El final de Renata

El final de Renata [1]

 Vladislav F. Chodasevic

La noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1928, en París, en una pensión miserable de un barrio miserable, después de haber abierto la llave del gas, se suicidó la escritora Nina Ivanovna Petrovskaia. «Escritora» – así ha sido definida en esta circunstancia por las gacetillas de los diarios. Pero es una definición que no se ajusta del todo a la verdad. Para ser sinceros, sus escritos, tanto por su cantidad como por su calidad, son insignificantes. El talento –no excesivo– que poseía, no supo, o, mejor dicho, no quiso «desperdiciarlo» en la literatura. La Petrovskaia, sin embargo, tuvo un papel de primer plano en la vida literaria moscovita entre 1903 y 1909. Su personalidad ejerció un fuerte influjo sobre circunstancias y acontecimientos que, aparentemente, no estaban vinculados con ella de ningún modo. Pero antes de hablar de esta mujer, es necesario hacer referencia al llamado «espíritu de la época», sin el cual la historia de Nina Petrovskaia sería incomprensible y estaría desprovista de todo interés.

Los simbolistas no admitían que se separase al escritor del hombre, la biografía literaria de la vida personal. El simbolismo no quería ser solamente una escuela artística, una corriente literaria. Aspiraba a convertirse en un método creativo-existencial; en esto radicaba su profunda verdad, acaso irrealizable; sin embargo, su historia coincide, sustancialmente, con la constante búsqueda de esa verdad. Se trató de una serie de tentativas, en algunos casos en verdad heroicas, destinadas a generar un compromiso entre arte y vida: una suerte de piedra filosofal del arte. El simbolismo buscó tenazmente en su propio ámbito el genio capaz de unir vida y actividad creadora. Hoy nosotros sabemos que ese genio no apareció, que la fórmula no se descubrió. Fue así que la historia de los simbolistas se convirtió en una historia de vidas malogradas y de potencialidades artísticas no desarrolladas del todo: una parte de la energía creativa y de la experiencia interior encarnaba en las obras, pero otra parte no lograba encarnarse y se consumía viviendo, del mismo modo que se desperdicia energía eléctrica cuando el sistema de aislamiento es precario.

El porcentaje de este «desperdicio» era variable, según los casos. En el interior de estas las personalidades luchaban el «hombre» y el «escritor». A veces vencía uno, a veces el otro. Generalmente la victoria le sonreía a la personalidad más favorecida por la naturaleza, a la más fuerte y vital. Si el talento literario era mayor, el «escritor» vencía al «hombre»; si, al contrario, la disposición vital superaba al talento literario, la creación artística pasaba a segundo plano, ahogada por una creatividad de otro tipo, existencial. Puede parecer raro a primera vista, pero, en principio, era normal en ese período y en ese ambiente que el «don de escribir» y el «don de vivir» fuesen valorados casi del mismo modo.

Al publicar por primera vez Seremos como el sol, Balmont escribió en la dedicatoria: «A Modesto Durnov, el artista que de su personalidad ha hecho un poema». No eran éstas, en ese tiempo, palabras huecas: llevaban impresas en sí, vigorosamente, el espíritu de la época. Modesto Durnov, pintor y poeta, ha pasado sin dejar trazas en el arte. Algún poema mediocre, algunas descoloridas viñetas y tapas de libros, nada más. Pero su vida y su personalidad inspiraron leyendas. Un pintor capaz de crear un «poema» en la vida, no en el arte, era un fenómeno absolutamente normal en aquel tiempo. Y Modesto Durnov no fue el único. Había muchos como él, y, entre éstos, Nina Petrovskaia. Su talento literario no era grande. Su talento para vivir era incomparablemente mayor.

 

De una existencia mísera y casual
hice una inacabable conmoción: [2]

 

esto habría podido decirlo de sí misma con todo derecho. Hizo de su propia vida un estremecimiento sin fin; con su capacidad creativa no hizo nada. Ella concibió «el poema de la propia vida» con más habilidad y decisión que otros. Es preciso agregar: ella misma, a su vez, inspiró un «poema». Pero de esto hablaremos más adelante.

