Walt Whitman: una extraña criatura

Nicolás Magaril

Do I contradict myself?
Very well then I contradict myself.

 W.W.

 Leer a Walt Whitman supone de entrada, por más avisado que uno se crea ante las desproporciones de su leyenda o por más acotadas que sean las antologías que tengamos a mano, un acto bastante venerable. En todo caso, es verificar los buenos fundamentos de un mito. A la satisfacción de dar regularmente con versos magistrales se suma el efecto de lo monumental: el desarrollo consciente de un emprendimiento lírico inédito, el predicamento de una percepción a un tiempo ecuménica y detallada, materialista y mística. La disposición de una curiosidad sorprendentemente extensible, recreada incesantemente sobre cualquier asunto de la naturaleza, la vida o la historia. Cada noticia del mundo reclama la consideración (habría que decir la fruición) del poeta, todo concierne en algún momento a su libro creciente: el sistema planetario y la brizna, la intimidad y la masa, lo nuevo y lo eterno. Vastos procesos, situaciones, escenas, instantes capturados. No hay jerarquización posible puesto que a cada fracción comprendida en el arco inmenso de la experiencia se le confiere una validez absoluta. El presidente o el que limpia los inodoros (the cleaner of privies) tienen idéntica trascendencia en el gran concierto de lo que hay. El Poema como arca de todas las especies y de todas las cosas. Tal ecuanimidad y proliferación se verifica asimismo en sus prosas. Al azar: una enumeración de las treinta y seis variedades de pájaros cuyo canto identificó puntualmente entre fines de abril y principios de mayo, digna de un ornitólogo avezado (I hear bravuras of birds, dice con encanto en una de sus enumeraciones), alterna indistintamente con glosas sobre la inminente megalópolis, el dolor de los heridos, Darwin o la literatura contemporánea.

Whitman quiso fervientemente pertenecer a los otros con la misma intensidad con la que pretendía conjugar (o licuar) en sí mismo la pluralidad infinita de la alteridad. Se trata de una voluntad riesgosa: semejante amplificación receptiva fue leída diversamente entre el panteísmo, el credo democrático y el mero despropósito. Lo cierto es que efectivamente acabó perteneciendo a los demás: a sus lectores, a sus biógrafos, a sus poetas. De estos últimos, que se cuentan desde Moscú a los Andes y de Lisboa a la Pampa, el grupo «iberoamericano» constituye un fenómeno literario singular. Al cabo también de mucha veneración atolondrada o insidiosa siempre se agradece un poco de esa ironía nacida de la admiración, a lo D.H.Lawrence:

Walt no era un esquimal, un esquimal pequeño, amarillo, astuto y grasiento. Y cuando Walt dulcemente imaginó para sí mismo una Totalidad, en la cual desde luego estaba incluido el esquimal, no hacía más que sorber el viento de una cáscara de huevo vacía. Los esquimales no son pequeños Walts. Son algo que yo no soy. El pequeño y grasiento esquimal no está dentro del huevo de mi Totalidad. Asimismo está fuera del huevo de la Totalidad de Whitman. [1]

Pocos nombres tan contagiosos como el suyo, pero que yo sepa ninguno se atrevió a cometer una cosa así:

Walt Whitman, a kosmos, of Manhattan the son.

Si fuese preciso consignar en un solo verso un libro de varios miles, éste sería el caso. Ahí está el poeta, el universo, la ciudad, la filiación, la infancia, en ese orden, y luego todas sus derivaciones posibles. Pero también una cuidadosa distribución musical de vocales abiertas y consonantes oclusivas, la W y la M reforzando tipográficamente una vaga ilusión simétrica: el nombre de la ciudad es ya casi un anagrama del nombre del poeta y viceversa (dicho varias veces el verso circula, encantatorio). A medio camino entre el Yo y la Ciudad, una breve pausa, tres silabas en las que cabe, sin embargo, la inmensidad. El doble movimiento que implica atribuirse el cosmos en una aposición, pero declararse un hijo más de la aldea, es asimismo la oscilación general que sostiene la credibilidad de su esquema lírico.

