El país amputado
Santiago Sylvester
La figura retórica que consiste en tomar la parte por el todo (sinécdoque) sirve para averiguar hasta qué punto esta conducta ha marcado la historia de la poesía de nuestro país, desde el comienzo. Esta investigación, con conclusiones parecidas, podría extenderse a toda la producción artística, pero no invado terreno ajeno y me centro ahora en la poesía. Me refiero, por supuesto, a la costumbre ya asentada de decir «poesía argentina» para referirse, sin conciencia de la limitación, a la poesía de Buenos Aires y su zona de influencia. En los últimos años esta demarcación geográfica se ha ampliado a la ciudad de Rosario, de mayor presencia cultural en el país debido a un festival de poesía, a algunas editoriales, alguna revista literaria, a una autopista y al buen olfato de inclusión de algunos poetas rosarinos; pero la sinécdoque sigue existiendo aunque la parte haya crecido un poco.
Una primera y fundacional manera, casi casual, de elaborar de este modo el mapa de nuestra poesía, es La lira argentina, de 1824, recopilada por Ramón Díaz. Este trabajo, que no fue concebido como selección sino como inventario, tiene credencial en un decreto de Martín Rodríguez, refrendado por su ministro Rivadavia, en el que, con criterio de estadista, se esbozan razones por las que se considera necesario un cuerpo literario completo para ensamblar un país. La idea de esa recopilación era abarcar todo el territorio nacional y había sido enunciada así: recoger e imprimir con fondos reservados del Gobierno «todas las producciones poéticas dignas de la luz pública que han sido compuestas en esta Capital y en todas las Provincias de la Unión desde el 25 de Mayo de 1810 hasta el presente». La amplitud del encargo, muy propio de aquella generación y de algunas siguientes, marcadas por la obsesión de armar una República, tiene una insistencia política, jurídica y cultural que, casi desde entonces, se echa de menos. Sin embargo, seguramente por razones presupuestarias, puesto que la búsqueda de los poemas suponía desplazamientos y gastos, sucedió lo inesperado (inesperado para entonces, ya que inauguró una costumbre que dura hasta hoy): se dio por buena la recopilación realizada sólo en Buenos Aires, y así se publicó una «lira» local que, sin embargo, no se privó de adjetivarse como «argentina». Con éxito dispar, esta conducta ya es común: la sinécdoque nacional se puede rastrear a lo largo de toda nuestra historia.
El efecto de la cultura amojonada se nota en el desarrollo de todas las generaciones que se han sucedido desde entonces. En la de 1837, en la romántica, en la martínfierrista y su contracara, la de Boedo, en la del 40, en la del 60, en el debate entre objetivistas y neo-barrocos, y así sucesivamente, apenas si aparecen mencionadas las provincias aunque todas las generaciones y grupos están presentados (y así se presentan ellos mismos) como representativos del país. Tal vez, efectivamente, la historia no sea una sola para todos, pero tampoco se prodigan las matizaciones, aclaraciones, precauciones o justificaciones de lo que es, en realidad, una apropiación indebida de la totalidad por una de sus partes, con un asentamiento psicológico, ya consolidado, que ha generado más de un desacuerdo.
Pero antes de continuar con este análisis, y como parte importante del mismo, debo decir de inmediato que sería agregar un error a otro plantear este tema en términos de rivalidad nacional y llegar a la conclusión tranquilizadora de que la culpa está en la vereda opuesta. No hay vereda opuesta ni es necesario encontrar culpables; sí, en todo caso, corregir la distorsión. En este sentido se puede decir que, además de una indudable arrogancia centralista, también son responsables de esta situación las provincias. Esto tiene que ser expresado categóricamente para que la madeja no se enrede donde no debe, y para que este análisis no parezca lo que no es: resentimiento o algún tipo de sentimiento devaluado. De esto no hay aquí: finalmente, expresado en términos personales, ya que soy yo quien escribe estas líneas, soy un habitante más de Buenos Aires, contribuyo a su estruendo, y me beneficio de su oferta general, cosmopolita y abierta, pero una vez dicho esto, no se puede desconocer (nadie lo hace en el país) que esta ciudad ejerce una prepotencia involuntaria debido a su capacidad desmesurada, que es fiel reflejo de un país deformado y desarticulado.
