Situación de la nueva poesía argentina

Walter Cassara

 

A menudo sorprende cómo la crítica, para explicar la evolución de la literatura, se maneja con clasificaciones tan básicas como generaciones, épocas o escuelas, apelando a nomenclaturas bastante inciertas que fluctúan caprichosamente entre las ciencias naturales, la semiología o la filología, la teoría literaria y las periodizaciones de carácter socio-histórico, todo ello mezclado muchas veces en un fárrago epistemológico que no es ni una cosa ni la otra.

Pienso por ejemplo en el concepto de generación literaria. En él suelen combinarse al azar los rudimentos de la teoría de los conjuntos con la biología genética, la historia social con las enumeraciones de las genealogías bíblicas. Así, se agrupa a ciertas personas con una edad determinada y durante un intervalo de tiempo determinado; luego se les busca algún linaje más o menos prestigioso, se les asignan tales propiedades o valores representativos y un contexto histórico específico; después se los pone a girar en un sistema X con otros conjuntos parecidos, y finalmente a eso se la da un nombre, se lo llama, digamos: “generación Mongo Aurelio”. Ahora bien, ¿cómo podemos saber que todos los Mongo Aurelio que integran este conjunto pertenecen efectivamente a una misma generación? Ahí las cosas ya empiezan a complicarse. Que Z o D hayan nacido en tal o cual año es un dato estadístico, meramente denotativo. No significa nada, es como decir que ambos tienen el mismo grupo sanguíneo o que ambos son mamíferos.

Quizás sería mejor utilizar, como ocurre en la ingeniería automotriz, un sistema de registro de patentes: que los poetas puedan gozar de la titularidad de sus inventos durante veinte años y que luego pasen a dominio público. Eso refrescaría el lenguaje vetusto de los críticos y mejoraría mucho la comunicación entre los colegas. Cigüeñales, motores de inyección, neumáticos, carrocerías, al menos tendríamos cosas concretas de las que hablar. No obstante, a pesar de que en poesía no queda mucho por inventar, las generaciones —o más bien los individuos que las integran— quisieran conservar eternamente el monopolio de la juventud y de la novedad.

Es claro, las generaciones son meros constructos o supersticiones de la crítica. Nadie ha visto nunca una generación, nadie la ha oído, ningún poeta ha hablado por boca de ella; se le confiere, eso sí, una voz, se le dibuja una fisonomía, se le atribuye una subjetividad y también, en algunos casos, un pathos histórico, olvidando que cualquier época, aun la menos fosilizada en el tiempo, puede compendiarse en un relámpago de epifanía accidental; que las generaciones pasan como tormentas de verano, y que quedan, a lo sumo, unos pocos nombres escritos en el agua.

Dicen que el suicidio es contagioso. La poesía naif también lo es. En los años noventa ibas a una fiesta y un perfecto desconocido, disfrazado del subcomandante Marcos, o una perfecta desconocida, que llevaba puesto un vestido ablusado y el moñito de Hello Kitty en la cabeza, te abría la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, espetándote un “¡qué lindo que hayas venido!”. ¿Tenemos la culpa de haber sido jóvenes y encantadores en medio de una década de absoluto libertinaje neoliberal? “¡Muy lindo el poema que leíste el otro día en Cabaret Corbière!” opinaba luego Hello Kitty, inflando el epíteto como si fuera un chicle.

