La prosa de Mandelstam

La prosa de Mandelstam [1]

Angelo María Ripellino
Traducción de Ricardo H. Herrera

 

Las prosas de Mandelstam dan una alegría no diferente de la que se experimenta al recorrer las páginas de Buffon y las coloridas estampas que las acompañan. Comprimida y nítida aglomeración de objetos brillantes de húmedo barniz que expresan en una especie de descripción metafísica la taxonomía primordial de un mundo vuelto a descubrir. Este espléndido poeta ruso-hebreo, de desgraciado destino (murió, como es sabido, en un campo de concentración staliniano en 1938), tenía debilidad por la ictiología y la botánica, por las tranquilizadoras clasificaciones de los naturalistas. Cuando él anota: «Más que los hongos, me gustaban las piñas góticas de las coníferas y las hipócritas bellotas de las hayas similares a monjes»; o bien: «al estar sumergidos en alcohol se hacían azules los hocicos militares de las truchas»; o bien: «escamas de pescado resplandecían como láminas de cuarzo», nos parece encontrarnos en la espesura de esos paisajes en los que Buffon cavila sobre los abrigos de piel y las libreas de los animales, sobre la exactitud geométrica de las fajas de las cebras, sobre las «corbatas» de los colibríes.

Casi siempre se trata de una mezcla de ensayo y de narrativa, en la cual los fragmentos autobiográficos se entrelazan con innumerables hebras de referencias a la música, a la lingüística, a la pintura, a las ciencias naturales, a la historia. El sueño de Mandelstam es el de construir una prosa Ermitage, o mejor (con una expresión cara a él) catedrales verbales que constituyan un lugar de convergencia y compendio de las diferentes artes y ramas del conocimiento. Es por ello que comprime y encastra heterogéneos estratos culturales, conviniendo la música en óptica, la pintura en botánica, con una atención espasmódica puesta en los detalles, en las menudencias.

Es la escritura de un adepto del «acmeísmo», esa escuela que sustituyó lo evanescente y aguado de los simbolistas con una concreción y una estructuración cezanneana. Una escritura que elige la «palabra de los gruesos muros» y la ensambla con precisión, en períodos facetados. Como si en las volutas arte nouveau, en las nebulosas del simbolismo, se infiltrara una pingüe caligrafía de tintas fuertes, mediante la cual las cosas adquiriesen conciencia de sus contornos y a la vez indicios de imprevisibles afinidades.

Este deseo por hacer coincidir vocablo y objeto, esta fidelidad a la claridad que se permite advertir «casi físicamente el impuro hedor caprino que exudan los enemigos de la palabra», explican la inclinación de Mandelstam por el clasicismo. Él insiste sobre la sustancia helenística del idioma ruso; se enfervoriza con el «balbuceo melódico» del italiano, «la más dadaísta de las lenguas romances»; vislumbra en la revolución un retorno al clasicismo: «Quiero a Ovidio de nuevo, a Pushkin, a Catulo».

Pero, no obstante la cristalina densidad de sus frases, también los textos de Mandelstam -pegatina de astillas, de variaciones caprichosas, de apuntes inconexos, de imágenes de calidoscopio- participan del carácter fragmentario que es propio de esa prosa rusa de los primeros decenios del siglo que tiene sus más altos exponentes en las novelas intermitentes y deshilvanadas de Belyj y en las «hojas caídas» de Rozanov. Para Mandelstam fue el tren (el tren de Ana Karenina) el que cambió la compaginación y el curso de la prosa rusa, y no sólo de la prosa:

«Es terrible pensar que nuestra vida es una narración sin argumento ni héroe, hecha de vacío y de vidrio, de balbuceos ardientes, de meras digresiones, de febril delirio sanpetersburgués».

Como Pasternak en Salvoconducto, también Mandelstam apuesta todo a la metáfora, aproximando disímiles campos semánticos con mixturas imprevistas, tornando tangibles -con preciosistas incrustaciones de una sonoridad y una similitud deslumbrantes- los olores, las «maravillas» de los versos de otros poetas, los paisajes, los eventos lejanos y el ambiente judaico de su infancia. Para aferrar la identidad de las cosas distantes, él tiende la vista «como un guante de piel de gamo» (consiguiendo así percibir e introducir en la densísima sigla de una metáfora todo aquello que se halla fuera del campo visual, en un mismo punto focal), casi como si su mirada, asimétrica al igual que los ojos de algunos peces, pudiese imbricar en forma simultánea diferentes perfiles ópticos. Esta cualidad de su escritura tiene especial relieve en los fragmentos del Viaje a Armenia. Armenia fue para él lo que el Cáucaso para muchos otros poetas (Pasternak entre ellos): un refugio primordial e intacto en el cual buscó salvarse de la «oquedad de sandía de Rusia», del hastío de los detractores sabihondos.