Conviene aclarar en qué sentido adjudico a las provincias una cuota importante de responsabilidad, siendo, como son, la parte más débil de esta ecuación (centro-periferia) que finalmente es económica y, entre nosotros, gravosamente demográfica. En primer lugar, porque salvo momentos específicos, han carecido de estrategia expositiva de sus expresiones culturales. Esta carencia se puede advertir tanto en la omisión como en la falsa abundancia. Es recién a partir de mitad del siglo pasado que se empieza a detectar en las provincias un interés más o menos programático por la producción propia, alguna crítica valorativa y cierta objetividad en las conclusiones, y aún así se puede advertir que no siempre ha habido una ordenación adecuada para salir de los difíciles límites provinciales. Por otra parte, demasiadas veces el análisis es suplantado por el panegírico, y es cuando prospera la falsa abundancia, más frecuente de lo que corresponde. Esto se puede comprobar con dar una ojeada a las antologías provinciales, o a los planes de difusión, que suelen recoger una producción superior a logros y posibilidades, basados muchas veces en proximidades afectivas o de política local. Durante algunos años fue célebre un clásico chiste de Pepe Arias, del viejo teatro de revista, que decía: -¡Qué va a ser artista, si vive a la vuelta de mi casa!-. Esto es exactamente lo contrario de lo que sucede en las provincias, donde el chiste (sólo que nunca se muestra como tal) se modifica totalmente: -Es amigo mío, ¡es un gran poeta!-. Desde luego, esta versión es más cariñosa que la anterior, pero no sirve y conspira contra la precisión. Y es esta falta de precisión, en el momento de presentarse, lo que afloja la muestra y no consigue sacarla del círculo reducido y local.
La cuestión de siempre es cómo se logra el punto medio: que exista un plan, y que sea ponderado. En síntesis, que se consiga una estrategia expositiva seria; y este es el aspecto que carga a las provincias con una cuota de responsabilidad en esa operación de tomar la parte por el todo, y que ese menoscabo sea considerado como propio de la naturaleza de las cosas.
La necesidad expositiva ha sido advertida muchas veces, pero pocas satisfecha; y al decir esto aclaro que, con el propósito de mayor objetividad, sólo tomo en cuenta historias de la literatura o antologías firmadas. En la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas (publicada originariamente en cuatro volúmenes, entre 1917 y 1922), se advierte, por su amplitud y diversidad, el propósito de cubrir todo el país. Se trata de una obra extraordinaria, sobre la que tirar sombra podría resultar mezquino: pionera y con aciertos indudables, es referencia obligatoria en los estudios literarios de nuestro país. Pero es interesante cotejar que esa voluntad integradora es más fervorosa para la época colonial y el período patriótico que para la contemporaneidad del autor (el momento más comprometido, sin dudas), cuando de un modo imperceptible, pero comprobable, se cuela la figura retórica de marras, y sin quererlo se empieza a tratar con menos afinamiento a la poesía de las provincias. A modo de rápido ejemplo, y sin que signifique minusvalorar una obra útil, que lleva sosteniéndose con firmeza desde hace más de ochenta años, propongo revisar el tratamiento que da a Joaquín Castellanos en relación con el resto del romanticismo criollo: el único comentario que le dedica es «que aún vive». Es cierto que hay un capítulo dedicado especialmente a «La vida intelectual en provincias», en el que, como Rojas mismo lo expresa, «estudia la vida intelectual posterior a la federación de Buenos Aires, o sea a la definitiva consolidación de nuestra democracia federal» (con todo lo provisorio de una afirmación tan rotunda como ésta, referida a nuestra organización política), pero es fácil advertir que salva la cuestión con un tono perifrástico y más bien sociológico que, contra lo que podría suponerse, sustituye la consideración literaria, que también se espera por ser lo central del trabajo.
