El silencio del arte


Ramón Gaya [1]

 

I. La desesperación

Un arte desesperado es un contrasentido. Claro que ha existido siempre, aunque a primera vista pueda parecemos una invención romántica, pero es un contrasentido. Un arte desesperado es un contrasentido porque ser artista es tan sólo eso: creer. Posiblemente, el arte es un creer demasiado solo, demasiado puro, un creer que es casi una herejía. La desesperación brota de nuestro desengaño del mundo, pero el artista no se desengaña nunca del mundo por la sencilla razón de que no cree en él. El artista no cree en el mundo, sino que éste le hechiza. «El mundo me ha hechizado», dice Quevedo. Si el mundo nos hechiza, podemos ser sus amantes, pero no sus creyentes. La desesperación, como se sabe, sólo hace presa en aquellos que no tienen fe, o tienen una fe mezquina, egoísta, es decir, una fe que quiere cosas. Pero aunque el arte sea, no una religión, como se dice, sino una fe, como al mismo tiempo ha sido hecho por el hombre, por el hombre incrédulo, ha tenido siempre que llevar a cuestas mucha desesperación. En el arte asoma la desesperación aquí o allí, incluso en eso que se llama la Antigüedad; pero aquellos hombres sabían, por lo menos, que un arte desesperado no puede ser, que un arte desesperado es casi una indecencia. Hoy, en cambio —quiero decir desde Miguel Ángel—, la desesperación (esa desesperación que los historiadores creyeron estilos: el barroco, el romanticismo, el realismo, el surrealismo) es más bien algo que se exhibe en el arte con una desvergüenza bautizada de profundidad. Se supone que un artista que confiesa y expresa en el arte su desesperación, su dolor, su ira, es un artista auténtico, muy profundo. Un hombre que utiliza su grandeza para expresar su pequeñez es un traidor. Porque, eso sí, la desesperación del hombre brota siempre de su pequeñez, de su egoísmo, ya que el egoísmo total no es aquel que no da nada, sino el que no espera nada. Desesperarse es haber topado con los límites, y un artista no puede topar nunca con esas paredes, con esas paredes que tiene la verdad; y no porque el artista guste de la mentira, sino porque la verdad no es para él un término. El artista, como hombre que es, claro que busca afanosamente la verdad, pero no se detiene nunca en ella ningún artista grande. La verdad es muy hermosa, pero para un espíritu extremoso (el artista no es distinto al hombre, sino una extremosidad suya) la verdad lleva dentro una pobreza, una miseria, un límite; suprime la esperanza. La verdad y su igual la belleza, son topes, claro que son topes de lo más alto, de lo último si se quiere, pero son topes, es decir, terminan, cierran todo. Cierran, o sea, desesperan. Desesperan, porque apenas son tropezadas por nosotros, diríase que mueren, que dejan de ser, dejándonos por lo tanto con las manos vacías. Los filósofos y los artistas que sólo son, diremos, perseguidores profesionales de verdad y belleza, terminan siempre así, con las manos vacías, y no porque no encuentren nada, sino porque han sido castigados con encontrar lo que persiguieron: Verdad y Belleza. Pero, ¿qué son Verdad y Belleza para un alma verdaderamente grande? Son eso, paredes duras, tristes, paralizadoras. Pero el arte, el gran arte, no es, como se dice, una religión, sino una fe, y a la fe no hay cuerpo alguno que pueda detenerla. La fe renuncia a la verdad, pero no la niega, como hace la fantasía, la ilusión. La fe no quiere alimentarse de la mentira; ella quiere siempre lo verdadero, pero no como un fin, sino como un tránsito. El arte no es una religión, sino una fe, y el artista grande no es nunca un sacerdote —como es siempre un sacerdote el artista pequeño, el artista artístico—, sino un creyente. Porque ser artista no es oficiar, sino creer. Lo que empequeñece el Renacimiento italiano (claro que dándole al mismo tiempo mucho esplendor litúrgico) es que sus artistas fueron oficiantes más que creyentes: Miguel Ángel, su gran papa, es un ateo furioso, atado, desesperado; Rafael es como un cardenal decorativo; Leonardo, un teólogo abstracto, cerebral, cientificista. ¿Dónde está, pues, el místico grande, el que se libera? En las mejores definiciones que del arte se han hecho, siempre me pareció que faltaba algo, algo que lo era todo. Lo dicho sobre arte por quienes quizá están más cerca de mi sentimiento parece siempre suceder en un tablero liso, en una pizarra plana; desvelar la realidad, encontrarle un sentido, expresar al hombre, son, sin duda alguna, verdades del arte, pero huelen demasiado a problema, a cuestión, a ciencia, es decir, a colegio, a encierro. El gran arte no es nunca un problema, sino un destino; por eso se arrima tanto a la ignorancia abierta y huye del saber cerrado. El arte es Destino, y el día en que esto se llegue a comprender dejaremos de oír todo ese estúpido rosario de obligaciones que los diferentes estetas le han echado encima —que el arte debe ser bello, o moral, o expresivo, o imaginativo, o copiador, o abstracto—, y se caerá en la cuenta de que el arte, como destino que es, no lo podemos construir nosotros, ni siquiera hacerlo nosotros, sino escucharlo y cumplirlo. El arte