Pero, ¡cómo sabe agazaparse y rabiar esta escritura tan bien temperada si se satura de desprecio! La cuarta prosa, provocada por una acusación de plagio que le hizo el crítico Gornfeld, contiene ataques frontales contra algunas figuras del círculo académico moscovita y definiciones punzantes sobre el vil servilismo de muchos de aquellos literatos. Ellos son «una raza que vaga y pernocta en su propio vómito, proscripta de la ciudad, perseguida en los campos, pero siempre cercana al poder, que les asigna un puesto en los barrios de mala fama, como a las prostitutas». «A los escritores que escriben cosas autorizadas con antelación», exclama, «quiero escupirles la cara, quiero pegarles en la cabeza con un palo y hacerlos sentarse en una mesa de la Casa Herzen, metiéndoles delante un vaso de té de los que se sirven en el Comisariado de Policía y ponerles en la mano el análisis de la orina de Gornfeld.»

Lo que más atrae en Mandelstam es su capacidad de compendiar en una vislumbre iluminante, en diminutos espacios, toda una época; de detener la historia con una especie de flash verbal en encuadres perennes, en parcelas de orbis pictus. Sus centelleantes retratos de poetas coetáneos (en especial los de Chlebnikov, Blok y Pasternak) no tienen parangón; sus observaciones sobre la poesía rusa moderna son las más sugerentes que se conocen.

Sobre su magnífico Discurso sobre Dante, haremos un censo de pedante dantología. Mandelstam se detiene en la estructura cristalográfica de la Comedia, en la que le parecen haber trabajado «abejas dotadas de un genial sentido estereométrico»; en las imágenes ornitológicas, que sugieren «instinto de peregrinaje, de viaje, de colonización, de transmigración»; en el miedo que tiene Dante de expresarse, «motivado por la situación política de un siglo que se cuenta entre los más difíciles, embrollados y tramposos»; en la sustancia musical de los distintos cantos (el episodio del conde Ugolino es estudiado como una sonata para violoncello); en el ritmo de los tercetos, proporcionales al paso del hombre; en el hecho de que el infierno no tiene volumen, sino que se propaga por el aire como una peste; y en la «original música labial» que emana de ciertos versos, como sí Dante hubiese indagado los defectos del lenguaje escuchando a los ceceosos y a los tartamudos, como si en la creación de la fonética dantesca «hubiese participado una nodriza».

En la arquitectura de la Comedia, Mandelstam busca un apoyo para el italianismo de su propio arte, para su amor por lo geométrico y lo enmarcado, por la palabra-mineral, por su articulación material, toda «arrugas de cristal ensamblado», para decirlo con un verso de Lapo Gianni.

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La prosa de Mandelstam es un sereno y luminoso adiós, un rito de despedida -sin altisonancias ni estallidos de amargura- a la cultura del pasado. Ella expresa en cada uno de sus pliegues el temblor cósmico, el frío boreal de años desquiciados, el latido de San Petersburgo-Petrópolis suspendido en el vacío, «monstruoso navío a una altura terrible», la Rusia-navío que encalla tras «el enorme, desmañado, rechinante golpe de timón». Ella expresa el clima de la Casa de las Artes de San Petersburgo, de la cual el poeta fue personaje notorio; ese Loco Navío en el que, como afirma Olga Fors, «se llevaba a cabo el registro de la historia del último período de la literatura rusa».

Esta sustancia sanpetersburguesa y esta aprehensión por la agonía de la vieja cultura en el gigantesco motín, aproximan las páginas de Mandelstam al pensamiento de Blok. Por momentos, ellas parecen una prolongación del famoso discurso sobre «el destino del poeta» que Blok pronunció el 10 de febrero de 1921 en la Casa de los Literatos de San Petersburgo: «No fue el proyectil de D’Anthès el que mató a Pushkin. Lo mató la falta de aire. Con él se extinguía su cultura». Si bien extraen su linfa del acmeísmo y obtienen su milagroso equilibrio de esa escuela del alba del Siglo XX, las prosas de Mandelstam llevan la marca de la gran fractura, del extravío que trajo aparejada la muerte de Blok, la cual, al decir de Sklovskij, «fue toda una época en la vida de la intelectualidad rusa. Se perdió la fe».

