Lo que nos confina y hermana

Ricardo H. Herrera
(Javier Foguet: La tumba de los viajes – Ediciones del Copista)


 “Atiende”, tal la palabra inicial de este breve libro, el primero de Javier Foguet (Tucumán, 1977). Es una palabra clave: por un lado, tácitamente puntualiza la dificultad de la poesía en un mundo como el actual, en el que la desatención es el paradigma, y, por otro lado, sitúa a la poesía en el exterior de la conciencia, un exterior material que maravilla con su presencia muda, con su “ardor” y “la dureza de una luz intacta”. Ese exterior virginal cargado de un silencio poderoso, la naturaleza (un paisaje agreste en general, sólo una vez suavizado por la presencia de un cuerpo femenino), al ponerse en contacto con la parte de naturaleza del propio poeta, crea tanto la posibilidad de la palabra poética como la ocasión de un encuentro con una suerte de tierra natal del ánimo, siempre poseída por el rumor de un viento de reminiscencia. No me parece exagerado afirmar que el éxtasis de la plenitud de ser (“exquisita alegría”) se produce cuando la sensibilidad reencuentra en la materia su equivalente exacto. Cuanto más huraño es el habitante de ese paraje (un puestero de alta montaña, un hachero), cuanto más incontaminado el silencio del lugar, cuanto mayor la lejanía que permite reconocer ese espacio como íntimamente propio, tanto más grande el eco que despierta en el lenguaje. Doy un ejemplo: “A los 62º latitud Sur / 60º longitud Oeste / avistamos la isla bautizada / Desolación. / Aquí / la palabra es tremenda. / […] / Nos mantendrá calientes / las noches y los días / de un año entero.” La desolación, la belleza salvaje de la desolación, es la cualidad natural más afín al espíritu de Foguet, un espíritu hambriento de desnudez. Sus viajes son todos viajes al fondo de la desnudez, una desnudez desamparada a cuyo contacto, paradójicamente, su ser se fortalece y encuentra su morada. Por cierto, no hace falta ir hasta la isla Desolación para dar con ella. Como lo demuestran otros de sus poemas, basta dejar que las sombras invadan la casa cuando nace la noche o prestarle atención a la lluvia para converger en la misma extrañeza generadora de poesía. Por ende, contra lo que podría suponerse a primera vista, esa desolación no tiene un carácter negativo, sino todo lo contrario: ampara, alberga. Un amparo que guarda una estrecha relación con la “esencial indeterminación” de la precariedad y de lo efímero, provisorio sin duda, pero siempre dotado de un fulgor positivo, que confirma la índole errante de la existencia: “Esta es la hora en que da pavor el griterío / de los pájaros. / Esta noche igual a otras noches / en que ser, misteriosamente, basta.”

La atención, para Foguet, constituye una suerte de estado de desolación psíquica, más cercano a la distensión que a la concentración; un estado de entregada y complacida paciencia que, al abrir la percepción a la desolación circundante, permite advertir la extrañeza de la alteridad y, al mismo tiempo, articular una poesía que siempre se desplaza en pos de una presa muy definida: la natural desnudez desolada del ser que —“misteriosamente”— sacia. A veces, esa desnudez tiene peculiaridades íntimas (la “familiaridad / de la piedra y tu cuerpo / que me reconforta”), aunque también puede adquirir características de extraordinaria fastuosidad arcaica, como cuando la noche colmada de estrellas destella en el verso igual a una “caída galaxia de antorchas”. Más allá de esas alternativas extremas, la constante es la desnudez percibida como aspereza, como ausencia o soledad, como dificultad que hay que acompañar largamente para que entregue su secreto. Cuando el ímpetu de comunión logra disolver esa dificultad y penetra hasta la esencia de la desnudez, sucede el milagro: “de repente todo hubo el nombre / repleto y misterioso, que yo nunca hubiera dicho. / […] todo esto es y no es posible / y es eso, precisamente, que nos confina / y hermana.” En estos versos puede observarse hasta qué punto la dificultad de la aproximación (y de la expresión) crea la posibilidad de una auténtica comunión, y, por lo tanto, de una genuina poesía. Una poesía de la experiencia, básicamente, pero que, como toda poesía, aspira a encarnarse en los nombres. Esa aspiración, sin embargo, rehuye hacer de la palabra un ícono; aspira, más bien, a sumirse en el tiempo, a olvidar el ritual del poema una vez que este se ha cumplido: “Ahora que he hablado y siento que he hablado / quiero que el nombre vuelva al fondo nuestro / secreto y fresco, como aguas fósiles, / del que ha brotado.” Afirmar lo contrario equivaldría a negar la dinámica propia del viaje, su sustancia de pura aventura de la fragilidad y del abandono. El viaje, tal como lo entiende Foguet, no es inapreciable por el alto dispendio monetario que supone (lo dice con referencia a aquéllos que, si bien “creen todavía en el viaje […] confunden en los cursos abiertos de la selva el olor rancio a moneda con la verdad”), sino por su carácter oculto y gratuito; no constituye una costosa fuga de la propia condición, sino un valioso encuentro con ella, por árida que esta sea. La verdad es la meta del viaje, la verdad huidiza del encuentro con la realidad indómita de un mundo en el que el hombre no es más que un huésped de paso, y que sólo al reconocerse como tal puede acceder a la hermandad y a la hospitalidad. La verdad es un tránsito; en la medida en que se la atisba se desplaza, suscitando la necesidad de nuevos viajes, de nuevos encuentros con el hermetismo del silencio y, acaso, de nuevos poemas. De ahí que Foguet pueda escribir, con temible ironía, “las postas que fundaremos mañana, / si Dios quiere, a primera hora / serán hermosos recordatorios / de que no hay salida.”

Ricardo H. Herrera