¿No es en verdad la palabra lindo la que mejor define a los noventa? Abusamos tanto de ella que ahora nos provoca reacciones alérgicas, pero en esa época tenía mil declinaciones y valía para subrayar muchas cosas distintas, porque lindo, al fin y al cabo, es un término neutro, no califica estética o moralmente a la cosa; no es exactamente bello, ni bueno ni malo: lindo es lindo, nada más que eso, una tautología, un fantasma que puede encarnar en cualquier objeto y trasuntar las emociones más disímiles y contradictorias

¿Cómo se llamaba aquel bodegón del Abasto en cuya lista de bebidas se imponían los etanoles crudos y poderosamente nostálgicos como la ginebra Llave, el Amargo Obrero o la caña Legui? Tenía un altar dedicado al Gauchito Gil y las paredes estaban decoradas con pósteres de los ídolos argentinos más populares. Allí solía reunirse una selecta clientela bukowskiana. Muchos de esos parroquianos eran literatos con una buena educación universitaria —y una buena renta inmobiliaria— que ya venían frisando los treinta pero aún vivían en la conmemoración solemne del gol de Maradona a los ingleses: ¡la mano de Dios, loco, es lo más lindo que tenemos! —le escuché decir una vez al trovador oficial del primer trimestre de mil novecientos noventa y cinco—.

Algunos quisieron llevar este lindismo hasta las últimas consecuencias, hasta el límite del artificio o de la frivolidad pura, pero fracasaron: ciertamente era imposible superar en este terreno a los funcionarios gubernamentales. Una vez asistí a la muestra de un ilustre gurú del underground, que consistía en la exhibición de los calzoncillos de sus mejores amigos, finamente enmarcados. Estaba allí un poeta que era una extraña mezcla de Yoko Ono y Peter Pan. Se hacía llamar Bobby Comino, andaba siempre con una valijita de discos en la mano, y aquella tarde se paseaba delante de cada calzoncillo soltando el famoso adjetivo como si fuese el latiguillo de una tanda publicitaria.

A su manera, los años noventa fueron una época en la que vivimos a fondo la decadencia romántica del fin de siglo, fluctuando entre el optimismo más idiota y la desilusión más cruda. Quizás porque nuestra sensibilidad estaba moldeada en los lejanos y oscuros ochentas mucho más de lo que imaginábamos o estábamos dispuestos a admitir: peinados góticos, proliferación de psicópatas en celuloide berreta, rubias oxigenadas y ateridas de heroína como Christina Ricci o Drew Barrymore, que luego fueron refrescadas y actualizadas para ponerse a tono con las nuevas iconografías de la modernidad. Pero ya no había esperanza para ellas —ni para nosotros—.

Aunque parezca la broma colosal de algún esnob traspapelado en el tiempo, lo más representativo, lo mejor de una época nunca se manifiesta en simultáneo con el presente, sino que llega siempre en diferido, con algún retraso o adelanto cronométrico. Si pensamos el presente como un punto absoluto o infinito donde confluyen y difieren a la vez pasado y porvenir, entonces deberíamos también pensar la contemporaneidad como una condición imaginaria capaz de conjugar ambos momentos y definir así un nuevo estado de cosas en la cultura y en la lengua.

El problema es que a cada joven poeta se le concede un plazo cada vez más abreviado de existencia. Digamos, sin exagerar, que hoy por hoy contamos a duras penas con veinticuatro horas para descubrir y establecer nuestro legado poético, lo cual no es poco comparado con la aceleración del panorama venidero. Sin embargo, el polvo no termina de asentarse sobre los libros, que la crítica ya se está abalanzando con su plumero para limpiar y archivar todo en un conjunto presuntamente homogéneo, como una esmerada viuda parnasiana que acicala el cadáver todavía tibio del joven poeta. ¿Pediremos entonces distinción o precisión en el tiro de dados? ¿Vamos a reprocharnos las triquiñuelas, los sobornos y compromisos adquiridos por conveniencia, las estratégicas coaliciones… todo eso, en fin, que podríamos llamar el pacto fáustico que cada generación teje y desteje con sus inmediatos predecesores para franquear el umbral incierto de la posteridad? Pacto que siempre reclama más y más sangre fresca, y que nuestra generación, por estar unos minutos en la cresta de la ola, se apresuró a pagar a un precio quizás demasiado alto.

