Pascoli y el pensamiento de la voz

Traducción de Pablo Williams

 

a Gianfranco Contini

 

1. Ha sido Gianfranco Contini el primero en identificar la poética de Pascoli, más allá de su labor poética en latín, con la aspiración a trabajar en una lengua muerta. Siguiendo la ambición, común a todos los grandes decadentes europeos (pero que en Italia tiene quizá una descendencia más tenaz) de trabajar en una lengua inédita, Pascoli se habría colocado frente al lenguaje como ante una “reserva de objetos poéticos que estuvieron vivos y a los que hay que devolverles la vida”. De aquí su anexión de las lenguas especiales a la lengua normal (“incluso aquellas especialísimas que son las secuencias fónicas de los nombres propios”); de aquí, también, el obstinado recurso a aquella lengua agramatical o pregramatical que es la onomatopeya (la “presencia insoportable de los pájaros”, que tanto fastidiaba a Pintor). Sería aquí superfluo reafirmar la precisión de este diagnóstico. Observemos, en cambio, que Contini podría haber citado otro texto pascoliano en el que la poética de la lengua muerta está explícitamente formulada como tal. En un pasaje de Pensamientos escolares, polemizando con la propuesta de abolir la enseñanza del griego en las escuelas, escribe: “…la lengua de los poetas es siempre una lengua muerta” y añade de inmediato: “es curioso decirlo: lengua muerta que se usa para dar mayor vida al pensamiento”.

Partimos de esta última frase para proseguir la reflexión sobre la relación entre lengua muerta y poesía, es decir, para interrogar la poesía de Pascoli en una dimensión en la que no está ya simplemente en cuestión su poética sino su escritura: la escritura al dictado (dettato[1] ) de la poesía, si indicamos con este término (que tomamos del vocabulario poético medieval, pero que nunca dejó de ser familiar a nuestra tradición poética) la experiencia del advenimiento originario de la palabra. La poesía —dice Pascoli— habla en una lengua muerta, pero la lengua muerta es lo que da vida al pensamiento. El pensamiento vive de la muerte de las palabras. Pensar, hacer poesía, significaría, en esta perspectiva, hacer experiencia de la muerte de la palabra, proferir (y resucitar) las palabras muertas. Contini observa que el problema de la muerte de las palabras angustiaba a Pascoli tanto como el de la muerte de las criaturas. Pero, ¿en qué modo y en qué sentido una lengua muerta puede vivificar al pensamiento? ¿en qué modo la poesía lleva a cabo esta experiencia de las palabras muertas? ¿y qué es –pues de esto se trata– una palabra muerta?

 

2. En un pasaje de De Trinitate (X, I, 2) –que constituye uno de los primeros lugares en donde se presenta, en la cultura occidental, la idea que hoy nos es familiar, de una lengua muerta– Agustín medita sobre una palabra muerta, un vocabulum emortuum. Supongamos –dice– que alguien oiga un signo desconocido, el sonido de una palabra de la que ignora el significado, por ejemplo la palabra temetum (un término desusado para vinum). Ciertamente, ignorando qué quiere decir, deseará saberlo. Pero para ello es necesario que sepa ya que el sonido que ha oído no es una voz vacía (inanem vocem), el mero sonido te-me-tum, sino un sonido significante. De otro modo ese sonido trisilábico sería ya plenamente conocido en el momento que fuera percibido por el oído:

 

