Lo entrañable

Ricardo Herrera
(Cintio Vitier: Epifanías – Editorial Letras Cubanas)


 A fuerza de lidiar con la elocuencia y el lugar común, de medirse con la prosa y la realidad, el poeta redefine constantemente el concepto de verdad poética. El poema, aun el que obedece al orden compositivo más riguroso, anhela los desconciertos de la primera vez; teme y ansia las turbaciones de la entrega absoluta; aspira a una sorpresa emocional que se sobreponga a la fractura de la expresión, ésa que intermitentemente se abre entre la promesa de la poesía natural («Qué río multicolor qué melodía») y el cumplimiento de su representación escrita («Qué tropezadero qué punto y coma»). No tiene nada de raro, pues, que en tiempos como los que corren la palabra del poeta avance cada vez con más incertidumbre -recelosa tanto del sentimentalismo como del hermetismo, del formalismo como del informalismo- hacia el núcleo de lo entrañable que está en el origen de la vocación poética. Mientras lo entrañable emita sus señales, la poesía conserva sus posibilidades de vida; se mantiene a salvo del monstruo de la literatura, un monstruo que devora la cualidad enigmática de la existencia cifrada en la escritura al transformar el signo en fetiche. Consecuentemente, cada nuevo poema constituye «un salto en el vacío»; lo que equivale a decir que la posibilidad de la poesía oscila entre el reclamo y la pérdida de la poesía, entre la forma y lo informe. Casi no hay poema que no lleve en sí, como un estigma o un trofeo, la marca del desamparo y del extravío que la búsqueda de la poesía trae aparejada. Tales algunas de las cuestiones que suscitan la poética y la poesía de Cintio Vitier (Cayo Hueso, 1921) en el último libro suyo que ha llegado desde Cuba hasta nosotros: Epifanías.

La particularidad estilística que primero nos sale al paso al abrir el volumen es el progresivo adelgazamiento del lenguaje: un lenguaje cada vez más ingrávido, más asombrado, más afectuoso, en cierto modo turbado por la cantidad y la disparidad de vislumbres que salen a su encuentro. Atendiendo al poder germinal del silencio -concebido a imagen de una espera fecunda, ya que trabaja a favor de la decantación de la poesía- el poema se convierte en sede de una palabra asediada por la ausencia-inminencia de un sentido absoluto. Es el de Vitier un desasimiento en constante estado de búsqueda que avanza hacia su presa -lo entrañable- por bruscos saltos semánticos, por asertos enigmáticos: «Lo memorioso entre las cejas y los párpados / empuja, quiere romper, algo tan desatendido: / lo que amamos». La expresión rehúye el estilo cristalizado, la autonomía de la forma canónica (que el autor domina a la perfección, dicho sea de paso), no para darle oxígeno a la exhausta noción de originalidad literaria, sino por elementales razones de supervivencia anímica. El desasimiento del poeta genera una desnudez hecha tanto de atisbos oraculares como del tono menor de lo cotidiano. La mirada explora el espacio íntimo donde «se ven las cosas / despojadas de sí mismas / el vacío / que dejaron / el harapo / cristalino del vacío». En esa cavidad, la atención se concentra en la sustancia de luz, la transparencia del presente que refracta la claridad del pasado. En esa quietud, tan parecida a la de la hoja blanca, la palabra del poeta sale al encuentro de lo indecible «como un fantasma de su propio cuerpo / volando por el balcón de las viejas aventuras». Poesía de amor, por lo tanto; un amor que, justamente por lo que tiene de imposible, resulta doblemente conmovedor.

En Epifanías, la gravedad enigmática es tan imprevisible como el vuelo de una pluma: la elocuencia se vuelve sobre sí misma y se muerde la cola, las sentencias no acaban de posarse en la expresión rotunda, invariablemente dan un giro hacia lo efímero, anonadando el estruendo del significado en el rumor de la vida doméstica o en el silencio de una conciencia siempre atormentada por su insuficiencia de atención, de humildad. En el taller del heterogéneo cuarteto formado por Heráclito, J. R. Jiménez, Lezama Lima y Vallejo se templa el arabesco de Vitier, oscuro y luminoso a un tiempo. Entre la evocación del pasado y la afirmación del presente, allí donde coexisten el recogimiento que solicita el silencio y la aceleración de un mundo que avanza con una fuerza de dispersión arrolladora en sentido contrario, el arabesco vitierano -fugaz, frágil, leve- puja por abrirse paso hasta la afirmación del amor, un amor que aspira únicamente a serle fiel al poema del devenir: «Decir que sí o no Decir».

