Editorial

Ricardo H. Herrera

 

La traducción es la forma más cabal de lectura, y la lectura, por una simple cuestión de preeminencia, constituye para todo escritor algo más importante que su propia escritura. Primero leemos, luego escribimos. Y cuando no escribimos, siempre leemos. Consecuentemente, por obvias razones de reconocimiento y reciprocidad, para todo escritor que lee otra lengua traducir es un deber. Un deber que cuando coincide con el deseo tiene recompensas inmediatas, ya que su cumplimiento le permite al escritor acrecentar su destreza verbal, enriquecer su léxico y dilatar su horizonte imaginativo. Sin embargo, tratándose de poesía, ese deber, ese deseo, una vez consumado suele dejar un saldo de insatisfacción, porque si bien es indudable que el ejercicio de la traducción entraña auténtica devoción por la poesía, también es cierto que comporta una inevitable distorsión. Traducir un texto literario es una tarea que no se limita a la mecánica gimnasia de trasplantar vocablos de un idioma a otro. Válida en general, esta afirmación cobra el carácter de una evidencia absoluta si la aplicamos a la poesía. Por la condensación verbal que conlleva su hechura, por la complejidad formal que habitualmente la estructura, por la inasible significación que emana del valor de posición de los vocablos y del poder de sugerencia de la cadencia melódica que éstos generan al ligarse entre sí de un modo intransferible, todos y cada uno de los elementos que conforman un poema son esenciales. La noción de flexibilidad le es completamente ajena. Para colmo, cuando nos enfrentamos a un auténtico poeta, es forzoso aceptar que no sólo es él quien escribe el poema, sino también su idioma, un idioma que le imprime su propia naturaleza a la naturaleza del poeta, un idioma con el cual el poeta busca identificarse de manera total, hasta casi anularse en él. De hecho, es esa perspectiva —la de ser consanguínea de la lengua en que está escrita —la que en definitiva le otorga su importancia literaria a la obra. A la larga, una vez agotado por el devenir histórico el impacto persuasivo que le imprime la estética que lo genera, un poema no es mucho más que una pura florescencia del idioma, si bien siempre ligado a la necesidad del sentimiento que le dio origen y en él se expresa. En síntesis: por la forzosa elisión de casi todo lo que es inherente a la naturaleza de la lengua en la cual está escrito el poema original y por la renuncia consciente a aquellos elementos que pueden afectar el precario equilibrio de la versión, la traducción poética trae siempre aparejada una distorsión. El poeta-traductor afronta los riesgos que supone esa distorsión porque, no obstante ella, siente resonar en sí mismo esa voz diferente de la suya con una fuerza persuasiva irresistible, una fuerza alimentada tanto por la calidad de la sensibilidad como por los hallazgos expresivos, propiedades ambas que desearía incorporar a su propia personalidad, a su propia literatura, a su propia lengua. Esta simbiosis creativa, como todo amor, tiene sus contratiempos: el camino de la traducción está erizado tanto de insatisfacciones como de falsas satisfacciones, recorrerlo significa enfrentarse una y otra vez a disyuntivas que siempre entrañan un sacrificio; hay ganancias, pero también hay pérdidas. Todo lo apuntado, como es evidente, habla más de las pérdidas que de las ganancias. Pero hay ganancias, la mayoría de las veces secretas, aunque también las hay notorias. Esas ganancias se abren paso de una lengua a otra a través de vasos comunicantes en extremo sutiles: reflejos fugaces, ecos remotos, vagos paralelismos que dan lugar a una especie de transustanciación de la materia verbal en espíritu, un espíritu que sobrevive y fecunda a pesar del cambio de las especies idiomáticas. Hugo von Hoffmansthal ha señalado con agudeza este fenómeno en un apunte de El libro de los amigos. Dice así:
«Cuando gustamos de una poesía china en una trascripción inglesa o alemana, recibimos un contenido del que sabemos que en modo alguno es separable de la forma, y lo recibimos por medio de una alusión vaga e informe a una forma que existe sólo en función de ese contenido. Bebemos por ende el reflejo de un vino, llevándonos a los labios una copa refleja. Si no obstante ello el vino nos embriaga, el efecto que padecemos en tan singular circunstancia, y que colocamos en la más alta categoría, ¿no podría considerarse como transmitido por un medio religioso?”