Viaje de invierno

Ricardo H. Herrera [1]

 

Silencio de invierno

Si no te veo más, si mi tristeza
tiñe de noche el rostro que amé tanto,
se deslíe el deseo y la tibieza
abandona tus manos. Sin encanto
te vas. Le falta adiós y lejanía
a tu sombra. Privado de infinito,
mi sueño-sentimiento se extravía
en un duro hermetismo igual a un grito
que me arranca el pasado. Y es tu olvido,
la oquedad de tu nunca. Lo que tuve
ya es silencio de nieve en el oído.
Me pierdo en ese invierno y soy la nube
que atraviesa un poema sin sonido.
Sólo quietud, y tu infierno que sube.

 

Luna de invierno

También la ausencia tiene sus eclipses,
sus favores, su olvido; ausencia plena
que encarna en otra forma tras su elipse
o vuelve como un don, como el vacío
que suscita el poema. Así esta noche,
ya lejos para siempre de la perla
deslumbrante en tu lóbulo, la hierba
bañada por el nácar de la luna
a la hora del lobo, es la piedad
del tiempo antes del tiempo que fue nuestro.
Enfrentado a ese espejo veneciano
no siento soledad, aunque esté solo.
Acepto la blancura con su carga
de muerte, acepto el mágico abandono.

 

 Desnudo de invierno

Inútil aferrarse a los recuerdos
que el viento de tu fuga despedaza,
inútil enmendar viejos cuadernos.
Bien entrada la noche, sin embargo,
tu desnudez te deja, se retrasa,
y sacia lentamente con mi sangre
toda su sed. Quedo sin alma oyendo
a tu fantasma hablarme sin amor.
Falaz en la memoria, no en los sueños,
la exánime visita de tu cuerpo
nevado se disipa. Una vez más,
la orgullosa amargura del fracaso
de la mano conduce hasta el hotel
de una noche de paso a tu dolor.

 

Viaje de invierno

Ahora empieza el camino más difícil:
penar en el desierto de la ciudad-prostíbulo
atravesando días sin promesas.
Tras la tortuosa vuelta de los años,
se cierra el círculo. Una noche turbia
desciende hasta el asfalto y se hace agua.
No hay fuego en el hogar. Sin gratitud
el tiempo es sólo muerte. Y sin pasado,
sin su gracia punzante, tus palabras
buscando la inocencia se desgarran. 

Distantes, como un eco, oigo ocarinas
sopladas por el viento, casuarinas
que dan la bienvenida al vagabundo.
Entro a ese mundo y huelo el huerto diurno,
los jazmines nocturnos, las flores matutinas
de la mole del cacto. La cortina
se empapa con la sombra de la higuera
a la hora de la siesta. Mi escritura
desposa ese tranquilo encantamiento,
mitiga tu abandono en su silencio.

Un jardín. O, mejor, un lugar otro
y más real que el credo estricto y máscaras
de impudor e impiedad de la mansión
cristiana de la muerte. Este sosiego
es constante promesa en su nostalgia
inmóvil, sin palabras. Y mi voz
hablando calla ante ese puro límite
de la necesidad: la flor, los árboles,
los pájaros, el ritmo tan solícito
de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo. 

¿Negar, negarlo todo, idear un cautiverio
y dar un salto hacia lo irreparable
para morir sin nada entre las manos,
desmintiendo esos dones?… Ya amanece.
La turba de motores devasta el Paraíso.
No sé quién fue más torpe, quién más débil;
qué derribó la casa: si el orgullo o el miedo.
Sé que no quiero destilar veneno
para justificarme ante enemigos.
Elijo no olvidar, saber que fuimos.

 

Sol de invierno

Un día más. Qué inmóvil, qué desnudo
está todo. Golpea el dolor mudo;
me abstrae si leo, igual a un no-recuerdo
sin sonido ni imágenes, y pierdo
lo entrañable en lo oscuro. Se degrada
la forma del pasado en esa nada.
No obstante, el sol insiste: único lar
de mansedumbre hoy, que aun sin brillar
infunde calidez. Vuelvo al poema
y a mi sillón azul, galeón que rema
hacia mi isla mágica, Miranda.
Cesa la tempestad. Una bufanda
-la tuya, hija querida- color malva
es la insignia de vida que me salva.

 

Sueño de invierno

Aunque ya nada espero, noche a noche,
traída por los sueños sobrevive
la fuerza del pasado. Eso me basta;
me basta esa simiente. Si despierto,
la penumbra de oído virgiliano
atesora el acorde del paisaje
que nos tocó vivir: la sierra, el mar,
las aguas transparentes de un deseo
que siempre te fue fiel. Nazco otra vez.
Nace otra vez la forma del poema
que aprendí de las piedras y las albas.
Me aferro a ese espejismo de la luz
y arde el silencio, amor, en ese fuego. 

Adiós. Ya el sueño llama al soñador.

 

Poema de invierno

Vuelven a lo entrañable las palabras,
intimidad desierta ahora, luz
sufrida y matinal. Dejo que entreabran
la esencia de la vida. La atención
se transforma en amor (último amor)
y penetra el silencio de las cosas,
de los seres suspensos en su entrega
de sí. Viva contemplación. Adiós
y bienvenida absortos, abolidos
en una duración que alcanza el siempre
del puro estar verbal. Y quedo en paz
entre estos muros blancos y una música
que llega como oída tras la muerte;
reconciliado, absuelto por mi suerte.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1.  Ricardo H. Herrera (Buenos Aires, 1949) ha reunido su poesía en los libros Estudios de la soledad / Poemas 1985-1995 (1995), Imágenes del silencio cotidiano (1999), El descenso (2002) y Años de aprendizaje / Poemas 1977-1985 (2003).>>