Editorial

Ricardo H. Herrera/ Luis O. Tedesco

Si bien toda gran poesía nos consiente participar de su secreto, invariablemente nos sustrae la esencia que otorga fuerza al conmovedor hermetismo de su cuerpo vivo. Hay, en todo gran arte, el milagro secreto de una simplicidad desconcertante, un ingenuo núcleo de vida, irreductible a las explicaciones alambicadas. De ahí que no haya nada más inútil que proyectar un esquema del pasado de la lírica para comprender la esencia de la poesía, o, lo que es más descabellado todavía, un programa del futuro deseable para la poesía (como suelen hacer los democráticos futurólogos, siempre afanosos por administrar los salvoconductos que permitirían el acceso a la poesía del porvenir). Proponerse historiar el canto constituye un contrasentido bastante similar al de intentar historiar el sentimiento: cuanto más minucioso es el mapa de lo existente, menos espacio queda para la aparición del prodigio de lo imprevisible. La historia de la literatura podrá permitirnos entender el desgaste de las poéticas, pero nunca hacernos comprender la irrupción de la vitalidad, ese latido pasional del que nace la poesía que no muere, o, mejor dicho, que se mantiene viva a pesar del celoso control de la teoría y de la crítica que han hecho de la renovación del instrumental retórico su única razón de existir. La renovación del instrumental retórico… El problema, para el verdadero creador, siempre es otro. En todo caso, se trata de ensayar formas puras de desnudamiento, no técnicas de travestimento. Como se ve, se puede entender mucho de poéticas, manejarlas ad usum Delphini, y, al mismo tiempo, no comprender nada de poesía. Situar en el tiempo una poesía puede darnos la ilusión de comprenderla, pero de hecho no es así, ya que -inexplicablemente- toda gran poesía mantiene invulnerable su fuerza de secreto, que no es otro, dicho sea de paso, que sustraerse al tiempo, a pesar de llevar en sí todos los estigmas de lo temporal. Sustraerse al tiempo padeciéndolo, romper el silencio y resguardarlo en el interior mismo de la formulación verbal, esa tensión ha sido siempre el humus nutricio de la lírica. Una renovación al fin, pero de otro orden; menos superficial que las propugnadas por los laboriosos e ilegibles registros del agotamiento de los estilos.