Si en otros tiempos había más paladines que epígonos, y la pregunta del poeta era por la eternidad, actualmente parece que sólo cuentan los momentos en que repiquetea la comparsa en el foyer, y la pregunta es ¿cuánto falta para que termine este sainete? En tal sentido, las últimas promociones literarias, reunidas no para los actos sino para los entreactos, como un aglutinado poco homogéneo de operatorias cortesanas, resultaron infalibles. Al igual que otras generaciones, tal vez nos juramos en secreto encontrar la fórmula de la rosa de cobre, aunque enseguida nos aburrimos de eso y nos pusimos a criar loros que parloteaban en la jerga rancia del veterinario.

¿En el fondo, no estaremos discutiendo tan sólo un viejo problema de perspectiva, un trucaje de legañoso trompe-l’oeil? Cierta crítica sociologizante nos hace creer y formular que tal o cual es el indispensable escenario histórico en el que se inscribe la poesía argentina de ahora, cuando en realidad nos está mostrando unas luminarias de cartón pintado. Luego vemos cardúmenes y parejas de hermosos pececitos de colores allí donde no hay más que una concurrencia viscosa. Pero admitamos que en la piel de nonato de las últimas generaciones, nuestros predecesores habían grabado a fuego sus diez mandamientos mientras nosotros no veíamos nada o simplemente hacíamos la vista gorda. Así (¡cosa de locos!) libramos una batalla cuerpo a cuerpo contra un adversario al que jamás le vimos la cara. Y en eso, en el cotejo con antagonismos y viejas dicotomías que nos endosaron, nos hicimos fuertes y conformamos una pequeña república cooperativa, ya que no colectiva.

Al igual que el perro de Álvaro de Campos, fuimos admitidos en el consorcio sólo por ser inofensivos, aunque algunos a veces pudimos confundir la cerámica del palier con el pasto de la plaza, y en el fondo ya sabíamos que el edificio no albergaba detrás de su fachada sino un gran basurero global donde hedía el cadáver de la lírica desde hacía por lo menos un siglo. Pero ¿por cuánto tiempo más vamos a seguir velando o cortejando como zombis a una muerta de la que ni siquiera sabemos su nombre? Una muerta que podría haber dicho con Pasolini “todo el mundo es mi cuerpo insepulto”, si sus ávidos y presuntos deudos la hubieran dejado palmar en paz, porque enseguida le colocaron la tapa, se adjudicaron sus títulos y rifaron entre los pobres sus últimas pilchas.

Dice Robert Frost: “la poesía joven es el aliento de los labios agrietados. La boca debe descubrir el modo de mantenerse firme sin endurecerse”. Como ese punto de distensión implica un delicado equilibrio interno y una edad mental que no siempre coincide con las apariencias, lo primero que un poeta joven inventa es su contemporaneidad, aunque tenga que pasar el resto de su vida intentando evadirse de ella. Ahora no habría que procurarse más sucedáneos, sino un antídoto contra la juventud eterna, porque nuestro tiempo está a punto de caducar, y empiezan a notarse las cicatrices, los clisés y demás estragos que acarrea el tiempo. Sea como fuere, ya no somos tan jóvenes; hemos cruzado la línea de sombra y es el momento —como diría Conrad— de tomar ciertas decisiones perentorias. Algunos más inteligentes o seguros de sí mismos, ya las habrán tomado; otros seguirán raspando el fondo de la olla, creyendo que llevan una vida favorecida por los dioses; y otros, como siempre, correrán a refugiarse bajo el brillo oxidado de su aurea mediocritas.

Ya que me considero alguien más o menos informado respecto a lo que se escribe en la actualidad, podría proponer el nombre de este o aquel poeta, luego pasar a dar la explicación del caso, contrastando sus diferencias y subrayando adecuadamente sus atributos. De cualquier manera lo fundamental, aquello que podríamos llamar la suma metafórica que nos propone la poesía de una época —y más si se trata del presente— se me escurrirá entre los dedos. Lo raro es que los críticos operen en el aquí y ahora —aunque quizás no tengan otra alternativa— barajando unos pocos nombres y tratando de añadir algunos otros a esa suma que a corto o a largo plazo, se transformará fatalmente en una puerta estrecha.