¿qué otra cosa habría de averiguarse en él para conocerlo mejor, desde el momento que todas sus letras y la duración de cada sonido son conocidos, si no se supiera al mismo tiempo que es un signo y no nos impulsara el deseo de saber qué significa? Así pues, cuanto más conocida es una palabra, pero sin serlo del todo, tanto más el ánimo desea saber lo que queda por conocer. Si, por cierto, conociese sólo la existencia de esta voz y no supiera que ella significa algo, no buscaría nada más una vez que hubiera percibido con la sensación, cuanto le era posible, el sonido sensible. Pero como sabe ya que no sólo hay allí una voz sino también un signo, quiere conocerlo por completo. Ahora, no se conoce perfectamente ningún signo si no se sabe de qué cosa lo es. Quien con celo ardiente intenta conocer y persevera encendido por el estudio, ¿puede decirse que no tenga amor? ¿Qué ama entonces? Por cierto no es posible amar algo que no es conocido. Tampoco ama estas tres sílabas, que conoce ya. ¿Se dirá entonces que ama en ellas el saber que significan algo?…

 

En este pasaje, la experiencia de la palabra muerta se presenta como experiencia de una palabra proferida (de una vox) en cuanto no es más mero sonido (istas tres syllabas), pero no es todavía significado: experiencia, es decir, de un signo como puro querer-decir e intención de significar, antes y más allá de todo advenimiento concreto de significado. Esta experiencia de un verbo desconocido (verbum incognitum) en la tierra de nadie entre el sonido y el significado es, para Agustín, la experiencia amorosa como voluntad de saber: a la intención de significar sin significado corresponde, en efecto, no la comprensión lógica, sino el deseo de saber (qui scire amat incognita, non ipsa incognita, se ipsum scire amat; es decir, el amor es siempre deseo de saber). Es importante, empero, subrayar que el lugar de esta experiencia de amor, que muestra la vox en su pureza original, es una palabra muerta, un vocabulum emortuum: temetum.

(Notemos aquí, al pasar, que no es posible comprender la teoría provenzal y estilnovista del amor sino como un volver a plantear la cuestión precisamente de este pasaje de Agustín: el amor de lonh es, justamente, la apuesta de que sea posible un amor que no traspase nunca en saber, un amare ipsa incógnita, es decir, una experiencia de la palabra –también aquí, no casualmente, una palabra oscura y rara: cars, bruns e tenhz motz– que no se traduzca nunca en experiencia lógica del significado).

 

3. En el siglo XI, incluso antes que la poesía, la lógica medieval retomó la experiencia agustiniana de la voz ignota para fundar en ella la dimensión de significado más universal y originaria: la del ser. En su objeción al argumento ontológico de Anselmo, Gaunilón afirma la posibilidad de una experiencia de pensamiento que no significa aún ni hace referencia a una res, sino que habita en la “sola voz”. Reformulando el experimento agustiniano propone, en efecto, un pensamiento que piense:

 

No tanto la voz misma, que es una cosa en cierto modo verdadera, es decir el sonido de las sílabas y de las letras, cuanto el significado de la voz oída; no, sin embargo como es pensado por quien conoce qué cosa suele significarse con esa voz, sino, más bien, como es pensado por quien no conoce su significado y piensa sólo según el movimiento del ánimo al oír esa voz y busca representarse el significado de la voz percibida.

 

No ya mero sonido y todavía no significado lógico, este “pensamiento de la voz” (cogitatio secundum vocem solam) abre al pensamiento una dimensión inaudita, que se sostiene sobre el puro aliento de la voz, sobre la sola vox como no significante voluntad de significar.

 

4. En I Cor., XIV, 1-25, Pablo expone su puntillosa crítica de la práctica lingüística de la comunidad cristiana de Corinto:

 

Quien habla en glosa [o lalón glósse, qui loquitur lingua, entiende mal San Jerónimo] no habla a los hombres, sino a Dios; nadie en efecto entiende, pero en espíritu habla misterios […] quien habla en glosa se edifica a sí mismo, quien profetiza edifica a la iglesia […] ahora, hermanos, si voy hacia vosotros hablando en glosa, ¿en qué os beneficiaré, si no os he de hablar en revelación o en conocimiento o en profecía o en doctrina? […] Así también vosotros, si a través de las glosas no ofreceréis un discurso bien significante, ¿cómo se conocerá lo que se dice? Será como si hubieses hablado en el aire […] si no conociera el valor semántico de la voz, yo seré para quien hable un bárbaro y quien habla en mí será un bárbaro […] por eso quien habla en glosa ruegue poder interpretar, porque si rezo en glosa mi espíritu reza en mí, pero mi intelecto no tiene fruto […] Hermanos, no os convirtáis en niños en cuanto al juicio…