Nina escondía su edad. Pienso que debe haber nacido cerca de 1880. Nos relacionamos en 1902. Cuando la conocí era una narradora incipiente. Si no me equivoco, era hija de un funcionario. Después de terminar el secundario, siguió unos cursos de odontología. Había estado de novia con un hombre, se casó con otro. Su juventud estuvo signada por un drama que a ella no le gustaba recordar. Por lo general, no le gustaba acordarse de su primera juventud, el período precedente a la «época literaria» de su vida. El pasado le parecía sórdido, mezquino. Se había encontrado a sí misma entre los simbolistas y los decadentes, en los círculos de Skorpion y Grif. [3]

Sí, allí se vivía una vida singular, en nada parecida a la que había vivido anteriormente. Quizás no se parecía a nada. Allí se esforzaban por transformar el arte en realidad y la realidad en arte. Los acontecimientos de la vida, por la oscuridad y la inestabilidad de la línea de demarcación con la cual se circunscribía lo real, no eran vividos única y simplemente como si perteneciesen a la vida; por el contrario, allí se transformaban de inmediato en una parte del mundo interior y de la creación. E inversamente, la obra, fuese quien fuese quien la escribiera, se convertía para todos en un acontecimiento real, en un hecho de la vida. Literatura y realidad eran creadas por fuerzas en cierto modo comunes, a veces en conflicto, pero unidas al fin en el desencuentro: las fuerzas de todos aquéllos que habían entrado en esa vida insólita, en la «dimensión simbólica». A mi entender, se trató de una verdadera creación colectiva.

Vivían en una tensión frenética, en un constante estado de excitación, de exaltación, de fiebre. Vivían sobre planos diversos en forma simultánea. En definitiva, estaban estrechamente confundidos en una red común de amores y odios, personales y literarios. Muy rápido, Nina Petrovskaia se transformó en uno de los nudos centrales, en uno de los lazos principales de esta red.

No estoy en condiciones de «delinear su carácter», como se supone que debería saber hacerlo un cronista. Blok, arribado a Moscú en 1904 para conocer a los simbolistas locales, le escribió sobre ella a su madre: «Es muy bella y bastante inteligente». Definiciones como ésta no son, en verdad, exhaustivas. Frecuenté a Nina Petrovskaia durante veintiséis años. Me ha parecido buena y mala, dócil y testaruda, vil y valiente, obediente y obstinada, sincera y falsa. Un sólo rasgo era constante, inmutable: tanto en la bondad como en la maldad, en la verdad como en la mentira, siempre, en todo, ella quería llegar hasta el fondo, hasta el último límite, y lo mismo le exigía a los demás. «Todo o nada» hubiese podido ser su divisa. Y es esto, precisamente, lo que la perdió; si bien no era tanto una característica suya cuanto un producto de la época.

Del intento de fundir en una sola masa vida y arte ya he hablado como si se tratase de la verdad del simbolismo. Una verdad que siempre deberá serle reconocida, si bien no sea de su exclusividad. Se trata de una verdad eterna que, sin embargo, el simbolismo vivió del modo más claro y profundo. Pero de ella también nació su gran error, su pecado mortal. Proclamando el culto de la personalidad, el simbolismo no le asignaba a ésta otro deber que el del «autodesarrollo». Exigía desarrollo, pero cómo, en nombre de qué y en cuál dirección, esto no lo indicó jamás, no quería ni sabía hacerlo. A los que entraban en la orden (ya que, en cierto sentido, el simbolismo fue una orden), se les exigía solamente un ardor y un movimiento ininterrumpidos, no importaba en nombre de qué. Todos los caminos estaban abiertos, con una sola condición: ir lo más rápido y lo más lejos posible. Este era el dogma único, fundamental. Se podía exaltar tanto a Dios como al Diablo. Se podía estar poseído por cualquier cosa, por cualquier entidad: lo importante era la plenitud de la posesión.

De esto se derivó una caza febril de emociones, sin importar cuáles fueran. Se consideraba que todas las emociones eran útiles, con tal de que fueran muchas e intensas. También de esto se derivaba su desinterés por el sentido de la oportunidad y las consecuencias. La «personalidad» se transformaba en un cofre de experiencias, la bolsa en la cual eran derramadas las emociones acumuladas indiscriminadamente – los «instantes», según la expresión de Briusov: «Recojamos los instantes destruyéndolos».