parece llegar de muy lejos, pasar por el hombre, luego desprenderse, deshacerse del hombre como de una corteza, y seguir. De ahí le viene quizá su equívoca fama de inhumano. Claro que hay un momento —precisamente su momento de plenitud, de perfección, de realización— en que el arte ya no tiene ligaduras con el hombre, mas no es propiamente que reniegue de él, sino tan sólo que va mucho más allá. Pero el camino por donde el arte se separa —por donde se separa del hombre, de la verdad, de la belleza— sigue siendo el camino aquél, la continuación del camino humano. Quizá ese camino por donde el arte se separa, se desentiende del hombre, había sido creado para que lo recorriese el hombre mismo, el hombre solo, es decir, el hombre sin el arte; pero el hombre, todos lo sabemos, falló desde su primer paso. Tuvo, pues, que ser el arte, es decir, una creencia, quien lo caminara, quien lo continuara. Por eso el arte no es, no puede ser una expresión, la expresión del hombre. Si el arte expresara al hombre, al hombre dentro de la vida (como piensa el materialismo que transige con el arte o que piensa en el arte como un buen sistema pedagógico a base de ilustraciones), el arte no sería más que un intérprete, un aclarador. La prueba de que el arte no es nunca un intérprete la tenemos en que nos lleva, nos arrastra siempre hacía una oscuridad, hacia una oscuridad divina. Dios se ha mantenido incomprensible, dudoso, incluso disimulado en formas diferentes, para eso, para damos la fe; y el Cristo mismo, que ha sido su expresión más atrevida, también se mantuvo deliberadamente oscuro, quizá para damos la duda, única cosa digna de convivir con la fe, su hermana. Porque lo mejor del hombre es su creencia; se ha dicho que era el dolor, pero el dolor no es creencia, sino un medio, un medio para llegar a la creencia, a una creencia desnuda. Claro que el dolor está empapado de belleza y de verdad; el dolor es bueno y hermoso, no porque nos sea una enseñanza, como se ha pensado —en nuestra bajeza sólo creemos bueno aquello que nos hace un servicio—; el dolor es bueno y hermoso no porque nos dé ni quite cosa alguna, sino porque es sagrado. (Que el dolor es sagrado no necesita explicación ni demostración aquí; cualquiera que haya sufrido sabe muy bien que eso, eso que se sufre es un don, el don que más directamente nos viene de Él; y cuando un hombre se quiebra en el dolor, no es que no pueda soportar encima tanto sufrimiento, sino que no puede soportar encima tanta divinidad.) El dolor es sagrado, o sea, no es útil, sino valioso, valioso sin porqué, valioso inútilmente. Lo sagrado no es útil porque no puede tocarse, pero esa inutilidad es lo que nos santifica, porque lo sagrado no tiene utilidad, pero sí virtud. El dolor, que es sagrado, no nos sirve: nos salva; no nos sirve para la vida, sino que nos salva de ella. Posiblemente todos hemos estado a punto de caer de bruces en la felicidad; pero eso nos inutilizaría para la fe, y estaríamos entonces desesperados. Porque si nuestra fe arrancara de la felicidad no sería una fe verdadera, sino un agradecimiento vil, un vil agradecimiento como para entre hombres. Dios nos entrega algo que es sagrado: el dolor (esa extraña joya que ni la entendemos, ni nos sirve), para que nuestra contestación no pueda ser nunca el agradecimiento, sino la fe. La fe, o sea, lo único que no es desesperación, esa desesperación que tantas veces se nos disfraza de alegrías, de sensualidades, de gustos. Claro que debemos aceptar también nuestra felicidad —entendiendo por felicidad nuestra posesión de una verdad completa—, pero no podemos ser gozadores, sino sufridores de esa felicidad. Porque venimos a sufrirlo todo y a libramos, a libramos de todo; ese todo será, sí, la verdad que buscábamos, pero la verdad, esa verdad completa que, claro, no es ninguna mentira, tiene, sin embargo, un tope, o mejor, es ella misma un tope: acaba, cierra, nos ahoga. Estamos en peligro: es, pues, el momento de nuestra salvación. La fe del artista es muchas veces una fe sola, sin Dios alguno —eso es lo que tiene el arte de herético—, pero es siempre una fe. El arte tiene que ser una creencia, puesto que, al suceder, sucede fuera de la verdad, fuera de la realidad, fuera de la historia, y todo lo que no es historia ha de ser creencia o no es nada; como veo que el arte no es historia, pero que es decididamente algo, no tiene más remedio que ser creencia. Claro que la desesperación, la falta de fe, nos ha entregado obras de arte magníficas y, sobre todo, muy impresionantes; pero todo ese arte que nos ha dejado la desesperación suena excesivamente a mundo, a corazón apaleado, es decir, a debilidad. Las obras supremas, quiero decir, las obras de Fidias, Dante, Juan Van Eyck, Shakespeare, Cervantes, Velázquez, Mozart, son obras que surgen del centro mismo de una sustancia inmóvil, sin pasiones. Es una sustancia que no sabe de nada, que no comprende nada, con una como inocencia Sucesiva, viva, interminablemente viva. Es una sustancia invulnerable, que no conoce alegrías ni dolores, los dos senderos que conducen a nuestra desesperación. Por eso un arte desesperado es un contrasentido.