En un fragmento titulado La divina comedia, Rozanov representó el desbarajuste del año dieciocho como el pesado desplomarse de un telón de hierro sobre la historia rusa, mientras la gente se apresura a buscar los abrigos de piel en el guardarropa para regresar a sus casas: «pero ya no había ni abrigos ni casas». De esos teatrales abrigos de piel se hallan luego trazas en los versos de Mandelstam. Sin embargo, frente al Apocalipsis, al desmesurado derrumbe de estratos históricos, él no responde con el delirio y con el baile de san Vito de los «escitas», de los simbolistas y de los filósofos de la destrucción, sino con una calma catalogadora, con un comedimiento de inventario, con la gravedad soñolienta de un maestro de ceremonias.

Se desliza por sus papeles el recuerdo de un verso emblemático de Derzavin en su oda a la muerte del príncipe Mescerskij: «Donde hubo una mesa con manjares ahora hay un ataúd»; verso que enuncia, según Rozanov, «la certidumbre de que no sólo los hombres son mortales, sino también las civilizaciones». Mandelstam, por lo tanto, no se abandona al Menetekel de una época demoníaca, no aúlla, no lastima su tejido verbal con el furor descompuesto de los escritores de incendio y de tormenta (como Pilnajk, por ejemplo), sino que se las ingenia para introducir el presente en la eternidad de la historia, para acelerar su conversión en pasado, para darle a los eventos subversivos la quietud definitiva del bronce, de las tallas hechas en madera. Las lastimaduras son marginadas por el díctamo de las palabras solemnes, recogidas con un sosiego sacerdotal.

Mandelstam tiene una extraordinaria intuición histórica, un sentido carnal, concreto de su época, de su «bellísimo siglo digno de compasión» con su espalda destrozada. Y justamente por ello, la zozobra lo lleva a sustraer el más mínimo espacio a la amplitud del tiempo, amplitud tanto más avara cuanto más ilimitada; a excavar una angosta «guarida de lirón», no muy distinta de los tragaluces de Blok o de la buhardilla de Pasternak, pero completamente diferente de la plaza atestada de «tambores» y embadurnada de colores a la cual Maiakovski convoca a todos con apremio.

Como Blok en su ensayo sobre Catilina, «bolchevique romano», él piensa que el estilo más adecuado para dar cuenta de la revolución es el clasicismo. El artista debe observar los desastres y las babilonias de los propios días con hierática firmeza, como asomándose desde una distancia infinita y paladeando la «profunda alegría de la iteración». En efecto, en la batahola de la revuelta, él no hace otra cosa que mantener vivo y alimentar su natural clasicismo, bien evidente desde su primer libro de versos: La piedra (1915). Por otra parte, clasicismo significa universalidad, convergencia de diversas culturas lejanas que, cambiadas por la gran transferencia de términos, parecen confluir en un único punto focal en el tiempo de la sedición. Helenismo y reliquias de la latinidad, el cantar de Igor y las antiguas canciones francesas, la poesía de Baudelaire y de Firdusi se vuelcan en ese crisol, casi como para confirmar lo que Blok había dicho en su oda Los Escitas:

Nosotros amamos todo: el gélido ardor de los números
y la dádiva de las visiones divinas;
todo lo comprendemos: el agudo espíritu de los galos
y el genio tenebroso de los germanos…

Nosotros recordamos todo: el infierno de las calles parisinas,
la frescura de Venecia, la lejana fragancia de los huertos de limones,
y las humosas moles de Colonia…

La obra entera de Mandelstam tiene sabor, realce clásico. Los perfiles, por ejemplo; los precisos, punzantes perfiles de los poetas rusos, que se podrían considerar como fragmentos de iconografía, «impresos» por una heráldica literaria. Está saturado de clasicismo incluso el satírico humor implacable de la Cuarta prosa, que inventa una especie de bruegheliana, de mundo al revés, al esbozar burlonamente la asamblea de zorros malignos y delatores y bribones del sotobosque editorial soviético, satírico humor que por momentos calca la náusea de Blok por los filisteos.