La consecuencia final de esta avidez de emociones fue un profundo, desolador vacío. Los avaros caballeros del simbolismo morían de hambre espiritual encima de sus bolsas colmadas de «emociones». Pero ésta fue la consecuencia extrema. La más inmediata, la que se manifestó mucho antes, casi en el acto, fue otra. El constante intento de reorganizar las ideas, la vida, las relaciones, hasta los propios hábitos, según el imperativo de la «emoción» de turno, llevó a los simbolistas a una constante declamación frente a sí mismos – a representar la propia vida como en un teatro de ardientes improvisaciones. Sabían recitar, pero el drama se transformaba en vida. Y el precio que terminaban por pagar no era exactamente teatral. «Pierdo jugo de arándano» gritaba el payaso de Blok [4] . Pero el jugo de arándano muchas veces se reveló como verdadera sangre.

El del decadentismo es un concepto relativo: la decadencia se mide en relación con una excelencia inicial. Es por consiguiente absurdo aplicar la noción de decadentismo al primer simbolismo, que no representó de ningún modo una crisis de valores con respecto al pasado. Fueron más bien los errores que se originaron y se desarrollaron en el interior del simbolismo los que dieron lugar a su decadentismo, a su decadencia. El simbolismo, creo, nació con este veneno en la sangre. Una sangre que, en diversa medida, corría por las venas de todos sus adeptos. En cierta medida (o en un cierto período) cada uno de ellos fue un decadente. Nina Petrovskaia (pero no sólo ella) del simbolismo tomó nada más que el decadentismo. Quiso recitar su propia vida de un tirón, y en la observancia de este deber, sustancialmente falso, se mantuvo sincera y fiel hasta el final. Fue una verdadera víctima del decadentismo.

El amor le ofrecía al simbolista o al decadente el camino más directo y más rápido hacia una inagotable fuente de emociones. Bastaba que el individuo estuviese enamorado y rápido veía asegurados todos los artículos de primera necesidad lírica: la Pasión, la Desesperación, el Éxtasis, la Locura, el Vicio, el Pecado, el Odio, etc. Por lo cual, todos vivían enamorados, y, si no lo estaban, se convencían de estarlo, soplando con todas sus fuerzas sobre la menor chispa de cualquier sentimiento que se pareciese al amor. No por nada, justamente, celebraban fenómenos como «el amor por el amor».

Un sentimiento auténtico tiene toda una gama de intensidades: desde el amor eterno a la infatuación fugaz. Para los simbolistas, la sola idea de «infatuación» era repugnante. Ellos debían, de cualquier amor, extraer las máximas posibilidades emotivas. Todo amor debía, según su código ético-estético, ser fatal, eterno. Buscaban lo superlativo en todas las cosas. Si no lograban convertir en «eterno» un amor dejaban de amar. Pero el fin de un amor y cada nuevo enamoramiento debían estar acompañados de profundos traumas, tragedias interiores, y hasta de un cambio en la concepción del mundo. Todo se llevaba a cabo en función de esto último.

El amor, y las emociones que de él se derivan, debían ser vividos con la máxima tensión y plenitud, sin matices, sin aditivos casuales, sin aborrecidos psicologismos. Los simbolistas buscaban alimentarse de las más fuertes esencias del sentimiento. El sentimiento auténtico e individual, concreto e irrepetible. Un sentimiento inventado o exasperado está privado de esas cualidades y se transforma en una abstracción de sí mismo: en la idea de un sentimiento. Por eso, tan a menudo, suele escribírselo con mayúscula.

Nina Petrovkaia no era hermosa. Pero en 1903 era joven, y esto ya era mucho. Era «bastante inteligente» como dijo Blok, era «sensible», como habrían dicho si hubiese vivido un siglo antes. Lo más importante, sin embargo, era que sabía «ponerse en sintonía». Y rápido se transformó en objeto de amores.

Primero se enamoró de ella un poeta, uno que se enamoraba de todos, sin excepción. Le ofreció un amor impetuoso, capaz de carbonizar. Rehusarlo, para la Petrovskaia, era imposible: la impulsaban su deslumbrado amor propio (ese poeta se estaba convirtiendo en una celebridad), el miedo de parecer provinciana, pero, sobre todo, la doctrina ya asimilada de los «instantes». Había llegado el momento de empezar a «probar emociones». Se convenció a su vez de estar enamorada. El primer romance se encendió y rápido se apagó, dejando en su alma un sabor desagradable, parecido al gusto que nos queda en la boca después de una borrachera. Nina decidió «purificar su alma», en verdad bastante profanada por el poeta «orgiástico». Renegó del «Pecado», se vistió de negro, se hizo penitente. Era justo arrepentirse. Pero para ella se trató de «la emoción de la penitencia» más que de un genuino arrepentimiento.

