López Merino: una excursión a la levedad

Cecilia Romana

 

En diciembre de 1918 un adolescente de complexión algo frágil le escribe una misiva a su amigo desde Jesús María, en la provincia de Córdoba, donde se refiere al colegio como a un compañero con el que tiene al menos dos deudas. La carta posee un innegable matiz humorístico y el adolescente podría parecemos jocoso y hasta mordaz; sin embargo, en una de las pocas líneas que se conservan sobre su perfil se asegura que «Difícil hubiera sido adivinar qué era aquel muchacho si el tono apagado de la voz y el decoro cauteloso de los gestos, no lo envolviera en cierto clima de delicadeza, no denunciara un mundo interior melancólico y recatado». [1]  

¿Qué hacia Francisco López Merino en Jesús María? Porque él es el frágil muchacho al que me refiero, y a él será a quien avizoraremos en este primer momento, veraneando con su familia, a los catorce años, frente a un campo de espinillos con una cruz jesuítica de tres metros de largo a sus pies.

Miraba, tal vez, el campo, la sequía cordobesa y su típica vegetación aguda. Se internaba en el universo de las plantas y los objetos para después escribir aquellos versos que no dejan de sorprender por la precocidad del autor y la madurez de la composición. Este muchacho es ya un poeta, aunque todavía no ha publicado ningún libro, y la seriedad con que aborda la creación poética contrasta con su juventud y su espíritu risueño, aunque corre en paralelo con la vértebra melancólica que sostiene y sostendrá toda su obra.

De 1923, cuando todavía no cuenta veinte años, data el poema «Convaleciente» donde se puede leer: «Yo estoy convaleciente y llevo toda / la fragancia marchita del silencio…»; y quiero detenerme en estos versos porque la contradicción que puede darse entre las palabras «fragancia» y «marchita» describe perfectamente el sentimiento que López Merino despierta en mí: una juventud rozagante transportada en el ataúd de su propia suerte.

Huérfano de padre, habiendo perdido a una de sus hermanas siendo muy joven, el carácter de la poesía de López Merino fue tornándose cada vez más oscuro y desesperanzado, o mejor dicho, con una única esperanza: la de probar la dulzura intrínseca de la muerte.

«El alma se me llena de estrellas», a mi juicio uno de sus poemas más interesantes, aparecido en Tono menor (1923), dice al principio: «El alma se me llena de estrellas cuando pienso / que moriré», y concluye sentenciando: «Mientras tanto la muerte no llega… / Pienso en ella / y en mi alma florece de emoción una estrella». Hagamos cuentas, el adolescente que escribía desde Córdoba tiene ahora diecinueve años y ansia que la primavera llegue a su alma en la forma de una alegre extinción. Sin lugar a dudas, había algo en la vida de López Merino -además, claro, de las pérdidas familiares- que lo impulsaba hacia una creatividad anuladora del hecho poético, actividad que le exigía destruirse a sí mismo como creador y también como hombre.

¿Quién no estuvo tentado de hablar sobre un exacerbado romanticismo del poeta que anhela correr hacia la muerte? Un dato curioso y nada despreciable a la hora de tender paralelos de época y estilo nos dice que otros tres poetas platenses fallecieron antes de cumplir los treinta años, algunos por propia mano y otros por exclusiva decisión del destino. Ellos fueron Pedro Mario Delheye (que llegó a recibirse de abogado), Jorge Ripa Alberti y Alberto Mendioroz. El mismo año de la muerte de Ripa Alberti, López Merino le dedicó un artículo a Delheye, y un año más tarde se refirió al propio Alberti como un «hermano menor de Albert Samain», y vinculó la muerte de Mendioroz con las grandes pérdidas de la ciudad. [2]  En la «ciudad de las diagonales» cada uno de ellos es recordado con la nomenclatura de su respectiva calle. Un orgullo. También una extrañeza.

Pero no nos distanciemos de la imagen inicial que nos muestra a un muchacho haciendo sus primeras armas en la poesía. López Merino publicó en vida dos libros (tres, contando un folleto que él mismo se encargó de despreciar más tarde): el primero. Tono menor, en 1923, y el segundo, Las tardes, en 1927. Sin embargo, en el rechazado Horas de amor, de 1920, ya se delineaba un volumen técnico y lírico que lo acercaría a las huestes del grupo Martín Fierro, donde uno de sus principales promotores y camaradas será el mismísimo Jorge Luis Borges. ¡Y cómo para no serlo! Cualquier alma mínimamente sensible habría hecho lo mismo, sobre todo frente a versos como estos, los de «Suelo decirte a veces»:

 

Suelo decirte a veces cuando te advierto triste:
«se curará la hermana que está enferma; ya viste
que Dios hace sanar
a toda alma doliente que calla resignada…
Ella que sufre tanto y jamás dice nada,
también se ha curar».