 

II. La santidad

En arte elogiamos mucho la pasión. Pero la pasión sirve para que se salve el arte pequeño; el arte grande no se salva nunca por la pasión, sino por la fe, esa especie de frialdad.

La pasión no cree nunca en eso que tanto desea, que tanto la apasiona. La pasión es quizá la parte positiva, la parte valiosa de una desesperación.

La fe es una especie de frialdad porque surge de unas cenizas.

El artista pierde, en el vivir, una como excitabilidad del espíritu y, por un momento, puede creerse más pobre. Claro que ha perdido sensualidades —la sensibilidad, la espiritualidad, el ansia, la pasión, el sufrimiento—, pero perder todo eso lo enriquece; significa que se acerca al alma, al alma vacía, al vacío del alma, es decir, al nido de la fe.

En arte, toda lujuria debe ser pasado.

Es lujuria todo, la idealidad, el saber, el dolor, y mientras haya un resto de actualidad en todo eso que es lujuria, no puede haber arte grande, porque el arte hemos visto que no era el hombre ni su expresión, sino la continuación del hombre, es decir, la inocencia.

Goya es pasión; el Greco, lujuria; Velázquez, inocencia, la inocencia alcanzada, realizada.

Fray Angélico también es inocente, pero su inocencia no ha sido, como la de Velázquez, alcanzada. La del Beato es una inocencia de querubín, una inocencia que no alimenta a nadie, que no sucede.

La inocencia de Velázquez, en cambio, es una inocencia de hombre.

