Luis Luchi, poeta de lo ordinario

“..y al dirigir su mano hacia el cuchillo
no apartaba los ojos del lugar que iba a clavar
y lo hacía en otro lado”
L. L.

 

Vida de Poeta, libro de 1966, año recordado públicamente con motivo de circunstancias menos dignas, publicado por aquel singular editor de poesía que fue Alberto Burnichón, me dio la oportunidad de iniciar mi relación con la obra y también con la persona de Luis Luchi. Ese contacto auguraba una catástrofe, cuando menos una mutua indiferencia entre lo que él escribía y lo que yo trataba de escribir; nuestras edades (él había nacido en 1923 y yo en 1947) no tendían en apariencia a facilitar una comunicación productiva. Digo: Vida de poeta se deja convertir dócilmente en poeta de vida, poeta de la vida, de la vida de todos los días, muy próximo a lo que Auden llama el mundo del dinero y del trabajo, mundo del cual yo he tratado de huir, al menos por algunos momentos, muchas veces a mi pesar pero cada vez con más gusto, en las invenciones de mi escritura y, ¿por qué no? de mis lecturas poéticas. Por fortuna, los augurios, como las promesas, no siempre se cumplen, y una fuerte corriente de simpatía se estableció entre aquel hombre maduro, a quien llamábamos el “viejo Luchi”, y el muchacho con pretensiones de poeta que era yo y, también, quiero creerlo, entre las respectivas creaciones; él resolvió el conflicto inminente con un gesto, o, si se quiere, con una conspiración (nunca mejor llamada así: co-inspiración) y en una lectura de poemas ante algunos amigos y otros desprevenidos, que ignoraban nuestra connivencia, leyó un poema mío, con rima y todo, como si fuera suyo, y leí un poema suyo como si fuera mío, y en el mío lo encontraron a él y en el suyo me encontraron a mí. Fue algo más que una broma. Y como yo he padecido desde temprano esa vocación de entender, o de hacerme creer que entiendo, que se llama filosofía, he tratado a lo largo de los años, ya cuando las vicisitudes personales y demás interrumpieron nuestra conversación, de suministrar o suministrarme razones de aquel acontecimiento o de conjeturar sus causas, sin encontrar, hasta hace poco, un relato satisfactorio. Lo que se me escapaba era, tal vez, lo que Stanley Cavell llama “el carácter extraordinario de lo ordinario” [1] , esto es, permanecía seducido por “la capacidad, e incluso, el deseo, del lenguaje ordinario de negarse a sí mismo, en particular de negar su capacidad de poner el mundo en palabras”, quizás una ceguera para “lo fantástico que hay en aquello a lo que los seres humanos llegan a acostumbrarse, llámese a esto el surrealismo de lo habitual”, ceguera que no afectaba a Luchi, vidente de lo maravilloso: lo extraño, lo inestable, incluso lo siniestro, lo umheimlich, con que nos topamos en nuestra cotidianeidad. Este ejercicio de crítica que hoy propongo consiste pues en leer los poemas de Luchi como si fueran míos (¡oh Pierre Menard, autor del Quijote!) y deslizar la sospecha de que hacer eso es el afán secreto de toda crítica y, quizás, de todo acto de leer.