En 1904 Andrei Bely era todavía muy joven, tenía cabellos rubios y ensortijados, ojos azules, y ejercía un enorme atractivo. El sotobosque periodístico se burlaba de sus versos y de su prosa, que sorprendían por su novedad, su audacia y, a veces, por fogonazos de verdadera genialidad. Cómo y por qué su genio se malogró después, es otro asunto. En ese entonces esa desgracia no se podía prever.

La gente quedaba fascinada. En su presencia todo se transformaba de golpe, se movía o se iluminaba con su luz. Era realmente luminoso. Incluso hasta los que lo envidiaban, creo, estaban un poco enamorados de él. Hasta Briusov, a veces, quedaba hechizado. La admiración general, naturalmente, alcanzó a Nina Petrovskaia. Primero fue infatuación, después amor.

¡Oh, si en esos tiempos hubiesen podido amar simplemente, en nombre de la persona amada y de sí mismos! Pero no, entonces se debía amar en nombre de alguna abstracción, o a la sombra de ésta. Nina, en este caso, debía amar a Andrei Bely en nombre de su vocación mística, en la cual ambos se forzaban a creer. Y él, obligadamente, debía aparecérsele en el fulgor de su aureola, no digo falsa, pero sí… simbolista. Vestían su pequeña verdad humana, el simple amor humano, con los atavíos de una verdad infinitamente más alta. En la negra túnica de Nina Petrovskaia aparecieron un rosario negro de madera y una gran cruz, también negra. También Andrei Bely llevaba colgada al cuello una cruz de ese tipo…

¡Oh, si él hubiese dejado de amarla, si la hubiese traicionado! Pero no, él no dejaba de amarla, «huía de la tentación». Huía de Nina para que el amor excesivamente terrestre de la mujer no manchase su inmaculada casulla. Huía de ella para poder brillar de modo todavía más enceguecedor delante de otra mujer, que tenía un nombre, un patronímico (y aun el nombre de la madre) evidentemente simbólicos: ella era la hipóstasis de la Esposa vestida de Sol. [5] Y a lo de Nina iban los amigos de Bely, místicos balbucientes y exhaustos, a sermonearla, a acusarla, a ofenderla: «¡Señora, os habéis arriesgado a profanar nuestro profeta! ¡Vos robáis los caballeros a la Esposa! ¡Estáis representando un papel demasiado tenebroso! Estáis inspirada por la Bestia que emerge del abismo».

Así jugaban con las palabras, estropeando los significados, y estropeando las vidas. Más tarde le envenenaron la vida a la Esposa vestida de Sol y a su marido, una de las voces más altas de la poesía rusa.

Nina volvió a hallarse sola y, además, ofendida. Era natural que, como muchas mujeres abandonadas, desease vengarse de Bely y, al mismo tiempo, recuperarlo. Pero toda la historia ya había entrado en la «dimensión simbolista», y en esa dimensión continuó desarrollándose.

Una vez, en el otoño de 1904, le dije casualmente a Briusov que encontraba muchas buenas cualidades en Nina. «¿Qué pretende sugerir?» respondió severamente «¿qué es una buena ama de casa?»

La ignoraba con ostentación. Pero pronto, apenas se perfiló la ruptura con Bely, cambió de tono, ya que a raíz de su propia posición no podía permanecer neutral.

Briusov era el representante del demonismo. Como tal, debía «enardecerse con crujido de dientes» delante de la Esposa vestida de Sol. Y por consiguiente, la rival de ésta, Nina, de «buena ama de casa» se transformaba en algo más importante, adquiría un halo demoníaco. Le propuso una alianza –en contra de Bely– que rápido fue consolidada con un amor recíproco. Otra vez, por lo tanto, todo era bastante comprensible y natural: en la vida suceden a menudo cosas así. Era comprensible que Briusov, a su manera, amase a Nina; comprensible que ella buscase inconscientemente en él un consuelo, una satisfacción a su orgullo herido, y que esa unión fuese un modo de «vengarse» de Bely.