Goya llega muchas veces, por el camino de su pasión, a la falsedad. Los fusilamientos de la Moncloa es un cuadro muy apasionado, pero falso. Es casi un cartelón; tiene de cartel ese terrible afán de convencemos.

Los fusilamientos es un cuadro que nos necesita, que nos necesita para convencemos, y un cuadro que nos necesita no puede ser una obra profunda, sino un espectáculo, un espectáculo indecoroso.

Una obra de Shakespeare, con toda su teatralidad, no es nunca un espectáculo, porque no nos necesita. Todo lo que sucede entre esos personajes, aunque nosotros no estuviésemos aquí, presenciándolo, sucedería igualmente. Se trata, pues, de una obra fatal, sin público, es decir, grande.

El Greco es todo él lujuria. ¿Cómo han podido confundirlo con un místico? El misticismo que aparece en su obra no es suyo, sino reflejado, expresado, visto, visto en lo que miraba.

El gusto del Greco por esos consumidos ojos españoles, por esas manos quemadas por la fe, es siempre un gusto de espectador, de visitante, de extraño.

Si el Greco no hubiese sido un simple espectador de toda esa yesca española, no habría podido convertirla, con ese descaro, en un espectáculo tan visible.

El hombre tiende al alma, pero el alma está donde esté y es como sea, y cuando la sentimos es sólo como una concavidad, como una ignorancia, como una ignorancia rica; todo lo que pongamos sobre ella, con la burda intención de hacerla visible, resultará un ropaje falso, de papel.

El Greco, en su desaforada lujuria, creyó que el alma es cosa.

El San Mauricio parece la glorificación de un gran pecado; todo ha sido convertido allí en sensualidad, en suculencia, en deseo. Junto al San Mauricio, tal bacanal de Tiziano resulta una fiesta de familia.

La sensualidad, la lujuria, incluso la pornografía, pueden ser tratadas, pero no ejercidas, en una obra de arte.

Ese fue el pecado del Greco: contemplar el misticismo desde una lujuria.

Velázquez sí que es un místico de verdad, real, profundo, seguro, fuerte; nada de lo que contemplan sus ojos —una gasa, una nuca, una pantorrilla, una cabellera— consigue conquistarlo, perderlo.

A Goya lo vemos hundirse en la pasión; al Greco, en la sensualidad; a Velázquez, en la fe. Goya se hunde en la pasión, es decir, en una materia noble, como los héroes, y claro, como el héroe es una especie de santo para los seres terrenales, al hundirse en la pasión se salva para la tierra. El Greco se hunde en otro barro: la sensualidad; sólo le salva, pues, su genio estético. El Greco será, pues, como un ídolo para los artistas artísticos, cortos.

Velázquez no es nunca héroe, ni genio; Velázquez es, simplemente, como una silenciosa grandeza absoluta. Y esa grandeza que lo rebasa todo, ¿qué puede ser si no la santidad?

Se ha creído siempre que Velázquez es un gran pintor, quizá el mejor de todos, el que pintaba mejor que todos. Como eso es cierto, los que encontraron esa verdad se ahogaron en ella, y se quedaron muy tranquilos, porque hay estúpidos que están muy a gusto ahogados. Mengs, en su tonta inteligencia, llegó a decir, lleno de admiración, que Las Meninas era un cuadro pintado con la voluntad. ¡Qué disparate! Velázquez es, precisamente, el pintor que no quiere pintar, el pintor involuntario, el inocente, el sin espíritu, el pobre de espíritu, es decir, el elegido. Siempre se creyó que Velázquez era algo así como una lente muy perfecta. Los seres terrenales, claro, no vieron nunca en él la más mínima pasión —y la pasión es lo más alto que alcanzan esas miradas—, ni siquiera encontraron en él genio, es decir, delirio. Era, pues, un artista frío, neutral, sin pimienta, sin exaltación, sin locura, sin nada. No comprendieron que Velázquez no tenía nada de eso que ellos tanto conocen y estiman —y que son, efectivamente, los materiales que componen una gran personalidad—, porque su grandeza ya lo había quemado todo.

La grandeza quema la personalidad.

