Vera ficción

Carlos Schilling

 

La estirpe de Nemrod

Si el acto de leer consistiera en hallar una clave para descifrar la obra de un autor, en el caso de Daniel Vera esa clave estaría en la primera página del primer libro que publicó: Perífrasis griegas. Allí, en el decimosegundo verso de un soneto dedicado al filósofo Nimio de Anquín, hay una corrección hecha por la propia mano del autor, en la que tacha con birome el término «verbo» y lo sustituye por el termino «palabra». El más obvio motivo de esa corrección es que al verso original «tu verbo, tu amor y tu camino» le falta una sílaba para ser un endecasílabo, medida que Vera logra transformándolo en un verso imperceptiblemente distinto: «tu palabra, tu amor y tu camino». Más allá de la contabilidad métrica, hay en esa sustitución manuscrita un efecto de sentido que trazará su circuito en todos los libros de Daniel Vera. ¿Qué significa exactamente pasar del verbo a la palabra? Varias cosas. La más importante: si en el término «verbo» resuena el mito bíblico de la lengua de Dios, la fantasía de un idioma divino que dará lugar a las interpretaciones cabalísticas del texto sagrado y que abonará una tradición en la que es posible rastrear tanto la ilusión filosófica de un lenguaje privado, que comparten el racionalista Descartes y el empirista Locke, como la ideología literaria del mot juste de Flaubert. En el término «palabra», en cambio, se oye el sonido de una flecha que nunca da en el blanco. La asociamos a la parábola, a la elipse, a cierta falla del sentido. Para no mudarnos del antiguo testamento, podría decirse que el verbo pertenece al Paraíso y la palabra a Babel, y no sería demasiado arriesgado derivar de esa distinción dos estirpes de poetas. A la primera pertenecerían todos aquellos que como Cratilo suponen la existencia de un vínculo secreto entre el verbo y las cosas, una propiedad común por la cual el ser se revela en la lengua. En la segunda, no habría que apresurarse a colocar sólo a los partidarios de Hermógenes. Definitivamente refutada por Donald Davidson en el último ensayo del libro De la verdad y la interpretación, la teoría del lenguaje como convención, que sostiene ese griego inventado por Platón, chocaría, para volver a la Biblia, contra esa lengua única que habla a través de la boca Nemrod, personaje límite del mito de Babel, condenado a repetir siempre las mismas palabras ininteligibles, que Dante translitera en un endecasílabo del Infierno: «Raphel may amech izabi almi».

Historia heterodoxa

Recuerdo una charla con Daniel Vera en un bar de la ciudad universitaria. Lo había llamado por teléfono para invitarlo a participar en un proyecto que pretendía reunir a poetas y artistas plásticos para la creación de poemas objetos. La voz de Daniel sonaba lejana, irónica e indecisa en proporciones iguales, y lo único que puedo decir sobre el estado de ánimo con que recibió mi propuesta es que la aceptó sin entusiasmo y también sin objeciones. Me citó en uno de los pabellones de la Escuela de Filosofía y Humanidades y cuando terminó su clase nos fuimos a un bar colmado de estudiantes, donde tuvimos que retirar las tazas de café del mostrador y transportarlas en una bandeja a nuestra mesa. Yo había sido su alumno por primera vez 20 años antes, en 1985, y había asistido en perfecto silencio a sus clases de lógica simbólica. Era tan poco lo que captaba sobre las tablas de verdad que ni siquiera me atrevía a abrir la boca. Mi primera impresión fue negativa: Daniel Vera tartamudeaba, se reía antes de terminar chistes que sólo él entendía y no tenía la menor idea de cómo combinar un saco con una corbata. Recién me enteré de que escribía poemas unos meses después, cuando leí «Inferno» publicado en la revista Escrita que dirigía Antonio Oviedo. El poema no ayudó a mejorar mi primera impresión. Ahora no sólo me parecía ridícula la forma de vestirse del profesor de lógica sino también los versos que escribía. Fue la lectura de Fundamento Hsín recomendada por mi amigo Raúl Cadus lo que me hizo cambiar radicalmente la opinión que tenía de la poesía de Daniel Vera. Publicado por la editorial Dianus, el libro tiene como fecha de imprenta el 22 de mayo de 1987, pero yo recién lo leí a mediados de 1989. Me deslumbró el prólogo de Antonio Oviedo, en el que hay un pasaje de lectura inolvidable: «las cuatro letras de la palabra inicial (amor) participan en la formación de casi todas las demás; además, hay una sola letra (la m) cuya repetición produce un rozamiento constante que enciende el resplandor del último verso». La cita vale una cita completa del soneto «a gimel»:

amor amante amada ya distante
ahora amor amada amante nada
amor con amo llama sin amada
amor sin amo llama sin amante

ama quien ama pero no sangrante
amada no es amante desangrada
amante no es amada consagrada
amor y amor es música constante

amor no amar y ser amor amado
amar amar no ser amado amor
amor llama no llama su llamado

amor ama no llama llamador
ama amor ser amado y a su lado
amante amor enciende resplandor

Sin embargo, el trabajo de asimilación de los poemas de Fundamento Hsin fue lentísimo y sólo las recomendaciones de Cadus y Oviedo me hacían intentar nuevas lecturas. Al principio pensaba que la desarticulación sintáctica que proponen era desmentida por la evidente búsqueda de un sentido que se iba armando por sí mismo y de manera provisoria pese al obstáculo que representaba la falta de nexos entre las palabras. Tenía la sensación de estar frente a un cúmulo de materiales amontonados sobre la página, de los que se desprendía involuntariamente la noción de una arquitectura posible, pero distorsionada, desfigurada, como un edificio recordado a través de las punzadas de un dolor de cabeza. Tardé en darme cuenta de que esa tensión era la poesía.

La estirpe de Nemrod

La lengua de Nemrod estaría en el polo opuesto a la lengua de Dios y, en el ecuador de ese planeta lingüístico, habría que situar a la lengua convencional o usual, la lengua de la comunicación y de los intercambios humanos. Si hubiera que reducir todo a una fórmula, podría decirse que un texto es poético cuando se acerca a la lengua de Dios y es literario cuando se acerca a la lengua de Nemrod. Pero nada es tan simple. Si a la lengua de Dios se le quita el poder que la inviste, el poder genitivo, el poder de crear el universo y de aniquilarlo, el milagro, la magia, la curación, ¿qué queda? La lengua de la locura. La lengua de la mística. Y si se humaniza su poder, si se lo seculariza, queda la lengua del fanatismo, la lengua del terror. Toda poesía que pretenda acercarse a un lenguaje sagrado se enfrenta a ese riesgo, de lo contrario se convierte en esa prosa de la consolación que puebla las bibliotecas del mundo, poemas de autoayuda, versos para imprimir en los posters. Hay un libro en el que Daniel Vera juega con esta noción de la poesía como lengua de Dios. Se trata de la serie de catorce sonetos Formas de la oración, que fue reeditada con algunas variantes en una publicación titulada justamente Lenguajes sobre Dios, en el que se reúnen ponencias y ensayos sobre la problemática actual de la religión y la teología. En un gesto de ironía que lo caracteriza. Vera filtra la poesía en un ámbito donde se imponen los discursos argumentativos y, en vez de demostrar de dónde parte y a dónde llega una oración, ese vinculo verbal entre un hombre y su dios, lo que hace es mostrar la forma en que la oración se sostiene a sí misma en su fugacidad, desvinculada de su origen y de su destino, suspendida en la materia intangible de su propia enunciación:

Formas de la oración en la plegaria
que no vincula nada, ni el instante
con la región eterna, ni el amante
con la amada. La consuetudinaria

gratuidad de ese vínculo de varia
pero sublime voz es el diamante
donde se graba, frágil y distante,
la intención del poema. Su precaria

condición de mudez irreflexiva
de espejo que devora las visiones
dispuestas a su luna, se deriva,

quizá, de las propias locuciones.
Son palabras, no más, materia viva,
formas informes, verbos, oraciones.