Una aguda conciencia de las malversaciones a las que suele ser sometido el arte de la palabra enfrenta y desarma las celadas retóricas que podrían deslizar la expresión hacia la vanidad del lucimiento o el engaño del efectismo. Más aún, dicha conciencia se incorpora al discurso: lo interroga, lo amonesta, lo alecciona, lo moldea en múltiples registros -versos sueltos, complejidad críptica, llaneza coloquial, giros melódicos, cuartetas rimadas- buscando restituirle al lenguaje una imprevista fuerza de secreto y conmoción. La expresión fluctúa entre el «jeroglífico de espuma» y la tonada, entre el «escenario único de lo cotidiano» y la rememoración. A la concepción simbolista de la lírica («Lo que usted necesita es un conjunto de palabras fascinadas») se le aproxima el humor sutil de una legítima sospecha de corte vallejiano: la magia de la pureza superlativa del gran estilo le escatima a la vida, a su propia vida y a la vida de la poesía, la ternura del diminutivo que pauta los íntimos sucesos diarios («¿Y perderemos las frasecitas, las entonaciones / los susurros los buenos días / con que hicimos la vida?»). De resultas del encuentro entre elementos tan dispares -un registro alto, religioso, de estirpe arcaica («El latín es la lengua prometida») y otro bajo, anecdótico, de sabor popular («ahorra ese Centavo que aún te queda / para comprar el granizado»)- la voz poética liga el recitativo de la escritura sagrada al bisbiseo oral de la conversación doméstica, sin dejar de hacer alguna que otra fugaz escala en el barroquismo lezamiano («Hoja de hilada nieve para decir / por la ventana entra un pedazo de luz», «en las sierpes nubosas del ocaso / secreto tinte vagamente dura»). La mezcla, por lo compleja e inestable, inquieta al poeta; se dice a sí mismo: “Este discurso está perdiendo gracia / Debo terminar / / Quisiera una Esmeralda Otro Sabor / El Mismo».

Los contrarios -tanto el laconismo de la máxima como la vivacidad coloquial- conspiran contra la posibilidad de la cohesión armónica: no llegan a fusionarse. Vitier, sin embargo, no retrocede ante los riesgos que amenazan su apuesta a favor de lo múltiple y lo desigual; acepta la menesterosidad a que lo somete su incómoda situación estética, legítima, ya que ineludible para él en tanto poeta y hombre religioso: «Atrás endecasílabo Rumbo / desconocido exige el puño de la ola que se rompe / con el malecón ciudad y olvido / / Ignoto rumbo miscelánea / de lo más entrañable…» Si la meta de la poesía es auscultar las pulsaciones de lo desconocido -expresando el amasijo indecible de lo que somos, la insoportable tensión de la caducidad- no es posible retirarse del espacio del perpetuo inquirimiento; no es posible sustraerse a la opresión del vacío y del silencio; no hay escapatoria para la escritura: «No tenemos salida Tenemos que esperar / que termine el juicio callado de la luz / Cada día este examen esta marea cuántica / esta inspección enceguecedora este cariño / atroz». Como se ve, las rupturas lingüísticas (la polisemia del vocablo «Rumbo», en su doble acepción de ostentación y de dirección; la postergación de las instancias métricas y la supresión de los signos de puntuación, para sugerir tanto urgencia como ahogo; la violenta cesura hecha tras la palabra «cariño», a efectos de subrayar la desmesurada exigencia a la que es sometida la entrega) apuntan sobre todo a dejar en evidencia el dramatismo de una palabra puesta permanentemente en estado de crisis por lo mismo que constituye el objeto de su esperanza y de su fe.

La confrontación de registros verbales llevada a cabo con vistas a expresar todas las dimensiones de lo entrañable es el emergente estilístico de un diálogo desigual: el que se establece entre una palabra que se confiesa precaria, extraviada, y un silencio nimbado por el poder de lo absoluto, poseedor de una respuesta siempre tácita, que se demora ad infinitum. Esa demora, paradójicamente, viene a acrecentar el valor de la postración verbal:

«¿Qué será de nosotros sin el signo / de interrogación sin la duda y la ignorancia? / ¿Cómo podremos ni siquiera morir / sin este verbo que la vida alimenta? / / En el sinfín de la esperanza como en el principio / Tiene que estar el Verbo / / Di una sola palabra».