En esa época Briusov se ocupaba de ocultismo, de espiritismo y de magia negra. Probablemente no creía en esas cosas, pero creía que ocuparse de ellas era un gesto que expresaba un determinado estado del alma. Pienso que la postura de Nina era la misma. De seguro no creía que las prácticas mágicas, a las que se dedicaba bajo la guía de Briusov, le devolverían el amor de Bely, pero vivía todo eso como una verdadera alianza con el Diablo. Deseaba creer que era una bruja. Era una histérica, y quizás era precisamente eso lo que atraía a Briusov: por los más actualizados textos científicos (tenía mucha consideración por la ciencia) sabía que en el «gran siglo de la brujería» eran consideradas brujas –y ellas mismas se tenían por tales– las mujeres histéricas. Si las brujas del siglo XVI se habían revelado, «a la luz de la ciencia», como mujeres histéricas, para Briusov, en el siglo XX, valía la pena tratar de transformar una histérica en una bruja.

Por otra parte, no confiando demasiado en la magia, Nina probó otros medios. En la primavera de 1905, en el pequeño auditorio del Museo Politécnico, Bely dio una conferencia. En el intervalo, Nina Petrovskaia se le acercó y le disparó a quemarropa con una browning. El arma falló y rápido se la arrancaron de las manos. ¿Cómo es que no lo intentó de nuevo? Un día, mucho después, me dijo: «No me interesa más. La verdad es lo maté aquella vez, en el Museo». Su «verdad» no me sorprendió, tan confundidas estaban en las mentes imaginación y realidad.

Lo que para Nina se convirtió en el punto central de su existencia, para Briusov no era más que una de las tantas series de «instantes». Cuando se agotaban todas las emociones producidas por una determinada situación de vida, Briusov sentía el llamado de la pluma. La novela El ángel de fuego representó en forma debidamente cifrada toda la historia: en el Conde Enrique representó a Bely, en Renata a Nina Petrovskaia, en Ruprecht a sí mismo. [6]

En la novela, Briusov desató de un sólo golpe todos los nudos de las relaciones entre los protagonistas. Inventó un desenlace y le puso la palabra «fin» a la historia de Renata antes de que el conflicto real, inspirador de la trama de la novela, se resolviese en la realidad. Con la muerte de Renata no murió Nina Petrovskaia; para ella, por el contrario, la novela se prolongó de un modo desesperante. Aquello que para Nina era todavía vida, para Briusov se transformó en material novelesco ya utilizado. Era penoso para él revivir hasta el infinito los mismos capítulos. Comenzó a alejarse cada vez más de Nina. A iniciar nuevas y menos trágicas historias de amor. A dedicar la mayor parte de su tiempo a los asuntos literarios y a toda clase de reuniones (de las cuales fue siempre un apasionado). Hasta se sintió atraído por el fuego hogareño (estaba casado).

Para Nina fue un nuevo golpe. En ese tiempo (ya estamos cerca de 1906), sus tormentos por Bely se habían atenuado, aplacado. Pero ella ya había asumido el papel de Renata. Ahora la amenazaba un terrible peligro: perder también a Briusov. Intentó apelar a un reconocido método femenino: quiso retener a Briusov despertando sus celos. Estos fugaces romances (de «pasajeros», como los definía) suscitaban en ella disgusto y desesperación. Despreciaba a los «pasajeros» y los trataba de modo ofensivo. Pero todo fue inútil. Briusov era cada vez más tibio en su trato. A veces intentada aprovecharse de las traiciones de la mujer para romper con ella definitivamente. Nina pasaba de un estado de ánimo al otro: ora amaba a Briusov, ora lo odiaba, pero siempre presa de la desesperación. Se quedaba dos días tirada en el diván llorando, sin comer ni dormir, la cabeza cubierta con un pañuelo negro. Los encuentros con Briusov no eran menos tensos. A veces tenía accesos de furor: destrozaba los muebles, rompía los objetos tirándolos «como los proyectiles de una catapulta», según está escrito en una escena de El ángel de fuego.