La distancia, la incomprensión que yo tenía de lo ordinario, que había sido salvada por aquella broma de lecturas cruzadas, y que acaso no hubiera llegado a entender a no ser por Cavell, era, en términos de este autor, la negación del lenguaje ordinario de su capacidad de criticarse a sí mismo, de ironizarse y de emprender una fuga de sí, sin la cual, ahora lo veo así, es imposible cualquier empresa de evasión, de distanciamiento: no sólo la voz de la poesía surge de esta negada capacidad, también lo hacen las voces de la ciencia y de la política. “El lenguaje ordinario está perfectamente” [2] ; este pensamiento de Wittgenstein, que me gusta citar, dice que a este lenguaje no le falta nada, lo que yo no entendía era el alcance de este “no faltarle nada”, dificultad que era acentuada por mi amor, más bien platónico, a la lógica y las matemáticas, y mi tendencia al formalismo, tanto en esas materias como en arte y poesía y otras actividades, en la que no encuentro nada malo, a no ser haber manejado una noción demasiado estricta de forma, cuando lo conveniente era una visión más difusa, una nebulosa que contribuyera a disolver el dualismo forma-materia y a evitar las tentaciones del fariseísmo y del maniqueísmo. En suma, la larga elaboración podría describirse como la construcción de un puente entre dos actitudes: la suya, que era, a pesar de su “paquete de libros muy leídos”, escribir como si no hubiera leído nada, “maestros, no los buscó”, y la mía, cuya ostentación de lecturas llega a hacerlas parecer copiosas, entre la inmediatez, al menos en apariencia, de su comprensión de los usos lingüísticos, en especial del poético, y mi necesidad de mediaciones, de pasos por libros y autores y experimentos para alcanzar algún grado de inteligencia. Él no quiso convertirme en su acólito, “discípulos, no lo buscaron a él”, y me alentó a seguir mi camino, con todos los riesgos que conllevaba, y me advirtió que con los años podría darme por vencido en mis intenciones líricas, lo cual, hasta ahora, por gracia o por desgracia, no ha ocurrido.

Oscar Wilde decía que el ensayo era la forma civilizada de la autobiografía, frase cuyo eco resuena en mi imaginación de que el arte es la manifestación menos incivil de la vida privada; lo destaco, porque me veo tratando de hacer pasar unas páginas autobiográficas como forma, espero que no demasiado bárbara, de ensayo, insinuando cierto goce privado de un bien público, crímenes o pecados que confieso para seguir cometiéndolos, ya que, como sostiene Izuzquiza, “un verdadero delito debe cometerse siempre con plena intención” [3] . Dados estos preliminares paso a ocuparme de algunos poemas de Ave de paso, Ediciones Noé, 1973, con ilustraciones de Leopoldo Presas y Pedro Gaeta, libro cuyas pruebas de imprenta tuve la responsabilidad de corregir; siempre fui un mal corrector, como puede notarlo cualquiera que haya leído ese libro suyo o cualquiera de los míos. Luchi no puso reparos a este defecto mío, más bien lo celebró como virtud y me pidió que “no lo corrigiera demasiado”. Pero vamos a la presentación de algunos casos, en la que adelantaré las glosas a los poemas, con el fin de incurrir en metalepsis y hacer pasar, mediante el giro retórico, la causa por efecto.

Glosa 1. El lenguaje entraña la otredad, siempre hay otro presente en lo que decimos y oímos decir, en lo que escribimos y leemos, aún cuando nos hablamos a nosotros mismos o cuando escribimos, como solemos presumir, ‘sólo para nosotros’, sin ese otro, sea hablante u oyente, autor o lector, la experiencia lingüística, como se desprende de las reflexiones de Wittgenstein sobre el lenguaje privado, se hace imposible; o, para una mayor especificidad, así como, en palabras de Harold Bloom: “el autor es una invención del lector para hacer inteligible la experiencia literaria” [4] , el lector es una invención del autor con el mismo propósito. En suma, importa quién habla a quién y en qué circunstancias para saber qué dice o qué hace cuando habla; incluso cuando se pone énfasis en que no importa quién habla; por ejemplo, al tratar una cuestión práctica o científica importa saber quién a quién se lo dice, para comprender adecuadamente el alcance de la expresión. Pero el mundo lingüístico, y de manera sobresaliente el mundo poético, es un mundo superpoblado: “¿qué decir que no haya sido dicho, qué hacer que no haya sido hecho?”, se preguntaba Carlos Riera Cervantes; Bloom ha insistido en la kenosis, el vaciamiento, como paso anterior al poema; Izuzquiza nombra el desierto como preámbulo de su ensayo, y García Bacca, en sus comentarios a Antonio Machado[5] , sugiere, tomando espacio y tiempo como novedades en nada, la necesidad de Dios de crear la nada antes de crear el mundo, pues, de lo contrario, no tendría dónde colocar el mundo, y la Lichtung, el claro del bosque heideggeriano, puede leerse también con este sentido. Ahora bien, mi glosa, todo este artificio libresco, que podría llamar prolegómeno de una poética, y que propongo como condición de mi lectura, acaso haya sido guiada a través de los caminos ocultos de la influencia, mucho más poderosos que los visibles, por el poema inicial e iniciático de Ave de paso y sea, en el peor de los casos una racionalización y en el mejor una metáfora, un residuo activo de Los Pobrecitos habladores, que dice:

 

sacan y hablan los pobrecitos
dicen a los otros
yo en tal ocasión
o sin yo
o sin ocasión
los otros sin yo o sin ocasión
sin ser habladores
cuentan para contar
no una vez de cuentos
vida pura
experiencia única
comparada más o menos
 cuentan y dicen
con con o sin que
callándose afirman por todos
un respaldo de pobrecitos calladores
hablar es ser uno
uno mismo
otro mismo si escucha alguno
pobrecito hablador
tiene un pobrecito oidor
calla su función mientras sueña
espera el turno de su última experiencia
única y siempre otra
otra
otra otra otra otra
otra
mientras los obligados a callar
el tiempo para eso les sobra a todos
hasta que llego yo
un momento
un silencio a la atención
aguante el pobrecito hablador
el oidor
haganme un lugar

 

Glosa 2. Hay poemas de Luchi, como el que acabo de leer, que podría haber escrito, hay otros, como «Calificaciones», de Vida de poeta, que me gustaría haber escrito, y hay otros, y estos son los de más difícil lectura, que ni podría haber escrito ni tendría que gustarme haberlo hecho (lo cual me pasa también con algunos poemas míos, que, sin embargo, asumo), pero cuya lectura me estremece (lo cual no me pasa con aquellos poemas míos), a pesar de que su traducción a mi idioma es, no digo imposible, mucho más escabrosa. Uno de esos poemas es «Paseo por la capital de la Villa Miseria». Por motivos diversos, me ha tocado vivir cerca de villas miseria, transitar por ellas con afán militante o pedagógico y, en algunos casos, para ir de visita a casa (o casilla) de un pariente o de un amigo, y nunca encontré nada poético en ellas ni se me ocurrió que serían el paisaje apropiado para une promenade literaire, á la Remy de Gourmont. Incluso la novela de Bernardo Verbisky, Villa Miseria también es América, famosa en los años sesenta, me parecía más una investigación antropológica que una aventura poética. Por lo que me toca, entiendo, imagino, que la villa miseria entra en el panteón literario con El trino del diablo, de Daniel Moyano, pero no sé si me hubiera tocado sin el paso previo por los versos de Luis Luchi. Tuve que recorrer las lecciones de Vladimir Nabokov sobre Dickens, los textos de Bloom y de René Girard sobre Shakespeare, y en particular el libro de Richard Rorty Contingencia, ironía y solidaridad, para disponer de instrumentos que me permitieran la apropiación intelectual de un poema (y de otros muchos más) que por otros medios ya se había apropiado de mí, y proporcionaran una descripción más bien elegante de mi envidia de autor. Rorty utiliza, torciéndola un poco, la noción bloomiana de poeta fuerte, que voy a retorcer del todo y mezclar y agitar, con la de ironista liberal, para describir aquellos autores que introducen un vocabulario y una sintaxis, en busca tanto de edificación personal como de esa extensión de simpatías y lealtades que el filósofo americano identifica con la idea de justicia. En este caso no se trata de simpatía política o social, pues soy, al menos en teoría, aunque quizás con una práctica defectuosa, igualitarista en lo que atañe a la dignidad humana, y, con la debida proporción, a sus oportunidades y a sus responsabilidades, si no de simpatía poética o literaria; hallo dos peligros simétricos en tomar la pobreza como tema lírico: por un lado el pintoresquismo, que encuentra belleza en la precariedad y en la carencia materiales, no como metáfora sino en la más cruda literalidad, con el mito de la felicidad del hombre sin camisa (tan cuestionable como el mito de la felicidad del hombre con una Ferrari o con un televisor de plasma), lo que constituye un gesto prosaicamente conservador; y por otro, el ideologismo, científico o político, apto para el conocimiento y la denuncia, que pueden expresar con claridad una voluntad de cambio, pero que no alcanzan a presentar imágenes específicamente poéticas, dependen de una simpatía previa por las causas que defienden y recaen en usos consuetudinarios del lenguaje propios de las ciencias sociales o de la prédica moral y política. Luis Luchi, la poderosa ironía de Luis Luchi, salva esos obstáculos, amoldando y desmoldando, amoldándose y desamoldándose en las palabras: he aquí su poema, «Paseo por la capital de la villa miseria»:

