El soneto

El soneto [1]

Javier Adúriz

 

1. Una forma de formas

El soneto parece una forma poética encerrada en la secuencia de catorce líneas, carente de gracia física por imposibilidad de movimiento y algo así, como el metro patrón de lo clásico propiamente dicho. Sin embargo, si procedemos por exageraciones, esta vieja silueta aristotélica viene dando que hablar desde hace más de setecientos años y todavía se da maña para seguir haciéndolo, como si fuera un espejo de la lírica que nos corresponde. Parte de un gran todo, su intimidad resulta pura ebullición, inquietud aventurera, y el formato, una esfinge insistiendo en el tiempo y los lenguajes. A su modo, cifra un diseño casi completo de la forma humana, en su versión occidental: el texto más breve donde las peripecias de nuestra razón poética se construyen y observan. Tal vez, ése sea su primer distingo, que el soneto puede no ser lo que parece, en tanto lleve el propio idioma a otra dimensión.

Si lo comparamos con el haiku, resulta un hermano, una antípoda. Ambos trasladan en el territorio de la pulsión de escritura, una visión vertiginosa aunque codificada. El uno, con la retórica del vacío, haciendo una crítica del desvío de la palabra y preparando el despojamiento que conduce al satori o acaso, siendo su testimonio. El otro, en cambio, mediante la retórica del pleno, configura una ilusión de identidad muy emparentada a lo judeocristiano, en la que alternan lo meridional y lo germano en síntesis extraña. Igualmente móviles, los dos se concentran en un punto y hacen pie en el dinamismo ideal del lenguaje, con sus implicancias sentimentales, de sensación y sentido. Si Basho definió la naturaleza de sus tres líneas en sencillo aforismo -simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento-, insinuación de entrega al instante inasible y vivo, el soneto consuma todo el pasado en presente, un aluvión de experiencia para exaltar el ahora en su ápice, que es el poema mismo. Paradoja temporal, a la que no le es ajeno un deseo vehemente de vencer lo ineluctable.

Si lo miramos desde la etimología, «sonidito», por ahí se le conoce su numen: lo contrario a la canción de arte, melodía menor. Con todo, de las mejores estrofas que dejó la Baja Edad Media, el soneto se las arregló con astucia para absorberlas todas. Es la octava y el terceto, el sexteto, el serventesio, el pareado. Igual que una piedra imán, supo desaconsejar o dejar anacrónicas las otras, mientras las incorporaba dentro de sí. Aparte de que captó, en su andadura rítmica, los tipos de versos que la tradición fue alcanzando a golpes de audacia.

Dónde está su secreto -se dirá-, ¿en su capacidad proteica? Algo evidente comporta este formato que se ha vuelto talismán atravesando espacios, siglos y hablas. Si siendo italiano en origen, se adaptó pronto a lo mediterráneo -español y portugués- para extenderse en seguida al dominio francés e inglés con notables reformas, e incluso a la conducta americana. ¿O en el sonido está su ensalmo?, porque cuando un poeta lo sella, silabea una música persuasiva, semejante a la melodía central del pensamiento, donde el silogismo decorado cede a la emoción de la idea y viceversa. ¿O es un símbolo de la vida del hombre, donde pujan libertad y destino, comedia y tragedia, las cuerdas y las caras que fijan el rostro de nuestra maravilla y miseria?

Lejos de lo que cabría pensarse, su osamenta alienta una flexibilidad increíble, y lo que semeja estático termina notablemente dúctil. En tanto los cuartetos colocan la dúplice premisa, los tercetos al fin suspenden. En este movimiento de proposición y concentración está completa la dialéctica, el sic et non, los límites de cualquier poema que cuente con el lector, y sea el lector. Al fin y al cabo, la lírica reconoce en la suma y el contraste su naturaleza primal, como la vida, dicho sea de paso. Entonces, lo que sugiere al principio rígido diseño muestra sólo una apariencia, dado que su cuerpo es su todo, pura carne pensativa, como la caña de Pascal.

Todavía hoy, después de las vanguardias, se lo escribe con vitalidad y porque es dúplice, se lo odia o ama. Acaso, porque fue cristiano, renacentista, barroco, romántico, simbolista y ahora posclásico. Nunca, sin embargo, ilustrado, sino más bien la estructura síquica del hombre moderno, abierta a una combustión intelectual progresista con su repertorio indeterminado de variables. Una forma de formas.

2. El primer sonido

Según es hipótesis, los primeros sonetos surgieron a propósito de un ensamble culto y popular. Suele señalarse a Jacopo da Lentini como el creador de su silueta. El descubrimiento, siempre dentro de la bruma legendaria que lo rodea y teorías encontradas, debe haber consistido en una amalgama de doble carácter, donde se abrazaron un aire natural con el prestigio de lo conocido.

Pongámoslo así. Un mediodía cualquiera de 1235 en Palermo, Sicilia, a la hora del demonio meridiano, el mítico notario de la Corte de Federico II oyó una canción popular de estrofa simple e insinuante, un strambotto de ocho versos con rima alternada igual. Y al momento, como llegando del fondo de la historia, otra melodía, pero esta vez, con una estrofita recortada, de apenas seis versos e idéntico dispositivo de rimas. Y ahí se le ocurrió la idea, un aspecto de la idea. Se presume, por tanto, que para la génesis de las catorce líneas, debe de haber empezado por reunir en esquema esas dos disímiles aunque idénticas estrofas del país.

Empero, Jacopo da Lentini, hombre educado, debió reconocer de inmediato el llamado de otro trasfondo, un recuerdo que se le adhería como eco de otra especie que le interesaba: la cobla sparsa, esto es, una estrofa adusta proveniente de la canción de arte provenzal, que ya se redactaba aislada sobre un flujo de dos pasos: al principio, abriendo el movimiento, mediante lo que se denominaba frente o fronte; y luego, completando el vaivén de cierre, con la llamada vuelta o sirima. Sobre este impulso doble construye el artefacto, amén de elaborarlo con métrica acentual compleja.

Asimismo, a través de esta aleación original, un deseo secular de la lengua vulgar de improviso encontró significado, algo que flotaba en el aire desde al menos cien años, y que justamente el Notario no dejó pasar: escribir noble con lo que se hablaba, hacer poesía educada con el romano rústico, como a veces se decía a la voz de todos los días. Así, la estructura germinal abababab-cdcdcd se presentó de pronto, para quien quisiera, semejante a una música acotada donde había curso para todos los temas y aun los modos: el amor, el elogio, la burla, el debate, aunque no menos una posibilidad hacia otro fin: la ringlera dócil donde el vulgar habría de desarrollarse con gracia, mientras el virtuosismo se entrenaba en espera de obras más ambiciosas.

Esto en Sicilia, el hipotético comienzo, a principios del siglo XIII, confiriéndole a Jacopo da Lentini la primicia de la poesía ilustre en lengua propia. Poco después, y no sin examen, aquel hallazgo y sus primeros ejemplos irían a Bolonia, la docta, donde cambiarían de carácter; y no mucho más tarde, a toda la región toscana, especialmente Florencia.

Por lo visto, el reciente impulso universitario captó también en el soneto algo que le interesaba, dado que poetas de esa laya se pusieron a trabajar, recorriendo las direcciones más diversas. Una facilidad de darse a entender debe haber tenido ese sonido nuevo, para que se palpara tan rápido su combinatoria magnética. Sin duda, el fervor académico intuyó, además, que apropiárselo conforme a un pequeño vehículo de doctrina colaboraba con una aspiración compartida. En este sentido, comprendieron su envés, semejante a otro instrumento para superar los tiempos mágicos y acercarse a una concreta racionalidad individual. Por eso, no es extraño que la cabeza europea del doscientos que se encaminaba veloz y numerosa hacia materias variadas, hiciera lo mismo con el soneto, aun cuando -cuanto más y mejor se lo pulsaba- reclamara para sí el asunto amoroso, reflejo de una exclusiva concepción de amor.

Y precisamente, es con el poeta boloñés Guido Guinizelli cuando el hallazgo siciliano reconoce una segunda razón de ser, porque en sus manos da un salto cualitativo de riguroso carácter doctrinal. Guinizelli no se abocó tanto a la figura exterior recibida, cuanto a la interioridad de la especie. La encuadró hasta donde supo dentro del marco escolástico, que es el mismo que desarrolla en su canción «Al cor gentil», una urdimbre «a lo poético» de ciencia ruda, filosofía y teología. Su resignificación, por tanto, se endereza derechamente al horizonte que Dante le bendice en uno de los cantos del Purgatorio, cuando lo designa «el maestro», el ideólogo artista del dulce estilo nuevo, ese registro y asunto que pronto refaccionó lo antiguo.

Pero Guinizelli, además, bautizó el soneto, lo cristianizó. Hasta él había llegado con energía zigzagueante la tradición del  fin ‘amors, una etiqueta erótica que se había puesto a circular durante el siglo XII, en Provenza, a través de magnífica poesía. Este corpus, cuya esencia consistía en feudalizar el amor, concebía la relación afectiva como un hábito de fineza espiritual, aunque desde una condición de clase. Para el poeta, la dama debía considerarse siempre inalcanzable, por razones de alcurnia, aunque ella guardara para sí el gozo de lo antojadizo, esa afirmativa negación del amor imposible. Bajo esta óptica, el trovador se confinaba al sayo de vasallo afectivo, y su mayor alcance, en todo caso, podía dirigirse al encuentro de un indefinible estado de joi, una suerte de felicidad casi inexplicable, muy poética, muy en los versos, y referida en términos de trascendencia laica.