La obra de Walt Whitman o, a la vieja usanza, su genio y figura, tuvo entre los poetas de nuestra lengua un predicamento unánime e invariablemente apologético. Su caudal era inagotable y en rigor daba para todos los gustos. Su actitud, más aún que sus versos propiamente dichos, fue sentida como una verdadera bendición por aquellos que padecían la esclerosis, el anquilosamiento cultural: el europeo y el americano, el finisecular y el de posguerra, el político y el estético. La vigencia de Whitman no claudicó en cien años. Y repunta, eventualmente, hasta nuestros días. La última frase del prólogo del poeta uruguayo Armando Vasseur a su traducción parcial pero abundante de Hojas de hierba (que fue la que alentó desde 1912 a dos generaciones de discípulos) es elocuente en este sentido: ¡Bendita sea la tempestad de su arte, si logra airear la atmósfera literaria hispanoamericana, tan recargada de emanaciones gallináceas! Invocar el nombre del bardo, como feamente se decía, ya convenientemente santificado y apuntalado de exclamaciones, garantizaba una inmediata dignidad progresista, una alta filiación. Todos, a su turno, asumieron el deber secular que el propio Whitman se encargó de lanzar a la posteridad: you must justify me escribió en «Poets to come». Pero esa proclama imperativa no pareciera encarecer a los colegas del futuro tantas prolongaciones miméticas de su propia voz sino más bien una incorporación de su legado que no excluya, mejor dicho que exige, la confrontación con el maestro. [2] Como sea. Whitman entró en Hispanoamérica bajo la forma del panegírico e inmediatamente en el Sitial, valga el ejemplo, de los Cuatro Inmortales. Me refiero al primer poema del primer libro de Leopoldo Lugones (Las montañas del oro, 1897), ese sonoro manifiesto entre sublime y chistoso de casi trescientos alejandrinos pareados desde los cuales se proyecta, heroica y magnífica, la figura del Poeta, el astro de su propio destierro. El primero entre esos engendros del prodigio que alzan sobre la cumbre de la noche su canto ante cada nueva marcha histórica de la gran columna de silencio y de ideas es Hugo. El segundo, que alumbra el abismo con su alma, es Dante. El tercero es Whitman: todo cuanto es fuerza, creación, universo, /Pesa sobre las vértebras enormes de su verso. El último es Homero. O el penúltimo, habría que decir, puesto que Lugones hace un esfuerzo desesperado por merecer el podio que él mismo se ha creado.

El seguimiento de su influencia o de las distintas versiones de esa justificación póstuma demandaría, desde luego, un trabajo enorme. A partir del ensayo (en realidad una crónica periodística) que le dedicó Martí en 1887, su nombre se expandió rápidamente por España y América Latina y una simple nómina de los escritores que lo recibieron, biografiaron, comentaron, tradujeron, parafrasearon, interpretaron, tergiversaron e imitaron de una u otra manera sería de por sí muy numerosa. El único intento sistemático y bien documentado lo llevó a cabo el crítico chileno Fernando Alegría en 1953, bajo la dirección del eminente whitmanista Gay Alien. Algunos años antes, en el epílogo a la traducción del Canto a mi mismo de León Felipe, Guillermo de Torre había dejado de pasada algunas observaciones al respecto. Quieran estas notas contribuir al examen del mismo fenómeno.