 

¿De qué modo debemos entender el lalein glosse del texto? Glossa –como ya está establecido también por la hermenéutica neotestamentaria– significa “palabra extraña a la lengua de uso, término oscuro, del que se desconoce el significado”. Este es el significado que la palabra tiene ya en Aristóteles; pero todavía Quintiliano habla de glossemata como voces minus usitatatae, que pertenecen a la lingua secretior, quam Graeci glosas vocant. La glosolalia no es entonces una pura proferición de sonidos inarticulados, sino un “hablar en glosas”, es decir, en palabras cuyo sentido no se conoce, exactamente como el temetum de Agustín. Si no conozco la dynamis (también este es un término gramatical que significa valor semántico) de la palabra –dice Pablo– seré en relación a quien habla un bárbaro y el que habla en mí será un bárbaro. La expresión “quien habla en mí” (o lalón en emoí) plantea un problema, que la Vulgata ha soslayado interpretando en emoí con mihi, para mí. Pero el en emoí del texto sólo puede significar “en mí” y lo que Pablo quiere decir es perfectamente claro: si pronuncio palabras cuyo significado no comprendo, quien habla en mí, la voz que las profiere, el principio mismo de la palabra en mí será algo bárbaro, que no sabe hablar, no sabe lo que dice. Es decir, hablar-en-glosa significa hacer la experiencia en sí mismo de una palabra bárbara que no se conoce; experiencia de un hablar “infantil” (“hermanos, no os convirtáis en niños en cuanto al juicio…”), en el que el intelecto queda “sin fruto”.

 

5. ¿Qué es para Pascoli la experiencia de la lengua muerta como “lengua de los poetas”? ¿Es posible encontrar también en su poesía una dimensión de lenguaje, que presentándose con los caracteres que recién hemos esbozado para “el pensamiento de la sola voz” y para la glosolalia, tenga su lugar entre el desaparecer del mero sonido y el advenimiento del significado? Y, si así fuera, ¿sería posible interpretar de manera nueva y, a la vez, reconducir a una unidad tanto la poética de la lengua muerta como la onomatopeya y el fonosimbolismo pascoliano? Continuamente estamos ante el texto de Pascoli como el “bárbaro” que no conoce la dynamis de las palabras. ”Hay palabritas que se comprenden poco” y que a pesar del glosario que cierra (¡no abre!) los Canti di Castelvecchio, no quieren en realidad ser interpretadas, salir del puro querer-decir del hablar en glosa. Ya Contini notó el valor puramente fonosimbólico de “zillano” en L’ amorosa giornata; pero la observación se podría extender a “schilletta”, “sericcia”, “accia”, “gronchio”, “grasce”, “stiglie”, “astile”, “palestrita”, “stiampa”, “sprillo”, “tarmolo”, “strino”, “legoro”, “cuccolo”, “guiame” y otras innumerables glosas, como también a las xenoglosas de Italy y de The hammerless gun (diseminadas estas últimas entre las onomatopeyas ornitológicas).

Pascoli cuenta con un lector que desconozca todas las palabras que él usa; como dice “el poeta de la lengua muerta” del homónimo texto pascoliano, la poesía, como la religión, tiene necesidad de “las palabras que velan y por tanto oscurecen sus significados, de las palabras, quiero decir, extrañas al uso actual” (y que sin embargo se usan “para dar mayor vida al pensamiento”). Glosolalia y xenoglosia son la cifra de la muerte de la lengua: ellas representan la salida del lenguaje de su dimensión semántica y su retorno a la esfera original del puro querer-decir (no mero sonido, sin embargo, sino lenguaje y pensamiento de la voz sola). Pensamiento y lenguaje, diríamos hoy, de los puros fonemas: porque ¿qué cosa puede significar advertir una intención de significado distinta del mero sonido y, sin embargo, no significante aún, sino reconocer los fonemas de una lengua, estos entes negativos y puramente diferenciales que –nos dice la lingüística moderna– están privados de significado y, sin embargo, hacen posible la significación?