En vano acudió a los papeles, luego al vino. Por último, ya en la primavera de 1908, probó la morfina. Después lo inició a Briusov en la morfina, y ésta fue su verdadera, aunque inconsciente, venganza. En el otoño de 1909 la intoxicación le provocó una enfermedad casi mortal. Apenas se hubo restablecido un poco, se decidió que debía irse al extranjero: «al destierro», afirmaba ella. Briusov y yo la acompañamos a la estación. Se iba para siempre. Sabía que nunca volvería a ver a Briusov. Partió sin estar curada del todo, acompañada de su médico. Esto ocurría el 9 de noviembre de 1911. Siete años habían durado sus sufrimientos moscovitas. Y ahora iba rumbo a nuevos dolores, destinados a durar otros dieciséis años.

No conozco los detalles de su vagabundeos por el extranjero. Sé que de Italia pasó a Varsovia, y de ahí a París. Aquí, en 1913, creo, se tiró por la ventana de un hotel ubicado en el Bulevar Saint-Michel. Se rompió una pierna que se soldó mal y la dejó renga.

La guerra la sorprendió en Roma, donde vivió hasta el otoño de 1922 en una miseria estremecedora, entre arrebatos de desesperación y accesos de humildad a los que seguía una desesperación más tormentosa aún. Fue mendiga, pidió limosna, zurció la ropa blanca de los soldados, escribió guiones para una actriz de cine, padeció de nuevo el hambre. Bebía. A veces caía en la más profunda degradación. Se convirtió al catolicismo. «Mi nuevo y secreto nombre» me escribió «registrado en alguno de los imborrables pergaminos de San Pedro, es Renata».

Odiaba a Briusov: «Me ahogaba una frenética alegría con sólo pensar que ahora era él quien no me tenía, que eran otras las destinadas a sufrir. Quién sabe cuáles otras. Liuvob, para ese entonces, ya había sido dejada de lado… Yo en cambio vivía, vengándome de él con cada gesto, con cada pensamiento».

Llegó aquí, a París, en la primavera de 1927, después de cinco años de vida desgraciada en Berlín. Se presentó en condiciones miserables. Encontró no pocos amigos. La ayudaron cuanto pudieron y, creo, incluso más que eso. A veces se lograba encontrarle algún trabajo, pero ella no estaba en condiciones de trabajar. Vivía en un eterno estado de ebriedad. Si bien no había perdido la razón, era como si ya estuviese fuera de la vida.

En los diarios de Blok, hay una extraña anotación fechada el 6 de noviembre de 1911: Nina Ivanovna Petrovskaia «está muriendo». Blok había recibido la noticia desde Moscú, pero ¿por qué había escrito «está muriendo» entre comillas?

En esos días, Nina estaba de verdad muriendo: estuvo gravemente enferma, como ya he contado, antes de dejar Rusia. Pero Blok puso esas palabras entre comillas porque había acogido la noticia con irónica incredulidad. Sabía que, ya desde 1906, regularmente, Nina Petrovskaia prometía morir, matarse. Durante veintidós años vivió pensando de continuo en la muerte. A veces se canturreaba a sí misma:

 

Mamita desesperada
a morir me preparaba.
A morir. No ha perecido,
pero el tiempo ha transcurrido.

 

Releo sus cartas. 20 de febrero de 1925: «Creo que no doy más». 7 de abril de 1925: «Usted seguramente piensa que estoy muerta. Todavía no». 8 de junio de 1927: «Se lo aseguro, no hay otra salida». 12 de setiembre de 1927: «Un poco más y ya no tendré necesidad ni de alojamiento ni de trabajo». 14 de setiembre de 1927: «Esta vez moriré pronto».

Así en las cartas del último período. No tengo a mi alcance las anteriores. Pero era siempre igual, tanto en las cartas como en las conversaciones.

¿Qué la demoraba? Creo saberlo.

La vida de Nina era una improvisación lírica con la cual (conformándose a parecidas improvisaciones de otros personajes) ella trataba de crear algo preciso, acabado: «el poema de la propia personalidad». El fin de la personalidad, al igual que el poema sobre ella, era la muerte. En sustancia, el poema había sido llevado a término en 1906, el mismo año en el cual se detiene el argumento de El ángel de fuego. Desde entonces, tanto en Moscú como en sus peregrinajes por el extranjero, no hizo más que prolongar un tormentoso, terrible e inútil epílogo, carente de acción. No es que Nina tuviese miedo de destruirlo: no podía. Su instinto de artista que crea la vida como un poema le sugería que el final debía estar ligado a algún acontecimiento definitivo, al corte de ese último hilo que aún la mantenía adherida a la vida. Y al fin también esto sucedió.