 

la fábrica eras vos enorme
crecías más
la parte de atrás daba a un desvío
por el portón de la manufactura
digna de verse
parecía un castillo inexpugnable
aunque no los trataba con cariño
elogiaba la hora esfinge
fruncía el entrecejo
cuando por diversas no venían eran huelgas
vísperas o post fiestas
baños de sangre para difuntos
muertos asesinados testarudos
racionales accidentados llevados
la desconfianza primaba en su estado
en su contrato social
trato social
su vivienda era una cueva
cada tormenta se la agarraba con sus techos
su casa era un agujero
la lluvia llovía reservas de agua
tenía que comer dormir-dormir
dominar un cuerpo mandándolo
cambiar idiomas
el sol directo en su crianza de vinchucas
ondulado en su enrollarse en virutas
nada hacía
aparte de las horas libres
pelearse con sus congéneres
motivos frente a frente
tributos de despensa vacía
muriendo endémico
los días aciagos

 

Glosa 3. La poesía es un tema recurrente, quizás omnímodo, de la poesía: aludido o eludido puede hacer sentir su presencia como una falta o hacer sentir su falta como una presencia. Monsieur Jourdain es poético cuando dice: “yo hablo en prosa”. “Poesía eres tú”, imputaba Bécquer a su amada, y a través de ella a su lector. Y es que el antecedente de un poema es siempre otro poema, y el consecuente de un poema es también un poema, y no hay, o si los hay se ignoran, un principio y un fin de la serie: en ocasiones nuestra inteligencia rechaza tanto el regreso como el progreso infinito con pavor pascaliano: apela a Dios, al primer motor, al fin último, al Big Bang, a la muerte térmica del universo, al eterno retorno, a los axiomas; otras veces, ella los celebra como anunciado o enunciado síntoma de libertad y, las menos de las veces, la inteligencia los asume y los resume como el caos que significan, pero en el que es posible trazar una figura, diseñar un orden más o menos provisorio y efectivo, religioso o político o metafísico o científico, o poético. Para aquello los poetas han inventado el mito de la originalidad y el mito de la muerte de la poesía, y para esto el mito del poema único al que todos recurren o concurren. La idea surge del hecho de la conversación ordinaria, la totalidad de cuyas condiciones y sucesiones no podemos conocer, pero que ejercemos sin escepticismo, a pesar de darnos cuenta en más de una ocasión de que no decimos todo lo que queremos decir ni sólo lo queremos decir, y de que es posible el malentendido, y de que esa posibilidad encubre o descubre la posibilidad de ser entendido. Cavell ha condensado La crítica de la razón pura[6] en cinco oraciones, que traduzco, reemplazando en ellas los vocablos ‘experiencia” por ‘poesía’, ‘apariencia’ por ‘palabra’, ‘entendimiento’ por ‘crítica literaria’, ‘razón’ por ‘poeta’ y ‘pensar’ por ‘imaginar’: 1. La poesía está constituida por palabras. 2. Las palabras lo son de algo distinto que, en consecuencia, no puede, ello mismo, ser palabra. 3. Todas, y sólo, las funciones de la poesía pueden ser conocidas: tales son las categorías de la crítica literaria. 4. Se sigue que el algo distinto –aquello de que las palabras son palabras, cuya existencia hemos de dar por supuesta– no puede ser conocido. Al descubrir esta limitación del poeta, el poeta se prueba su poder a sí mismo, sobre sí mismo. 5. Además, puesto que es inevitable que el poeta sea llevado a imaginar sobre esta base incognoscible de la palabra, el poeta se revela a sí mismo también en esta necesidad. Leo ahora, «El canto», de Luis Luchi:

