El negro sol de la melancolía

Reseña de Poesía de Gérard de Nerval
Versión, prólogo y notas de Alejandro Bekes
Ediciones del Copista

  

Seguramente la primera vez que muchos lectores oyeron hablar de Gérard de Nerval fue al encontrarse con el enigmático verso número 430 del poema de T. S. Eliot, The Waste Land: “Le Prince d’Aquitaine à la tour abolie”. Eliot señalaba en sus famosas notas finales que la línea provenía del primer cuarteto del soneto “El Desdichado”:

 

Yo soy el Tenebroso, el Viudo inconsolado,
De la Torre aquitana señor sin dinastía.
Mi única estrella ha muerto; mi laúd constelado
Lleva en sí el negro sol de la melancolía.

 

Este poema era parte de la colección “Las Quimeras”, que apareció como apéndice a la edición del libro de relatos Les Filles du Feu (1854). Este apéndice agrupaba sonetos ya publicados (“El Desdichado”, “Myrtho”, “Delfica”, “Le Christ aux oliviers” y “Vers dorés”) y tres piezas inéditas (“Horus”, “Anteros” y “Artemis”). “El Desdichado” había aparecido en Le Mousquetaire (1853). El título es un préstamo del capítulo VIII de Ivanhoe, la novela de Sir Walter Scott: “En su escudo se dibujaba, por toda arma, un joven roble arrancado de raíz, y su divisa era Desdichado, palabra española que significa desheredado”. Nerval, cuyo nombre verdadero era Gérard Labrunie, había adoptado su pseudónimo literario hacia 1844 y pretendía descender de los Labrunie, caballeros de Otón, emperador de Alemania, que se habían instalado en Périgord (hoy Dordogne), en Aquitania. A esta alusión se une otra imagen que lo obsede, la Melancolía de Durero: en Aurelia (I. ii), un día cree ver un fantasma que, “vestido de una larga túnica con pliegos antiguos, se parecía al ángel de la melancolía de Alberto Durero”; en marzo de 1853, poco antes de ser nuevamente internado en la clínica del Dr. Blanche, en Passy, percibe “un sol negro en el cielo desierto”; finalmente, en la sección “Femmes du Caire”, de su Voyage en Orient (1851), escribe que “El sol negro de la melancolía, que derrama sus rayos oscuros sobre la frente del ángel soñador de Alberto Durero, se levanta también a veces en las llanuras luminosas del Nilo”.

En el prefacio a Les Filles du Feu, dedicado a Alejandro Dumas, Nerval ya señalaba el carácter extraño de su poesía: “Ya que habéis tenido la imprudencia de citar uno de los sonetos compuestos en este estado de ensoñación supernaturalista, como dirían los alemanes, será necesario que los escuche todos… No son más oscuros que la metafísica de Hegel o Memorables de Swedenborg, y perderían su encanto si fueran explicados, si es que esto fuera posible… La última locura que me quedará probablemente será la de creerme poeta”. “Las Quimeras”, afirma el traductor, Alejandro Bekes, “resultan un desafío a la inteligencia, y a veces a la cordura del lector; llegan a parecer acertijos, aunque son visiones; sus acordes complejos corren el riesgo de sonar como disonancias casuales” (41). Quizás sean éstas, sin embargo, las características que más atraen al lector contemporáneo: el desafío y la resistencia de una poesía que no se deja atrapar fácilmente en las redes de la exégesis. La presente selección, por lo tanto, sigue el itinerario poético que desemboca en estos textos desafiantes: “la claridad visionaria dará paso al desborde, al estallido de las líneas, al enigma” (28). El lector puede comparar los sencillos versos iniciales de “L’Enfance” (1821),

 

Suaves eran los días de mi infancia,
Que siempre alegres, sin saber sufrir,
Dejé perderse en la distancia
Sin meditar el porvenir…
¿Qué importaba el saber, cuyo tesoro
Contagiaba a mi mente su pasión?
No hace falta la erudición
A los que viven en la edad de oro.

con el complejo y alusivo soneto “Myrtho” (probablemente compuesto en 1843):

En ti pienso, en ti, Myrtho, hechicera divina,
En el alto Posílipo, de mil fuegos luciente,
En tu frente que inundan claridades de Oriente
Y uvas negras que el oro de tu trenza ilumina.