Por lo refinadas, las experiencias de esta pasión figurativa, sin duda aún nos hablan, tal vez porque tienen legitimidad de origen, una ignición que alude a una circunstancia instintiva o adulterina, abonada por la dulce aberración de que el amor humano puede llegar a transformarse en un dios.

Justamente, lo que realizó Guinizelli fue exorcizar esa masa pasional, la que luego catolizarían Dante, Cavalcanti y otros amigos, en lo que restaba del siglo XIII y durante el temprano XIV. Todos ellos llevaron aquel corpus de poesía cortés a otro lado, sacándolo de quicio: no sólo lo aburguesaron a su manera, limpiándolo de la terminología caballeresca, sino que lo encarrilaron a la salvación personal del alma, a través de un mecanismo de alta intelección, yéndose definitivamente de este mundo. En aquella célebre canción, Guinizelli ya había plantado los pilares de la concepción en un registro que iba a rodar vigoroso hasta Petrarca: que el Amor es natural y no es pecado; que reside en corazón gentil -un corazón antes virtuoso que noble por herencia de sangre-, y que ese «afecto» no es más que un accidente en potencia, puesto en acto no bien se ve a la dama moralmente bella. En este sorprendente catecismo, la mujer encarna un milagro, una vestidura de carne descendida del cielo, cuya magia reside en esconder una abundancia de dones, según corresponde a una intercesora conducente al Sumo Bien. Semejante teoría, que era detenerse casi en el grado primo de los pasos del amor medieval, el visus, sólo a fuerza de imágenes y comparaciones, logró hacerse sensible, volviendo aceptable lo que era esencialmente intelectual. Su ética fundada en la visión encontraba poesía donde los ojos no veían por el gusto de ver, sino sólo a través de un complejo juego de la mente (análogos ambos, ojo y mente, a instrumento y potencia para hallar la esencia). De modo que su recetario finalmente reza: que el sentimiento es un andarivel de conocimiento encarnado, un aprendizaje de dulces verdades que conducen a lo superior, en clara sublimación de la miseria cotidiana. Porque aquí sí, Dios es el Amor, un fundamento último del amor.

De Guinizelli, entonces, partirán distintas las consecuencias que habrían de modular los mejores florentinos. Dante, continuando el asunto de la mujer ángel, como entelequia viva que, con variables y sobre todo tras la muerte de la «gentilísima señora», se reprograma a deseo de infinito, en alegoría de nuestra condición, la filosofía moral y la teología. Aunque también la Belleza, more platónico.

Cavalcanti, en cambio, a quien se le debe una canción no menos célebre que la de Guinizelli, sobre la naturaleza y efectos del Amor, «Donna me prega», se atiene a los efectos de la causa. Es decir, se aplica a perforar esa sensación indecisa del que mira, torcido de angustia, perplejidad y tormento, cuando encara al objeto de su afán. Una canción soberbia que lo catapultó ciertamente, y fue texto de estudio para contemporáneos y generaciones, con altísimos puntos de poesía, amén de una concepción inficionada de matices averroístas, que a veces torna explícita, y otras sugiere en los sonetos, convirtiéndolo en un profeta de los tiempos por venir.

Dante, junto con Cavalcanti -a quien como es sabido le dedicó su juvenil novelita amorosa, La Vita Nuova- rearmaron el invento de Jacopo da Lentini, resolviéndolo como una apasionante artesanía heredada. Por un lado, aprovecharon el formato siciliano al que se le había incorporado el ideario universitario; pero, por otra parte, y esto es lo sustancial, se concentraron en distinguir con claridad la secuencia de las estrofas, mediante los dos cuartetos y tercetos canónicos. Es decir, rehicieron el formato.

De este modo, la silueta se abrió a otro ataque sintáctico, con curso y rima más amplios, y al sonido envolvente. Labor indispensable de afinación que los acercó notoriamente al soneto de arte, ya bajo la figura que nos resulta absolutamente habitual: ABBA-ABBA; CDC-DCD, con variaciones para los tercetos, pero reciclada en una maquinita que tiende a lo sutil.

3. In rime sparse

Francesco Petrarca niño, un día de 1309, conoció en la ciudad de Pisa a Dante, quien recientemente había comenzado a escribir la Comedia. La escena es elocuente, fundacional si, no bien se cruzaron los ojos, los spiritelli de uno fecundaron la imaginación del otro. Años más tarde, el mismo Francesco Petrarca, leídos los sonetos de todos, y viendo el color de los ojos de Laura, mientras empezaba a ser otro, inició el proyecto en el que persistiría por más de treinta años: hacer del soneto un cuerpo, una entidad sensible hecha de melodía y razonamiento a la par, donde se oyera el sufrimiento dulce de un yo plenario, conforme al espejo de un doble. Y no paró hasta llevar esa forma poética hasta el cielo de tierra de lo que podía llegar a ser.

En cuanto a la materia amorosa, Petrarca se movió primero dentro de las convenciones. Es en las otras variables del soneto donde avanza; lo que produjo como reacción inercial, la refacción del todo, remudando con otro cariz lo establecido, como si fuera algo radicalmente excelente.

Para empezar, respetó la estructura florentina de dos cuartetos y tercetos. Sin embargo, a los tercetos les permitió un estilo de fluencia y suavidad, con rima de dos consonantes, o bien de tres, en el esquema predominante CDE, CDE, tendiente a una suspensión musical-semántica anhelosa; e incluso el espejado, CDE-ECD, que expande los tercetos a sexteto. Con estas decisiones, el de Valclusa selló la forma italiana del soneto, y la llevó a su primer rango de arte.

Además, a ese andar ya alcanzado por los escolásticos, le agregó la precisión completa de los nexos lógicos, como si las horas de Gramática y Retórica de todos, hubieran madurado en sus manos. Petrarca, sobre el imperio de un pensar terso, y antes que nada terrestre, se dio a cultivar con nitidez los modelos de argumentación. Incorporó la sinuosa claridad de los condicionales, mejoró la sintaxis adversativa, el desarrollo por comparaciones, la mera enunciación definidora. De modo que su registro elevó de improviso a causa material del «sonidito» la puntualidad de esas trabazones lógicas, arquetípicas del lenguaje, obteniendo, al situarlas en su centro, la forma de encastre que más tarde sería estudiada hasta la locura. Desde este punto de vista, la poesía encontró la fluidez de un silogismo emocional, y definitiva autonomía al desprenderse de la ciencia universitaria.

Por otro lado, no es menor su atención al ritmo, al embrujo melódico. Ya Dante había observado, en De vulgari eloquentia, que los versos resueltos en número par se adecuan al oído común o popular como en correspondencia; en cambio los impares, el endecasílabo, por ejemplo, se atienen a una fluctuación mucho más compleja. Justamente Petrarca encriptó en el ritmo interno de sus líneas un no más allá de esa técnica. Sus endecasílabos escritos «a maiore» y «a minore» según la ocasión, propiciaron una fuente de placer sensual que roza el encantamiento. Es decir, maniobrando la pausa del verso, en ajuste con el bloque semántico -hemistiquios de siete y cinco sílabas con sinalefa, o bien de cuatro y siete-, le confirió al soneto una completud de persuasión antes nunca oída. Esta magia interna lo acerca, por otro lado, a la velocidad del encabalgamiento, con la veleidad del arbitrio necesario.

El Cancionero es una obra maestra aunque se haya distanciado en el tiempo. Significa el inicio del Renacimiento para el soneto y el umbral para valorar su índole, ya no en partitura de música menor sino como «fragmento» capaz de componer orgánicamente una completa biografía emocional, lírica en sentido estricto. Así lo comprendió su posteridad y los escritores de sonidos de cualquier tiempo: que en esas trescientas diecisiete piezas ya hablaba el rostro del hombre moderno, nuestro pariente inmediato, y acaso nuestra cara más limpia.

Si Petrarca llevó el soneto a una de las fisonomías de lo que podía ser, la vieja voz de una ficción, tuvo que construir el sujeto nuevo experimental y trasfundirlo a la materialidad de la forma. Por eso confirmó, en el transcurso de su operación, la naturaleza ambigua del invento, los dos biseles que funden el espejo, aun cuando él reparara sobre apenas uno. En definitiva, su Humanismo fanático sólo le concedió entender que levantaba el flanco del soneto en tanto reminiscencia, esa vena que trabaja per se una parte importante de la conciencia occidental y se desvela por ascender al limbo que replica un ideal de equilibrio. Flanco suntuoso que sopla sin cesar un hemisferio de la mente mediterránea y americana, con el secreto propósito de recuperar la latinidad perdida. Así, este pequeño vehículo en «rimas esparcidas» se avino a dar paso a una energía de nuestro imaginario, su lado conservador o estático, la fiera voluntad que conduce al formalismo.