  

Historia heterodoxa

Una de las dificultades que tuve para comprender cuál era la apuesta de la poesía de Daniel Vera, que en Fundamento Hsin y Machiavelli encuentra su modo extremo de manifestarse, fue leerlo a través de la lupa del formalismo de Bernardo Schiavetta. La amistad entre ambos escritores y el hecho de que se hayan escrito prólogos mutuos (Entrelineas y Corona para los mares y María, respectivamente) justifica la confusión. Pero la distancia que separa sus poéticas es enorme. Schiavetta trabaja el concepto de forma icónica, que en Texto de Penélope define así: «…la estructura formal de la obra es desde el inicio un icono, y esa estructura icónica determina los contenidos semánticos del poema…» La correspondencia de forma y sentido generaría el poema en una especie de potenciación del ideal clásico de armonía. En cambio, en Daniel Vera, la forma extraña al sentido. Y el verbo «extrañar» está empleado aquí de manera deliberadamente ambigua. Significa, a la vez, sentir la ausencia de algo o de alguien y desterrarlo, volverlo otro, cambiarlo, alterarlo. En los poemas de Vera eso hace la forma con el sentido. Lo añora y lo trastorna. Lo invoca y lo expulsa. En vez de una forma generativa se trata de una forma degenerativa. Esto no ocurre sólo en sus poemas; en sus clases de filosofía del lenguaje y en sus ensayos (reunidos en investigaciones estéticas), siempre ha ejercido la libertad de transformar su trabajo en algo distinto. Más que abandonar las instituciones, llámense universidad o metros tradicionales, lo que hace es perturbarlas, usarlas para otra cosa de modo que el uso sea también goce. En un ensayo incluido en Investigaciones estéticas, titulado «Erotópica o los lugares del amor», Vera de pronto interrumpe el desarrollo argumentativo del texto e introduce un soneto. Lo justifica con estas palabras: «Anacrónicamente socrático o virgiliano, he escrito, mejor dicho: se ha escrito a través de mí, un soneto con el que quiero poner fin a este discurso. El dictado de la musa quiere contraponerse así a la elaboración de la crítica, no como negación aniquiladora, sino como antífona concomitante. No tanto para desdecirme como para oír cómo se dice lo mismo desde otra parte». La operación es bastante habitual en Vera, aunque ha adoptado diversas formas de combinar, yuxtaponer o cruzar la poesía con la reflexión crítica. Ya en su primer libro, Perífrasis griegas, la poesía aparecía bajo la doble distancia del tributo a los filósofos presocráticos y una reflexión sobre los principios de las cosas. En esos poemas se percibe también cierto tono pedagógico que reaparecerá después en Glosario de metafísica. Más allá de que el tono varíe desde la precisión lapidaria («Es fuego la premisa./ Con ella se argumenta/ llamarada violenta./ Luego, todo es ceniza.») hasta la ironía («Se conoce su oficio/ corruptor: poesía/ ofrece, y alegría,/ pero no beneficio.»), lo que se impone es esta voluntad de devolverle a la poesía lo que la racionalidad discursiva le arrancó hace muchísimos años. Si bien siempre hubo poetas para los que el concepto tuvo tanta o más importancia que la música o las imágenes (Quevedo, Eliot, Pope), una larga tradición purgativa, que le debe demasiado al Platón más totalitario, ha ido expulsando de la poesía en nombre de una ilusión de pureza los elementos lúdicos, narrativos, épicos, didácticos y filosóficos, confinándolos a espacios dudosos como la literatura infantil, la canción popular, o los juegos de palabras de las revistas de crucigramas. Vera ha recuperado para su poesía algunos de esos órganos amputados y lo primero que uno siente cuando lee cualquiera de sus libros es que tiene que transformarse en un lector diferente para comprenderlos y disfrutarlos. Son otras las dimensiones sentimentales e intelectuales que atraviesan sus versos, o son las mismas, pero desplazadas por la presencia siempre activa de un cálculo previo o un procedimiento. Y aquí volvemos a la forma degenerativa. Todos los libros de Vera están integrados por series o secuencias de poemas. Si no es un tema sometido a variaciones, como en Corona para los mares y María, es una estructura extremadamente rígida que se repite como en Las leyes libertad. Sin embargo, al revés de lo que predican las vanguardias, aquí el procedimiento no vale sólo por sí mismo sino también por el artefacto que genera. Hay una tendencia a la perfección, visible en cada uno de los poemas, que provoca la ilusión de una arquitectura trascendente, pero antes que una perfectio es una perfictio, una vera ficción, una ficción veraz.

