Radiografías de lo inefable

Walter Cassara
(Hugo Mujica: Poesía completa 1983-2004 – Seix-Barral) 
 

¿Qué diferencia hay entre un auténtico poeta y un mero aficionado a las palabras o un farfullador de elípticos misterios altisonantes? ¿Es posible pensar, en algún sentido, una escritura sin imágenes, una escritura —por así decirlo— sin médula espinal, anticoagulante, hecha sólo de largos silencios enfáticos y de oraciones tan vacías de sentido como por ejemplo: “volcándose cáliz/ en la sangre de los muertos”; enteras nulidades pseudo-zen de cuatro vocablos del tipo: “mirada/ la desnudez/ abriga”, o plomíferos impromptus heideggerianos que incurren, lisa y llanamente, en el más lacónico disparate, al estilo de “¿tanto nadie/ seré tanto yo?”. Por otro lado, ¿qué podría subsistir de las Voces de Antonio Porchia —ese jubilado místico, filósofo intuitivo y acaso genial—, puesto a comentar sucintamente la teología de Santo Tomás de Aquino o las paradojas del maestro Eckhart? ¿Y qué de los recordados poemas breves de Alejandra Pizarnik glosados según los duros principios de la regla de San Benito, o en clave hippie-trapense a lo Thomas Merton?

Una y otra vez surgen estas preguntas al leer la poesía completa de Hugo Mujica, que acaba de ser reunida y publicada por un conocido sello editorial. Para empezar, digamos que en este libro de menguadas quinientas páginas, el papel en blanco, sugestivamente, ocupa el lugar más destacado, y es el texto lo que se escatima y se hace desear, debido a que la mayoría de los poemas raras veces se atreven a transgredir el límite de las cinco líneas, con un promedio de entre dos y cuatro palabras por verso que asoman casi desfalleciendo al pie de página, aturdidas siempre por una campanada de silencio.

Sin embargo, vale la pena aclarar que no se trata aquí del silencio en tanto dispositivo formal que opera junto con otros instrumentos del discurso poético, ya sea de manera intensa, como escansión de la música en la llamada poesía pura; ya sea extensamente, como evolución semiótica de los blancos y la tipografía, al uso por ejemplo de los futuristas eslavos o los concretistas de los años sesenta en el Brasil. Por el contrario y muy lejos de cualquier experimento de vanguardia, en la poesía de Mujica, el silencio repica como una cosa aparte, y podría pensarse según dos alternativas: o bien es todo ese remanente de celulosa —papel obra ahuesado, Booksell, de 80 gramos— que flota en lo alto de unos textos microscópicos, o es literalmente —del mismo modo que cada una de las palabras elegidas por el autor—, una jaculatoria por lo inefable lanzada contra los límites del lenguaje.

En la primera alternativa, por más sublimes que sean, las palabras quizás redunden (¿existe en verdad algo más perfecto y angustiante que un piélago de hojas en blanco?) y nos encontremos, en el mejor de los casos, ante un derroche de papel al que cualquier lector de poesía suele estar habituado. Nada demasiado grave. No obstante, en la segunda opción, aquélla que intenta expresar a Dios al margen de la pulpa de celulosa, el discurso poético, o pongamos mejor, las palabras en sí mismas, ¿no estarían también sobrando?

A semejanza de ese secreto inconfesable que se reserva para sí mismo todo paladín de la fe —la alubia de Kierkegaard enterrada, según el dictamen de León Chestov, “bajo ochenta colchones”—, hay que escarbar mucho en la obra de Mujica para descubrir, aunque más no sea, un átomo de poesía. Que lo suyo sea la mística, nadie lo pone en duda —la vecina del séptimo también cree, a su manera, en cosas que se parecen a Dios, y yo no me atrevería a preguntarle de ningún modo cómo o por qué—. Pero en poesía sí que cuentan estas preguntas, y Mujica parece no habérselas formulado nunca. ¿De qué otro modo sino, alguien en nuestros días, pasado el siglo XX, después de Borges, después de Francis Ponge y Paul Celan, podría llegar a escribir (el verbo es pura hipérbole) cosas como ésta: “en lo hondo hay raíces,/ hay lo arrancado”, o esta otra: “cuando no quede más que lo que no queda/ arrancaré la certeza de lo improbable:// tu espejo a mi propio nadie”.

La cuestión es que aquí el poema —si en verdad hay uno—, resulta un mero sucedáneo del mensaje místico o filosófico. Dicho de otro modo: carece por completo de forma o la que adopta es sólo aforística —y la peor de todas, la que roza pero ni siquiera encarna el kitsch espiritualoide de un Osho o un Dr. Wayne—; por lo tanto, su lenguaje no llega a comunicar ningún contenido, ni conceptual, ni mucho menos emocional. El sonido de la lluvia o cualquier cantinela barata comunican más. Y por supuesto, un canario bien timbrado o el grito de unos gibones en el archipiélago malayo, demuestran ipso facto tener mucha más conciencia poética que cualquiera de las líneas que se pueden encontrar en este libro. Al mismo tiempo, cada una de estas cosas, juntas o por separado, podrán provocarnos más fidedignamente, llegado el caso de que lo necesitemos, —¡y cuánta falta nos hace!— una iluminación de orden trascendente, ya que no pretenden, gracias a Dios, aleccionarnos con ello.

Mencionamos con anterioridad a Søren Kierkegaard, el gran filósofo danés que tanta influencia ejerció sobre el pensamiento moderno. Meditando sobre su propia aventura religiosa, signada por la máscara del absurdo y la paradoja, Kierkegaard señala en su Diario que las palabras sólo pueden expresar de manera oblicua, rodeándola o disimulándola, la experiencia de la fe. De otra forma, sólo nos exponemos al ridículo o la vanilocuencia. Luego, certeramente, afirma y se pregunta: “Todos los que saben callarse llegan a ser hijos de los dioses, pues es callándose como nace la conciencia de nuestro origen divino. Pero, ¿cuántos saben callarse, cuántos son capaces de discernir solamente lo que significa callarse?”.

 Walter Cassara