Con todo, Petrarca, aun o a causa del derrumbe de su fe, no vio hasta qué punto el soneto se entregaba a hablar a través de él. Y es por la plenitud del uso del vulgar donde su Roma de los sueños es fecundada, mientras expandía el alcance hacia el norte de una paganía difusa, amén de dotarlo de música inmanente, cuyo efecto es el temblor de carne.

Es decir, Petrarca no sólo modernizó todas las variables recibidas hasta hacer del Cancionero un sueño, al que ajustó pena noble y la mayor delicadeza, sino que obtuvo el registro total de la moderna armonía, el sortilegio de las contradicciones, que lo convirtiera por fin en lo que es: un objeto digno de contemplación.

4. La flecha en llamas

Tal como en aquellas viejas películas del cine americano, cuando una flecha en llamas se clavaba sobre un mapa en primer plano, y el fuego se expandía, así el Cancionero cruzó fronteras y se hizo de hablas nuevas. La moda fue persistente e inmediata, dando origen al petrarquismo, en sí mismo una retórica. Al principio, de manera exterior y torpemente, como el «itálico modo» del Marqués de Santillana, pero ya en el XVI con una cantidad de alternativas que asombra.

A veces un viaje, otras la amistad o la fiesta, o bien una constelación, sirvieron para traspasar el límite mental de los lenguajes. Así, por caso, el portugués Sá Carneiro, quien ya practicaba la moda petrarquista aunque en metro tradicional, debe haber comprendido su viaje a Italia en 1526, semejante a un golpe dichoso de fortuna. De regreso a su tierra se entregó a adaptar su inspiración al endecasílabo y más, cuando se alejó de la corte al campo, para recordar una edad de oro que el reino nunca más vería. Con él, los sonetos de esquema petrarquista se vuelven ya mediterráneos, porque los sigue al pie de la letra, aunque los sienta como un asunto de honra y espíritu nacional, amén de ser una revolución en su lengua.

El mismo año, en Sevilla, Carlos V cumplió también lo que debía, construyó de la política una fiesta, consumando matrimonio con la princesa Isabel de Portugal. Las tornabodas, en Granada, fueron igualmente gloriosas porque resultaron el lugar y la hora para plantar el germen del soneto español. Es conocida la conversación que en el transcurso del sarao, el humanista Andrea Navagero, embajador de Venecia, sostuvo con Juan Boscán, referida por el catalán en una carta prefacio a una de las partes de su obra. Me dijo por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia; y no solamente me lo dijo así, livianamente, más aún me rogó que lo hiciese. Del fondo colorido y amable de estas palabras, debería agregarse, la poesía hispanoamericana, no demasiado más tarde, habría de encontrar un destino y tal vez una política de la forma.

El hecho es que si Boscán se puso manos a la obra. Garcilaso de la Vega, ya casado, durante los mismos festejos, se perdió de amor por una dama de honor de su Emperatriz. El conocimiento de Isabel Freire y su pasión extremada y sincera empiezan a explicar varias cosas. En primer lugar, un regreso al amor pasión, que lo distingue de su amigo y hace profano definitivamente, lo que le llegaba con resabio escolástico. A más, si para Boscán la tentativa fue una cuestión exclusiva de formas, para él significó un asunto existencial que lo quemó por dentro. Aunque entre los dos, codo a codo, el inicio de la lírica moderna en España.

Por otra parte, para ambos, como para los portugueses, el hecho de escribir en metro a la italiana se convertía en la emergencia objetiva de una nueva sensibilidad en la que se reconocían: un modo deslumbrante de sentirse íntimamente distintos y nobles, ese costado un poco enfermo que carcome siempre en secreto la literatura. Por supuesto, no es que intentaran sólo los catorces versos, también la canción, la epístola, la elegía, la égloga, una serie de siluetas de distinta dimensión, de donde habían de extraer el lustre a endecasílabos y heptasílabos, los dos metros impares que cargaron sobre sus hombros casi entero el siglo de oro.

Garcilaso y Boscán, que escribían ya en medida tradicional, sufrieron sin embargo la embestida de los que adoraban el pasado, los defensores del octosílabo y dodecasílabo nacionales, cuya acritud los llevaba a percibir en la línea de once, algo así como «cierta prosa medida sin consonantes». Por eso, el mérito de aquellos reside principalmente, y de Garcilaso sobre todo, en haber comprobado que el endecasílabo es un metro formidable, un trépano cuyos acentos fluctuantes en cuarta y octava, o sexta, llevan veloces a la zona de inconsciente donde espera el misterio central, la razón de la sinrazón.

Tanto los portugueses que siguieron a Sá de Miranda, como los continuadores de la experiencia de Boscán y Garcilaso, respetaron el soneto en su formato petrarquista. Lo que da qué pensar. Así lo hicieron Fernando de Herrera hacia 1580, anotador cultísimo de la obra de Garcilaso, y el gran Luis de Camões y su compatriota Diogo Bernardes, en torno a los mismos años. ¿Porque vivían en dos reinos en expansión y eran individuos levemente conservadores, aun cuando viajaran, fueran y vinieran? o ¿porque el soneto mediterráneo ya, representa la entretela de un catolicismo obediente? De las dos respuestas, la última parece más estimulante. Como sea, cada cual vivió el soneto conforme a una tarea de altura, trabajando sobre la retórica y acercándose al platonismo, otra moda que aguardaba desarrollo desde antes del Cancionero.

Los franceses, en cambio, casi al unísono, desde la época de Francisco I y luego con mayor énfasis hacia mediados de siglo, por ese paladar negro y lucidez que los distingue se las arreglaron para ir hacia un soneto propio. Su reforma del esquema es muy particular, se parece al «París bien vale una misa»: una proposición concesiva o enérgica según se mire. Al frente, respetaron las premisas en estrofas de sonido semejante y sintaxis envolvente. Pero destacaron el atrás, modificando la vuelta a través de un pareado colocado en el punto áureo del sistema, ubicado siempre en la novena línea donde se marca el contrapaso. De esta manera, obtuvieron su canon, con salida del poema en dos modulaciones: CC D-EDE y CC D-EED.

Bien mirado, trabajan la vuelta con tres rimas igual que los mediterráneos, pero con el violento matiz de que, al situar el pareado al medio, diferencian clara y distintamente la inteligencia del tema, soltando el resto a su aire. En uno de los cierres predomina la naturalidad, mediante los versos de consonancia alterna; y en el otro se provoca una suspensión musical, con deseo de sonido y sentido hasta final. Queda claro que ellos vivían estos formatos como labor exquisita de arte, quizás más que los españoles y portugueses, porque para un francés, se me ocurre, la silueta remite a una sensualidad meditada de un barroco escondido; en cambio, para los hispanos, a una especie de conceptismo un tanto dogmático.

Un fuerte cariz platonizante impregnó el fondo petrarquista de los sonetistas franceses, especialmente los de la escuela de Lyon, entre quienes sobresale la deliciosa Louise Labé. Tirando del hilito de lo que ya estaba desde la época stilnovista y recalaba en el Cancionero, los escritores de esa escuela apuraron casi con un sentido de grupo la búsqueda de la armonía trascendental, que resulta el núcleo de aquella doctrina. Hicieron de la insatisfacción anhelo, una ambición geométrica y melódicamente sinuosa para cantar en cada pieza, tal vez, porque ya fiaban a la escritura la esperanza de recobrar un equilibrio perdido, como un oasis para su cuerpo europeo torturado de espíritu.

Casi al mismo tiempo, y siempre a mediados de siglo, los metros italianos ya afincados en un decasílabo francés, concluido de manera oxítona, encuentran para el habla el modelo definitivo con las dos estrellas de la Pléiade. Joachim Du Bellay, y particularmente Pierre de Ronsard por el recupero del alejandrino -la larga imaginación con cesura al medio-, abrieron el soneto rumbo a un pensamiento desviado, desde luego, en respiración íntima del país y como triunfo palpable de la defensa e ilustración de la lengua.

Todos ellos, y tantos, desde los que habían fraguado el primer esquema de rimas para los tercetos, fueron adosando a las conquistas aprendidas, tal como españoles y portugueses, el decorado del acervo clásico que los interpelaba por ser sazón del primer Humanismo. Los dioses olímpicos y las otras criaturas convivieron, entonces, con la rosa fugaz, el carpe diem, el beatus ille y las dulces exuviae en esa pasión que se ampliaba a una conexión con lo que necesitaban. Es decir, amén de proveerlos de fantasía numerosa, ese fondo de la imaginación grecolatina les confería la ocasión de remodelar cualquier asunto bajo el amparo de un orden estético superior, mejor a la moral convencional, y como en sordina, agitar la bandera de la belleza, valor supremo de su Renacimiento.

Cuenta la historia que cuando Garcilaso volvía a Nápoles, en uno de sus viajes, buscó de intento visitar la supuesta tumba de Laura de Noves, en Aviñón. Al punto, y con maniobra propia de su estilo, transformó en poema esa anécdota de vida, y le escribió una epístola a su querido Boscán. Así la databa, concluyendo: Doce del mes de octubre, de la tierra / do nació el claro fuego de Petrarca /y donde están del fuego las cenizas.