No se trata entonces de fonosimbolismo precisamente sino de una esfera, por decir así, de este lado o más allá del sonido, que no simboliza nada, sino que, simplemente, indica una intención de significado, o sea la voz en su pureza originaria; indicación que no tiene su lugar ni en el mero sonido ni en el significado, sino, podríamos decir, en las puras grammata, en las puras letras, precisamente, como aquella “negra siembra” del lenguaje que en el Piccolo aratore de las Myricae florece luego en un mundo sonoro y viviente, aquellas mismas letras que recogidas en “manelle” (¡otra glosa!) en el Piccolo mietitore, hablan entre dientes “como nosotros, mejor que nosotros”.

 

6. De manera análoga debemos comprender también las onomatopeyas pascolianas, aquellos siccecé, uid, videvitt, Scilp, zisteretetet, trr trr terit, fru, sii sii, aquellos chirridos, batidos, rechinares, que se acumulan en los versos de los Canti y las Myricae, y que el poeta mismo asimila, a propósito de la lengua de las golondrinas, a una lengua muerta, “que no se conoce más”. Se suele caracterizar a la onomatopeya como lenguaje pregramatical o agramatical (“este lenguaje –escribe Contini– no tiene nada que ver en cuanto tal con la gramática”). En la introducción a los Principios de fonología, Troubezkoy, a propósito de la imitación vocal de los sonidos naturales, escribe: “Si alguien cuenta una aventura de caza, y para dar vida a su relato, imita un sonido animal, u otro sonido natural cualquiera, debe, en ese momento, interrumpir su relato: el sonido natural imitado es entonces un cuerpo extraño que queda fuera del discurso representativo normal”.

Pero, ¿es seguro realmente que las onomatopeyas pascolianas sean un “lenguaje pregramatical”? Y, antes que nada, ¿qué significa “lenguaje pregramatical”? Un lenguaje tal –una dimensión no gramaticalizada del lenguaje humano–, ¿es pensable?

Los gramáticos antiguos comenzaban sus tratados a partir de la voz (foné). La voz, como puro sonido natural, no entra sin embargo en la gramática. Esta empieza, en realidad, con distinguir sobre todo la “voz confusa” de los animales (foné agrammatos, los latinos traducen vox illiterata, quae litteris comprehendí non potest, que no se puede escribir, como el equorum hinnitus y la rabies caum) de la voz humana escribible (engrámmatos) y articulada, Una clasificación más sutil, de origen estoico, distingue sin embargo la voz en un modo más matizado:

 

Hay que saber –se lee en la Tekné grammatiké de Dionisio el Tracio– que, de las voces, algunas son articuladas y escribibles (engrammatoi) como las nuestras; y otras inarticuladas y no escribibles como el crepitar del fuego, y el fragor de la piedra o de la madera; otras inarticuladas y, sin embargo, escribibles, como las imitaciones de los animales irracionales; como el brekekéks y el koí estas voces son inarticuladas porque no sabemos qué significan, pero son engrammatoi porque se pueden escribir…

 