 

en este continente inconcluso y sin empezar
se puede estar contento
sincronizar una acción muscular
desde la décima generación
y en determinado momento
las palancas y bostezos funcionando
el sino de los defectos físicos heredados
trasladarlos de un día al otro
el actuante está hecho
formado y amasado en experiencias del pasado
en lo horizontal se entona
la salida está lejos
el domingo una conjetura
las posibilidades de redención
esperan las crisis de voluntad
sano no es, hernia
ni bienes ni promesas de regalos
los encuentros de amor perdieron su virginidad
canta con sonido varonil y fuerte
canta
confundiendo la melodía y los refranes
mientras trabaja distraído

 

Glosa 4. La poesía es elusiva, hace mundos pero no se puede vivir de manera permanente en un mundo poético, reducido a esa sola y magnífica actividad, en la cual el poeta pone y saca límites, definiciones e indefiniciones. La imaginación práctica reclama su primacía: primero comer, después poetizar, y la imaginación científica no cesa en su busca de un orden inteligible y confiable, y la musa misma es esquiva, no se deja someter a la voluntad del poeta y más bien la hace depender de sus caprichos. La meditación poética, la preparación del poeta para recibir el poema no pocas veces se enfrenta con la negación: como la espera del enamorado puede ser vana, y otras tantas ve sus escritos como mudas sombras sobre el papel, manchas inertes que no han sufrido la humilde pero milagrosa transubstanciación por la cual se hubieran convertido en poemas, desencuentros con la fe, dicho sea con letra de tango, en los que cree no haber alcanzado su meta; son conocidos los casos de Virgilio y de Kafka, singulares extremos de esta forma de escepticismo, que recomendaron el fuego como destino de su obra, pero más numerosos son los que han transformado esa actitud en reflexión poética de la actividad poética, ironía de las briznas de paja, del balbuceo, de las hojas de hierba, de la tierra baldía, de los antipoemas, de la recalcitrante miseria de las palabras en la exploración de sus propios límites, acaso en la expansión de su ámbito. Así, Luis Luchi, en «Los desencuentros: la negativa»:

 

soy yo
no
te quiero ver
no no
te reconozco te espero
no no no
la paz de estar está en nosotros
no no
recién empezamos mañana queda lejos
no
te doy todo
no no
más
no
nada pido sólo lo que es mío
no no no
no mi amor
no
porque si estoy solo
porque si sufro tanto
no
un trapo sabés
estoy hecho un trapo
no
¿jamás para mí?
no.

 

(Inevitable analogía: la sospecha del lector, o del crítico, de que su tensión hacia el poema no ha alcanzado su objeto –poema no es noema–, los garfios que ha lanzado en su intento de abordaje, apenas han arañado una superficie resbalosa y no queda otro remedio, si queda, que volver a lanzar.) 

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Cavell, Stanley, En busca de lo ordinario, Frónesis, Madrid, 2002 (Trad. de Diego Ribes de In quest of the ordinary, Chicago,1988), p..234.>>
  2. Wittgenstein, Ludwig, Cuadernos azul y marrón, Madrid, 1993, (Trad. de Francisco Gracia Guillén), p. 57.>>
  3. Izuzquiza, Ignacio, Filosofía de la tensión: realidad, silencio y claroscuro, Antthropos, Barcelona, 2004, p. 11.>>
  4. Bloom, Harold y Rosenberg, David, El libro de J, Interzona, Barcelona, 1995 (Trad. De Néstor Míguez), p. 31.>>
  5. García Bacca, Juan David, Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado, Anthropos, Barcelona, 1984, p 119.>>
  6. Cavell, S., op. cit., p. 92.>>