Ilusión de canto

Rafael Felipe Oteriño
(Pablo Anadón: El trabajo de las horas – Ediciones del Copista)

No es común que un libro de poesías sea acompañado por una nota preliminar firmada por el autor. Seguramente por aquello de que la poesía debe explicarse a sí misma. Pero, en este caso, la página introductoria obedece menos a la intención de echar luz sobre el sentido de los poemas que al propósito de confiar al lector los móviles de su creación y la estructura del libro (“…captar en el temblor imperceptible de unos párpados o de una sonrisa distraída el secreto que hay en otro ser, en todo ser”). Porque si algo tiene este poemario –y el concepto puede ser extendido a toda la obra poética del autor– es unidad temática y personalidad, lo cual pone a las puertas de la cualidad más singular de un escritor: estilo. Lo que hace Anadón es destacar el paisaje –tanto el natural como el interior– que ha sido continente y contenido de sus poemas, y los resortes íntimos de su poetizar: su casa, su calle, sus desplazamientos, los mundos afrontados, los ritos que cumple al escribir, el delta de sus amores literarios. En suma, las suertes y amenazas que se ciernen sobre un hombre de nuestro tiempo, que es, además, escritor. A partir de estos extremos se palpa la necesidad poética que legitima la obra con un aura de verdad.

Leída desde dicho ángulo, la nota preliminar permite saber del pathos del autor, hecho de la prosa de la vida vivida y de esa “ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”, como lo señalan las palabras de Sergio Solmi, allí citadas, referidas a la paradoja de la lírica moderna. La exhortación de Robert Musil –“Veamos con la mayor serenidad posible lo que pasa aquí”– que, junto con sendas notas de Rubén Darío y Lawrence Durrell, compone el epígrafe del libro, consuma la voluntad de conocimiento que constituye la razón última de los poemas. Con esta orientación, el conjunto describe el paso por hitos de lo vivido, presentido y soñado en el espacio que media entre la casa –la casa de la infancia y la propia casa– y la primera expresión del afuera representada por la mesa de café y su entorno, hasta la vuelta a aquel ámbito de lo doméstico donde la vida es examinada en términos de tiempo, derrotero y cambio: “Hermosa hora, cuando todos duermen/ y a solas con el libro, la pipa y el café/ uno siente que vela/ sobre el aliento calmo de la casa, (…)// Hermosa hora… ¿Pero qué tormentas/ se arremolinan y relampaguean/ detrás de cada párpado cerrado?” (“Vigilia”). Como una épica de la vida privada, Anadón describe un movimiento circular, en cuya dinámica el pasado se ve ampliado por la experiencia de lo humano alcanzada al tomar contacto con los otros. Pero como todo desplazamiento lleva implícita la pregunta por los orígenes, también se halla en los poemas la reflexión acerca de sí mismo, de los otros y de la creación poética inclusive, que es, en última instancia, la casa del lenguaje a la que se regresa. La afirmación de un continuum de tránsito, tal como la vida acostumbra a mostrarse (“pisando a cada paso lo pisado” dice, precisamente, en el poema “La casa”).

Los ámbitos de la casa y del espacio público del café son, de esta manera, las ciudadelas entre las que se mueve su universo poético. Suertes de torres de vigilancia y tierra nutricia, constituyen tanto ámbitos del encuentro con seres y cosas como sedes del pensar. Pero tratándose de un poeta que busca atravesar las redes de la apariencia, son, sobre todo, sitios donde se produce la contigüidad con lo inexpresable, que sólo parece ceder a la locución del canto. La conjugación de dichos espacios le es suficiente, pues, para indagar el misterio y el secreto cotidianos. Tales son sus temas escondidos, siendo el “día transcurrido o que está transcurriendo” –según sus palabras– la rugosa materia sobre la que trabaja el poema. “La luz de la cocina en la mañana” es muestra de lo primero (“La luz de la cocina en la mañana/ cuando la casa aún está a oscuras/ y todos duermen, y en los vidrios/ el día es un presentimiento…”), mientras que “La mesa de café” es el espejo donde la labor de la conciencia se observa y es observada (“El mediodía límpido y ventoso/ afuera, allá en lo alto,/ y en las calles el tráfico/ donde la vida es una rueda/ deslumbrante y abstracta:// hoy la miro girar en el vacío/ desde mi mesa de café/ tratando de captar en el destello/ de un ojo, o un gesto, o una silueta/ lo que se lleva adentro…” Sobre este fondo melancólico se yergue el soliloquio cuyo tono confidente suena para el lector como palabra dicha al oído.