La súplica desatendida acentúa la presión del silencio, y, consiguientemente, la vehemencia de la pulsión poética. A medida que el libro se acerca a su final, un nuevo elemento entra en juego: las consonancias ganan terreno, las rimas proponen un orden festivo, lúdico, que sin desentenderse del trascendentalismo abstracto de la línea semántica que tensa los poemas, le ceden la primacía inventiva a la carnalidad de la línea melódica. El logos escindido -alternadamente vuelto hacia lo Otro y lo Mismo, hacia el Verbo silencioso y hacia la palabra fragmentada- desemboca en la unidad erótico-musical del melos. Dos cubanos de pura cepa, Lolina y Pantaleón («Inocentica ella, / viudo y enlutado él hasta el talón») interpretan la «Sonata Primavera» de Beethoven: la unidad entre ambos registros -el alto y el bajo, el culto y el popular- se alcanza de un salto, en una imagen dinámica. Lo que aparece como separado a nivel literario, nos sugiere el poeta, se brinda espontáneamente unido en la existencia misma, tanto si una pareja de criollos hace música clásica en una casa vecina a la Plaza del Mercado de La Habana, como si leemos un texto tradicional en traducción o juzgamos la actualidad cultural a la luz de un texto tradicional («También leo el Periódico / Con los lentes anagógicos de Joaquín de Fiore / y el Evangelio de Mateo / se me superpone a todas las películas»).

El desencanto y la extrañeza, la responsabilidad política y el compromiso histórico -los cuatro puntos cardinales que ordenaron la vida intelectual del poeta durante su juventud y su madurez- cobran las características de una constelación que se eclipsa. Se diría, ahora, que la poesía está imantada tan sólo por la infinitud y lo ínfimo, por el «No sé» y el eco de los recuerdos, por el silencio místico de «La hoja» y el alboroto babélico de «Las palabras». «La hoja y las palabras», una serie de catorce variaciones dedicadas a ambos temas -siete a «La hoja» y siete a «Las palabras»- constituye, justamente, el eje del libro: un diálogo entre la inminencia de imposible y el brete de lo factible, entre la dilatada promesa del amor y los inevitables errores que se siguen de su cumplimiento. Dividido entre la perfección de la página blanca y la insuficiencia de todo poema, Vitier se sitúa frente al papel intacto como si éste fuese la quintaesencia de lo femenino, como ante una anunciación: hay genuina adoración en su actitud. Su voz desciende hasta el pianissimo («…Hoja santa», «…Cómo atormentas») para dar la nota justa de delicadeza extrema frente al silencio virginal que aguarda el milagro de la encarnación. Con las palabras, con lo encarnado, comienza el equívoco: la transitoriedad de la expresión, la insaciabilidad de la expresión, la desesperación de la expresión, y, finalmente, la concupiscencia de la expresión, que da lugar a la tristitia literaria. A mitad de camino entre la armonía y la desintegración se ubica el espacio de la poética vitierana, buscando la integración de los opuestos, la unidad.

La gnoseología de Vitier está íntegramente poseída por el fuego heraclitano («Estamos salvados. Estamos perdidos», «morir para la caducidad / Vivir la caducidad», «Su decir [el de la poesía] es no decir y no decir y no decir», «En fin tú sabes / Lo que no sabes», «No creas que hay mucho más. Lo demás es todo»), La mente se abisma en el torbellino de las paradojas: reverso enmarañado de la simplicidad doméstica, cifra oscura de las evidencias de la claridad, coágulo verbal del enigma. En ellas, los complementarios -bien y mal, agua y fuego, transparencia y tenebrosidad- se miran entre sí con el desasosiego de los gemelos, dudando de su identidad. En su oscilante reverberación semántica, las paradojas sugieren que la verdad es doble, que la ambivalencia es el secreto de la vida: «Un pedazo de luz lo asume todo / hasta la tentación que no perdona», «la mentira será el doble espalda / El Doble Anverso / el doble», «ellas [las palabras] vuelven vuelven vuelven / cabriolas de tinieblas lentísimas serpientes / enroscándose al jardín imaginario / que está en el fondo de la Hoja». Por consiguiente, el espacio metafísico que inaugura la blancura del papel es la posibilidad de cambiar el signo negativo de lo vivido. No obstante los yerros que pueden contener las páginas ya escritas, la última hoja blanca es la que concentra todas las expectativas eróticas del logos, porque al renovar su intacta gracia yacente le permite al poeta la posibilidad de una nueva posesión, de un nuevo nacimiento, lo cual, al fin y al cabo, es lo que más importa, si vivir consiste en ahondar y robustecer la dimensión de la dación padeciendo hasta la náusea la aflicción del error y la caducidad: «En fin a deshojarte vine / pues eres siempre la misma / y única / / El fondo plano en que consistes / consume los secretos del amor / / No, los envía los proyecta / como el picacho de nieve la epístola solar // Cuando termine de escribirte / sólo tendré entre las manos / todo // Sólo tendré entre las manos / nunca // Sólo tendré entre las manos / luz // Perdóname las muchas faltas como yo a ti te perdono / la soledad // Hoja santa».

Ricardo H. Herrera