Detengámonos en estas voces inarticuladas y sin embargo “gramaticalizadas”, en estos brekekéks y koí tan semejantes a las onomatopeyas pascolianas, y preguntémonos: ¿qué le ocurre a la voz confusa animal para convertirse en engrámmatos, para haber sido contenida en las letras? Entrando en las grammata, escribiéndose, ella se separa de la voz de la naturaleza, inarticulada y no escribible, para mostrarse en las letras como un puro querer decir cuyo significado es ignoto (completamente similar en esto a la glosolalia y al vocabulum emortuum de Agustín). El único criterio que permite distinguirla de la voz articulada es, de hecho, que “no sabemos qué significa”. El gramma, la letra, es entonces la cifra, en sí no significante, de una intención de significado que se cumplirá en el lenguaje articulado; el brekekéks, el koí y las otras imitaciones de las voces animales captan la voz de la naturaleza en el momento en que emerge del mar indeterminado del mero sonido, sin llegar a ser todavía lenguaje significante.

A la luz de estas observaciones debemos ahora considerar las onomatopeyas pascolianas. No se trata de meros sonidos naturales que simplemente interrumpen el discurso articulado; no hay –ni podría haber– en la poesía pascoliana –como en ningún lenguaje humano– presencia de la voz animal, sino, más bien, una huella de su ausencia, de su “morir” gramaticalizándose en una pura intención de significado. Como la «schilletta de Caprona» (en los Canti di Castelvecchio), estos sonidos no pertenecen a nada viviente, son una campanita al cuello de una “sombra”, de un animal muerto, que sigue ahora campanilleando en las manos de un “niño” que “no habla”. La voz –como en la poesía homónima de los Canti– se advierte “sólo en el momento en que muere”, como un querer-decir (“para decir tantas, tantas cosas”) que, en tanto tal, no puede decir y significar otra cosa sino el “aliento” de un nombre propio (Zvanî). En esta perspectiva, ciertamente la voz muerta equivale a la lengua muerta de las golondrinas en Addio: lenguaje, sin embargo, no pregramatical, sino pura y absolutamente gramatical, en el sentido más preciso y originario de la palabra: foné engrammatos, vox literata.

 

7. Es entonces la letra la dimensión en la que glosolalia y onomatopeya, poética de la lengua muerta y poética de la voz muerta, convergen en un único lugar, en el que Pascoli sitúa la experiencia más propia de la escritura al dictado (dettato) poética: aquella en la que puede captar la lengua en el instante en que vuelve a hundirse, muriendo, en la voz, y la voz en el momento en que emergiendo del mero sonido, traspasa (es decir muere) en el significado. En la poesía de Pascoli, glosolalia y onomatopeya hablan desde un mismo lugar aunque parecen recorrerlo en sentido opuesto. De aquí el carácter ejemplar de aquellos versos en que la onomatopeya traspasa hacia un lenguaje articulado y el lenguaje articulado en onomatopeya:

 

Finch…finché nel cielo volai
V’è di voi chi vide…vide…videvitt
Anch’io anch’io chio chio chio

 

De aquí también, en la poesía pascoliana, el estatuto particular del nombre propio (de esta palabra cuya esfera de significado plantea problemas casi insuperables a los lingüistas, y de la que dice Jakobson que no tiene, en propiedad, significado, sino que realiza un simple reenvío del códice a sí mismo), que, en el límite entre onomatopeya y glosolalia, parece constituir un oscuro punto de pasaje entre voz y lengua. Si Zvanî es el “aliento” de la voz “en el punto que muere”, en Lapide el nombre propio inscripto sobre la tumba de una niña es explícitamente definido como “el pensamiento” que el viviente, muriendo, exhala en el lenguaje:

 

Lascia argentei il cardo al leggiero
tuo alito i pappi suoi comeil morente alla morte un pensiero
vago, ultimo: l´ombra di un nome.

A tu aliento liviano deja el cardo
sus semillas flotantes y plateadas,
como deja a la muerte el moribundo un pensamiento
vago, último: la sombra de un nombre.

 

Y, en las largas hileras onomásticas de Gog e Magog, que recuerdan la lengua babélica del Nemrod dantesco:

 

di Mong, Mosach, Thubak, Aneg, Ageg,
Assur, Pothim, Cephar, Alan, a me!