Fue precisamente León Felipe el abanderado de aquella justificación póstuma. Nada diremos de su traducción-paráfrasis (que fue atacada y defendida equitativamente). Interesa más bien el prólogo en verso que la introduce. Casi todos los vicios y las virtudes del whitmanismo tienen cabida en esas estrofas. Hay, se diría, un aire arrogante, como el de quien se sabe suficientemente a la altura de su circunstancia (en su maestro hay vehemencia, nunca arrogancia). A propósito del ya citado verso de «Poets to come», dice Felipe: Porque ¿a quién fue, a vosotros o a mí, a quien Walt Whitman le dejó encomendada esta nota? Whitman le hubiese respondido, como desde un torbellino, a ellos, querido León, a ellos y a ti he encomendado esa nota. Aunque está bien así. De hecho, lo mejor de este prólogo poético (y de la paráfrasis misma) es ese pie de combate, esa conciencia urgente de la lírica, ese maldecir la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales, como decía una canción que cantaba Paco Ibañez, esa necesidad imperiosa de abrir el diálogo entre los poetas que reclamen valores básicos para el mundo. ¿Quién ha dicho que esta no es la hora? / Sí. Esta es la hora. / Esta es la hora de trasbordar las consignas poéticas eternas; / de trasvasar de un cuenco a otro cuenco las genuinas esencias de los pueblos. Resulta un poco molesta, sin embargo, esa costumbre de disponer del poeta sin más: no tiene familia (…) no tiene genealogía (…) su nombre telúrico y adámico es Walt (…) Llamadle Walt vosotros también. / Yo le llamo Walt…/ Dios le llama Walt. Como sea, Whitman, ese cantor «adánico» que había fascinado a Unamuno, es su contribución a la causa, su arenga: el énfasis, que nunca perdura más que el tiempo de su enunciación, estaba justificado. Mutatis mutandi, el Whitman de León Felipe desarrolla al de José Martí, en otro continente y en otra coyuntura histórico-política. Ambos ven la belleza y la potencia libertaria de su prédica y quieren expandirla, sin perder un instante. Muchos leyeron en Hojas de hierba un nuevo evangelio de fraternidad y progreso. Leyeron un libro que necesita, por definición, adeptos y detractores. Y estaba tan bien escrito que no tardo en hacerse de ambos.

Un poeta peruano del Veinte llamado Juan Parra del Riego, pasó a la historia literaria por haber hecho este ruiderío: ¡Eso eras tú Walt Whitman! / ¡El perfecto camarada! ¡El Revelador! / ¡Nuestra gran fuente de fuerza, americanos! / ¡Oh querido Walt Whitman! / Ob, Capitán, mi capitán, ¡mi capitán! De Whitman se podría decir lo mismo que dijo Susan Sontag de Kafka: que hubo una especie de «secuestro masivo» sobre su obra. En los versos recién citados se advierten rasgos usuales de cierto whitmanismo en español: efusividad descontrolada (aunque quien llegará más lejos en este sentido fue, como luego se verá, un lusitano apócrifo), una suerte de apostolado en última instancia paternalista (esa mala costumbre de recordarle al poeta una y otra vez y para siempre qué es, lo que es su vida, cuál es su misión, cómo lo llama cariñosamente Dios y demás; cuando él mismo apuntó varias veces sus reservas al respecto [3] , el ímpetu americanista (del cual Neruda será el mejor heredero) y, por último, la referencia a los versos iniciales de la letanía que escribiera tras el asesinato de Lincoln: «O Captain! My captain». La vicisitud de ese verso en Hispanoamérica merecería un capítulo aparte y es sintomática de la ensalada ideológica en la que se barajaron sus ideas: Parra del Riego aplica insólitamente la capitanía al propio poeta, antes la había usado Rubén Darío in memoriam Bartolomé Mitre y después le sirvió a Raúl González Tuñón para acentuar la probidad de Stalin. Aunque ninguno de los tres entendió la sobriedad y el honesto sentimiento que harían tolerable un poema para un presidente y aunque la referencia traspuesta no aporta nada indispensable en ninguno de los casos (salvo la constancia de una forzada continuidad), es notable que haya perdurado de Whitman esa supuesta elocuencia marcial, la forma de la proclama adecuable a cualquier liderazgo, vaciada de todo atributo político o lírico originario, tan sólo la pose megafónica y la retórica de tribuna.