Sí, la flecha del cine es la de la gloria.

5. Splendid isolation

Los ingleses, es palmario, le ponen un efecto coriolis a todo lo que inventan, hacen o roban. Por eso, es «espléndida soledad» la de su isla. Como no podía ser de otra manera, a su soneto, para decirlo con chiste, lo volvieron notoriamente anglicano. En palabras de Donne, «desobediente», como una libre interpretación de la combinatoria italiana. Empezó Thomas Wyatt y su estadía por Italia y España, durante la primera mitad del XVI. De ahí sacó su idea para el puñado de sonetos que se le conocen, todos calcados o mejor, traducidos de Petrarca, aunque con la pimienta de adaptar el ritmo a la invención de un extraño pentámetro que sonaba a nuevo, además de terminar con un pareado dentro del terceto conclusivo.

A continuación, la amistad. Su amigo Henry Howard, conde de Surrey, aparta la criatura de lo establecido y formula el esquema que hará historia: ABAB-CDCD-EFEF-GG, acaso sin claridad, pero agotando la aventura de lo que presentía original. Bajo un aspecto, esta reforma es un regreso al ADN de la forma ideada en Sicilia, la posibilidad de darle un fraseo coloquial y dejarse hablar por el idioma. Desde otra perspectiva, el nacimiento del llamado soneto isabelino, una extraordinaria experiencia.

Desde luego, habrá que esperar a los pesos pesados del país para llegar al deliquio. El primero y notable, Edmund Spenser, quien ya había leído a los grandes de la Pléiade, tejió una versión propia, denominada usualmente soneto spenseriano, que en algo recuerda la andadura de la terza rima, una trabazón simple y mudable, cuya dirección en su caso apunta al asombro. Su urdimbre ABAB-BCBC-CDCD-EE es óptima en sus manos, aunque ingobernable para ajenos, aparte de que el secreto estaba en el número de rimas. Eran sólo cinco, como el mediterráneo y francés.

Los Amoretti de Spenser, de 1595, unas ochenta piezas organizadas en secuencia con melodía hilvanada y profuso archivo mitológico, no fueron un ejemplo aislado de la forma a finales del siglo; se inscriben en una auténtica epidemia, si por esos mismos años hay una cantidad de ingenios apretando las líneas en la redoma del amor. Por eso, aunque publicado mucho después, en 1609, por causas todavía no muy claras, el libro de sonetos de William Shakespeare, ese desconocido, no resulta en absoluto un capricho arbitrario. Al parecer lo comenzó a escribir hacia 1594, después de haberse empeñado en los eufuísmos de Venus y Adonis y La violación de Lucrecia, para concluirlo hacia 1598, poco antes de entregarse a sus grandes dramas.

Shakespeare no tiene parangón en la literatura inglesa por misterios distintos. Él conduce el artefacto a una soberbia plenitud significativa. Con él, aquel formato de tres cuartetos con rimas alternadas y distintas, anudado con pareado de cierre, se vuelve sumamente flexible, semejante al paradigma de una mente despejada. Pero también, y aprovechando al extremo la dificultad de rimar en inglés, un poema más libertario y amplio, por la sensación sicológica que tiene el lector de transitar algo más extenso que los sonetos conocidos. Sus piezas, por el juego de las siete rimas, antes que las cuatro o cinco habituales en el Continente alcanzan, dentro de una operación intelectual propia, el ideal del tiempo, que acaso vale para todos los tiempos, una mezcla de ornato con coloquialismo, cuya eficacia consiste en la controlada franqueza, trasunto de la feroz inteligencia.

El escritor isabelino buscaba como modelo de distinción el ejercicio de la lógica decorada, un hablar intenso que tendía tanto a la pirueta verbal como a lo epigramático. De ahí que en Shakespeare sea perceptible esa música de la razón lúcida que, si bien artificiosa, es distinta a la melodía del recuerdo que le había impuesto Petrarca. Con destreza de época y genio únicamente suyo, sus sonetos vuelven llano lo abstracto, vividas las alegorías, prestándoles una carnalidad que según su decir «enciende la imaginación» y son el espejo del genio para el hombre de todos los días.

Como suele señalarse, pensó con el cuerpo, de modo que no es inadecuado presentir que en estos textos ya hablan sus criaturas posteriores, creadas para la escena, cuando el oficio se va haciendo constitucional a la idea y se convierte en la felicidad gloriosamente precisa de la literatura.

Por lo visto, lo que en los franceses conduce al razonamiento puro, el análisis interior que Montaigne, después de la Pléiade, ha de cifrar en el ensayo, y Descartes descarna por abstracción, los ingleses lo conducen al movimiento, a un equilibrio dinámico en presente, no lejano de lo que pronto pensarían sus filósofos destacados. De modo que ese cuerpo que piensa ahora se constituye en el soneto inglés por antonomasia, una tensión fortísima y dúctil, como nuestra propia carne que lucha a cada instante por la eternidad.

Shakespeare dejó a la generación siguiente un desenfado inimitable. La materia misma de su libro, los dos amores, será continuada por «los metafísicos» que barroquizan la dualidad de los contrastes. John Donne, por ejemplo, el querible y admirable Donne, diversificado en cuanto a gustos de estrofas, dado que escribe canciones, sátiras, epigramas, elegías, epitalamios, contempló el soneto con un carácter inusitado, conforme a un sitio donde el ingenio habla al par que se decora, y es rincón laico y sagrado para el raciocinio. Él traspasa metódicamente el velo de las apariencias y aprehende la unidad de lo que se presenta vario, como sí llevase hasta el final la sentencia de Macbeth: fair is foul and foul is fair. Igual que para sus colegas de grupo, el juego de la mentó lo escrutaba todo, esa correlación entre «objetos disímiles», proceder por brusca semejanza, sacando a la luz una intuición de verdad siempre efímera, en un mundo que parece haber salido de cauce.

Como el último creyente de los siglos, Donne repasa los asuntos humanos capitales y siente al hombre solo, rezando, frente a la desproporción de la naturaleza.

6. Retratos y epigrama

El soneto español del siglo de oro cursó su historia muy de otra manera, sobre un cromaquí que muda grandeza por desesperanza. En estos términos, basta recordar los rostros que los pintores de cámara llevaron al lienzo durante los sucesivos reinados, para intuir, sólo intuir -por un instante al menos- lo que pudo ser un proyecto nacional, desmoronado en rigorismo y ruina. En los sonetos de sus grandes, a un lector desprejuiciado acaso se le permita imaginar esa correspondencia virtual entre el rostro y la palabra: como si lo que por naturaleza es captación inmediata, pictórica, hablara de suyo en el poema, en tanto el alacrán del tiempo retraduce las efigies a máscaras. Tan de este modo se contorsiona la sensualidad inocente del Garcilaso de Carlos V no bien oírse al Quevedo de Felipe IV, devenido en fustazos de fantasía moral.

Pero los tratadistas piensan otra cosa. Que hay un libro de mediados del siglo XVI que multiplicó largamente el ingenio europeo: una afortunada traducción. Es decir, tal como los Diálogos de Amor de León Hebreo habían sido de lectura obligatoria para el primer Renacimiento, o para los franceses, especialmente de Lyon, otra versión platonista de Marsilio Ficino, así la joven imprenta proveyó más musas para el ingenio: la traducción de la Antología Griega, una vasta colección de epigramas de la antigüedad que, por lo visto, resultó un rico cofre de temas y decires, y cuya propiedad principal consistió en destrabar la obsesiva melopea del amor.

La Antología, muy probablemente, no sólo afectó el estilo del soneto, sino además su trama secreta. Por un lado, contribuyó a hacer usual el uso del argute, la argucia, en el sentido de pensar con sutileza, en alarde de decir conciso. Pero al unísono, multiplicó el repertorio de asuntos, como si esta forma de formas que es el soneto, ahora se pusiera en conexión con los géneros mayores de la Poética aristotélica y los adaptara a lo breve.

No es extraño, entonces, que de su propia entraña, y particularmente vinculados a las demoledoras circunstancias, los sonetos se dieran a mostrar el rictus de la tragedia, cuando graves; o el de la comedia, si burlaban; o el de la epopeya, no bien se enderezaban a heroicos, sacándole chispas al encomio. Por otra parte, casi de inmediato, se concibió el soneto conforme a un epigrama en vulgar -simplemente como si fuera su versión neorromance-, ajustándose por ahí también el concepto de los tres clasicismos: el griego, el latino y el italianizante, bien que sin ser clásico lo que se escribía, sino barroco.

El Barroco fue el berrueco de la época, una perla irregular con muchas caras, todas en tensión. Aun así, una metáfora de que los idiomas llegaban a su límite y eran ya el confín factible de la sintaxis exacta del lenguaje, una energía con estructura síquica completa. De modo que los mejores sonetistas de España no hacen más que encauzar o regir lo implícito. Lope de Vega, sobre la naturalidad, con esa maestría suya fogueada en el habla del común. Luis de Góngora, en cambio, con exasperación recubierta bajo el cultismo aristocrático, en brochazos de sucesivo recamado. Y Francisco de Quevedo, como opuesto, hacia el cul de sac de la fantasía del ingenio. Todos montados, sin embargo, sobre la madurez evidente del idioma.