De las cenizas de esa hoguera total es de donde nace la fe — esa especie de frialdad que es la fe—, pero la hoguera no puede ser de fuego, ya que el fuego, aun el mayor, está siempre atado a la tierra, debatiéndose desesperadamente en la tierra; la hoguera no puede ser de fuego, sino de santidad.

Pero a los espíritus terrenales, un santo les parece un hombre sin interés, casi un estúpido, o por lo menos, vacío. Velázquez es una de esas personalidades anodinas, limpias, tontas, es decir, santas, que ya no se entienden.

Ahí es donde está la clave de su actitud, casi sagrada, ante el Niño de Vallecas: son dos santidades frente a frente, dos iguales, pero no dos iguales exteriores, por su calidad de criados — como se ha dicho—, sino dos iguales de alma, de tontería, de pureza.

Siempre me ha repugnado todo lo que suele decirse con ocasión de los bufones velazqueños. Esos retratos —únicos en la vida del arte total— han servido de trampolín a psicólogos, moralistas, sentimentalistas y politiquistas. Nadie ha comprendido que la grandeza de Velázquez no puede descender hasta la psicología —la psicología es uno de esos tesoros que el hombre descubre, y que luego resultan ser unas riquezas que lo arruinan—. La grandeza de Velázquez no puede descender hasta la moral, hasta el sentimiento, hasta la pasión, y claro, mucho menos hasta la política.

Todos los comentadores de Velázquez han intentado descifrar las pequeñas telas de sus bufones. De esas intentonas, la mayoría de las veces Velázquez sale convertido en un pobre bondadoso, tierno, que posa su mano maestra en esas figuras lamentables. Otras veces resulta ser un ojo imparcial que llega, como un doctor, hasta el centro patológico de esos seres. También se le convierte en un socarrón, incluso en un liberal pegándole a la Monarquía. Y los que se creen más listos lo suponen un pintor simplemente, es decir, un plástico a la manera de Cézanne, al que lo que parece interesarle es retratar bultos.

Delante de esos bufones idiotas, tan patéticos para unos ojos menores, Velázquez comprende que está delante de Dios.

Lo verdaderamente hermoso, oscuro de esos cuadros es que son como altares, altares donde la realidad ha sido salvada.

Sus comentadores, sobre todo los más profundos, no comprendieron nunca que la clave de toda la pintura de Velázquez no había que buscarla en su profundidad, sino en su elevación.

Velázquez no quiso pintar la realidad, sino salvarla, pero salvarla a ella, no a una suplantación suya, que es lo que hizo casi siempre el arte, el arte fantasioso. Por eso parece un pintor realista, siendo, como es, un pintor místico, más aún, santo, ya que en el místico todavía están las pasiones desesperándose.

El misticismo es la parte romántica de la fe, la parte apasionada de la fe; es una fe llena de suciedades todavía. La santidad, en cambio, es una fe completa, es decir, sin apetito, sin la suciedad del apetito. El místico canta la libertad; el santo es la libertad.

Para el hombre desesperado, es decir, para el hombre, la obra de Velázquez —como la de Fidias o Mozart— es casi un insulto. El hombre encuentra allí una especie de indiferencia, de silencio, que no comprende, que le humilla no comprender. Esa serenidad, esa frialdad, es decir, esa fe desapasionada, es un insulto para su turbulencia, para su desorden, para su romanticismo.

El hombre se aterra desesperadamente al romanticismo porque sabe que allí dentro hay algo que lo acoge todo, que lo disculpa todo: la pasión. Por eso creyó en un momento que el romanticismo era la libertad.

El romanticismo no salva al hombre (eso también lo sabe el hombre, el hombre desesperado), pero le da, por lo menos, un estilo a su perdición.

Eso es lo único que sabe buscar el hombre cuando se extravía: un estilo, es decir, no su hallazgo —en el que no cree, ya que extraviarse es eso, no creer—, sino el fingimiento de su hallazgo.

Debajo de todo estilo hay siempre un desorden, un desorden oculto pero palpitante, que sigue en pie, actuando allí dentro, viviendo su caos.

