Editorial

Ricardo H. Herrera

Por más que en el momento de la composición las cuestiones técnicas sean de suma importancia para el poeta, siempre tendrán un valor de segundo orden a la hora de valorar una obra. Por encima de los límites artificiales del estilo están los límites que impone la necesidad, y sin duda es en este plano donde se dirimen las cuestiones esenciales, donde la palabra poética alcanza su plenitud y razón de ser. No tiene caso escribir para ejercitar la propia destreza en el oficio, para lucirse haciendo literatura; sí lo tiene para vencer una dificultad real. Por lo tanto, no hay mejor modo de hacerle justicia a las restricciones formales propias del oficio poético (la medida, la acentuación, las consonancias) que considerándolas como contraimagen de los obstáculos reales que han dado origen al poema (el desamparo, la soledad, la caducidad). Vale decir: un límite mínimo y aceptado, opuesto a un límite máximo e intolerable, provisto a su vez de una energía de embestida inversa, ya que se trata de una restricción que adiestra, no que cercena. Concebidas de esta manera, las normas artificiales pueden llegar a ser eficaces depuradoras y aceleradoras de la conciencia. Cuando es preciso dotar al verso de la suficiente potencia para superar las dificultades que amenazan la posibilidad de su eficacia, la necesidad de darle cumplimiento a un artificio trae aparejada tanto una detención forzosa del ímpetu discursivo como una acumulación de reserva de la energía poética; ambos elementos —detención y acumulación— pueden proporcionarle a la conciencia una instancia de reflexión que permita aguzar la lucidez. Bien aprovechada, si la inteligencia no se deja hechizar por los espejismos sonoros y visuales de la simetría (la simetría —el equilibrio— es un don de la verdad expresiva final, no un fin en sí mismo), esa obligación a recapacitar acaso logre conducir la pulsión verbal originaria hacia su objetivo con mayor precisión.

Como se ve, se trata de algo más que de un juego anacrónico. Las legítimas virtudes que se desprenden del artificio usado con responsabilidad son la concentración y la fuerza, además de la superación del automatismo psíquico. Al abrirse paso hacia una genuina forma de libertad, la poesía así practicada lleva en su entraña la herida del límite —ya que ha vencido con límites artificiales el límite real— pero la lleva transfigurada, vale decir, transformada en un elemento expansivo, porque la medida es un verdadero propulsor del psiquismo hacia esa dimensión del sentimiento que carece de límites, si se me permite definir así a la imaginación. Al producirse este fenómeno expansivo de la afectividad, al acceder la voz a la libertad de una significación encarnada en la cadencia verbal intransferible, el idioma se convierte en un milagro, porque sin duda es un milagro asistir a la fusión de sentido y sonido, de significación y musicalidad. Es ese milagro, precisamente, lo que hace de la poesía un arte.