Lope de Vega, está visto, lo hizo casi todo. Escribió teatro, epopeyas, romances, letrillas… Polemizó con susto, pero si hay algo en lo que vive inmortal, es en un puñado de sonetos, los más sobre el tema del amor humano y el divino. En esa colección está su ánimo y el núcleo de una popularidad que no conoce desmayo. Para él no hubo grandes asuntos, cualquier materia servía para seguir escribiendo, aun lo morisco o pastoril, para mencionar dos sesgos bizarros. En perspectiva actual, Lope parece con Cervantes el fundamento de un casticismo inagotable, sobre el que las generaciones posteriores encontrarían el centro del fluido material que aún nos piensa y siente.

Góngora, empero, prefirió la fuga hacia la belleza, un deseo de salvación por la palabra. En él, la poesía se vuelve una cuestión de estilística, pasto para cazar hipérbatos, alusiones, neologismos, culteranismos, metáforas dobles, etc. Con todo, es mucho más poeta que eso, un sacerdote insatisfecho que caminó los pasillos de corte hasta conocer la desilusión, volcada en poemas de excepcional contractura. Su temblorosa fe, casi escéptica ya, lo inviste deán de una nueva iglesia construida sólo de vocablos, una corte rumorosa y vacía, donde finalmente impera. El representa la continuación de lo que estaba larvado en el último Garcilaso y que Herrera preanunciaba, la literatura como cofradía que refiere literatura y no quiere salir de ahí.

Quevedo es el otro extremo del genio de la lengua, un carácter que sabe ver y no quiere dejar de ver, aunque lo horrorice. Político, humanista enorme de su tiempo, miope y con cojera, se las compuso para hacernos felices, amén de redactar un tratado de esgrima. Desde la desdicha del país y su temperamento agudo no hizo otra cosa que abrir ventanas a la reflexión y la burla con lo más filoso de la mente. Lo que se llama su conceptismo es eso, el juego de la imaginación con las ideas, vistiéndolas a ratos como un ensayista, a ratos como humorista, y siempre de poesía sin par. Sus sonetos son los mejores que ha dado el español, con una creatividad idiomática que pasma, análoga, aunque dispar en resultados, a los programas de la Pléiade y los metafísicos de Inglaterra.

Cada uno de estos españoles, siempre con el esquema meridional, trabajó el soneto en dirección a lo sentencioso, una variante de literatura en que la idea acaba en emoción, aparte de tributar a cierto senequismo secular. En Lope, semejante a una microescena de su drama personal, desgarrado entre el amor a lo alto y los cuerpos tangibles. Góngora, conforme a un entrenamiento para obras mayores, en camafeos de varia fortuna. Y Quevedo, con dirección al monumento, agotando la virtualidad del epigrama, tal inscripción seria, cómica, funeraria o caricaturesca. Los formatos sintácticos de cada cual se van plegando a esa perfección del espíritu español en combustión, buscando el ser detrás de la mudanza: esa lucidez de la mirada que encuentra vanidad en la conducta y aun en la escritura.

De todos ellos, y con el mismo desengaño, muy pronto ha de surgir el soneto hispanoamericano, en la inteligencia de una mujer sobresaliente que concluye una época. A través de la pluma de Juana de Asbaje, ya late no sólo una defensa de la condición femenina, sino también nuestro dolor y mestizaje con rúbrica inspirada: tal vez, el accidente de haber llegado tarde a la civilización.

7. Patología del soneto

Sepa, el lector, que las variables del soneto no sería raro fueran infinitas. Soneto redoublé (serie continuada de quince sonetos, en los que a partir del segundo se retoma al comenzar cada línea del primero), double sonnet (confeccionado sobre siete rimas pareadas), soneto a lo Pushkin (al parecer, de doble lectura, como forma italiana o inglesa), soneto con estrambote (al que se le agrega una cauda al final, y del que Cervantes dejó uno estupendo), soneto rinterzatto (al que en la cauda se le incluye una línea de siete), sonetto doppio (que se expande hasta veinte o veintidós versos, por inserción en cada estrofa, de líneas heptasílabas), Curtal Sonnet (el que practicó Gerard Manley Hopkins, recortándolo a once líneas y media), el soneto continuo (impulsado por apenas dos rimas). Y suma y sigue, amén del soneto ñoño de los prerrafaelitas.

Como sea, el tema presenta un universo sin final, desde la explosión de Jacopo da Lentini, desarrollándose con velocidad. Aparte, que ya desde el comienzo, se lo utilizó en las direcciones más diversas. Para el debate en verso, por ejemplo, retomando un uso de la discusión, que se conocía desde la tensó provenzal. (Son célebres los duelos entre Guinizelli y Buonagiunta, o entre Dante y Foresi, por caso, con vocabulario adecuado al motivo.) Y el soneto que deriva al cuadro fantástico, o el que dialoga. En fin, incluso hasta la especificación a lo chistoso no le fue extraña, como la serie de Rustico di Filippo.

Por eso, el soneto es múltiple en su origen y permanece múltiple, adaptándose a la mano del que escribe como un guante de gamuza o de plomo, según un espejo sintético de una veleidad humana. Resultan, al respecto, de una comprensión entrañable del fenómeno, las apreciaciones de T.S.Eliot, a propósito de la escansión de Swinburne. Escribe en su ensayo «Reflexiones sobre el verso libre»: Dominaba su técnica -lo que es una gran cosa-, pero no llegó a dominarla hasta el punto de tomarse libertades con ella -que lo es todo.

El asunto de la libertad en la necesidad es el centro de la cuestión, si al fin y al cabo el único verso realmente libre es el no escrito todavía. Y aquí la tesis, cuando el escritor no puede diluir las variables de una trabazón pesante, construye apenas un retintín, una caricatura de lo que pudo ser y no es, y camina pretencioso. En cambio, cuando no hay más remedio y es la voz en su voz: el formato, el ritmo, la sintaxis tan paradójicamente arbitrarias como en cualquier otra muestra, se vuelven nada más ni nada menos que un poema, con la salvedad de que el lector sabe que muere o vive en la línea catorce.

Escribir sonetos resulta algo sorprendente, cargarse de cadenas para intentar ser otro, ésa es su patología, tanto como para un ensayo, su capricho. Ir a la escena interior, arbolando de música la afección, en una nave que viaja hasta el límite del pensamiento emocional.

8. La noche será negra y blanca

En el XIX, los románticos recuperaron casi instintivamente el soneto que los ilustrados mal comprendieron. Observaron en su núcleo un goticismo de base, donde ya rugía desde antiguo la querella entre nominalistas y universales, y además, el viento fuerte de una paganía difusa, particularmente aventurera.

Hay una anécdota que puede ser ilustrativa, tal vez por la contraria. Entre diciembre de 1807 y enero de 1808, Goethe solía reunirse en Jena con otros escritores, en la trastienda de un amigo librero. Durante esas tenidas, se puso de moda intentar el soneto. Y eso aclara, en parte, por qué se entregó a redactar una serie que, en total, no supera los diecisiete. Una forma que se rehusaba a su sensibilidad alemana, porque Justamente se presentaba a su pluma conforme a una complicación románica, neolatina. Por eso, aunque sus protestas de amor hacia Petrarca y los genios de ese formato sean sinceras, la verdad es que para la idiosincrasia germana el género lírico no conduce a un código compulsivo sino a lo brumoso, cuando no a lo fantástico o legendario. De modo que encerrarse en un razonamiento ornado, en exceso realista, en exceso aristotélico, debía parecerle a Goethe no menos un incordio que algo definitivamente ajeno; un formalismo sin sentido para el goticismo que encarnaba de por sí.

Es que el soneto, como lo había entendido Petrarca, comporta el semblante de un doble de riesgo, aunque con dos aristas. Por un lado, los elementos nominalistas que hacen que la cosa sea, algo que tiende, como el teatro Noh, al movimiento quieto, al Juego de equilibrios. Y es el cielo de tierra en cuanto reminiscencia, que trabaja el ánimo meridional en dirección quimérica, para el recupero de un paraíso que se figura perdido. Pero, por otra parte, el otro sesgo, su envés, resulta la pura imaginación proyectiva, una combustión espiritual que le entró al artefacto por el uso del vulgar: dando marcha siempre a su lado intangible y tal vez más fecundo, en dirección a los universales, observados como el punto fuerte del absoluto individual. Y ésa es la inquietud germana. Bajo estas condiciones, los románticos no alemanes amaron por supuesto el soneto, porque entendían íntimamente su vis progresista y dinámica, adversa -aunque en tensión productiva- a su lado más externo, conservador y estático. De este ensamble dúplice, bebe el soneto y quien lo escriba a partir del Romanticismo sabe que su adopción ha dejado de ser por completo inocente, dado que ahí colaboran cultura e instinto, como se dice, de consuno.

En Inglaterra, William Wordsworth, el laquista iniciador del romanticismo inglés, encarna, tal como Goethe lo hace en su tierra, una mente fogueada por la ilustración, aunque con la misma dosis de racionalismo en crisis: esa fisura que marcha en metamorfosis continua y llega hasta nosotros. En ellos, la literatura salda una primera cuestión, ser universales dentro del afán por explicitar lo propiamente individual, esto es, ingresando sin merma al reino de la subjetividad, ese otro nombre del espíritu agónico cuya melodía se oye en los sonetos.