Mandelstam advierte la fascinación de las cosas inmóviles fijadas en la eternidad. En sus ensayos y en sus cuentos, al igual que en sus poemas, aspira a restaurar la corporeidad de los objetos, esos objetos que el florido impresionismo había esfumado, y para ello se sirve de precisos encastres. Casi como si deseara quitarle dramatismo y aferrar otra vez lo que fluye, él le devuelve su espesor a la palabra, la dota de aristas, de una cristalina sustancia saturada de luz. Su cezannismo verbal, atento a la rigurosa colocación del vocablo-objeto. se templa en extraordinarias inflexiones ópticas, en asiduos ejercicios oculares, en espasmódicos ensanchamientos del campo visual. Por ello afirma: «Los dientes de la mirada se parten y se hacen trizas cuando contemplas por primera vez las iglesias armenias». Corroborado por esos intensos virtuosismos oftálmicos, su cezannismo tiende a hacer de toda frase un tableau, a trabar las cosas en posturas inmutables.

Por la densidad de la material verbal, asombra sobre todo el Viaje a Armenia, en el que el metaforismo de Mandestam llega a su culminación, en el que los vocablos son condensaciones pintadas, y puede percibirse lo palpable de los objetos que resaltan, la alegría de los objetos frescos de tinta, expuestos en un insólito revoltijo como en el primer emporio de la creación. Esas imágenes tienen la rara sustancia de la comparación abusiva, de la analogía temeraria, pero también la evidencia elemental y un poco maliciosa de las viñetas de los manuales de divulgación, de los retratos en color de los animales y de las plantas, de las estampas ingenuas, incluso de las «series d’Épinal». ¿Será la atmósfera de Génesis, vivificada por la presencia y la participación del monte Ararat, o el continuo recurso a los artificios de la pintura? Lo cierto es que pocas páginas de prosa del Siglo XX europeo poseen la brillante y densa nitidez de la condensación verbal del Viaje a Armenia. Una densidad que se acrecienta por el contraste que ella guarda con la redacción suelta, intermitente, a fragmentos, de cuaderno de apuntes, mezcla de digresiones en los territorios de la botánica, de la lingüística, de la pintura, de la zoología, de la gramática armenia.

Una obstinada voluntad de injertar la ciencia en la invención poética preside estas mixturas de imágenes que vinculan diferentes órdenes culturales. Pienso que se podría estudiar la obra de Mandelstam con el auxilio de la cristalografía a la cual él quería atenerse en su lectura de la Comedia: «Una colección mineralógica es el más bello comentario orgánico a Dante». Sus conglomerados verbales hacen pensar en prismas de cuarzo, en las celdillas poliédricas de las abejas, en los cristales de las montañas de los cuadros de los antiguos.

Cuanto más informe y más brusca la vida, cuanto más arrogante la tiniebla, tanto mayor se hace en Mandelstam el hambre por la palabra tangible, la fe en que la materialidad del verbo posee virtudes medicinales, la necesidad de construir, de obtener de toda minucia pretextos arquitectónicos. «Acariciaba las piñas. Se erguían. Querían convencerme. En su descortezada ternura, en su geométrica haraganería yo sentía los rudimentos de la arquitectura, cuyo daimón me ha acompañado toda la vida».

Los objetos amontonados y las compactas trabazones no dejan vislumbrar ninguna sombra de angustia. Y sin embargo no puede hablarse de evasión o de indiferencia. En efecto, la aspiración a un perenne equilibrio, a una rigidez de lápida, está siempre sometida en los textos de Mandelstam a la certidumbre de que no hay nada estable: nada dura, la vida es una continua escalinata de mutaciones, como por otra parte lo enseña su predilecto Lamarck, «única figura shakespeareana de las ciencias naturales». Mediante seguras ligazones de metáforas y mágicas taxonomías y palabras cristalinas el poeta se ilusiona con detener en apariencias eternas la inmensa volubilidad de la creación.

Traducción de Ricardo H. Herrera 

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Traducimos estas viejas notas de A. M. Ripellino, el gran especialista italiano en literatura rusa, para celebrar la reciente traducción argentina del Viaje a Armenia de Osip Mandelstam, editado en Córdoba por Alción. >>