Para Paul Celan

Andrea Zanzotto 


Para cualquiera, y particularmente para quien escriba versos, acercarse a la poesía de Celan, aunque sea en traducción y en forma parcial y fragmentaria, es perturbador. Él representa la realización de aquello que no parecía posible: no sólo escribir poesía después de Auschwitz, sino escribir “dentro” de esas cenizas, llegar a otra poesía venciendo ese aniquilamiento absoluto, y no obstante, en cierto modo, permaneciendo en ese aniquilamiento. Celan atraviesa esos espacios abismales con una fuerza, una dulzura y una aspereza que, sin duda, pueden calificarse de incomparables. Al avanzar a través de los impedimentos de lo imposible, genera una cosecha deslumbrante de invenciones que han contado decisivamente en la poesía de la segunda mitad del Siglo XX (no sólo en la europea) y que sin embargo son exclusivas, excluyentes, sideralmente inabordables e imposibles de imitar. Ponen en crisis cualquier tipo de hermenéutica; aunque la esperen ardientemente, la proscriban.

Celan, por otra parte, siempre tuvo conciencia de que cuanto más lejos llegase su lenguaje, tanto más destinado estaba a no significar; el hombre, para él, había cesado de existir. Si bien no faltan en sus escritos los permanentes arrebatos de nostalgia por otra historia, ésta se le presenta como el desarrollo de una feroz e insaciable negación: el lenguaje sabe que no podrá reemplazar el desgobierno de la destrucción para transformarla en algo distinto, para cambiarle el signo; pero, al mismo tiempo, el lengua debe “revertir” la historia, e incluso algo más aunque más no sea indicándole su horrible déficit.

Si bien la poesía es siempre construcción, composición, incluso en este momento terminal en el cual todo se niega (no obstante estar atravesada por ella), la historia ya no puede ser soportada ni expresada, ni directa ni indirectamente, en su alejamiento multidireccional del sentido. Celan, por lo tanto, se expresa con un sistema de formas, o terremoto de formas, consciente de llevarnos hacia la mudez (como él mismo afirmó). Esta mudez es algo distinto del silencio, el cual puede ser incluso una forma de logro; ella vela ?y, simultáneamente, se torna evidente? una especie de “brazo de hierro” en el cual una fuerza subyacente, lenta pero inexorable, prevalece. O debería prevalecer. Derrumbarse en la mudez y, paralelamente, encontrarse necesitado de una especie de suprema ebriedad de descubrimientos: esta es la paradoja en la cual se manifiesta Celan.

Él se interna en los espacios de un decir que se hace cada vez más rarefacto y al mismo tiempo casi monstruosamente denso, como en una “singularidad” de la física. Ë agruma y desintegra las palabras, crea numerosos y empinados neologismos; subvierte la sintaxis sin destruir la posible justificación fundante; usa hasta sus extremas latencias el propio sistema lingüístico, el alemán. Pero, simultáneamente, se advierte que sus maravillosos dibujos ?esas increíbles “fugas” y “aceleraciones a lo largo de escalas (musicales o no), esas geologías y dobles fondos imprevistamente mutilados? llevan hacia algo que no es ni inescrutable más allá de la lengua ni el retorno a una casa natal. Sin embargo, en cada movimiento de la escritura de Celan se insinúa algo de definitivo, de lapidario, pero como de lápida que fuese metáfora tanto de una eternidad ausente como de una muerte que permanece siempre “inquieta”, abusiva. Ya no hay ni nacimientos ni retornos verdaderamente salvadores; ya no hay “Heimat”, por anhelada que sea, sobre todo en el sentido de fuertes referencias culturales, tanto a lo largo de la línea de la tradición alemana que va de Hölderlin a Trakl como en el profundísimo elemento hebraico progresivamente asumido y padecido en todo su extraordinario y atroz destino. El de Celan, en todo momento, puede entenderse como un drama-acción forzosamente sagrado (sobre todo en el sentido de sacer latino) en el cual la maldición atraviesa la bendición de todo inventum poético y humano.

Y su misma negación de la sacralidad, que en un clima de aniquilamiento quedaría sobrentendida, fue siempre para él algo sagrado y turbador, amenazante y violento, deslumbrante-hipnotizante; fue la plena forma de asunción de un destino en el mismo momento en el cual parecía agotarse todo significado incluso para este mismo término. Quedaba sobre la página la marca de un cansancio desmesurado y de un excelso don creador y amoroso en obsesiva autofrustración, que era sin embargo fecundísimo y todavía capaz de desarrollos en una serie de movimientos, en sus abigarradas aureolas de surrealidad/irrealidad/sub-realidad; violencia padecida y sedimentada sobre la página en los estigmas de sus terribles combinaciones de palabras, casi detritos de la innombrable masacre.