Por otra parte, en Wordsworth, igual que para sus compatriotas de primera y segunda generación romántica, el paisaje natural empieza a cobrar una dimensión decisiva. Se vuelve la proyección en pantalla de un anhelo, la posibilidad de palpar una verdad perdida que la civilización había obliterado. Eso en principio, aunque después le añadan una visión analógica de su propio yo en contacto con el gran enigma del universo.

De algún modo, la presencia del paisaje nunca había entrado objetivamente en la literatura, salvo por su mención alegórica o estilizada, tan patente en el Renacimiento o la literatura clásica. Son estos ingleses los que, vía Locke, al colocar en el órgano de la vista un poder de captación que luego refinaría Berkeley, abren la secuencia de la percepción individualista de la Naturaleza y en paradójica última instancia, el camino al realismo. Lo que para los alemanes será panteísmo y voluntarismo atado al superhombre, en Wordsworth ya consiste en «dar color de realidad a lo sobrenatural por la verdad de las emociones expresadas», siempre con el traje del hombre común.

Así las cosas, Wordsworth llega al soneto en su madurez, como a un vehículo equilibrado de meditación, donde la proposición abstracta colabora sin rubor con el sentimiento particular, en sonidos de extraordinaria oportunidad. No hubo por cierto intención de reformar los esquemas heredados, porque eran exóticos de por sí, «romantic», un laúd gótico para la fantasía. Lo mismo Keats, el formidable John Keats, que usó de las dos siluetas, (la italiana y la inglesa), a mi gusto, con el sólo objeto de entrenarse para obras de extensión -si no de tan largo aliento como quería, sí suficientes para hacerlo inmortal. En las Odas, reasigna la combinación del soneto a una estrofa recortada e igualmente perfecta, trabajada por montaje: ahí mismo donde canta que «la belleza es verdad; la verdad, belleza», confrontado al recuerdo de un mármol u oyendo la melodía del pájaro que lo suspende en la gran ironía de lo creado.

Para Keats, el peso de lo consuetudinario -la ciudad específicamente, que es decir la razón social, que es decir los horrores de la miseria, que es decir su dolor de moribundo- se evapora en dirección de un conquistado sentido vital, por el sólo hecho de contemplar la belleza natural y del arte. Para él, más que ninguno esse est percipi, en el doble andarivel del aforismo: una experiencia que lleva al sueño, o mejor, a la duermevela altiva del espíritu que intuye el adentro de las cosas, mientras las cosas manifiestan su insight. Una operación sublime de naturaleza gnoseológica.

Con otra intensidad tan parecida y diversa, el Romanticismo francés desempolvó su camino a Damasco, aunque también su viaje, en una suerte de ansia literal por los itinerarios abordados conforme a método. Semejante a una expansión material de la mutación virulenta del ánimo, el ir y venir se les apareció de pronto como costumbre indispensable, casi un remedio para la pulsión de conocimiento. Por eso, para Gérard de Nerval, por ejemplo, abandonarse al nomadismo urbano o al turismo exótico no es atribuible solamente a una mera receta curativa; constituye, muy particularmente, un imperativo que su literatura y su vivir demandaban. Vincular lo visto, lo raro, lo único, a la materia del alma en analogías de espesor multiforme; poner, en suma, en relación la superabundancia de la vida con eso oscuro, doloroso, y ya desesperadamente escéptico, era el descubrimiento -y aun así maravillado- de una nueva sensibilidad.

Cada uno de los románticos hizo de su día terrestre un homenaje a su obra, en el estilo de un consistente sueño propio, compromiso inusual en el que las convicciones del individuo se trasfundían a las palabras. En este vaivén, sus almas divididas lograron plegarse a un registro literario que transmigró, en muchos casos, a la sinceridad algo exhibicionista del sujeto, aunque en los mejores, a una «capacidad negativa» a través de un texto en el que el personalismo obtiene visiones de alcance absoluto. En esta segunda derivación de lo romántico, la potencia de la voz ficcional se torna tan plausible, y el lenguaje tan activo, que nos habla con fuertes consecuencias.

Creo, por tanto, que aquella seca esquela que Nerval le dejó a su tía, después de haber escrito durante su viaje exiguo sonetos memorables, significa antes que nada un augurio para cualquiera de nosotros y no algo vinculable puramente a su hipersensibilidad maltrecha, la misma que lo condujo a la terrible escena del farol, en la noche negra y blanca del suicidio.

9. Baudelaire, Baudelaire

En cierto modo, hablar del soneto en Charles Baudelaire es desplazarse rápido hacia otra cosa, y no tanto limitarse a considerar un formato heredado. Y aun cuando atendamos exclusivamente al asunto, sin movernos del reducto de las catorce líneas, su laboreo de la especie es tan excepcional que nos hace ver enseguida una segunda razón de ser de la forma, por el rearmado integral de su aerodinamia.

Digámoslo con sencillez, Baudelaire es un genio, alguien que jala todas las cuerdas del siglo XIX y se constituye en el mayoral unánime de la poesía contemporánea. El titán, que con su sola fuerza, hace de la poesía francesa un faro adonde remite cualquier acontecer, aun los de la lírica hispanoamericana posterior. Un poeta que agita la enseña más honda de la oscuridad razonada: el primer mirón del hoyo y la roca de los sueños, el barro de donde no se sale indemne, la última razón de la sinrazón.

En este punto, su obra permanece como el núcleo arqueológico de nuestra aceleración síquica, con los ecos de un sombrío padre fundador. En definitiva, por sus páginas pasan «el pecado, el error, la idiotez, la avaricia» en espesor idéntico a lo que debe haber sido la cabeza de su día y quizás, la que llegó hasta 1945, cuando se nos regaló el amanecer siniestro de la radiación. Entonces, él es una época y la época es él, en brillante resumen.

Con Petrarca, con Shakespeare, con Quevedo, Baudelaire es el capitán del viento, el escritor que repara la vieja arquitectura, mientras se vuelve un práctico del viaje. Un hombre que enarbola la oriflama del deseo central y ruge hacia el confín de lo desconocido, nuestro limo de origen, y lo señala de una vez por todas: ese fondo de triste oquedad, donde un yo menesteroso sueña que es legión en una geografía carente de toda metafísica. Ahí donde mora el doble, el hipócrita hermano, nuestro íntimo ladrón, como si se propusiera ser un místico adversario del Otro.

Se diría, por tanto, en lo que se refiere al soneto, que es como si la consistencia de la forma hubiera reconocido por fin en él al héroe victorioso, el que termina miserable, y por eso estremece su silueta.

En efecto, la anciana silueta del soneto en manos de Baudelaire se estremece, porque retoma los legados y los expande hasta el límite de lo posible. Sus combinatorias numerosas: estrofas de pie quebrado, octosílabos, decasílabos, alejandrinos con o sin pareado, con inicio inglés, mediterráneo, etcétera, son la tradición libre del archivo funcionando, bien que tejiéndose ahora mediante un ataque rítmico distinto, con una voz que llega desde abismos.

Hasta Baudelaire, prácticamente, el ingenio había acentuado y rimado de acuerdo a una orden de nitidez de concepto; con él, en cambio, desciende otro escaño, a una voz de ambigüedad calculada, en sinfonía de visión sugestiva. Su oído audaz y soberbio refiere ya a otro lugar desde donde se confecciona el formato, una sima en la que se distingue con claridad la distancia entre las palabras y las cosas, como si fuera una experiencia radiante de derrota, cuando el yo plenario del racionalismo se empieza a perforar.

Sobre él confluyó, por supuesto, la virulencia nervaliana, aquella inestabilidad del ánimo que ajustó al hábito más despojado: la errancia urbana, donde actúa un embeleso principal de la vida moderna, aun cuando el peregrinaje de calle sea un correspondiente simbólico de la aventura de abajo. También, como en deslumbrante malabar de antorchas, Baudelaire capturó el concepto de «el arte por el arte» de Théophile Gautier, pero refaccionándolo de inmediato a condición de absoluto, en esa ética primaria que impulsa desde entonces la literatura tan a expensas de la vida. Y finalmente, como sucede en estos casos insignes, siendo todo y nada, romántico y parnasiano, decadente y primer simbolista, encarnó lo singularmente local, el sujeto francés, agotando el barroco escondido de la Pléiade y volviéndolo ostensible con su factura del soneto.

Quiero decir que Baudelaire vive ahora pletórico las dos aristas que ocultaba el esquema, aunque ya no sobre la osatura externa, sino insertado en el interior más recóndito del idioma, donde la escritura deja de ajustarse al tradicional sentido de la representación. Para Baudelaire no hay ademán ya, o interés, hacia lo real externo, sino desdén. En todo caso, el poema se acota a un espacio cerrado de lenguaje, que es apenas una alusión viciada del misterio del cosmos. Por eso, es en el adentro de esa energía, también dúplice, adonde va a buscar el hecho, ahí donde reaparecen -para sorpresa de todos- los dos flancos escondidos del soneto anterior, ahora bajo lejana máscara, y como mera sustancia de la fluencia síquica. Una faz, el dorso, con ambición de infinito, lo gótico propiamente dicho, el reino de imaginación y pensamiento implacables. Y en el reverso, la cosa, lo duro material, mediante el funcionamiento articulatorio del habla -como sistema de fonación comunicativo o reflexión, digamos- y al cual el individuo puede agredir maleando su estructura, tanto como rehusar o fracturar.