Desde 1908, después de la muerte de la madre, había quedado a su cargo una hermana más joven, Nadia, una criatura de cuerpo y mente delicados (de pequeña le había sucedido una desgracia: la habían quemado con agua hirviente). No se la podía considerar una idiota, pero tenía una calma y una irresponsabilidad anormales. Daba mucha lástima. Era solidaria de la hermana mayor casi hasta la total abnegación. Naturalmente, no tenía una vida propia. En 1909, partiendo de Rusia, Nina la había llevado consigo, y, desde entonces, Nadia había compartido con ella todas las desventuras de su vida en el extranjero. Fue la única y última criatura que, ligada realmente como lo estaba a Nina, la ataba a la vida.

Durante todo el otoño de 1927 Nadia estuvo enferma, con quieta y sumisa resignación, tal como había vivido. Y murió del mismo modo, silenciosamente, el 13 de enero de 1928, de un cáncer de estomago. Nina fue a la cámara mortuoria del hospital. Pinchó con un alfiler el pequeño cadáver de la hermana, y después, con el mismo alfiler, se pinchó a sí misma en una mano: quería infectarse, morir de la misma muerte. La mano se hinchó, pero sanó pronto.

En ese período Nina me frecuentaba. Una vez se quedó en mi casa durante tres días. Me hablaba en esa extraña lengua de principios de siglo que en una época nos unía y era usual entre nosotros, pero que desde entonces me había deshabituado a oír.

Con la muerte de Nadia se escribió la última frase de un epílogo que duró demasiado. Un mes después, con su propia, modesta muerte, Nina Petrovskaia le pondría punto final.

 

Versailles, 1928
Traducción de Ricardo H. Herrera

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Extraído de la versión italiana de Necrópolis, al cuidado de Nilo Pucci. En relación con el poeta ruso Vladislav F. Chodasevic (1881-1939), vale la pena transcribir la página que Nabokov le dedica en Habla, memoria: “Vladislav Chodasevic solía quejarse, en los años veinte y treinta, de que los jóvenes poetas emigrados se habían apropiado de la forma artística de su obra mientras que, por otro lado, seguían a las camarillas que imponían la moda de la angoisse y de la reforma del alma. Llegué a sentir una gran simpatía por este hombre amargo, forjado con ironía y talento metálico, y cuya poesía era una maravilla tan compleja como la de Tyutchev o Blok. Tenía, físicamente, un aspecto enfermizo, con desdeñosas aletas nasales e hirsutas cejas, y cuando evoco su imagen en mi mente jamás se levanta de la silla de respaldo duro en la que está sentado, con sus flacas piernas cruzadas, los ojos centelleando de malicia e ingenio, sus dedos enroscando en una boquilla la mitad de un pitillo Caporal Vert. Hay pocas cosas de la poesía moderna que puedan compararse con los poemas de su Pesada lira, pero, por desgracia para su fama, la perfecta franqueza que se permitía cuando alzaba la voz para hablar de las cosas que no le gustaban le granjeó algunos enemigos terribles en el seno de las camarillas críticas más influyentes. No todos los mistagogos eran como el Alyoscha de Dostoyevski; también había unos pocos que recordaban a Smerdyakov, y la poesía de Chodasevic fue acallada con la meticulosidad de una venganza mafiosa.” (N. del T.)>>
  2. Cita no literal de una poesía (El oro) de V. Ja. Bruisov.>>
  3. «El escorpión» y «El grifo»: casas editoriales a las cuales está estrechamente ligada la historia del modernismo y del simbolismo rusos. Skorpion publicó desde 1904 hasta 1909 la revista «Vesy» («La balanza»), órgano oficial del simbolismo.>>
  4. En la pieza La barraca de los saltimbanquis.>>
  5. Se trata de Liubov Dimitrievna Mendeleeva, mujer de Alexandr Blok. «Liubov» significa «amor».>>
  6. En 1934, en Moscú, la editorial «Academia» publicó una pequeña antología de la poesía de Bruisov. En el apéndice figuraban unos «Materiales para una biografía», pergeñados por la viuda del poeta, la cual confirmaba que en la base de El ángel de fuego había un «episodio» real.>>