“Tengo dos manos ¿por qué no voy a usarlas?” dijo alguna vez el general Perón, haciendo gala de una conocida destreza para accionar las palancas del poder y así, sin darse cuenta, le despejó el camino a una buena parte de la poesía que hoy se escribe en el país. Afín con este dictum, en lo profundo de la selva, rodeada de monos y catitas, se levanta una iglesia anglicana… ¿o es de los adventistas del último día? Da lo mismo, allí una pequeña tribu ambidextra glorifica cada día a un joven poeta con la claque de rigor.

¿Qué es verídico y qué no lo es, en medio de esta bizarra película en donde todos en un momento dado podemos ser los protagonistas y dedicar una sonrisa a los recién venidos, y en la secuencia siguiente habernos quedado afuera llamando a las puertas del paraíso? Una crítica como la que se cultiva por estas fechas, tan propensa al ditirambo anestesiado y al comercio carnal con los fantasmas de la época, nunca estará en condiciones de responder a esta pregunta, ya que no sólo participa de la narcosis colectiva, sino que también se ocupa de aportar datos casuísticos y sintonizar los canales de difusión —tan reticentes por lo general a la poesía— para que el ensueño llegue a materializarse, aunque sea por una fracción de segundos, entre los duros intersticios de la oferta cultural.

Por lo demás, opino con Osip Mandelstam que la diferencia entre poesía y literatura está en la mayor o menor distancia con respecto al interlocutor. Dice el gran poeta ruso que “el literato siempre se dirige a un oyente concreto, al representante vivo de una época. Incluso cuando profetiza, tiene en cuenta al contemporáneo del futuro. En consecuencia, el literato tiene que estar por encima, en grado superlativo, respecto de la sociedad. La poesía es otra cosa. El poeta sólo está unido a un lector providencial. No está obligado a estar por encima de su época, a ser mejor que su sociedad”.

Luego ¿quién podría descansar sobre las arenas movedizas de la actualidad? ¿Y quién sería capaz o tendría la calma suficiente para enunciar, sin pasar por loco o idiota: la contemporaneidad ya está hecha, ahora descansemos? Por definición no existe nada más amenazado ni más versátil que la contemporaneidad, entendida ésta como una carta de ciudadanía, un salvoconducto para el poeta que, desde su propio barco tambaleante, se juega a todo o nada, con el auxilio o en el total desamparo de su tiempo. Lo engorroso, por no decir imposible, es alcanzar desde el aquí y el ahora ese punto de vista privilegiado que sólo nos brinda la historia. Realizando un ensayo de videncia, podríamos a lo mejor anticiparlo, o podríamos sencillamente imaginar que ahora mismo, delante de nuestras narices, todas las partes en discordia están cristalizándose en un nuevo estado de cosas para la escritura poética.

De buena gana, me encantaría poder decir que todos los elementos en discordia se encuentran trabajando conjuntamente para imprimir una nueva dirección a la poesía y a la lengua de esta época, pero la verdad es que me encuentro atado de pies y manos, sumergido por completo en el rumor de la marea y en el murmullo de esta duración que me fue concedida —como al común de los mortales— sólo por una muy breve jornada. También yo debo hacer algo con aquello, por lo cual en la contemporaneidad no puedo leer quizás otra cosa que mi deseo de durar —en y con los otros— al mismo tiempo que me veo arrastrado por la fuerza de la gravitación histórica a una instancia gregaria de dominio, o simplemente encadenado al espíritu del campanario. Puedo a lo mejor entablar un diálogo con algunos exponentes de mi generación que estipulo más próximos, pero todo lo que lograríamos decirnos sería, con suerte, como en aquel poema de Michaux: “fuimos por una noche setenta fetos que conversábamos de vientre a vientre, no se sabe de qué manera ni a qué distancia. Después, nunca más volvimos a encontrarnos”.