En tu copa también la embriaguez he bebido
Si con furtivo rayo tu mirar sonreía
E inclinado ante Iaco suplicar me veía
La Musa, pues por ella hijo de Grecia he sido.

Sé por qué está reabierto el flamígero monte:
Es que ayer con pie ágil lo estabas despertando,
Y de cenizas súbitas se cubrió el horizonte.

¡Pues tus dioses de arcilla quebró un duque normando,
Del laurel de Virgilio siempre bajo la rama
A la pálida hortensia el verde mirto llama!

 

Gérard de Nerval nació en París el 22 de mayo de 1808. Su vida está comprendida por los reinados de Carlos X (1824-1830) y Luis Felipe (1830-1848), pero también por la elección de Luis Napoleón como presidente de la República (1848), seguida por el reestablecimiento del Imperio (1852). Sus primeros versos son publicados en 1826, las Elégies nationales; en 1828 publica su traducción del Fausto de Goethe, que al año siguiente será ilustrado por Delacroix. Esta versión fue elogiada por el mismo Goethe, que en 1929 publica la segunda parte de su drama. En 1840 Nerval traducirá esta segunda parte. La literatura alemana estaba en boga en Francia desde la publicación del libro de Mme. de Staël en 1810. En 1830 Nerval hace aparecer, luego de una selección de poesía de Ronsard, Du Bellay, Régnier y otros, una antología de poesía alemana.

La vida del poeta está signada tanto por la publicación de sus libros como por el encuentro con personas que marcaron su vida: Théophile Gautier y Victor Hugo; Alejandro Dumas, con quien viaja a Alemania en 1838; y la actriz Jenny Colon, que aparecerá levemente velada con el nombre ficcional de Aurelia. Otras dos constantes en su vida son los viajes (octubre de 1834, Italia; 1835-6 y 1840, Bélgica; 1843, Oriente: Malta, las Cícladas, El Cairo, Beirut y Constantinopla; 1844, Holanda; 1850 y 1854, Alemania) y el avance ineluctable de su enfermedad mental, que culmina en suicidio. Respecto de los viajes, era inevitable que Nerval se sintiera atraído por Oriente. Hugo había publicado Les Orientales en 1829. Nerval seguirá ese rumbo con sus Scènes de la vie orientale (1848) y su Voyage en Orient (edición definitiva, 1851). Respecto de la enfermedad, la primera crisis nerviosa sucede en 1841, cuando tiene treinta y tres años; es internado durante ocho meses en la clínica del doctor Blanche en Montmartre. En 1851 pasa otro período en la clínica del doctor Dubois. El año 1853 es particularmente alarmante: en abril y mayo va a la clínica de Dubois, y en agosto a la clínica del doctor Blanche en Passy. Su última internación sucede entre agosto y octubre de 1854, en la clínica de Passy. El 26 de enero de 1855, al alba, lo hallan colgado de una reja de la rue de la Vieille-Lanterne:

 

La que yo solo amaba me ama aún con ternura:
Es la Muerte —o la Muerta. ¡Oh delicia! ¡Oh tortura!
La Rosa que ella guarda es la fiel Malvarrosa.

 

La presente edición bilingüe sorprende por el aparato paratextual y metatextual que la acompaña. La treintena de poemas está precedida por una fotografía de Nerval tomada por Nadar en 1854, acompañada de un comentario de Albert Béguin: “es probablemente el retrato más revelador de un hombre que jamás haya aprisionado la cámara en su noche”. Daguerre había descubierto la fotografía en 1839, quizás sin advertir totalmente las sutiles posibilidades expresivas del nuevo medio: “se queda ahí, inmovilizado en ese instante frente al fotógrafo, que podría ser cualquier instante, pues hay algo aún que lo congela, lo fija, algo que su lengua, la más sutil del mundo, no sabría nombrar”.

