El culto a la inmadurez

Walter Cassara
(Osvaldo Lamborghini: Poemas completos – Emecé)
 

Puntualmente, a lo largo de las últimas tres décadas, César Aira ha venido recopilando, con una incondicional paciencia, los papeles póstumos y dispersos de Osvaldo Lamborghini (Buenos Aires 1940, Barcelona 1985). Primero fueron las «novelas y cuentos» publicados en una casa editorial de España, a fines de los años ochenta. Luego vino la larguísima saga de los Tadeys. Ahora nos llegan los poemas completos. A la fecha, la obra en cuestión abarca ya tres nutridos y misceláneos volúmenes, y cabe esperar algunos más.

Con un compilador de tanto prestigio literario tiene posteridad certificada para rato. Sin embargo, cabe también suponer que es esa misma posteridad administrada por el más brillante y prolífico de sus discípulos la que puede inducir alguna desconfianza y puede muchas veces interponerse entre el lector y la obra. De modo que con cada nuevo expolio de Osvaldo Lamborghini que se da a conocer, uno nunca sabe del todo si está delante de la «obra maestra desconocida» de un gran escritor argentino, o si es una broma (en tres actos, hasta el momento) presentada por César Aira y Cía. Ahora bien, y puede que suene incongruente, toda esta exhumación y revuelvo de manuscritos no añade un ápice a la posteridad de Osvaldo Lamborghini que fue, desde el principio, desde su matriz misma {El Fiord, 1969), una posteridad condenada a una serie muy ostensible de guiños y chistes literarios. Condenada y congelada, como en una pesadilla.

Hasta donde sabemos, siempre de acuerdo a las postales entrañables de sus contemporáneos, Osvaldo Lamborghini fue un escritor que «conoció la gloria sin haber tenido el más mínimo atisbo de fama. Desde el comienzo se lo leyó como a un maestro». Lo cual equivale a decir, en algún sentido, que Osvaldo Lamborghini había alcanzado, ya en vida, una suerte de posteridad instantánea.

¿Es esto posible? ¿Una posteridad súbita como un rayo, que ha dejado atrás su condición metafísica para ser esgrimida como una herramienta textual más? ¿Una posteridad cuyas reliquias nos son convidadas en forma de ilusorios colofones, accidentales apostillas, notas al pie, proemios y bizarras «carátulas» que contienen sólo eso? Pero, nos preguntamos al pasar, ¿no resulta al menos paradójico que un escritor que se cansó de decretar y caricaturizar de mil maneras la «muerte del autor», haya suscitado un culto desmedido en torno a su persona, y éste se haya traslado, a través de sus discípulos, a su obra?

Esto que puede parecerse a un cuento policial, acaso -¡0h amargo y lúcido Philip Marlowe!- no resulte más que otro cuento sobre «la muerte de la literatura». De cualquier forma, debemos seguir adelante y al comentarista, al igual que al detective, no le queda otra que aproximarse a la obra retrospectivamente, desde el último paso al primero. Acordado, magnífico, no obstante, ¿qué pasaría si dicho punto de vista hubiera sido alterado y, como en el caso de Osvaldo Lamborghini, la muerte, con sus restos metafóricos disecados por la posteridad más concurrida que hemos visto en los últimos años, resultara el primer (y acaso único) paso que da el escritor?

¿Sería muy descabellado suponer, como lo hace en alguna parte el mismo Lamborghini, que El fiord, escrito a principios de los años setenta, fue su debut y despedida de la literatura argentina, y que todo lo viene después no es más que un bluff, una especie de temprana holografía o autopsia hecha a partir de los coletazos -y culatazos- de dicho nacimiento?

Como un habitante del quinto círculo del «Infierno», el de los irascibles, se diría que Osvaldo Lamborghini está condenado a purgar, prolongándola infinitamente, la violencia desatada en ese primer texto. Allí se concentra y también se disipa todo su potencial de novedad. En todo caso, luego de haber detonado semejante artefacto sádico, bien cabe pensar que Lamborghini sólo podría haber sorprendido a sus lectores volviendo a escribir El principito. Pero incluso nos atreveríamos a decir que ya lo hizo, considerando la influencia que Lamborghini tuvo, de la mano de Arturo Carrera y César Aira, sobre las más recientes promociones de narradores y poetas.