El primer contacto entre Borges y Whitman deriva en cierta medida de esa vena grandilocuente. Lo descubrió en Ginebra a los quince o dieciséis años, en una traducción alemana. Estando en Sevilla en 1919 publicó su primer poema: un himno al mar, en el cual, según cuenta, hizo todo lo posible por ser Walt Whitman. Cincuenta arios después tradujo el Canto de mí mismo: por la indignación, es una hipótesis, que le había ocasionado hacía tiempo la versión de Felipe.  [4] Le dedicó también algunos pasajes críticos, breves, pero que parecen haber madurado largamente. Sus sintéticos juicios sobre el poeta norteamericano son siempre exactos. Básicamente, Borges resuelve en un par de líneas un malentendido insigne, más o menos perjudicial, sobre el que se construyó buena parte del mito biobibliográfico: la discordia entre el modesto autor de la obra y su semidivino protagonista. Walt Whitman, escribió Borges, elaboró una extraña criatura que no acabamos de entender y le dio el nombre de Walt Whitman. Le dedicó, finalmente, un soneto. Vuelve en él a la consabida tradición del viejo de Camden, pobre y glorioso, momentos antes de morir, pero aquí asumiendo como con una lucidez piadosa el término de su vida y su poema. Es domingo, ha leído el periódico y ha hojeado el libro de un colega, mira su cara en el espejo, piensa que esa cara es él: casi no soy, pero mis versos ritman / la vida y su esplendor. Yo fui Walt Whitman. Esta última frase, dicha por el poeta, de alguna manera culmina ese vasto ciclo que se inicia con el ya mencionado Walt Whitman, a kosmos, of Manhatian the son. Y renueva, en una escena sencilla pero ligeramente melodramática, el desdoblamiento especular que suponen su vida y su obra, al fin conciliadas.

Dos años antes de que muriera el «gran viejo», Rubén Darío le había destinado uno de los tres «Medallones» incluidos en la segunda edición de Azul (1890), reproducido luego en la primera página de la traducción de Vasseur. Le atribuye en ese soneto toda la majestad bíblica que le cabe a un mortal: es bello como un patriarca, canta como un profeta nuevo, es el sacerdote que alienta soplo divino, es el emperador. Whitman estaba vivo, aunque maltrecho (él mismo se comparaba en sus últimos días de paralítico con un molusco), pero el poema de Darío es póstumo. Lo magnificente es póstumo. La frase casi no soy es intolerable en este contexto ecuestre. El poema de Darío se origina en aquel malentendido que hizo escuela, aunque, faltó aclarar, patrocinado cuidadosamente por el propio autor. De todas formas, Whitman inauguró su sacerdocio profético-patriarcal siendo relativamente joven:  I, now thirty-seven years old in perfect health begin… En un ensayo espléndido, Pavese atribuye esta tradición del «viejo barbudo y secular» a la fotografía que se encuentra en la portada de todas las ediciones definitivas de Leaves off Grass. Hay que decir que tanto esa foto como la que figuraba en las primeras ediciones (en la cual era un joven campesino americano con la barba corta) las eligió el propio Whitman, a sabiendas de estar echando a rodar un maravilloso equívoco y que sabía por oficio lo que es cuidar de cerca una edición.

Ezequiel Martínez Estrada, siguiendo la usanza del tríptico y el busto policromado, le dedica a Whitman una de las «Tres estrellas de la Osa Menor» en Humoresca (1929)-. imagina allí al poeta divagando en los círculos superiores y abstrusos / o bien sencillamente contradictorio y vivo, y promete perseguir fielmente su huella, dice, con la ansiedad del perro. Martínez Estrada profesa oportunamente su veneración, aunque con ese inquietante toque perruno, pero le devuelve la posibilidad de ser contradictorio y de estar vivo; después de que Darío lo canonizara en vida sin revisar demasiado su expediente.

