Editorial

Ricardo H. Herrera/ Luis O. Tedesco 

Si bien el acento de tonalidad no puede auscultarse en la escritura de las lenguas romances, éste aún está vivo en algunas tonadas regionales de las lenguas habladas. Vale decir: es posible oírlo en la calle, aunque sea imposible verterlo sobre el papel. Como es sabido, la rima surgió en el latín tardío como un intento de suplir la carencia que trajo aparejada la desaparición del acento de tonalidad, una desaparición que estrechaba los márgenes de la escritura poética al confinarla en el reducido ámbito de resonancia que proporciona el acento de intensidad. Al darle un giro melódico al acento de intensidad, la calidez y el timbre que provee la rima le permitieron a las lenguas romances alcanzar una modulación y una plasticidad similares a la del muerto latín. El recurso, simple pero eficaz, produjo una revolución en las lenguas neolatinas, y éstas lograron generar una poesía que alcanzó a ponerse a la par de la de su progenitora. No tiene nada de extraño, por ende, que al renunciar definitivamente a la rima la poesía moderna se vea amenazada por la atonalidad, una atonalidad que no tiene nada de experimental, sino todo lo contrario, ya que es el resultado de una pérdida, una pérdida que nos abandona en un páramo lingüístico bastante similar al de los inicios de la Edad Media. ¿Cómo incorporar el inextinguible encanto del tono de la lengua hablada -sin abusar del recurso momentáneo que brindan el léxico del argot urbano o del regionalismo provinciano- cuando es imposible registrarlo en la escritura y, al mismo tiempo, se deja de lado la carnalidad melódica que aporta la rima? Son pocos los poetas argentinos que han comprendido e intentado resolver este problema. Lugones y Borges (explícitamente, el primero; tácitamente, el segundo) lo comprendieron y lo resolvieron: exploraron concienzudamente las posibilidades expresivas del verso libre, pero no se dejaron ganar por la opacidad de su atonía; nunca perdieron de vista la lección de la tradición de la lengua. El deslizamiento generalizado hacia la atonalidad se produce a mediados del siglo XX. A partir de ese momento, presionado tanto por la pujanza de la prosa como por el auge de traducciones poéticas poco menos que periodísticas, el poema no logra alcanzar el espesor idiomático que aporta la musicalidad: el poeta escribe de una manera y lee de otra. Lee con entonación, pero al verter su entonación sobre el papel la insuficiencia de recursos formales se torna evidente: no puede evitar el plano inclinado que arrastra su escritura hacia la atonalidad. El poema deja de ser una partitura, apenas si constituye un esbozo de ella. Llamado a leer, el intérprete sobreactúa sus precarias notaciones rítmicas con una voz saturada de inflexiones y tonalidades que brillan por su ausencia en el papel. Se sobrevive así un romanticismo de la peor especie. Y el clasicismo, la posibilidad de que el autor posea «más entonaciones y más acentos en sus libros que en sus palabras» (la observación es de Proust, y puede aplicarse al pie de la letra tanto a Lugones como a Borges), se eclipsa en el tumulto colectivo que promueve irresponsablemente el abuso del solecismo confundiéndolo con el ejercicio de la libertad. Sólo en los pocos casos en que la obra poética consigue reconstruir íntegramente la tierra verbal -la novela- de la cual proviene, y crea un mundo orgánico, la noción de tonalidad vuelve por sus fueros, puja por convertirse en una presencia viva. Dejando de lado estos pocos casos aislados, la convención de lenguaje poético en uso opta por la uniformidad de un verso desprovisto de tonalidad, cuando no se muestra proclive al uso de procedimientos anafóricos de un primitivismo desconcertante. Tal vez esta indigencia formal sea la causa de la actual inflación poética y del auge de la performance, y explique asimismo la preferencia por la imagen antes que por el sonido: se escribe como mayoritariamente se escribe, en blanco y negro, y se imagina con trasgresión, no con imaginación. Dicho brevemente: un efímero efectismo gana la partida. Como lógica consecuencia, el poema escrito ve reducirse cada vez más el espacio literario que lo justifica. La poesía actual deplora la noción de musicalidad, pero la deplora por impotencia, no por vocación, ya que la musicalidad no está ausente de la realidad cotidiana que la rodea. Al perder tanto el cuerpo melódico de la tonada como la elegancia expositiva que provee la prosa inteligible, al ahogarse en la falta de límites del silencio o en la desmesura de la verborrea, el poema se convierte en un ser escuálido que no llega (no puede llegar por sí mismo, sin la ayuda del autor-intérprete) al oído. Está condenado a la página blanca, a la postración en una página blanca que muy probablemente nadie leerá.