 

La pura lengua de los nombres, en la que la voz muerta se ha escrito, se degrada y se confunde con la glosolalia de las palabras que “velan y oscurecen su significado”.

La experiencia de este “pasaje” [2] –que constituye el lugar de la escritura al dictado (dettato) poética pascoliana– es una experiencia de muerte. Sólo muriendo, en realidad, en la letra la voz animal se destina como puro querer-decir al lenguaje significante y sólo muriendo la lengua articulada puede retornar al confuso seno de la voz de la que ha surgido. La poesía es experiencia de la letra, pero la letra tiene su lugar en la muerte: muerte de la voz (onomatopeya) o muerte de la lengua (glosolalia), ambas coincidentes en la breve fulguración de los grammata.

 

8. En esta dimensión podemos entender mejor también aquella teoría del niño en la que Pascoli ha intentado captar la propia experiencia de la poesía en los términos de una escritura al dictado (dettato) (el niño “dicta adentro” como el amor en Dante). Si, frente al texto pascoliano, el lector está a menudo como el bárbaro paulino que no conoce la dynamis de las palabras, la pretensión que genuinamente caracteriza la experiencia pascoliana del dictado poético es que también “aquél que habla” en el poeta es un bárbaro, que habla sin saber lo que dice, que habla –es decir, profiriendo la palabra en su estado naciente– como puro querer-decir y lengua de los nombres. De modo coherente con estos principios, la escritura dictada del niño es aferrada mayormente en términos de voz (“él confunde su voz con la nuestra […] se siente un pálpito solo, un chillar y un aullar […] campanilleo resonante como de campanita […] oí la charla”) y aparece como “el Adán que pone los nombres por primera vez”; es decisivo, empero, que en las poesías del Ritorno a san Mauro que cierran los Canti, su figura se revele como figura tumbal, perfil sombreado de un muerto, que se difumina y casi se confunde con los rasgos de aquella otra muerta que es la madre. Todas las poesías de Ritorno a san Mauro se iluminan de modo singular si las leemos como un diálogo con la lengua muerta (la madre) y con la voz muerta (el niño) que ahora descubren su secreta unidad. En Mia madre, la voz infantil, mora, de hecho, junto a la madre muerta:

 

Tra i pigolii dei nidi
io vi sentii la voce
mia di fanciullo…

Entre los píos de los nidos
sentí allí la  voz
mía de niño…

 

y, en Giovannino, el niño habita en el límite del camposanto y es ya, claramente equivalente, en su función poética, a la figura materna. Y es esta visión tumbal la que está en el centro de la poesía en que Pascoli ha aferrado en la manera para él suprema, la propia experiencia de la escritura dictada: La tessitrice, que encierra en un diálogo entre el poeta y la voz el evento tremendo de la palabra poética.

Aquí –en el corazón de la escritura dictada– no se oye “el sonido de ninguna palabra”, el telar que tejió la tela de la lengua “no suena más […] y todo es sólo “seña muda”. Hasta que, ante la pregunta repetida dos veces “¿por qué no suena?”, la virgen vocal (niño y musa, voz y lengua materna) revela la propia muerte incurable:

 

E piange, e piange –Mio dolce amore,
Non t´hanno detto? Non lo sai tu?
Io non son viva che nel tuo cuore. 

Morta! Sí,morta! Se tesso, tesso,
per te soltanto…

Y llora, llora –Mi dulce amor,
¿No te lo han dicho? ¿Tú no lo sabes?
Sólo en tu corazón estoy yo viva.