Pero la relación entre Darío y Whitman es más compleja y prolongada de lo que sugiere el estático y frontal medallón de Azul. Se inscribe además en un marco histórico, cultural y económico en el cual este tipo de contactos eran decisivos: en virtud de esos cruces la literatura estaba desarrollando su modernidad. Whitman fue además una figura clave en la elaboración de una idea de América y de nuestra América. Razonablemente, influyó más en los poetas que en los estadistas. Ya se mencionó la oda a Bartolomé Mitre. En esa línea de enredo lírico-político habría que agregar los dos poemas en torno a la cuestión norteamericana. El correspondiente «A Roosevelt», levantisco, y la «Salutación al Águila», su anverso diplomático, fechados respectivamente en 1904 y 1906.[5] Escribe en el primero: ¡Es con voz de Biblia o verso de Walt Whitman /que habría que llegar a ti, Cazador! Y en el segundo: Bien vengas, oh mágica Águila, que amara tanto Walt Whitman. Por esta vía damos con otro ámbito enorme de indagaciones en las que, por ejemplo, sobresalen las contribuciones de Ángel Rama. Cabe citar, por fin, un pasaje de las famosas Palabras Liminares a «Prosas Profanas»: (Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas; en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman.) Buenos aires: Cosmópolis. ¡Y mañana! ¿Qué hacer con todo esto? Mejor dicho: ¿qué hace Darío con Whitman? Antes de leerlo lo diviniza, luego lo trae a colación para ensalzar a Mitre (y a Lincoln por elevación), luego para decir «No» a Roosevelt (futuro invasor de la América ingenua), luego para bienvenir cordialmente al Águila a la que acababa de negarle la entrada y al fin, saltándose burlesco cuatro siglos de una herencia colonial pesadamente burocrática, para adjudicarle todo lo que en América no sea precolombino, mejor, que no sea la leyenda de lo precolombino. Quiero decir: el malón trepando la zanja de Alsina no parece haber inquietado a Darío; sí el Inca sensual y fino. Y ese «demócrata», ¿es despectivo? Como sea, Darío es el que viene después de Whitman, después de Utatlán y la democracia, después de esa América: él canta la venidera, nuestra actualidad universal, la Cosmópolis; su querida, como dice, está en París.

Esa corriente seguirá su curso a lo largo del medio siglo con distintos resultados. Pero lo que podría llamarse la «perspectiva continental» en la recepción y recreación de Whitman encuentra en Pablo Neruda, el del Canto General sobre todo, su máximo desarrollo. De alguna manera, lo agota. En una oportunidad Rafael Alberti escribió que la poesía del continente americano limita al norte con Walt Whitman, y al sur con Pablo Neruda. En éste, como en todos los casos anteriores y los que siguen, el contacto solicita un examen exhaustivo. Lo cierto es que el propio Neruda subrayó, siempre que pudo, esa filiación. En su «Oda a Walt Whitman», por supuesto él también escribió la suya, le dice: tú me enseñaste a ser americano. Algunos años después, en un discurso pronunciado ante el PEN CLUB de Nueva York, lo llamó mi más grande acreedor (se estaba debatiendo precisamente el problema de la deuda externa de los países subdesarrollados).

La tradición del magisterio ejemplar, casi oracular, del escritor de Manhattan, llega en el «Saludo a Walt Whitman» de Álvaro de Campos a una identificación patológica, propicia a la euforia de las Euménides: Viejo amigo Walt, gran Camarada mío, ¡evohé! / Pertenezco a tu orgía báquica de sensaciones-en-libertad (…) no soy tu discípulo, no soy tu amigo, no soy tu cantor, sabes que yo soy Tú. Se diría que esta última transferencia pronominal realiza por fin cabalmente el gran sueño confraternal de Leaves of grass. Con Álvaro de Campos la constante interpelación de Whitman asume por primera vez lo único que le falta para cumplirse verdaderamente: reciprocidad. El «Canto a mí mismo» es casi el anverso de lo declarado en su título: es un canto a la segunda persona, no a la primera: For every atom belonging to me as good belongs to you (…), I am integral with you (..,), I act as the tongue of you (…), the duplicates of myself (…). Whitman no pregunta a los heridos cómo se sienten, I myself became the wounded person; los mendigos embody themselves in me and I am embodied in them. El extravagante protagonista del poemario no ama necesariamente al otro, pero quiere identificarse absolutamente con él, incorporarlo en un sentido etimológico, y revertir el proceso ad infinitum. Esa transfusión se prolonga increíblemente al reino inorgánico: I am the clock myself. De nuevo, todo cuanto pueda reprocharse a ese exceso whitmaniano ya fue dicho por Lawrence, y todo cuanto pueda elogiarse ya lo hizo Álvaro de Campos al decir honestamente: sabes que yo soy Tú. Si siguiéramos ahora con la metáfora del evangelio, el heterónimo de Pessoa encarnaría al tipo «fundamentalista».