La estirpe de Nemrod

Si la lengua de Dios supone un poder absoluto, la lengua de Nemrod carece absolutamente de poder. En su estado primordial, no puede crear, no puede hacer mundo, no puede decir «sea», tampoco puede comunicar, ni hacerse entender. Es un sonido, una música, un murmullo que recorre el límite difuso entre lo humano y lo inhumano. Claro que para mantenerse dentro del ámbito de la literatura no puede alejarse tanto del lenguaje usual. Su autonomía no debe confundirse con autismo, pero allí donde la comunicación cristaliza en una semántica y una sintáctica sociales definidas, la literatura inicia su trabajo de pulverización. Vera pertenece a la estirpe de Nemrod y hasta podría decirse que el tartamudeo que parece atravesar sus versos como un temblor de la lengua es una manera de traducir las palabras ininteligibles de ese personaje bíblico a un idioma inteligible, traducción cuya imposibilidad deja marcas visibles en los textos, desarticulándolos desde adentro, desde su misma materia verbal, hasta colocarlos en el límite del sentido, en el borde de la paradoja y de la comicidad. Tal vez los mejores ejemplos de translación de una lengua privada a una lengua pública sean los poemas de Fundamento Hsín, que sostenidos sobre un alfabeto extraño (el cabalístico), en vez de descifrar el enigmático idioma de Dios, se deslizan mediante sutiles desplazamientos hacia las letras mismas, entendidas como signos gráficos y como metonimia de la literatura. Pero aun cuando la superficie de los versos aparece menos alterada en su forma sintáctica y semántica, como en Formas de la oración y Corona para los mares y María, el efecto de extrañamiento ante el mundo y el lenguaje es similar. Es el caso de Formas de la oración, justamente por vaciar el orar de su destinatario y convertirlo en un espacio ajeno a la esperanza de una respuesta, un espacio que podría considerarse el lugar de la canción, de una música que sólo se tiene a sí misma para sostenerse en el aire. En Corona para los mares y María, porque esa parábola que es la palabra encuentra su punto de máxima tensión en una lírica de la ausencia, construida sobre una forma poética rigurosa del Renacimiento, la corona de sonetos, que hace surgir de un soneto otro soneto, para cerrarse al final en un círculo que tiene precisamente la forma cónica de una corona, pero que en el poema de Vera no encuentra ninguna cabeza amada donde posarse… Sin embargo, es un poema de Las leyes Libertad titulado «Lumbre» donde ese trabajo de traducción imposible aparece en primera persona:

De lejos llegan voces.
Transcribo. No conozco
de tanto rumor hosco
fin ni origen. ¿Son dioses
o demonios atroces
que dibujan ensueño?
Enigma no pequeño
y ajeno mi destino
de cifrarlo. Camino
por llamas y soy leño.

a
Palabra o verbo, pero
no término: el azar
me defino. Contar
con otro dios no espero.

b
Amor a lo lejano
a lo desconocido
por razón y sentido.
Pasión: no ser humano.

Historia heterodoxa

La conversación en el bar de la universidad se prolongó en una caminata hasta el centro de la ciudad. Tal vez en ese momento, muchos años antes o un año después, la charla encontró un tópico cordobés. ¿A qué se debe esa constelación secreta de poetas de diversas generaciones que abordan las formas tradicionales de una manera tan heterodoxa? Citamos los nombres de Juan Filloy, Carlos Culleré, Juan Carlos Curuchet, Bernardo Schiavetta, Pablo Ponzano, Manuel Grana Echeverry, Pablo Seguí, Daniel Geisser, algunos más y algunos menos. Todos casi desconocidos entre sí y con variada fortuna en sus resultados literarios. Mi hipótesis era que en la forma se objetiva una lectura, una lectura que tal vez el poema no encuentre en los ojos de nadie, pero que está allí, latente y como contenida en la matemática de los versos. De ese modo, un poeta puede prescindir de un lector contemporáneo y resignarse a ser leído sólo por ese fantasma que él mismo engendró en sus poemas. No recuerdo cuál era la hipótesis de Vera, tal vez ninguna. Uno no dice estas cosas personalmente, pero creo que sus libros justifican todas esas otras tentativas formalistas anteriores y posteriores. Son una zona de condensación. Un foco. Todos los demás resultan levemente decepcionantes en comparación. Mientras estábamos tomando el café Vera me entregó un diskette con diez sonetos inspirados en la teoría de la incompletud de Gödel. La primera vez que los leí me pasó lo mismo que con Fundamento Hsín. Había algo que no cerraba. Algo que fallaba. Algo que chirriaba. Culpé a la computadora y los imprimí. El efecto en el papel no varió demasiado. Aún no los entiendo. Aún no me parecen poesía. Pero…