 

Aquí aparece la figura de la hermana que, junto con la de la amiga y la de la madre, acompañarán toda la obra de López Merino. La limpieza en el entramado de la versificación y el despojo de todo lo accidental al tema, hacen que la sinceridad fluya y, sin ser nunca patética, transforme la necesidad de la esperanza (lo último que se pierde) en una estampa íntima e intrínsecamente bella. Allí está la joven hermana, callada y sumisa, aguardando más tranquila que nadie la mano de Dios que la salvará del dolor y, quizás, también de la muerte. Por los mismos años en que José Pedroni publicaba La gota de agua y Borges Fervor de Buenos Aires, en la época en que Eduardo González Lanuza le dedicaba un poema al teléfono («Revolotearon por el aire / las golondrinas de la campanilla / que estaban en la jaula del teléfono / i se posaron en los hilos / de mis nervios tendidos»), López Merino concibe una verdadera oda al viaje en tren y a la capacidad visionaria que es propia de los niños. Releamos «De viaje»:

 

Un niño, frente a mí, va mirando el paisaje;
sus ojillos descubren las flores campesinas
y como el tren se lanza por valles y colinas
este niño se llena de emoción en el viaje.
Silabea palabras que apenas oigo, asombra
esta mirada suya penetrante y tranquila,
se dijera que ansia que su clara pupila
aprisione los bellos pormenores que nombra… 

Los demás, abstraídos, el paisaje olvidamos.
El pensamiento nuestro cesa de hilar, reposa…
Yo me he dicho ante el niño que admira el cielo rosa:
él es el más poeta de los que aquí viajamos.

 

Podríamos imaginarnos a nuestro adolescente sentado en un tren del ramal cordobés, serio como siempre, los labios gruesos y pegados, la mirada vuelta hacia un pasajero distraído, pero ya no es éste el López Merino que conocemos. Ahora se ha vuelto un joven con algunos poemas publicados -que se esfuerza por olvidar- y un libro que recién ha salido de la imprenta. Este es el López Merino que se cree un enfermo irrecuperable: el que ha comenzado a asistir a las clases de la Facultad de Filosofía y Letras de La Plata, el que se sienta bajo un árbol con un amigo y se deja fotografiar.

Según Horacio Armani [3] , sus maestros fueron Juan Ramón Jiménez, Samain, Francis Jammes y Rodenbach. Al contrario de lo que pretendieron sus compañeros martinfierristas, no fue un innovador ni mucho menos un agitador literario. Le bastó nutrirse del espíritu más genuino de la poesía romántica para convertirse en un continuador de esa línea poniendo indudablemente su acento en la técnica impecable y la limpieza del reflejo sentimental. Observador de la infancia -los juegos y las reacciones de los niños- practicó aquella mirada inocente y limpia que ya enaltecía en el poema del tren, tal vez con alguna nostalgia por saberse abandonado de la naturalidad con que esa misma forma de observar se da en los primeros años de vida, y totalmente consciente de que en su caso era una construcción mecánica que buscaba raíces genuinas y valederas. En «Cantinela infantil», por ejemplo, demuestra cómo, a pesar de su tristeza y desconcierto, ha sedimentado con más profundidad en él la tonada de unos niños. Dicen los últimos versos: «Toda la tarde he vagado / por senderos conocidos / y sólo traigo la grata / cantinela de unos niños…» Observemos el tema de los caminos recorridos una y otra vez, que no son otra cosa que un estado de ánimo que se repite en el artista y hace que todas las sendas se parezcan o sean las mismas. El tema del viaje, del recorrido o del cruce, en cierta forma se relaciona con la muerte; sin embargo, por la repetición de referencias a la juventud, la niñez y lo candoroso, se presume que López Merino pretendía realizar su viático en un estado puro y con la ingenuidad de un niño. Entrar en las manos de Dios con el corazón de un niño. ¿Y los puntos suspensivos? Generalmente se emplean para indicar que una idea se interrumpe o para provocar una reacción emocional en el lector. En este caso (a lo largo del poema se utilizan más de dos veces), al parecer quieren transmitir una suspensión del pensamiento que vaga entre la realidad de la canción y la visión de una anciana: un lirio y una joven. De esta forma, el lector no llega a dilucidar cuál de los planos es el real y cuál el ficticio; o bien, en cuál está inmerso efectivamente el poeta. En «Cansancio» se retoma la tónica del sendero, pero esta vez con un asidero mucho más real: las obligaciones sociales (laborales, se podría decir) que fuerzan al poeta a abandonar la morada dilecta: «Ya estoy cansado, lo repito siempre, / ya estoy cansado de dejar mi casa». Y después: «Mi espíritu renace / en el sosiego dulce de mi casa». El hogar aparece entonces como una fortaleza inexpugnable (seguridad, contención) y el recorrido hacia el exterior (trabajo, sociabilidad) como el aspecto que lo vuelve más temeroso y vulnerable.