Dos «homenajes» merecen una mención especial: el de José Martí y el de Federico García Lorca. Ambos residieron en su momento en Nueva York, experimentaron con lucidez implacable los claroscuros de la ciudad; para uno y otro dicha estadía (mucho más prolongada en el primero) señala un punto altísimo del pensamiento y el arte. Los dos terminaron de forma terrible en su propia tierra y en plena madurez de su carrera. Escribieron respectivamente textos decisivos en torno a la figura del poeta, editor, enfermero, periodista y docente norteamericano. El feliz paso de Lorca por Cuba en su viaje de regreso a España (que inspiró el último poema del libro, abrupta contrapartida de la atmósfera opresiva y alucinada de las composiciones neoyorquinas) delimita un poco más, si se quiere, esta afinidad. Pero se trata de aproximaciones a Whitman en las cuales se juegan afirmaciones inapelables en la existencia de uno y otro poeta: la liberación panamericana y la homosexualidad.

La «Oda a Walt Whitman» de Poeta en Nueva York (1930) es una pieza desconcertante, por momentos confusa, a primera vista contradictoria y definitivamente proscrita. [6] De alguna manera, Lorca le retuerce el cuello sensualismo de «Calamus» [7] : no celebra la confraternidad viril, ni el amor de los amigos, ni el milagro del cuerpo eléctrico (incluido el falo), denuncia en cambio la miseria de la exclusión, la prostitución y la clandestinidad. Los maricas de Lorca (turbios de lágrimas /carne para fusta) no se entienden ya con los camaradas joviales de Whitman.

El poema se enrarece cuando resulta no ser exactamente lo que hoy se diría una reivindicación de alguna minoría sexual o el repudio de una fobia social, ni siquiera una evocación entre tierna e irónica de aquel macho, aquel anciano hermoso que gemía igual que un pájaro / con el sexo atravesado por una aguja. Sino abruptamente una indignada repulsa de los maricas de las ciudades. En ellos recaerá de pronto toda la agresividad contenida en el poema: aquellos esclavos de la mujer, los llama, perras de sus tocadores, / abiertos en las plazas con fiebres de abanico. Pareciera ser que le irritó bastante la hipocresía de cierto amaneramiento norteamericano más o menos liberal o perverso; tal vez la solución superficial, falsamente tolerante, de una condición que él vivía como una tensión secreta y dolorosa. No sé, pero los detesta y simula una arenga al borde de lo desopilante: ¡No haya cuartel! ¡Alerta!. El marica de la ciudad es el enemigo, contra ellos es la lucha sin cuartel: contra vosotros siempre, que dais a los muchachos/gotas de sucia muerte con amargo veneno. A continuación, para que no se salve ninguno, Lorca hace una lista de los apodos con que se los designa en la jerga de diferentes lugares: Norteamérica, la Habana, Méjico, Cádiz, Sevilla, Madrid, Alicante y Portugal; respectivamente: Fearies, Pájaros, Jotos. Sarasas, Apios, Cancos, Floras y Adelaidas. Para terminar despotricando: ¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas! En la última estrofa, como fastidiado y vencido, como quien vuelve en sí tras un lamentable acceso de entusiasmo, baja la voz e invoca una vez más al viejo poeta: Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson (…) Duerme. No queda nada. / Una danza de muros agita las praderas / y América se anega de máquinas y llanto. La mentira, el muro y la máquina habían aplastado el sueño americano. Lorca ve el fracaso fundamental de la utopía whitmaniana, ve el basamento definitivo de un imperio de milicia y consumo, ve también sus estragos y ve allí la imposibilidad de su propia vida. El ataque al marica es una defensa paradójica e incorrecta de su privacidad, defensa que no puede sino asumir el estigma de lo prohibido: por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman, contra el niño que escribe / nombre de niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia /en la oscuridad del ropero. La oposición es clara: el travestismo pero en la oscuridad del ropero, no en las plazas con fiebres de abanico; el nombre de niña pero en la almohada, no ante el tocador de la mujer.