El caos tiene pasiones, es decir, suciedades; y lo sucio que tiene conciencia de su propia suciedad no aspira nunca a limpiarse, sino a taparse.

El místico se siente sucio, está desesperado, quiere salvarse; el santo no piensa nunca en sí mismo, sino en todo lo otro —no por generosidad y bondad; piensa en todo lo otro porque él se sabe salvado de antemano, ya que pertenece a una categoría suprema, es decir, a una categoría injusta, a una injusticia sagrada—; piensa en salvar todo lo otro, quizá también por una especie de frío, de miedo a su misma salvación, al desamparo de su salvación, de su salvación segura.

El santo debe encontrarse en el desamparo de su seguridad.

Por eso al santo no lo veremos nunca, como vemos al místico, escapar de la vida, sino llevarla hasta sí, empujarla hasta su limpieza. Los santos, los santos verdaderos (Fidias, Juan Van Eyck, Cervantes, Juan de la Cruz, Velázquez), no huyen nunca de lo real, pero no por devoción miope —como los realistas— ni siquiera por amor a la realidad, sino por piedad hacia ella.

El arte es una trascendencia, pero una trascendencia que se queda, que no huye.

El arte por el arte, o sea, un arte artístico, un arte en sí no es nada. El gran arte siempre se ha vencido a sí mismo. El arte tiene que ser vencido, y la realidad, salvada. La obra tiene que ser vencida porque no es más que la expresión, y el gran artista no aspira a la expresión, sino al silencio.

 

III. El silencio

El creador no aspira a la palabra, es decir, al arte, a la obra, sino al silencio; claro que a un silencio vivo, a un silencio de vida, no de muerte, ni siquiera mudo, sino comunicante, a semejanza, quizá, del mismo silencio de Dios. Que deba ser silencioso y no pueda, en cambio, ser mudo, es la mayor dificultad técnica del arte. El arte ha de ser vencido —llevado al silencio, reducido al silencio—, pero ser vencido no quiere decir ser negado, ya que lo negado es estéril y lo vencido no. Si Rimbaud hubiese sido un artista grande —como pretenden los beatos de la genialidad—, el heroísmo que puso en prescindir de su obra, en negarla, es seguro que lo hubiera puesto en vencerla. Porque Rimbaud fue un artista excesivo, genial si se quiere, pero pequeño, y creyó en lo que creen los artistas pequeños: creyó en el arte, creyó en el arte como un fin, y una creencia que equivoca su objeto se defrauda. En el arte —que no es un fin, sino un tránsito— no puede creerse, porque él mismo es eso: creencia; no es un objeto de fe, sino una fe, y si es grande será una fe en Dios, porque una fe sola es una herejía. Una fe que no desemboca en Dios —y hemos visto que el arte es siempre una fe—, una fe que se queda en sí misma, que se complace en sí misma, es un pecado. Claro que Rimbaud supo comprender, al menos, la mitad del problema: que el arte es un lugar de paso, que hay que irse del arte. No encontró la verdadera puerta de salida, y los encerrados conscientes de su encierro que no encuentran la salida, escapan; escapar es confundir un agujero con una puerta, y el agujero por donde escapó Rimbaud —coincidiendo en esto con Byron— daba directamente a la acción pura (una acción pura, claro está, adornada de motivos), es decir, dada a la traición. En el primer momento esos hermosos actos de traición, quizá porque la traición es muy grande, los pensamos actos de grandeza, pero en realidad son de pequeñez, de pequeñez de espíritu —no de pobreza, porque pobreza de espíritu es, como se sabe, depender de Dios, y la pequeñez de espíritu, del demonio—, son, en fin, actos de cobardía y mezquindad. La acción pura es tanta mezquindad como el espíritu puro, aunque ésta venga disfrazada de liberación de Grecia, de cacería y comercio de elefantes, o como puede suceder hoy, disfrazada de compromiso social.