¡Muerta! Sí, muerta, Si tejo, tejo
para ti sólo…

  

Así, La tessitrice dice la verdad que El niño todavía mantenía velada: que el niño no existe, que la voz infantil que dicta la poesía es una voz muerta, así como es una lengua muerta la única que recoge la escritura dictada. (De aquí lo inadecuado de las críticas tan a menudo dirigidas a El niño –que habría “confundido el niño naturaleza y el niño poesía” –: no está aquí en cuestión simplemente una “voz de la naturaleza” o una poética determinada, sino la articulación puramente negativa entre viviente y lenguaje, en el que voz y lengua se confunden en la muerte). Podemos adscribir este rasgo pascoliano entre aquellos más profundamente grabados en la fisonomía cultural italiana: la voluntad y la conciencia de operar en una lengua muerta; es decir, individual y artificiosamente construida, glosolálica en el sentido que hemos visto, con o sin “se ruega interpretar”. No se piense aquí sólo en los nombres que vienen primero a la memoria entre los escritores del siglo XX: Gadda, Montale, Pasolini, Noventa, Zanzotto, sino también en aquellos prosistas que trabajan en un área aparentemente diversa: Longhi, por ejemplo, cuyas “scandelle” en el ensayo sobre Serodine otorgan a la frase un sombreado pascoliano. Tal es la difícil, enigmática relación de este pueblo con su lengua madre: que sólo puede reencontrarse en ella si consigue sentirla muerta, que sólo dilacerándola en restos y piezas anatómicas puede amarla y hacerla suya. La muerte de Beatriz condiciona –también aquí– toda nuestra tradición literaria y Laura (L´aura) de Petrarca no es sino el aliento de la voz –y éste, al fin, sólo “aura muerta”.

 

9. El lenguaje humano es siempre entonces para Pascoli “lenguaje que no suena más en los labios de los vivos”, en el doble sentido de que es necesariamente una lengua muerta o una voz muerta, pero, de cualquier modo, nunca voz viva del hombre, palabra de un ser vivo. Pascoli –podríamos decir– ha descendido como Fausto al Reino de las Madres, de estas diosas que custodian “lo que desde hace mucho tiempo no existe más”, en las que debemos ver una figura de las lenguas madres, de las matrices linguae de Scaliger; y, como Fausto, ha descubierto que ellas están muertas, que en torno a su cabeza revolotean sólo imágenes “móviles, pero sin vida” (aunque sea posible con un encantamiento, animarlas con música, hacerlas cantar). E inalcanzable y muerta es, como ellas, la voz de la naturaleza. (¿Y no es quizá verdad que toda palabra nuestra es “letra muerta”, lengua muerta que nos es transmitida por los muertos y que nunca puede surgir de algo vivo? ¿Cómo es posible entonces que estas palabras sin vida se conviertan de pronto en nuestra voz viva, que por un instante, en el corazón del poeta, las letras muertas canten y vivan?)

Hablar, hacer poesía, pensar puede entonces significar solamente, en esta perspectiva, hacer experiencia de la letra como experiencia de la propia lengua y de la propia voz. Esto significa ser “hombre de letras”, tan seria y extrema es para Pascoli la experiencia de las letras. Pascoli, “que visto de espaldas parecía un agente rural”, que ha escrito, por cierto, “un número increíble de malas poesías”, es, entonces, ciertamente “el más europeo de nuestros poetas en el fin de siglo”: poeta de la metafísica en la época de su ocaso, cumple hasta el extremo la experiencia del mitologema original de ésta: el mitologema de la voz, de su muerte y de su conservación rememorante en la letra.

Precisamente por esto, en el momento en que registramos la coherencia y el rigor de su lección, debemos sin embargo plantear también la pregunta que debe –aquí– quedar provisoriamente sin respuesta: ¿Es posible una experiencia de la palabra que no sea, en el sentido que se ha visto, experiencia de la letra? ¿Es posible hablar, hacer poesía, pensar más allá de la letra, más allá de la muerte de la voz y de la muerte de la lengua?

 

Traducción de Pablo Williams

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. dettato: escritura al dictado, pero también: estilo de escritura. (N.del T.)>>
  2. trapasso: Agamben juega aquí con el doble sentido del término italiano: pasaje y muerte. (N.del T.)>>