Pero además, la silueta anciana del soneto se rehace con Baudelaire, porque su furia se dirige resueltamente contra la morfología primigenia, que es la semántica tradicional del objeto, como signo de rebelión contra cualquier convicción heredada. Por tanto, esa maniobra convulsiva, maladive, se aproxima a lo que no mucho más tarde acabará en explosión y verso libre, el otro mágico instrumento que se avecina. De modo que su obra hace evidente la vinculación entre su perspectiva sobre el quehacer poético y la voladura de tejas casi inmediata de Arthur Rimbaud, el otro jefe de contrahechos secuaces. Cada uno aventurando la exploración de la mente en el nudo del verbo, cada uno como un Virgilio atrofiado escapando al centro de la conciencia con su nuevo modo de representación. Aunque es curioso, como desde un limbo irónico o firmamento semisonriente, el soneto y la obra de Baudelaire -mediante un giro- se constituyen a futuro en el segundo honor de la forma, uno de los soportes de la cabeza binaria que caldea a todos.

Desde este punto de mira, semejante revolución únicamente pudo haberse iniciado en Francia, en simétrica parábola a otra puja ancestral, la de dos idiosincrasias disputando sin mesura. De modo que aquella agitación nerviosa del poema y su melodía radiosa, bien pueden significar la metáfora objetiva del «frisson nouveau» del país, bajo la cara de un hombre cuya mueca infinita cifra una multitudinaria y audible melancolía de época.

Para terminar, posee una belleza soberana, semejante a la de cualquier encadenamiento en secuencia, que Mallarmé haya tomado la posta donde cedió Baudelaire. Para aquel discípulo, lo que en este maestro fuera universo elusivo de correspondencias, se adecua, en su ambición, a un más allá del lenguaje, el salto final para que el blanco module la página: un sonido donde el satán de uno termina como ironía de nadie, porque la noción del yo se diluye, y donde el ser, con la mejor melodía de sonido acordado, se reconoce en la palabra más vacua: le néant.

10. Yo persigo una forma

Para los que hablan español, el Modernismo hispanoamericano resulta una gloria de perpetua adolescencia. Una cabeza joven que se pone de pie y echa a andar y corre desde el trópico hasta el faro del fin del mundo. Hacia 1880, una serie de personalidades aisladas; después, una notable profusión de revistas: los grupos, el movimiento; y por fin, la cara genial y antigua de Darío, el mestizo que nos representa a todos.

En cierta forma, fue como abrir otra caja de pandera, donde hombres desmesurados en una tierra desmesurada buscaban un destino tangible. Por eso, tal vez, este número de escritores debió realizar en dos décadas, a lo más tres, lo que los siglos coloniales habían demorado. Sentían que ésa era la hora de amoblar el vacío de una naturaleza incipiente, la insatisfacción que se palpaba después de larga insurrección agobiada de civismo mediocre, cuando no de tiranías sangrientas. Y ellos fueron los que le dieron brújula a tan verde horizonte.

De modo que lo inicial fue su ingreso algo confuso, algo heterogéneo, desparpajado siempre, al reducto de la civilización que juzgaban asequible por derecho propio. Así, entorchados de góndolas y máscaras, disfraces, cisnes y kimonos hicieron la puesta en escena de un largo deseo continental. Es decir, aunque su irrupción haya sido con lo ucrónico decorativo, el trasto novísimo o de anticuario, no pocas veces cursi, no pocas veces kitsch, igualmente vivieron en cuerpo y alma el nacimiento a un esplendor que les estaba vedado. A ello, además, le sumaron una fascinación antiespañola, la de una Francia inmortal sólo perenne en su imaginación de jóvenes, pero sumamente eficiente para resucitar el idioma estancado, reducido a lo más conservador y retrógrado, cuyo único modelo posible parecía el glosario del siglo de oro o las tablas locales.

Por tanto, cada línea «moderna» era una conquista compartida, la construcción de un nombre propio donde vestir la legitimidad soñada y de paso, una lejanía del rincón de barro y sombra adonde les había tocado nacer. Y todo esto, con la pulsión de un esteticismo insaciable que no quiso saber de finales. Por esto mismo también, en lo que se refiere al soneto -espejo menor de la extensa sonata- lo pulsaron en el orden de la consolación y el virtuosismo, ejerciendo sobre el formato un trabajo de puertas abiertas, donde la sola brillantez de la fachada era el pasaporte para sentirse ilustres.

Lo que ocurre es que «hay peligro en las palabras» y nada acaba inocente en el reino de Ariel y Calibán. Entonces, si la publicación de Ritos de Guillermo Valencia y Castalia Bárbara de Ricardo Jaimes Freire junto a Prosas profanas de Darío, casi en las postrimerías del siglo, fue un apogeo del modo, muy pronto la pérdida de las Filipinas y Cuba de los españoles los conminó a mirar con otros ojos, lo que semejaba marfil y torres. Y todo su cosmopolitismo y lujo se empezó a adensar en casticismo recobrado y meditación de estirpe. Y por ahí entra otro tenor al soneto, como a la poesía modernista en bloque.

Darío, el gran Darío, por caso, si sostuvo una percepción parnasiana del fenómeno hasta su viaje a España -es decir, la cara social del artefacto-, después lo coopta definitivamente el simbolismo, a la manera de Paul Verlaine, su par más que literario, como si de pronto hubiera entendido el epigrama de que «todo el resto es literatura». De modo que ya en el siglo, reconvierte el sonido con idéntica soltura pero hacia la entretela de su energía creadora, y en consecuencia, próximo a descubrir el despuntar de esa otra cosa tan madura que iba a llegar a lo vivo. En lo personal, por qué no, se acercó cuanto supo, pero además dio el generoso impulso que brilla en la generación posmodernista y aun en la vanguardia.

     Darío escribió el soneto como quiso. A la francesa, a la española, con pareado, sin pareado, alejandrinos, endecasílabos con acentos usuales, con ictus popular; el de pie quebrado, con encabalgamiento sinuoso, con encabalgamiento interno, con pausa medial, con cesura, con dos cesuras. Hizo una verdadera investigación del instrumento, hasta alcanzar una pasmosa sintaxis en pasmosa prosodia, enriquecida sin cesar de vocabulario errante. De modo que su señorío de la especie, cuyo trasluz lo coloca en la estela de Baudelaire -aunque sin marchar hacia el punto ciego del lenguaje- lo vuelve el gran renovador de la rítmica castellana, así como el inventor de un cierto sesgo impensado para la facción neolatina o mediterránea: la virtualidad de soplar el soneto como una caña afinada en el orden de la micropolítica, en son de resistencia contra sus tiempos del Canal de Panamá y los días amargos que siguieron.

Como sea, Darío trazó las líneas de ruta para hispanos y latinoamericanos en sentido amplio, por rebote de su majestad expresiva. ¿O detrás de Darío no está Juan Ramón Jiménez recapturando con los Sonetos espirituales, una silueta casi olvidada desde el siglo XVII? ¿Y detrás de Juan Ramón, la continuidad de Federico García Lorca, ya posclásico, con los Sonetos del amor oscuro? Y entre nosotros, sus compatriotas naturales, ¿la pericia de Gabriela Mistral para los catorce versos? ¿O para el sonido portugués, el arribo deslumbrante de Fernando Pessoa? ¿Y para la extraordinaria poesía del Brasil, los notables Manuel Bandeira y Carlos Drummond de Andrade?, para ser injusto y mencionar solamente unos pocos, los caprichosamente preferidos.

El soneto americano, después de todo, muestra marcas de origen. Una necesidad de ser, como esa forma humana que no encuentra su estilo.

11. En la Argentina

Tal vez, la evolución general de la poesía argentina -y del soneto en particular- siga en suma montada sobre una vieja y central contradicción, una discordia que viene con su historia y se agrava con la llegada del aluvión inmigrante. En un punto, es la misma metáfora de aquella figura del teatro que, a principios del novecientos, debutó graciosa con el nombre de cocoliche, aunque hacia 1950 se adensara compleja en el grotesco. Un personaje de doliente metamorfosis, trabado de habla, porque ansiaba adaptarse sin resolverse a perder su origen.

Bien, la escritura del soneto replica a lo breve esta ambigüedad, dilema cuya esencia consiste en la necesidad de hacer coincidir lo que se es con lo que se cree ser. Una lucha del alma contra fantasmas de aquí y de allá, entre sombras del ayer y del hoy.

Visto así, parece claro que Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego, los padres de la poesía argentina moderna, como provincianos que fueron, se allegaron a la capital para buscar actualidad, Lugones, el gran modernista, a través de un tortuoso viaje intelectual que se empeñaría finalmente en casticismo, ese otro nombre -según Octavio Paz-, del nacionalismo en la época. Aun así, funda su periplo sobre este oxímoron: que su gaucho payador era un remoto pariente de Homero, una hipérbole de sobreactuación, donde el localismo se exigía ser internacional, por ser la primer palabra del sur del sur, aquel sitio casi ajeno a la historia.