Por cierto que en nuestros días todos hemos cedido a esa cobarde y tranquilizadora dedicación; todos hemos sido más o menos víctimas de ese espejismo tan real —tan real que es casi imposible descubrir su engaño— de nuestro compromiso de artistas con los problemas sociales. El creador sabe muy bien que todo eso que se llama lo social no ha sido nacido, sino inventado, inventado por el hombre; pero toda invención es una realidad postiza, superpuesta, es decir, sin origen natural, falsa. El invento es una mentira que ha llegado a hacerse corpórea, incluso real, pero que no logra nunca hacerse verdad. Se trata, pues, de algo más artificioso, mecánico. Lo social es eso: una mecánica en la que se ha metido al hombre. Los beatos de esa mecánica le buscan ahora una justicia, pero cuanto más justa sea, más anulado estará el hombre allí dentro; buscándole una justicia (supongamos que perfecta) no es el hombre lo que podrá salvarse, sino la mecánica sola, es decir, una abstracción, un hermoso artefacto sin el hombre, o con el hombre muerto. Porque el hombre no se salva por la justicia, sino por la fe. La justicia es una exaltación de la mediocridad —por eso Dios nos la regatea tanto, para que la mediocridad no pueda reinar en el mundo despóticamente—, y ¿cómo vamos a suponer que la mediocridad puede salvar al hombre? Podrá tirar de él, atraparlo, conquistarlo, y una vez allí, taparlo con un poco de felicidad humillante; pero el artista no se puede interesar por nada que no sea naturaleza, porque para él, todo lo que no es naturaleza es mentira, aunque sea una mentira remediadora, como viene a ser lo social.

El artista no viene a remediar nada, sino a salvar, a salvar la realidad, una realidad completa, es decir, injusta; una realidad que es injusta pero que no es mentira, que es verdad pero que se diría estar en pecado. El artista pequeño tiene del arte una idea pequeña, y de no ser un cínico a la manera del esteta puro es natural que se sienta en falta; pero la falta no consiste, como él supone, en su purismo artístico, sino en su pequeñez. Busca, claro, hacerse perdonar, o mejor, perdonarse, y se refugia entonces en la acción, reverso del espíritu; pero la acción pura es también escandalosa, y necesita mancharla de utilidad y heroicidad. Todo esto es una traición, pero es una traición, diríamos, rumbosa; lo que hoy es más feo, porque allí donde Byron o Rimbaud escapan del arte abandonándolo generosamente, desprendidamente, tal o cual artista «comprometido» introduce en el arte, conservándolo mezquinamente, una materia extraña en absoluto a él: la acción. Las dos actitudes —la de pequeñez romántica y la de pequeñez realista— tienen, pues, un mismo origen, pero no se resuelven igual; y claro, prefiero la solución romántica, rumbosa, o sea, suicida, a la de hoy.

Se ha querido demostrar que el arte tuvo siempre un «sentido social y político», y se han citado, para ello, muchas obras maestras; pero en una obra de arte grande pueden, claro está, encerrarse sucesos políticos, pero no ideas políticas, es decir, que la política —como la lujuria— puede ser tema, y no sentido de una obra. En realidad, a una obra de arte no se le pueden poner cosas encima ni dentro; no se le puede prestar nada, dar nada desde fuera. El arte no es vestir, sino desnudar. Pero los artistas pequeños de hoy, al sentirse y sentir el arte en falta — porque si el arte no es una trascendencia no es más que un ocioso tapiz plano—, encontraron ese espléndido añadido de lo social, que los disculpa, los justifica, los tranquiliza, conservando al mismo tiempo su gusto por el arte, y pueden incluso disfrutar en vida del agradecimiento general, puesto que los grandes Amos de hoy: las Masas, lo Material, el Presente, han sido halagados hasta el servilismo.