¿Qué ha pasado con nuestro poeta a largo de los años? ¿Está enfermo? ¿Sufre desengaños amorosos? Nadie sabe responderlo. Lo encontramos en 1927 celebrando la publicación de su segundo libro, Las tardes, donde se encuentran, tal vez, sus poemas más logrados y maduros, con el nivel de sensatez que puede pedírsele a un hombre de veintitrés años, porque esa es la edad que cuenta «Panchito» por esta época.

El tercer poema de este libro lleva por titulo «Mis primas, los domingos…» Vale la pena transcribir apenas un fragmento:

 

Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas
y a pedirme algún libro de versos en francés.
Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores
y se van de la mano de Musset o Samain.

 

Con la cerrada perfección formal de estos versos, y de acuerdo al perfil que caracteriza a los simbolistas, según el volumen Espera de la poesía (Ensayos sobre poesía argentina) [4] , y que dice que «En tanto no dude de sí misma -es decir, en tanto se sirva de la forma para expandir moduladamente su contenido, no para cuestionarlo—, la estética simbolista puede ser comprendida, en última instancia, como el intento de alcanzar una libertad situada más allá de la libertad crítica del hombre moderno», podríamos asegurar que López Merino es un poeta simbolista; si bien, como lo hace notar Herrera, vendría a ocupar el lugar de un simbolista «ingenuo» que aparece veinte años después del apogeo del simbolismo. Pero lo curioso, quizás, es que esa ingenuidad de la que habla Herrera es también uno de sus principales fuertes, porque es un poeta de la verdad, que cuenta a través de sus escritos lo que realmente ocurre en su vida, y lo que no ocurre no lo dice o simplemente crea una pequeña fábula que luego se encarga de desmentir. Como los niños, pero con un desarrollo técnico impecable, López Merino se transforma en un cronista de la relación extrema e íntima entre su ser y la naturaleza, entre su interior y los amigos, las primas, los afectos… El mismo poema al que hice referencia más arriba termina diciendo:

 

Mis primas, cuando llueve, no vienen. Dulcemente
aparto los capullos que el viento hará caer;
hago un ramo con ellos y pongo bajo el ramo
un volumen de versos de Musset o Samain…

 

Y en el poema «Carta en tercetos a Jorge Luis Borges», se encarga de aclarar que:

 

Digo los tangos viejos que duermen en tus discos
y escucho a usted que lee «Mis primas los domingos»:
(Sabe bien que no tengo jardín, pero es lo mismo).

 

O sea, una manera de enfrentar la realidad a través del poema y de la verdad en el poema que es, sin duda, la verdad del propio escritor.

Borges admiraba a López Merino, y no sólo fue receptor del halago de que le dedicara un poema, sino que hizo lo propio con «A Francisco López Merino», que fue escrito una vez ocurrida la temprana muerte de nuestro poeta y apareció luego en Cuadernos San Martín [5] . De esta relación, fructífera seguramente, queda una de las pocas fotografías que se conservan de «Panchito»: está sentado junto a Borges en un banco de plaza (un parque) y miran los dos hacia la cámara. El gesto es candoroso en ambos, y algo en la simetría de las caras los emparienta. Labios sensuales, postura señorial. La apariencia «romántica» de López Merino es notable; en cambio, la de su compañero es más bien la de un hombre cuyo germen intelectual aflora tempranamente.

