Editorial

Ricardo H. Herrera /Luis O. Tedesco

Hablar de la poesía tendría poco o ningún sentido si ese diálogo no llevara implícito dentro de sí otro más íntimo y esencial, más silencioso y olvidado: hablar con la poesía misma. Sólo el diálogo con la poesía da fundamento -y significado a las divagaciones sobre la poesía. Es obvio: ¿qué sentido puede tener hablar de la poesía si la poesía está ausente, si la poesía se ha ido? Hablar con la poesía quiere decir retornar al origen de nuestra vocación, a la necesidad de nuestro primer encuentro con el lenguaje: retrotraerse al temblor que genera el prodigio de la expresión cuando, a fuerza de fe en el poder renovador de la palabra, crea y recrea el silencio asombrado del cual ha nacido y del cual promete volver a nacer. Una instancia de revelación intacta; un reclamo a dejar de lado las máscaras y los excesos de las aventuras literarias; una demanda de fidelidad y apego al murmullo interior, al recinto de nuestra vulnerabilidad, donde crecidas y caídas, dolor y resplandor, desesperación y júbilo conviven.

No es fácil, nunca fue fácil hablar con la poesía; basta, para comprobarlo, releerse sin complacencia a la vuelta de los años. Son pocos los poemas que soportan la prueba. Amar las palabras con toda el alma, eso fue alguna vez la poesía, eso será siempre la poesía. De ahí la necesidad de volver a la crítica de poetas como Chodasevic, Luzi o Zanzotto, a la crítica que nace de un diálogo íntimo con la poesía. En esos diálogos, estos poetas recrean un fenómeno emocionante y raro: el de una pareja cuyos dos integrantes se saben destinados a algo más, a mucho más que a una aventura literaria; de ahí que sostengan con secreta armonía y plenitud el muchas veces pesado y penoso yugo que les impone un vínculo de sangre capaz de darle un significado emocionante a sus palabras. Tal vez por los vericuetos de esas prosas apasionadas la poesía recupere a su lector, y acaso, al nuevo intérprete de su sentido.