaca que a eso se adapta. Pero el mundo no nos es extraño, parece agregar; diferenciándose de cuanto sentencia, en su frustración, la poesía moderna. Estamos dentro de lo trágico -fuerte, cambiante, grandioso evento del mundo-: somos además testigos, ya que nos ha sido dada la conciencia. Es esto lo que transmite con su vibración fervorosa la voz solitaria que nos habla en De rerum natura.

No hay quizá ninguna poesía que tenga el aliento de ésta; incluso cuando se detiene en detalles se alza desde lo hondo del eterno evento universal. Ella le comunica al lector la energía de la cual emana: la energía del cosmos en perpetua transformación; por eso nos sumerge en las fuentes de la vida misma y del mismo poetizar. Entonación de la palabra modulada, se diría, sobre el ritmo del solemne y trágico dinamismo universal, al cual se ajustan también los impetuosos y lacerantes afectos individuales; la palabra en sí, profunda y espesa, germinal, idónea más para desencadenar fuerzas que para recibir pensamientos y sensaciones vividas: así, tal vez, podrían definirse los instrumentos de la magia de Lucrecio; pero al igual que en el tormentoso cuerpo a cuerpo de los amantes recién recordado, la aproximación a esta extraña poesía no está clausurada. El poeta no cree en el alma, la palabra espíritu tiene sentido para él sólo en su acepción etimológica de soplo, soplo vital: su poesía se modela donde sopla ese soplo y lo captura en su interior sin encerrarlo en una forma autocontemplativa, contagiando al lector, arrastrándolo más allá de los límites de su propio yo.

Lucrecio siempre se las ha arreglado para marcar la poesía de todos los tiempos. Se denomina lucreciano al determinismo materialista de la visión. También se denomina lucreciana a una cierta ética severa de la adaptación a la razón. Podría todo esto tener otros nombres. Pero es indudablemente lucreciano el sentido unitario y universal de la vida, particularmente el estremecimiento de impetuosa energía que nos arroja en la profundidad de lo vivo. Sobre todo en este último significado es probable que una posible gran poesía del futuro esté destinada a ser cada vez más lucreciana.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Mario Luzi, “Leggere Lucrezio equivale”, Vicissitudine e forma, Milano, Rizzoli, 1974. >>
  2. De la naturaleza de las cosas, I, 10-16. Versificación hecha a partir de la versión en prosa de René Acuña, UNAM, México, 1963. (N. del T.) >>
  3. De la naturaleza de las cosas, IV, 1076-1120. Versión de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar, en Antología de la poesía latina, Alianza Editorial, Madrid, 1981.>>