Pablo Anadón (Villa Dolores, 1963) ha publicado cinco libros de poesía y forma parte del selecto grupo de escritores que a su pasión literaria ha aunado la docencia, la crítica literaria, la dirección de publicaciones (es director de la revista de poesía y crítica Fénix y de la colección de poesía del mismo nombre que publica Ediciones del Copista), además de llevar cumplida una fecunda labor como traductor de la poesía italiana contemporánea. Este bagaje le ha permitido consolidar una poesía personal, de fuerte anclaje en la realidad, tributaria de un espacio y tiempo precisos, que hace de los dominios del lenguaje de la comunicación la fuente más rica de su campo de acción. En ella, la claridad echa sus raíces de la mano de un verso depurado y musical, del que emergen los grandes temas universales junto a otros de cosecha propia: el lugar de la infancia, la contemplación del decurso del día, la identidad que se constituye en medio de los cambios, el peso de la naturaleza sobre personas y cosas, lo que la vida trae y lo que la vida lleva. No exentos de nostalgia, los poemas están ordenados con arreglo a la duración de un día terrestre: desde el amanecer hasta la noche, con el telón de fondo de las variadas formas de la finitud: “Así, como la luz de aquel pesquero/ que lejos de la costa/ parece sumergirse/ pero después resurge del oleaje;// así como en la noche, cuando el viento/ y el restallido blanco/ disperso por las rocas/ son lo único que suena,// aquella antena solitaria/ podría hundirse sin un ojo/ que la vea ni un grito/ de alarma en medio de la inmensidad,// así, mientras camino/ por esta larga costanera, pienso/ que así de solo ha sido,/ así de fuerte y frágil/ nuestro modo de amar en esta vida” (“Nocturno marino”). Y “Están –como explica el autor- los poemas ciudadanos, que intentan captar algo del trajín fascinante de las caras y los cuerpos que aparecen y desaparecen en la multitud; y están los poemas del pueblo de provincia, de las presencias cotidianas del lugar, de la casa y la vida doméstica, donde la existencia nunca termina de domesticarse…”

Es una poesía que se eleva desde la experiencia hasta convertirse en un corpus reflexivo. Ala instrumentación de los hechos le suma lo que el tiempo pone de su parte: tránsito, mutación, versión de lo inconmensurable. En aquel tono confidente, que estrecha límites con el lector, deja entrever el propósito de poner en orden los datos de la interioridad anímica, a fin de liberarlos de la presión del sujeto y dejarlos hablar en su autonomía verbal. En el mencionado poema “La mesa de café”, luego de enumerar el ademán acostumbrado –la apertura del sobre de azúcar, el movimiento circular de la cucharita en el líquido, la morosa lectura del libro que completa la escena–, la acción se sobreeleva hasta el proceso de la escritura, entendido éste como una prosodia llamada a destacar el valor de los hechos: “dispersar como un mazo/ de naipes el espíritu en la hora/ silenciosa y al vuelo recogerlo/ con mano de tahúr; sacar/ libreta y lapicera y escribir/ lo poco que la vida le presta a la palabra”. El tema es retomado en “Hostal Hispania”: “…mejor diría que todo esto/ a cada instante se convierte/ en metáfora de algo, de otra cosa/ que no entiendo muy bien qué significa/ en mi vida, pero es/ pura presencia con su ausencia pura”. Diseñando un paralelismo entre vida y escritura, Anadón vuelve sobre el tema una y otra vez, resaltando los lindes de la escritura en cuanto a lo que dice, a lo que escapa de ella, y a la finalidad, no siempre alcanzada, de fijar en las palabras la dimensión de lo inefable: “¿Por qué no basta, en fin, este rectángulo/ de la ventana hacia la calle/ con el esquema puro de los árboles/ sobre la placa gris de la mañana?// ¿Por qué no es suficiente contemplar/ la tierra del pasaje, oscurecida/ por la lluvia de anoche (…)// ¿Por qué, al fin,/ este afán de fijar la fracción de minuto/ en que el gato pequeño del vecino/ se asoma desde arriba del tejado (….) mientras tiemblan los cables con el viento/ y una paloma baja majestuosamente/ del pino de la esquina/ como la sombra de algo, algo que no sabemos?” (“Recuadro”). Pero Anadón es, sobre todo, poeta de las transparencias. Consciente de que los hechos son portadores de la secreta voz del mundo, busca reflejar en su modulación los matices portadores de un sentido más pleno. La voluta de humo del tabaco encendido y el sabor del café son imágenes recurrentes con las que expresa el contacto con esa nada que “lleva a nada”, pero que, en planos de significación, contiene algo que escapa al referente y que conduce para su existencia a la imperatividad de la forma. Con la técnica de los pintores de escuela que, obedeciendo las leyes cromáticas, aprenden a pasar por el azul y el amarillo antes de llegar al verde, Anadón dosifica sus tiempos y espacios con la historicidad de un friso. Maestro asimismo del encabalgamiento, intensifica su verso mediante el peso de la palabra aislada, que es recuperada en los versos siguientes con el efecto de una potenciada significación. A diferencia del retumbante verso de un Wordsworth, compuesto –según se dice– durante sus caminatas por el bosque, la poesía de Anadón expresa la delectación de quien escribe cuando está de vuelta de la experiencia. Si aquél puede ser considerado poeta de paisaje abierto, el autor de “El trabajo de las horas” es el poeta del dramatismo de la mente y la tensión interior. Hablando consigo mismo es como habla con un lector tácito que es su alter ego. Si el primero componía sus poemas en voz alta, debemos presumir que Anadón lo hace en voz baja. Su modo de operar tiene el expresión de los círculos concéntricos que forma la gota de lluvia al caer en el agua. Los momentos más intensos –intensos, en primer lugar, por la intimidad desnudada– son aquellos en los que muestra lo humano como una condición entreabierta. Réplica, alternativa o contramundo, su poesía, así entendida, es un instrumento para enfrentar el desconsuelo por lo inalcanzable.

Rafael Felipe Oteriño