Años después, en 1958, Rafael Alberto Arrieta dirigió otra extensa Historia de la literatura argentina, desplegada en seis tomos, esta vez escrita con muchos colaboradores, tan idóneos como Roberto Giusti, Ezequiel Martínez Estrada, Julio Caillet-Bois, Ángel Battistessa, César Fernández Moreno, Raúl Augusto Cortázar, Luis Franco, entre otros. La pluralidad de autores, y tal vez de criterio, tiene correspondencia en la amplitud de lo tratado, y es tal vez el intento más logrado por abarcar todo el país. Sin embargo, también en esta obra se puede detectar variaciones en el tratamiento general de las provincias. El período colonial merece amplitud, y también la sección que le toca desarrollar a Julio Noé sobre la poesía en el Tomo IV, que alcanza hasta el momento en que comienza la modernidad del siglo XX; pero la época siguiente, vale decir lo que el siglo XX llevaba trabajando hasta entonces, y que le toca desarrollar a César Fernández Moreno, es francamente un ejemplo cumbre de sinécdoque nacional. El capítulo se llama con título discutible, dado su contenido, «La vanguardia argentina»; desarrolla los subtítulos siguientes: Los precursores. El sencillismo. El ultraísmo, La escuela de Boedo, Lustro de transición, El neo romanticismo, y 1944-1950. En este capítulo cabe de todo, menos una sola referencia a la poesía del interior del país: pareciera que la poesía de las provincias, como «los griegos» desde el siglo de Pericles, había dejado de reproducirse. Hay un tomo, el V, escrito por Raúl Augusto Cortázar y Luis Franco dedicado al folklore, en el que se menciona a muchos escritores y poetas del interior (Daniel Ovejero, Juan Carlos Dávalos, Federico Gauffin, Domingo Zerpa, Joaquín V, González, Alfredo Búfano, Antonio Esteban Agüero. Fausto Burgos), pero allí, debido a la naturaleza del asunto, no son citados por méritos literarios sino como testigos de costumbres y particularidades. Tan es así que en el capítulo titulado «Ámbito de la selva», al subtitular «El hombre», se aclara que «de los habitantes de esta área boscosa del Noroeste, quedan al margen de nuestra consideración, entre otros sectores de la sociedad, los empresarios e industriales, los colonos extranjeros y los indígenas. Según nuestro punto de vista, no integran, por distintas razones, el sector humano que llamamos pueblo a los fines de la investigación folklórica». Tal vez corresponda esta mirada técnica, pero vista desde aquí se trata de una exclusión dentro de otra: como errarle al blanco por todos lados.
La idea del país amputado retorna obstinadamente, una y otra vez, aún cuando se enuncia lo contrarío. En 1961 César Fernández Moreno vuelve a la carga y publica La realidad y los papeles, cuyo subtítulo proclamativo es Panorama y muestra de la poesía argentina; son más de seiscientas páginas muy interesantes en las que, a pesar de su declaración de principios, no se descubre nada que permita suponer que el autor ha tenido de verdad una preocupación por el país interior. Salvo algún nombre propio, citado más que estudiado, su criterio sobre la poesía ajena a Buenos Aires no consigue superar la mera enumeración; y siempre resulta escasa. Tan escasa que en la «muestra» bastante extensa con que termina el libro no se recoge poesía escrita en las provincias, con la única excepción de Juan L. Ortiz. Hay un capítulo que, con alguna ironía, Fernández Moreno titula «Las argentinos incómodos»; pero la ironía se vuelve más abarcadora de lo previsto, excede su libro y da de pleno en la crítica general, porque hay un grupo de argentinos que es, al parecer, mucho más incómodo, y por no saber dónde colocarlo, en qué casillero de la comodidad analítica situarlo, simplemente se lo suprime. Pienso si Bernardo Canal Feijóo (autor, precisamente, de uno de los primeros libros vanguardistas del país, de 1924) o Amelia Biagioni no hubieran merecido alguna opinión.
Es tan evidente la exclusión de ese corpus poético que algunas veces han surgido intentos de compensaciones. El más extremo fue el de la SADE (allá lejos y hace tiempo, cuando la SADE tenía prestigio y estaba habitada por escritores de verdad), que en la década del sesenta encargó a Alfredo Veiravé compilar una antología de poetas que vivieran en el interior del país: se publicó en 1971 con un título decidor y sarmientino: …y argentino en todas partes. En la contratapa se expresaba la decisión de encargar antologías regionales: un proyecto que no se llevó a cabo y que sigue pendiente. Hace unos pocos años, yo mismo compilé una antología que recoge la poesía del Noroeste, escrita en el siglo XX, que publicó el Fondo Nacional de las Artes en 2003. Al comenzar este trabajo, que me llevó a recorrer las seis provincias implicadas (Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja), busqué eventuales antologías regionales, como quien revisa y se vale de modelos ya elaborados, pero comprobé que no existía ni una sola, en ningún género literario. Había, si, muchas antologías provinciales, de muy variada calidad, pero ninguna que abarcara toda una región, cualquiera fuera, incluido el Noroeste. Esta ausencia muestra enfáticamente un país deshilachado, con poca trabazón cultural y poquísima información recíproca: un muestrario de responsabilidades compartidas.
Hasta hoy la situación no ha variado mucho. En todo caso sí ha crecido el centro, con la incorporación ya mencionada de Rosario, pero la sensación de sinécdoque nacional sigue predominando, y se la puede comprobar en trabajos recientes. Hay quienes hablan, referido específicamente a la poesía más o menos joven, del «eje Rosario-Buenos Aires-Bahía Blanca», y supongo que habrá razones para esta afirmación; pero seguramente, sí ese eje existe, se debe a una buena estrategia de exhibición, a publicaciones relativamente exitosas y, tal vez, a una estética compartida: en todo caso, a un plan concertado, aunque sea tácitamente, de política cultural. Lo que ya no sería bueno es que redundara en lo mismo: que, por mostrar una parte, la operación resultara excluidora (ninguneadora, pareciera más preciso, ya que el neologismo agrega una intención) del resto. Esto significaría la perduración del esquema restrictivo que vengo exponiendo: con mayor asiento geográfico, pero basado en la arrogancia demográfica y tan limitador como siempre.