Lo primero es entonces hacerse de una «muerte propia»; luego Lamborghini puede sentarse a escribir, pero asimismo hubiera podido prescindir de ello. Porque la muerte en tanto el autómata de una pura invención literaria puede ser reconvertida perfectamente en un eslogan o un jingle, un escabroso y «extraño juego de palabras», como señala Maurice Blanchot a propósito del suicidio de Kirilov en Los demonios.

Después de Roberto Arlt, podemos conjeturar que fue Osvaldo Lamborghini quien hizo la lectura más intensiva y kamikaze de Dostoievski, llevando a un plano «literal», esto es al plano del lapsus y el chiste, lo que en el gran novelista ruso es experimentado como una dualidad constitutiva del psiquismo de los personajes. En vez de un rostro atormentado, el doble nos presenta aquí su mejor cara de cretino para decirnos «la literatura no existe», y poco importa si el foco se ha desplazado de lo teológico a lo semiológico, o de la tragedia a la parodia, ya que la trama nos llega envuelta con el mismo manto inconsútil que le confiere el paso del tiempo, y esto (la tan mentada y posmoderna «muerte del autor») funciona respecto de la «muerte de la literatura» del mismo modo que el suicidio de Kirilov (o del japonés Tokuro en La causa justa) opera como un argumento sobre la existencia de Dios. Si el argumento es a favor o en contra, eso no queda del todo claro, ni en Dostoievski ni mucho menos en Lamborghini, donde nunca sabemos si la literatura argentina en efecto se «suicida» o si sólo se está hamacando, con una gran carcajada, al borde de la cornisa.

¿Cómo podríamos definir la obra poética de Osvaldo Lamborghini? Recurriendo a los términos utilizados por el autor para referirse a su trabajo, podríamos decir, en primera instancia, que es «prosa cortada». Pero no cualquier prosa cortada, sino la de un matarife; y no cualquier clase de matarife, sino uno que se nos presentara embozado en el frac del psicoanalista Jacques Lacan.

«¿Sabe que es linda la mar?/ ¡La viera de mañanita /cuando a gatas la puntita/ del sol empieza a asomar!» Si alguien pudiera sonsacarle algo de brillo a esta manoseada cuarteta de Estanislao del Campo; si alguien pudiera hacer que esto o cualquier otra cosa por el estilo suene (¡todavía más!) a un sonsonete, entonces empezaría a retintinear, en cierto modo, como en un texto de Osvaldo Lamborghini. Payador, poeta, dramaturgo, novelista, pero sobre todas la cosas «comediante», Lamborghini se solazaría largamente dándole cuerda a esta clase de charcutería sonora. De ahí, a lo mejor, ese gusto declarado por el aforismo, la frase hecha, los acápites que representan, al nivel del texto, lo que el picadillo simboliza en la escala del paladar, es decir: nada más que una entrada, un preámbulo o rodeo quisquilloso que engaña y difiere muchas veces la llegada del plato principal. Lo que pasa con Lamborghini es que, o bien no hay plato principal o bien éste se reduce a un largo circunloquio, una excedida bagatela de entremés donde el anfitrión y los invitados se hubieran ido enredando en las colaciones antes de llegar propiamente al banquete.

Es sabido: el culto a la inmadurez, el culto a la eterna, virginal y estúpida juventud, es en el fondo un culto sádico. Si Gombrowicz fue el primero en mostrarnos el potencial sádico-masoquista que ocultaba el estéril paisaje de la pampa, Osvaldo Lamborghini fue quien intentó llevar las cosas al extremo. De los lugares comunes de la gauchesca, pero también de consignas políticas, máximas pseudo moralistas, grafittis de letrina, boutades de tocador, chistes de salón… De todo eso se constituye el discurso poético de Osvaldo Lamborghini. Y acaso podría afirmarse que así como el «salón literario» es, en su obra, el espacio donde la literatura se representa a sí misma como un fruslería a la que hay que escarnecer, el «sindicato» simboliza su sacrificio social, del mismo que el «rodeo» -en el doble sentido de jineteo y perífrasis verbal- es su centro de articulación formal.

 Walter Cassara