Además, la antología está precedida por un extenso ensayo preliminar del traductor, “El grito del hada” (pp. 11-65). Las versiones constan de notas a pie de página (de tipo explicativo; reservadas para fechar cada poema y explicar alusiones que pudieran entorpecer la comprensión) y notas finales (de tipo interpretativo; algunas, traducidas de la edición fuente usada por Bekes, Poésies et souvenirs, Paris: Gallimard, 1997). Finalmente, cierra esta selección un apéndice con un “Retrato de Gérard de Nerval” (1866) de Théophile Gautier. En las secciones del ensayo preliminar, el traductor define la noción de romanticismo que sustenta, a su parecer, la obra de Nerval; traza la biografía del poeta; recorre su itinerario poético; analiza con detalle la serie de cinco sonetos de “El Cristo de los olivos” (a los que Octavio Paz dedica un comentario en Los hijos del limo) y “Las Quimeras”; y, finalmente, señala los criterios de traducción de esta última serie.

Algunas páginas se utilizan para justificar el criterio de la selección. En dos cuadros sinópticos se detalla con minuciosidad la procedencia de cada uno de los poemas y se aclara el criterio de su ordenación. La primera sección, “Poesías juveniles y poesías diversas”, comprende quince poemas y abarca cronológicamente toda la vida de Nerval: el primer poema, “L’Enfance”, data de 1821 (Nerval tenía entonces trece años), y el último, “Épitaphe”, publicado póstumamente, corresponde a los años finales del poeta. La segunda sección, “Misticismo”, fue incluida al final del libro Petits châteaux de Bohème (1853), aunque los tres poemas habían aparecido anteriormente en la revista L’Artiste: “El Cristo de los olivos” en 1844; “Délfica” y “Versos dorados” al año siguiente. De la tercera sección, “Las Quimeras”, los primeros cinco sonetos aparecieron al final de Les Filles du Feu (1854); los ocho sonetos restantes se publicaron póstumamente.

Para Bekes, la obra nervaliana sigue un recorrido paralelo al de una búsqueda religiosa. En la búsqueda participan materiales provenientes de diversas tradiciones. Nerval identifica a Cristo con los héroes paganos; y lejos de deslindar los elementos de otros cultos —los misterios, los cantos sibilinos, el pitagorismo, los cultos orientales, la gnosis, la cábala, el cristianismo, el Islam, la alquimia, la mitología celta, por nombrar algunos— los superpone e integra en una sola visión. En este carácter, Nerval es heredero —como lo somos nosotros, según apunta Bekes— del romanticismo, ya que los escritores románticos se sentían receptores y guardianes de una tradición milenaria. “Su biografía muestra las líneas arquetípicas del destino romántico”: la orfandad; el amor platónico y frustrado; la bohemia compartida con amigos; la sed de viajes sin fin; la obra construida en secreto; incluso pretensiones nobiliarias; y finalmente, la enfermedad mental y el final de la vida marcado por el hambre, la falta de techo, la soledad y el suicidio. “Su poesía […] nos deja oír la voz de ese otro, de ese otro que era él mismo: el sublime extraviado”. De allí el título del ensayo preliminar, “El grito del hada”, que alude al último verso de “El desdichado”: el grito del hada Melusina.

 

¿Soy Biron, Lusignan…? ¿Soy Febo o soy Amor?
Del beso de la Reina llevo aún roja la frente.
La Sirena he soñado, y la Gruta en que nada…

Y pasé el Aqueronte dos veces vencedor,
Modulando en la lira de Orfeo tenazmente
El gemir de la Santa y los gritos del Hada.