En los últimos años esta limitación se repite con una pertinacia que, al menos referida a la poesía, parece invencible. En el trabajo grupal que dirige Noé Jitrik, Historia crítica de la literatura argentina (es cierto que hasta ahora incompleto), no se percibe, por lo que lleva publicado, y por lo que se conoce del plan general de la obra, que nadie sienta mayores obligaciones con la poesía del interior.
Tampoco parece interesarle a una actual sistematización de la literatura argentina, que hace una lectura distinta, interesante y con beneficios; pero en la que queda muy clara la intención de sostener esa nueva versión de la sinécdoque, dando por buena, como entera historia nacional, lo que no es sino un recorte evidente, acaso interesado. Me refiero a la Breve historia de la literatura argentina de Martín Prieto, que no por breve deja de tener más de quinientas páginas; allí, como novedad, se amplía el centro de atención, que siempre correspondió a Buenos Aires, y se incorpora a la ciudad de Rosario más su zona de influencia; pero se sigue excluyendo al resto de país. Un rápido repaso trae la conclusión de que, para el autor, la poesía de la Patagonia directamente no existe; tampoco existe la de Cuyo; la del Noroeste ha dejado de existir hace casi medio siglo; y podría verse lo mismo en cualquier zona del país, salvo la considerada central. Es atendible que, como en todo libro de opinión, mande el gusto del autor y la idea general acerca de lo tratado, pero aún así queda la pregunta de si estamos ante una opinión fundada o ante el viejo y repetido «desdeña cuanto ignora» de Machado. Porque, ¿es cierto que poéticas tan disímiles como las de Néstor Groppa, Hugo Foguet, Alejandro Nicotra, Horacio Castillo, Jorge Leónidas Escudero o Juan Carlos Bustriazo Ortiz, para sólo nombrar a unos poquísimos, no tienen, ninguna de ellas, nada que decir? ¿Ningún comentario merece, por ejemplo, el grupo «La Carpa» que prosperó en la década del cuarenta en el Noroeste, y que resulta ser el único en el país, hasta hoy, que abarcó programáticamente toda una región? Por otra parte, cuando se habla aisladamente de alguno de sus miembros (Manuel Castilla), se informa que sus mejores poemas están reflejados en el cancionero, y entonces uno tiene la sospecha, con todo el respeto por una opinión contraria, de que el autor no ha caído en la tentación de leerlo.
Supongo que a lo largo de estas líneas queda claro que no está en discusión la idoneidad de quienes opinan, ni mucho menos la independencia con que deben hacerlo; pero sí un hábito malsano, indudablemente ideológico, que se parece al abuso de poder, tan caro a la mentalidad argentina. Desde luego, hay excepciones y ejemplos en contrario, pero la tendencia y el grueso del muestrario, a veces demasiado grueso, no ofrecen dudas acerca de dónde está la norma. Un firme ejemplo de esta norma son, continuando con nuestra ya asentada tradición de exclusiones, la «Antología de la joven poesía argentina», Monstruos, que Arturo Carrera publicó en 2001, y Twenty poets from Argentina, también sobre poesía joven, que Daniel Samoilovich publicó en Londres, en 2004, con traducción de Andrew Graham-Yoll. Ambas selecciones tienen títulos que prometen lo que no dan, ya que ninguna se ha tomado demasiado trabajo (que tal vez efectivamente lo sea, pero me parece obligatorio, ya que las dos declaran ser «argentinas») por traspasar las espesas fronteras interiores. Es decir, también en el tratamiento de las llamadas generaciones (más o menos) jóvenes sigue sucediendo el fenómeno inaugurado casi con nuestra patria.
Los límites de la sinécdoque, pues, han sido corridos, pero el fenómeno sigue existiendo: es cuestión de dar una mirada a la vuelta, con la atención centrada en este problema (que efectivamente lo es), para saber que la equivocación persiste, y que es siempre la misma. Y es entonces cuando, repasando libros, antologías y estudios críticos, uno cae en la cuenta de que en la historia de nuestras letras, y agudamente en la de nuestra poesía, predomina, más que el análisis, la sociabilidad, porque, a la par de omisiones clamorosas, no se puede dejar ver que figura el padrón completo de «amigos, clientes y favorecedores», como exageraba una publicidad de otro tiempo; y sobre esta evidencia no caben ingenuidades.