En otras palabras, lo que intento señalar es que el poeta, si en verdad aspira a completarse en la rumia de su propia canción, debe necesariamente romper con la placenta que lo sujeta a una época y a un radio predeterminado, y aprender a respirar por sí mismo; debe quedarse solo con su loco deseo de decir y de durar en el lenguaje; debe enfrentarse cara a cara con lo inacabado, lo imperfecto de su condición humana. Es allí justamente donde el concepto de contemporaneidad salta en pedazos por el aire, y donde todos, tarde o temprano, devenimos extemporáneos, quedando de un modo u otro rezagados, desfasados, mirándonos en el espejo pérfido de la novedad con un hueso de brontosaurio en la mano.

Sin duda, todos vamos a pertenecer, o ya pertenecemos, a una época extinta. Desde Baudelaire al menos (lo digo por poner un ordinario marco histórico) el poeta viene arrastrando los restos indescifrables de ese naufragio llamado modernidad, que aquí, en el dulce ensueño de estas llanuras casi vírgenes, siempre terminamos remedando puntualmente con una demora de cincuenta años. Digan lo que digan algunos trasnochados de vanguardia, hoy más que nunca nos movemos en un plasma indefinido, que está naciendo y expirando a cada instante. Aferrar algún sentido, darle un nombre a esta película proteica, será poco menos que una proeza de la crítica. No obstante, y por suerte para las jóvenes generaciones, la poesía ya no tiene que cumplir con la fastidiosa exigencia de ser moderna. Así como Hölderlin pudo sentirse —y también debió pagar con creces por ello— más coetáneo de Sófocles que de Schiller o de Goethe, en mi opinión hoy cuenta bastante más el poeta ocupado en buscar solitariamente una inflexión exacta para su poema, que aquél que aún no ha salido de su habitación pero ya tiene sus cuatro interlocutores a la vista.

Otra vez Robert Frost: “La posteridad podrá advertir, y también podrá, nuevamente, no advertirlo, que ésta, nuestra época, se ha dedicado desenfrenadamente a la búsqueda de nuevas maneras de ser nueva […] La poesía por ejemplo, fue probada sin puntuación. Fue probada sin mayúsculas. Fue probada sin un sistema métrico para medir el ritmo. Fue probada sin imágenes, salvo las visibles para el ojo. […] Fue probada sin contenido bajo el nombre comercial de poesía pura. Fue probada sin frase. Fue probada sin talento. […] Fue probada prematura al igual que la delicadeza de un ternero nonato. Fue probada sin emoción o sentimiento, como un crimen mal pagado en los bajos fondos”.

Si bien ha implicado un largo y doloroso proceso cuyas heridas están a la vista, todo esto —me atrevo a añadir a lo dicho por Frost—, todo este bárbaro racionalismo o experimentalismo descargado con tanta violencia sobre el discurso lírico, no ha podido borrar el cauce de la palabra poética ni mucho menos privar a los hombres de su enunciación creadora. Vale decir: no se han roto todas las vértebras de la canción, subsisten algunas que mantienen ligada la poesía a los sedimentos estéticos de la lengua. Ligamentos hechos con el hilo dorado de alguna metáfora que está por descubrirse; con lo permitido y tolerable de esa fecundidad que nos otorga el preguntarnos una y otra vez cómo hablaría en nosotros —si ello aún fuera posible— ese idioma adánico que cortejamos y veneramos en los grandes maestros.

Eximida de la vaga y onerosa carga de las épocas, la poesía puede hoy volver a caminar sin demasiada culpa por los jardines reconquistados de su infancia. Puede por fin, si quiere, abocarse otra vez al misterio de su música; hacer que el murmullo discontinuo de la duración, y el ritmo exacto de lo creado lleguen al unísono a nuestros labios.