El primer whitmanista en español, no sólo en un sentido cronológico, es indudablemente José Martí. Whitman no hubiese podido aspirar a una mejor carta de recomendación para entrar en el mundo hispano (Poe tuvo la misma suerte en Francia, de la mano de Baudelaire). Por lo demás, Martí, que escribió en algún lugar necesito ver antes lo que he de escribir, es probablemente el único hispanoamericano que lo vio, en la cumbre de su gloria y de su proscripción. Pero asimismo es el primero que lo leyó en el original, detalle del cual supo prescindir, con perdón, la whitmanía de ahí en adelante. Su texto comienza como la cobertura periodística de la última lectura pública que hiciera el poeta (su tributo anual a Lincoln). En medio de tantos figurines, dice, en medio de tanto poeta y filósofo canijo, la presencia del Poeta le produjo un poderoso entusiasmo, algo como una conmoción saludable que se percibe de inmediato en la intensidad de su prosa. Sin embargo, la primera observación de Martí es la siguiente: Hay que estudiarlo. Martí encontró funcionando por fin el programa literario que creía necesario para la nueva era en ciernes. No había que imitarlo o idolatrarlo, había que estudiarlo, aprender esa lección pública de poesía y derivar de su obra un impulso verdaderamente revolucionario y radical, que devolviera a la lírica el protagonismo social que alguna vez tuvo. Revolución que no podrían entender, sin embargo, los criados a leche latina, académica o francesa. Si algún sentido tiene todavía la fórmula «literatura comprometida», habría que afinar su fundamento en el pensamiento del periodista cubano. Permítaseme citarlo in extenso. Él mismo hubiese dicho —oíd:

La literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las contradicciones aparentes, la literatura que, como espontáneo consejo y enseñanza de la naturaleza, promulgue la identidad en una paz superior de los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan; la literatura que inculque en el espíritu espantadizo de los hombres una convicción tan arraigada de la justicia y la belleza definitivas que las penurias y fealdades de la existencia no las descorazonen ni acibaren, no sólo revelará un estado social más cercano a la perfección que todos los conocidos, sino que hermanando felizmente la razón y la gracia, proveerá a la humanidad, ansiosa de maravilla y de poesía, con la religión que confusamente aguarda desde que conoció la oquedad e insuficiencia de sus antiguos credos. ¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? (…) Ved sobre los montes, poetas que regáis con lágrimas pueriles los altares desiertos. Creíais la religión perdida, porque estaba mudando de forma sobre vuestras cabezas. Levantaos, porque vosotros sois los sacerdotes. La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el nuevo culto.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Este ensayo, perfecto antimodelo de crítica literaria, es un problema. Lawrence escuchó muy atentamente lo que tenía para decir el poeta norteamericano; incluso hay en su obra resonancias directas de Hojas de hierba: give me the democracy of touch, the resurrection of the body!, dice Lady Chatterley en una velada frase que no desentonaría en «Hijos de Adán» o en «Calamus». Pero luego de leer ciertos pasajes de su ensayo uno siente que ya no podrá volver a tomar a Walt Whitman en serio. Porque al margen del humor punzante, Lawrence muestra un instante la impostura whitmaniana, el carácter mecánico y un poco patético de su aspiración: ese viento de una cáscara de huevo vacía. Lo bueno es que Whitman, una y otra vez, convence. En todo caso ya no nos interesa polemizar con el sabio; ahí está, deliberadamente contradictorio.>>
  2. Él mismo lo anticipa de diversas maneras: He most honors my style who learns under it to destroy the teacher (…). Luego de saludar generosamente a sus discípulos, les dice: continue your annotations, continue your questionings. Más claramente aún en otro pasaje: you shalll not look ihrough my eyes either, nor take thing from me, /you shall listen to all sides and filter them from your self. En este sentido, Lawrence es su mejor discípulo.>>
  3. En el poema titulado «When I Read the Book», confiesa su consternación luego de leer una biografía famosa: And so will someone when I am dead and gone write my life? / As if any man really knew aught of my life. / why even mysclf I ohen think know liltle or nothing of my real life. Y más rotundamente aun en la sección 25 del «Canto a mí mismo»: I refuse putting of me what I really am. Y en la sección 47: I will nevcr translate my self at all. Y, ya definitivamente, en el último pasaje del Canto: You will hardly know who I am or what I mean. El exhibicionismo whitmaniano tiene su contrapartida en estos versos: la ubicuidad es el mejor refugio de su secreto.>>
  4. Para Borges. el poeta español había lisa y llanamente «calumniado» a Whitman con su traducción-paráfrasis. Reseñó el volumen para el número 88 de la revista Sur (enero, 1942). Entre otras observaciones del mismo tenor, Borges advierte que «de la larga voz sálmica hemos pasado a los engreídos grititos del cante jondo».>>
  5. Estos dos poemas suelen ser leídos en contrapunto, en clave anti y proimperialista respectivamente. Whitman, a despecho de Hojas de hierba, le viene bien en ambos casos. Anderson Imbert informa que Darío escribió la «Salutación al Águila» en los intervalos que le dejaba su gestión como delegado nicaragüense en la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro (y en la «Epíslola a la Señora de Lugones» se lee: yo pan-americanicé con vago temor y muy poc fe). Al margen de su lamentable miopía política, lamentable, digo, al lado de la de Martí, fue una cortesía o debilidad diplomática que debe ser leída en el marco de su compleja relación con los Estados Unidos, cuya amenaza, en la línea Ariel-Caliban, no dejó de señalar en varias oportunidades, incluso antes que el propio Rodó. De todos modos, como señaló Octavio Paz, el antiimperialismo de los modernistas no estaba fundado en una ideología política o económica.>>
  6. Se publicó una sola vez en vida de Lorca, en una edición limitada de cincuenta ejemplares hecha en México en 1934. El autor prefirió asimismo no referirse al poema en sus lecturas públicas. Cernuda, que afrontó de otra forma su propia homosexualidad, aseguró que en esta oda Lorca da voz «a un sentimiento que era razón misma de su existencia y de su obra».>>
  7. «Calamus» es el quinto libro de Hojas de hierba. La secuencia fue agregada en la tercera edición del poemario, de 1860. Whitman habría intercalado y modificado en esta nueva sección una docena de poemas inéditos (cuyos manuscritos fueron encontrados en 1950) conocida como «Live aok, with moss», que relatan un affaire homosexual. Si bien en «Calamus» el explícito contenido homoerótico de aquella primera versión manuscrita aparece diseminado y atenuado, la franqueza del poeta (a la cual hay que sumar los detalles genitales que sí figuran en la sección “Hijos de Adán”) escandalizó a la opinión puritana. Se entiende «Comparto con los muchachos las orgías de la medianoche, etc.» El tema sexual ha sido siempre, desde Emerson, el escollo de la crítica whitmaniana. Martí tropieza un par de veces intentando salvar la honorabilidad del anciano, y en general la cuestión biográfica ha girado en torno a esta pesquisa. Recientemente, Harold Bloom replanteó el viejo tópico del autoerotismo en clave abiertamente «masturbatoria».>>