De vuelta en el campo

Santiago Kovadloff [1]

 De vuelta en el campo

Me atraen grandes piñas caídas junto a un árbol.
¿Qué mejor, me digo, que iluminar con su hermosura
algún rincón del cuarto?
Las tomo, las pondero,
doy con ellas, complacido, un paseo por el campo.
Pero luego me detengo, regreso junto al árbol
y las dejo.

Me pregunté mientras iba con las piñas en la mano,
cuánto tiempo alentarían el encanto de esta hora;
hasta cuándo me darían
este fulgor de vida cautivante.

Lo cierto es que mis ojos no conocen
más que efímeros fervores
y el cuarto donde vivo guarda muchas
huellas secas
de mis amores de un día:
un cenicero azul, dos plumas blancas,
monedas de Tiberio, cerámicas jordanas
y un lapicero hindú.
Es así: mi corazón súbitamente se alza,
acoge, abraza y luego cede y pierde,
como se pierden,
en el lecho muerto de un río,
las piedras secas, las hojas olvidadas.

                                                            Minas, Uruguay, 1995/1996

 

El adiós

Hoy recuerdo tu paso solamente,
tu paso rápido y preciso;
cada uno de tus pasos cuando en la casa triste
no estábamos a solas;
cada uno de tus pasos cuando venías hacia mí,
rápida y secreta, dócil y lejana;
lejana siempre, aun en el encuentro,
en la luz y en la pena del encuentro;
esa pena tan tuya de saber
lo que tus manos, sin nombrarlo, me decían
tocándome despacio,
yendo despacio por mi cuerpo oscuro,
como quien no quisiera olvidar,
como quien ya entonces estuviera recordando
desde ese día venidero
en el que ya no habrías de estar,
desde ese día que ha llegado al fin
y al que ya entonces ibas dibujando.

                                                    Buenos Aires, 1998/1999

 

Finalmente

Tendido en una cama de Méjico,
pesado por haber comido mucho,
busco el sueño
contra toda la luz de la tarde.

Con los ojos cerrados, escucho:
¿el crepitar de unas hojas secas?
¿el chorro tenue de una fuente cercana?
¿el vaivén de la brisa en las ramas?

Bastaría incorporarme y mirar por la ventana:
todo, en diez segundos, se vería aclarado.
¿Pero qué quiero saber? ¿Qué aclararía?
¿Qué diferencia habría si supiese lo que ignoro?
¿Qué lógica bastarda es ésta que pretende
que sabiendo con certeza
si es brisa, crepitar o chorro
lo que oscuramente escucho,
habría dado un paso más hacia lo cierto?

El que en mí quiere alzarse de la cama
hace mucho que insiste en discernir,
en situarse, en ordenar;
el que en mí, finalmente, opta por la cama,
ha aprendido a desoír los espejismos
y agradece, con los ojos cerrados,
el crepitar de unos hojas secas
tras el chorro tenue de una fuente cercana,
bajo el vaivén de la brisa en las ramas.

 

                                                            Ciudad de Méjico, 1 de febrero de 1999

 

 

Hubo una vez

Hemos vuelto a pintar las paredes de la casa.
Aquel gris tenue que tanto te gustaba
fue perdiendo brillo y lo cambiamos.

Ya tampoco está el sillón donde siempre te sentabas.

Ahora debo imaginar no sólo tu presencia
sino tu presencia y la de él, la del sillón;
atesorarlos en mí, a ti, al sillón, a vos,
y preservarlos.

Debo guardarte cada vez con más cuidado;
con cuidado de tí, de vos, que ya no estás,
y de mí, que estoy aún,
y sumar, además, a ese cuidado,
el cuidado del recuerdo del sillón;
sostenerlo en la memoria
con el mismo celo que pongo en resguardarte,
a vos, sentada en él, a ti,
tus manos quietas en él,
y ese modo que tus ojos tenían de buscarme. 

                                                               Buenos Aires, septiembre de 1997.

 

Reencuentro con el hijo

Él ha crecido pero
no ha dejado de creer.
En sus ojos puede verse que
en todo lo que mira
-esa botella oscura, el pan,
la luz del alba en su mano-,
reconoce un resplandor
que no proviene de las cosas consumadas,
dichas, hechas,
sino de lo que ellas quieren ser,
suplican, piden ser, al ojo que las mira.

                                     Edimburgo, noviembre de 1996

 

Viajeros

A bordo, en la noche, cruzando el espacio
dos hombres comparan, en diálogo ameno,
platos, ciudades, giros del portugués;
cotejan gobiernos, vinos, veranos,
ejercen con sobria contundencia
su don de viajeros.

Han ido, han estado, se persuaden
del mundo concebido como sólido escenario;
eluden, con modos suaves,
la brutal evidencia de estar suspendidos,
de no ser sino parte de una nave blanca
que tiembla y que jadea
en un desierto de nubes cerradas,
que ruge, flota y se empecina en desoír
el llamado voraz del agua y de la roca;
que insiste, que persiste en burlar el hechizo
de esa furia oscura que quiere atraparla,
arrastrarla,
quebrar en la noche helada del cielo
el tenue milagro de la ciencia.


Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Santiago Kovadloff nació en Buenos Aires el 14 de diciembre de 1942. Ha publicado los siguientes libros de poemas: Zonas e indagaciones (1978); Canto abierto (1979); Ciertos Hechos (1985); Ben David (1988); El fondo de los días (1992) y Hombre en la tarde (1997). Los poemas aquí reunidos integran un volumen de próxima aparición.>>