El artista de hoy —vecino del hombre de hoy—, al prescindir de Dios, claro que ha tenido que ver el arte como una inutilidad, puesto que el arte no es otra cosa que una comunicación con Él, es decir, una fe. Pero el artista de hoy, que ha querido prescindir de Dios, no ha querido, en cambio, pasarse sin el arte, sin los placeres del arte, y como al mismo tiempo el ejercicio puro de esa voluptuosa tapicería le resultaba demasiado inmoral, no tuvo más remedio que rellenar el arte con algo, con algo que no fuese sólo para sí, sino para todos, que sirviese para todos. Pero el artista no tiende a lo humano, puesto que él ya es eso, sino a un más allá de lo humano; el arte, como vimos, no puede ser la expresión del hombre, sino una prolongación suya, de su ser, un más allá de su ser. Una prolongación del hombre que no fuese una avaricia y una terquedad de sí mismo, sino por el contrario un desprendimiento. El artista real, verdadero, cierto, es decir, el creador absoluto, no aspira a expresarse, ni siquiera a comunicarse con los demás, sino al Silencio. La gran atracción que ejercen los espejos en algunos pintores se debe, sin duda, al carácter fijo, es decir, clásico, que adquiere la realidad allí apresada; sin dejar de ser ella, parece haber entrado en un orden —porque la realidad es caótica—, o lo que es lo mismo, parece haber sido liberada, rescatada del presente, del caos que es siempre el presente, es decir, salvada de sí misma, como en el arte. En toda obra de arte grande no pueden estar las pasiones (y menos que ninguna, la pasión del arte), sino el silencio de esas pasiones, puesto que el arte no es expresión, sino purificación; y por lo mismo que su tarea consiste no en cantar, como se ha supuesto, sino en expiar y salvar, su destino es estar, en cierto modo, enamorado del pecado, de la imperfección, de la injusticia, del desorden. El arte no viene a mejorar ni a moralizar la realidad, sino, como hemos visto, a salvarla, pero a salvarla completa, con todo, es decir, caritativamente, más aún, piadosamente. Pero la Piedad, una vez caídos en ese vicio terrible de lo humano, no la comprendemos, porque la piedad no nos da nada, sino que nos quita, nos roba, nos roba la soberbia, no ya la soberbia que podríamos tener, sino la que hemos acabado por ser. Claro que el arte es un amor, pero es un amor sin pasiones, desapasionado, un amor que es casi una distancia. El arte supremo ha sido siempre obra de grandes desdeñosos. Los apasionados, los grandes expresivos —Goya, Beethoven, Van Gogh, Dostoievski—, a pesar de su genio, nunca lograron la totalidad, pues se perdieron en la pasión, y cuando nos perdemos sólo encontramos una salida: el heroísmo. Los grandes expresivos acaban siempre en héroes, pero el héroe — tan admirado por su generosidad— no salva nunca nada que no sea él, y puede, cuando mucho, servir a los otros, pero no salvar a los otros. Incluso cuando la acción del héroe es provechosa para los otros, los hunde en vez de salvarlos, acaso porque su superioridad no es santa, sino demoníaca.

A los grandes expresivos les faltó silencio; exaltados por la pasión, quisieron decir, decir, pero sus obras magníficas resultan, al final, como una especie de tartamudeo grandioso. Las obras supremas, en cambio, son obras completamente calladas.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Pintor y ensayista español (Murcia, 1910—Valencia, 2005). Abandona la escuela siendo casi un niño para dedicarse a la pintura, completando su formación en la pequeña biblioteca de su padre, un obrero catalán culto, anarquizante y wagneriano. Tolstoi, Nietzsche, Galdós, estarán entre sus primeras lecturas, autores que le acompañarán a lo largo de su vida. A los diecisiete años va a Madrid y conoce a Juan Ramón Jiménez y a casi toda la Generación del 27. Declarada la guerra, forma parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Participa en la fundación de la revista Hora de España, de la que es miembro de su consejo de redacción, y de la que será único viñetista. Tras la muerte de su primera esposa en un bombardeo, embarca en junio de 1939 rumbo a México junto con el grupo de Hora de España, país en el que permanecerá exiliado hasta 1956. Colabora con sus escritos en algunas revistas mexicanas como Taller, El Hijo Pródigo, etc. En 1956 retoma a Europa y se instala en Roma. En 1960 viaja a España tras veintiún años de exilio. A partir de esa fecha hará sucesivos viajes a su patria. Sus Obras completas han sido publicadas por la editorial Pre-Textos.>>