Existían otras posibilidades, otras posturas frente a problemas y a situaciones análogas, si bien desprovistas de un radicalismo tan necesario, que los numerosos y justificados experimentalismos de nuestro tiempo han puesto en práctica. Su premisa era considerar los datos similares a los de la experiencia celaniana como si estuviese prácticamente incluidos en una esfera a la cual acometer desde afuera, a la cual desmontar y desacralizar (profanar) hendiéndola en la confrontación con una serie de situaciones psíquicas y de códigos que le fueran profundamente extraños, inferidos de todo el campo del conocimiento (o desconocimiento) actual. Se trataba en todos los casos de desmontar, de agredir desde el exterior este “modo de mundo”, para aferrar incluso las más improbables posibilidades de instaurar una relación distinta entre historia y palabra-poesía. Fue este un problema que Celan siempre tuvo presente, que él percibía plenamente, pero sobre el cual no podía dejar de sentirse oscuramente bloqueado, no obstante sus inmensos conocimientos, especialmente lingüísticos, y su capacidad de ardiente simbiosis con otros mundo poéticos y de experiencia (bastaría recordar su ferviente, cómplice relación con el fantasma de Mandelstam). Pero si bien su trabajo se desarrolló en estrecho contacto con las más variadas formas de experimentalismo, incluso con el más profano, favorecido por su opción de París como ciudad de elección para su vida cotidiana, él moraba en forma exclusiva en su fidelidad encadenada a una Palabra que, además se configuraba en la materna/asesina lengua alemana.

Su ojo y sus sentidos prensiles, sus páginas a saltos o a escalones donde la poesía “no se impone sino que se expone” (es una frase suya), sus cuchillos de piedra de sacrificio mejicano, sus abandonos-ataques en su relación con la lengua, incluso sus maniobras más excesivas y perturbadoras, están siempre condenados a gravitar sobre una identidad “excelsa”, de excelsitud entendida como vacío y como nada. Él quedaba siempre en el cono de sombra de ese verticalismo, como “en presencia de”, a diferencia de lo que pudo acaecerle a otros; pero, sea cual sea la ubicación que quiera dárseles, por cierto ninguno lo igualó en riqueza en la poesía de nuestro tiempo. Es casi imposible seguir a Celan en las mil estaciones de su calvario, que desemboca en infinitas seducciones, en selvas de resplandores y mordeduras glaciales, de objetivaciones deformantes, de proliferaciones ambiguas, de historia amordazante y al mismo tiempo estallante en articulaciones “paralelas”, en devastadoras xenoglosías. Pero una fuerza obstinada agrumaba todo escape en torno al no-núcleo vertical, porque en el fondo lo que nunca falta en Celan es la violencia del amor, absoluto justamente porque siempre es ‘sin objeto’. Celan no podía salir de esta postura potentemente, espantosamente monocorde, para entrar en esos que debieron aparecérsele como ojos dobles; no pudo superar (si es que hubiese valido la pena hacerlo) esa pulsión a una forma de sublimidad, por más que la negara, tal como se la encuentra en “sus” tradiciones ya señaladas: la línea “hölderliniana” y la hebraica, en especial la jasídica, hasta “aplastarse” contra la realidad, aunque “la” realidad fuese el objetivo que se había impuesto desde el principio, haciéndola suya hasta llegar al extremo sacrificio de sí.

Sólo falta escuchar las palabras de Nelly Sachs dedicadas a Celan: “Celan bendecido por Bach y por Hölderlin, bendecido por los jasidím”; palabras que dan pie para una verdadera y justamente devota gratitud que debería tributarlo todo nuestro siglo. Y que debería haberle tributado uno que, si bien lo admiraba, y poseía todos los títulos para estar cercano a él en la máxima y sabia participación, lo sepultó en el más disonante desorden de actitudes y discursos, lo hirió cometiendo acaso la peor de sus no irrelevante culpas: se habla de Heidegger. Sobre la composición celaniana titulada Todnauberg, la localidad montañosa donde el filósofo solía retirarse y donde Celan fue en 1967 con “una esperanza hoy / dentro del corazón / por la palabra / ventura / de un hombre de pensamiento”, pesa casi el sentido de una desilusión definitiva. Si bien poco se sabe sobre los pormenores del diálogo, en el cual presumiblemente los problemas capitales de la poesía tuvieron su parte, Celan no podía dejar de esperar que el filósofo pronunciase un claro rechazo del genocidio, o alguna declaración de remordimiento por sus silencios en torno a la cuestión. Pero no hubo nada. A través de las bellas y misteriosas palabras de la composición se vislumbra un Heidegger cerrado casi hasta el límite del autismo y un Celan arrollado por una angustiosa desazón. Permanece el sentido de una ruptura, de una estridencia, casi de una última traición cometida por toda una cultura contra el poeta confiado e inocente, que todo lo había osado en su escritura para trascender la desesperación absoluta, aunque no lo admitiese, y acabó por sucumbir. Permanece el sentido de una escisión en el corazón de la cultura alemana, incluso de la de Europa entera, que aún hoy, en tiempos tendientes a una nueva convivencia entre los hombres, proyecta las marcas imborrables de una sombra. 


Traducción de Ricardo H. Herrera