Estamos entrando lentamente en el final. Alguien va a quitarse la vida para dejar trunca una brillante carrera que apenas despunta. De esos primeros ensayos con la literatura han surgido no sólo la veta poética, sino también artículos de crítica literaria que fueron publicados en su momento por revistas como Nosotros, Valoraciones o el diario El argentino de La Plata. Nada mal para un muchacho que no había cumplido aún veinticuatro años.

En el libro del que veníamos hablando, La tardes, hay un poema que vale la pena nombrar. Se llama «Versos a la calle de mi novia» y ejemplifica llanamente todas las características de la poética de López Merino: belleza de la imagen, ritmo y forma cuidados, sutiles trazos de melancolía y su siempre efectiva mirada ingenua y nueva sobre los hechos y las cosas. Dice una estrofa:

 

Vives en una calle donde siempre es domingo.
Por esa calle única se derrama septiembre
con sus campanas lentas, su aroma de glicinas
y su tristeza casi alegre.

 

La estación de López Merino debiera ser el otoño; sin embargo, prefiere hacer referencia a la primavera y su florecimiento, pero de una manera reservada, tímida, que le imprime la tonalidad ocre del fin de junio, a pesar de que se habla de septiembre, el mes floral, de la alegría y del amor. El final dice así:

 

Tal vez por esa calle llegara hasta tu infancia
seto de lilas, libro de oraciones celestes,
agua de primavera, tu nombre y senda clara
que conduce a una calle donde es domingo siempre.

 

Se vuelve a la idea del retorno a la infancia y al domingo, día del descanso y las caminatas amenas que nadie apura porque las obligaciones son todavía una campana lejana que sonará recién en la mañana del lunes. El deseo de este poeta es estar inmerso en el mundo lúdico e inocente de los primeros años de vida; tal vez, en ese espacio de seguridades que le otorgaba su familia (su padre tenía una buena posición económica) antes de desbaratarse por el arribo de tantas muertes juntas. Bajo el ala de la niñez, sin lugar a dudas, López Merino se sentía protegido y alumbrado especialmente por una luz desinteresada y duradera. Pero esa luz no llegó a alumbrarlo en su juventud. Todo lo contrario: se fue apagando la sonrisa y la pujanza que deberían haberlo acompañado y que en un principio lo asistieron, ya que fue prolífico y responsable en su actividad literaria, lo que le permitió sobresalir en su círculo y ser respetado por sus pares.

Llegamos al 22 de mayo de 1928. Un joven se pega un tiro en el baño del jockey Club de La Plata. En un enigma que todavía hoy resulta inexplicable, el muchacho que escribía desde Jesús María a su amigo y se alegraba por sus primeros libros publicados toma la decisión de abandonarlo todo.

El reconocimiento lo alcanza lentamente. Sus amigos hacen lo posible por enaltecer su vida y su obra, pero -no es el primer caso, ni será el último-, paulatinamente su imagen se hace borrosa y no se convierte en el poeta afamado y respetado que debería haber sido, sino en una extrañeza: un pequeño genio amigo de Borges que «en la mañana buscó la noche».

Valga uno de sus versos para reconocer el inmenso talento creativo de este platense que -siguiendo las palabras de Leopoldo Marechal: «jóvenes mueren los elegidos de los dioses»— apuró su partida para recuperar los mejores días de la infancia y, sin lugar a dudas auxiliado por las divinidades, apretó el gatillo y se dejó caer: «Tendré que ser más leve para que me comprendas». Así, en la más profunda levedad, su espíritu flota a la espera de un merecido homenaje.

 

 
Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. La cita pertenece al artículo de Córdoba Iturburu «Un perfil recordado: Francisco López Merino», extraído de Minellono, María, El universo poético de Francisco López Merino, Ediciones al margen. La Plata, 2000.>>
  2. Estos datos se encuentran en el apartado «Francisco López Merino y el alma de su ciudad», que forma parte del volumen de Rafael Alberto Arrieta Lejano ayer, editado por ECA en 1966.>>
  3. Cf Armani. H., Antología esencial de la poesía argentina. 1900-1980, Aguilar, Buenos 1981.>>
  4. Cf Herrera, R. H., Espera de la poesía. Ensayos sobre poesía argentina, cap. III: «Entre la alabanza y la agonía». Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1996.>>
  5. Utilizamos la versión aparecida en Borges, J. L, Luna de enfrente. Cuadernos San Martín, Emecé Editores, Buenos Aires, 1995, ps. 85-86.>>