Evaristo Carriego, en cambio, recorre una dirección contraria, del centro hacia la periferia. Con sus zapatos polvorientos ve liminarmente el suburbio y obtiene un sitio impecable para que la realidad fluya, el lugar preciso de la epifanía entre ciudad y campo, y donde Europa y América logran crisol, dotando de cierta voz al proletario de calle, en un registro que después retomara el tango o la canción ciudadana,

Los dos poetas marcan a su criterio los límites de un antagonismo, aunque sitúan la base de una incipiente tradición, ese germen que poco después reconstruiría el grupo de escritores del martinfierrismo. Esta aurora vanguardista de los ’20 reacomoda laboriosamente las cargas del dilema. Leyéndolo todo, sus intérpretes se dieron tiempo para urdir precursores, oponentes y reclamar cierto pasado ilusorio. No obstante, las premisas de estructura persistían. Borges reanuda el periplo de Lugones, mientras amaina el inicial criollismo ultra y se resuelve a ingresar en la aventura universal. También secundan, Leopoldo Marechal y Carlos Mastronardi, cada uno escribiendo su sonido con aspiraciones semejantes. Marechal, con los Sonetos a Sophia, en ocasión de un españolismo atado a facultades doctrinales, como si reviviese el fervor de la escolástica; y Mastronardi, con esteticismo puro, de cuño simbolista. Todos ellos, sin embargo, se hacen cargo de que el poema es un talismán donde siempre se puede ser otro, para hablar el presente.

El caso de Carlos de la Púa es sintomático por reactivo, como si viviera en la vereda de enfrente. Redacta sus líneas con una apelación a la lunfardía y el sabor orillero, pujando por darle lustre a una música rante que al fin y al cabo, hace chispa con la gauchesca y el carrieguismo, aunque mire al futuro. Su poema no deja de ser otra sobredeterminación de intenciones y un texto ilustrado o aristocrático, por la inversa.

Hay que esperar hasta el cincuenta para renovar el tablero, aunque las invariantes persistan. Esta segunda generación vanguardista tuvo el enorme mérito de desacoplar la cabeza binaria que había terminado en el horror de la Segunda Guerra Mundial y que en lo vernáculo, coincide con el arribo del peronismo y antiperonismo simétricos. Escriban o no sonetos, sus representantes vivieron a fondo su agria incertidumbre: oyeron el debut de la explosión radiactiva y percibieron la acuidad del yo personal desintegrado por la profusión de discursos maniáticos. Entonces, desde esa ruina, descubrieron en la combinatoria más amplia la misma aceleración síquica que hoy nos producen la electrónica y el átomo.

Los casos de Juan Gelman y Rodolfo Wilcock pueden ser ilustrativos. El primero, aunque llegue con holgura a los sonetos en su libro de los noventa Incompletamente, representa la versión de un coloquialismo sesgado, abierto a la mezcla sin fin. Con el aura de una resistencia desde lo propio, muy del imaginario argentino, denota ese virtual empleo del sonido, que el último Darío había dejado en orden a la resistencia política, y que Gelman reproduce en un formato quebrado, que vive su propia deconstrucción. Wilcock, en cambio, saliendo del cuarenta, con la sola bandera de ser más contemporáneo todavía, hace el gesto de una noble admisión, ésa que reza que aun a pesar de todo, la cultura puede abrirse paso y hacer el presente, aunque sea en dosis erráticas e individualistas. En ambos, escribir sonetos es una decisión libérrima, casi de segundo grado, donde se leen los amores sinuosos, la áspera ciudad, la política o el problema de la poesía como tema obsesivo.

Después ya está el hoy, nuestros coetáneos, con una nueva vuelta de tuerca a la velocidad del instinto y la posmodernidad golpeando «el paraje democrático». Luis Tedesco, por caso, cuyos sonetos libres, de sonido libre, se rearman en la estela del antisoneto de Alfonsina Storni entreverados a un reconocible aire de tango. Una excelente transacción, calibrada desde la lectura del vanguardismo de primera y segunda hora. O bien, los de Ricardo Herrera que, con un concepto radical de la forma, domina sus doublé sonnet hasta evaporarlos. Como si fueran siluetas de estrofa única, por encabalgamiento y finura, hace música en la imagen, demostrando la vivacidad de la especie.

Bien desde otro lado, bajo otra pulsión del espíritu, Néstor Perlongher deja en el ingreso a su último libro, un puñado de sones libertarios y agónicos, cuyo compás amasa la canción postrera de ese neobarroco de trinchera, que él consumó hasta un final sin concesiones. Sus inesperadas muestras significan, desde luego, un soberano capricho, la veleidad del que se despide altivo, aunque no menos la evidencia de su tentativa por ser otro, ese inmortal que cualquier texto augura.

12. Bonus track

Para terminar, el mejor, aquél que hizo de la forma un destino. Un escritor enigmático que, a diferencia de tantos, no usó el sonido para el virtuosismo, ni en el orden de la preparación para la canción de arte, ni siquiera de la sinceridad, un hombre que vio en el soneto lo que el soneto vio en él, una oportunidad para ser libre y conjurar en un espacio de clausura la construcción de un cuerpo al que le otorgó adoración desesperada, el equilibrio terminal de una silueta sin pie de apoyo, sólo en el aire ingrávido de una tradición escrita en el ápice del ahora.

Para Enrique Banchs -y a esta altura importa menos la comprobación positiva que el sueño- el soneto fue eso, un sueño donde la imaginación literaria canta su canción sibilina y diáfana, un disfraz de la grieta central del individuo, adonde se oye una palabra transpersonal y subjetiva, aunque haya que quedar al margen de la vida para hacerlo. El sitio de la transubstanciación y el olvido, un auténtico recinto de supervivencia para el recuerdo de sus contemporáneos.

Banchs empezó escribiendo libros posmodernistas, en una variante cercana a Baldomero Fernández Moreno, es decir, despojándose del cosmopolitismo y el lujo, pero para internarse enseguida en una búsqueda de pasado, de absoluto pasado. En este sentido, evocar al poeta es quedar entrampado en una jugada de alto vuelto intelectual. Primero, creer que se está aludiendo a alguien de los años del centenario argentino, por la fecha de sus pocos libros; pero después, descubrir que el haberse rehusado a publicar desde 1911, año de aparición de La Urna -cuando contaba con veintitrés años de su edad, y habiendo vivido hasta 1968-, crea una suene de cámara de silencio, de extemporaneidad tan sellada, que pone en su punto justo lo más notable de su obra, los cien sonetos de aquel libro, continuados de manera secreta, por otro racimo, entre 1921 y 1950.

Los cien poemas y su epílogo son un único poema, una especie de largo rumor -como el de una novela en verso- sobre un amor no correspondido. Una escena obsesiva, que en el imaginario del poeta vuelve y vuelve para hacer más tangible el cuerpo de su dama, así como más cobarde el arrojo del que escribe, lacerado sin pausa por lo que pudo ser y no fue.

En efecto, Banchs es el nombre de alguien que el poeta nunca quiso ser, porque fió al candor del poema una vida espectral y alternativa que acabó por quebrarlo. Y ése es el encono de su extraño mutismo. Lo que sus versos hablan, en cambio, son magia grande, una actividad de arte que disuelve el formato en dirección a una verosimilitud cuya dimensión apenas se percibe mediante paradojas: por la verdad de la ficción, por la ensoñación que persuade bajo el tenor de la belleza.

Banchs es de lejos el más grande lírico argentino y el vehículo que utilizó fue el soneto, esa rústica estructura medieval de cuartetos y tercetos. Sin embargo, en su tinta, sin tener peso ni medida, por la fluencia vivida de una voz ancestral que nos habla mientras dice ahora.

     Siempre en el estilo de la duda y la vacilación, y con una naturalidad tan asombrosa que hace del soneto una especie mayor de lo que es, y francamente apetecible. De más está decir que en su ringlera musita el código del amor cortés, la sensualidad melódica de Petrarca, la convocatoria a la palabra perenne que logró Shakespeare, el español de Quevedo bajo arquetipo, el fondo síquico de Baudelaire.

Como Darío, Banchs realmente hizo lo que quiso con la silueta, aprovechando para cada pieza la combinación adecuada del archivo. Pero a diferencia del nicaragüense, lo ejercitó casi a pesar de sí, como entregado a un maelström ineluctable que lo conminaba a cantar exclusivamente desde ahí, en el alcance más modesto, en la facilidad más orgullosa.

El sonido de Banchs honra a los argentinos. En parte, porque es una solución parcial al dilema entre lo foráneo y lo propio, pero además, porque permite considerar al poeta un grumete dotado de la nave de los sueños. Su comprensión de la voz, de la vieja voz que es la poesía occidental, fue tan sobresaliente que ahí queda, haciéndonos hablar, dándose maña, dándonos letra.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Anticipo del libro El Soneto: ensayo y antología, de próxima aparición en la editorial Leviatán. >>