 

Según la leyenda, Guy de Lusignan, rey de Jerusalén (1186-1191) y de Chipre (1192-1194), había esposado al hada; pero al sorprenderla tomando un baño bajo su forma original de serpiente, la repudió, y ella se alejó volando y lanzando lastimeros gritos. Nerval había vencido la muerte, como Orfeo, cruzando el río mortal dos veces; pero la última vez fue un viaje sin retorno.

 

J’ai fait mes premiers vers par enthousiasme de jeunesse, les seconds par amour, les derniers par désespoir. La Muse est entrée dans mon coeur comme une déesse aux paroles dorées, elle s’en est échappée comme une pythie, en jetant des cris de douleur.

 

Así definía el propio poeta su recorrido: “Escribí mis primeros versos por entusiasmo juvenil, los segundos por amor, los últimos por desesperación. La Musa entró en mi corazón como una diosa de palabras doradas, pero salió de él como una pitia, dando gritos de dolor”. Por supuesto, para entender a Nerval hay que complementar esta antología con la lectura de Sylvie (1853), el cuadro novelado que señala su retorno, en tanto que escritor, a Francia como fuente de inspiración, y Aurélia (1853), el relato de su descenso a los infiernos, su “confesión suprema y testamento literario”. Pero de la presente edición, “Las Quimeras” son, en mi opinión, los textos más interesantes.

Finalmente, dediquemos unos párrafos al criterio de traducción de esta poesía. A veces, declara Bekes, una versión literal es suficiente para comunicar el verso; otras veces, el “suntuoso  esplendor” fonético de una línea plantea problemas de reproducción más complejos. “El verso”, continúa, “es un significante complejo, en el que la amalgama de significados básicos puede no ser lo más importante; lo más importante puede ser (suele ser) el microcosmos de resonancias que las palabras despiertan, en esa combinación, en ese orden y con ese sonido: los que tienen en su lengua de origen”. De esa combinación, de ese microcosmos de resonancias surgen los problemas para el traslado de un idioma a otro, problemas que se manifiestan en la métrica, la rima y la distribución estrófica. La primera de las dos estrofas de “Nuestra señora de París” bastará como ejemplo. ¿Cómo hacer eco de los sonidos del texto original, que imitan las acciones destructivas del tiempo?

 

Notre-Dame est bien vieille: on la verra peut-être
Enterrer cependant Paris qu’elle a vu naître;
Mais, dans quelque mille ans, le Temps fera broncher
Comme un loup fait un boeuf, cette carcasse lourde,
Tordra ses nerfs de fer, et puis d’une dent sourde
Rongera tristement ses vieux os de rocher!

 

Para Bekes, “La cuestión métrica es fundamental” (55); no se trata solamente de representar esas formas en castellano, sino también de traducirlas. En cuanto a la rima, sostiene que “el hermetismo nervaliano insinúa una serie de acordes encadenados, un entrelazamiento de líneas que parecen estar […] debajo de lo dicho. […] Esa especie de dibujo oculto se esboza, entre otros indicios, gracias al juego de las rimas”, que da unidad, o una apariencia de unidad, a “una serie de imágenes míticas cuyo vínculo a menudo está lejos de mostrarse” (57). Bekes declara haber hecho la prueba de eliminar la métrica y la rima en versiones tentativas, y haber descubierto que a veces “no queda nada”. Por lo tanto, ha optado por mantenerlas.

 

Notre-Dame es muy vieja: y acaso la veremos
Enterrar a París, aunque lo vio nacer;
Después de unos mil años, el tiempo hará caer,
Como hace al buey un lobo, su carcasa imponente,
Y sus nervios de hierro con un sórdido diente
Y su pétrea osamenta se aplicará a roer.

 

Esta decisión no es fácil de tomar, porque no garantiza ipso facto el éxito de la traducción; sin embargo, en el presente caso, y en gran parte —sospechamos—debido a la identificación del traductor con la obra del poeta traducido, el resultado es una versión que podría convertirse en modelo.

 

Fabián O. Iriarte