Editorial

Ricardo H. Herrera/ Luis O. Tedesco

 

“Al poseerse/ los amantes dudan. / No saben ordenar sus deseos. / Se estrechan con violencia, / se hacen sufrir, se muerden / con los dientes los labios, / se martirizan con caricias y besos. / Y ello no es por puro placer, / porque secretos aguijones los impulsan / a herir al ser amado, a destruir / la causa de su dolorosa pasión. / Y es que el amor espera siempre / que el mismo objeto que encendió la llama / que lo devora, / sea capaz de sofocarla. / Pero no es así. No. Cuanto más poseemos, / más arde nuestro pecho y más se consume. / Los alimentos sólidos, las bebidas / que nos permiten seguir vivos, / ocupan sitios fijos en nuestro cuerpo / una vez ingeridos, y así es fácil / apagar el deseo de beber y comer. / Pero de un bello rostro, de una piel suave, / nada se deposita en nuestro cuerpo, nada / llega a entrar en nosotros salvo imágenes, / impalpables y vanos simulacros, / miserable esperanza que muy pronto se desvanece.” (Lucrecio, «De rerum natura, Lib. IV». Versión de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar, en Antología de la poesía latina, Alianza, Madrid, 1981.)

Tanto por su hedonismo como por su pesimismo, estos viejos versos de Lucrecio dedicados al fracaso de la unión amorosa nos han hecho pensar en la malograda relación que el poeta de nuestro tiempo sostiene a veces con la poesía. En parte porque la esencia de la poesía se va tornando día a día más evasiva, en parte porque los intentos por aferrarla con la palabra son cada vez más destructivos, el paralelo puede ser útil para comprender el proceso del desdoblamiento, ese proceso que transforma a las imágenes poéticas en «impalpables y vanos simulacros» y a la fe del poeta en «miserable esperanza». Al igual que a los anónimos amantes evocados por Lucrecio, a muchas voces recientes «secretos aguijones las impulsan a […] destruir la causa de su doloroso pasión». Como consecuencia de ello, la palabra desdeña la plasticidad formal que provee el arte, al tiempo que una suerte de insociabilidad crítica instalada en la entraña misma de la escritura torna irreversible la desintegración de la potencia poética. La exigencia de cumplimiento absoluto o de satisfacción esencial, para usar la fórmula de Rimbaud, hace arder los significados hasta el absurdo, los convierte en cenizas. De los dos elementos que conforman el fenómeno estético que denominamos poesía -la imaginación y la crítica (o la sensibilidad y la inteligencia)- el segundo avasalla al primero. Un exasperado hedonismo crítico conspira contra la integridad de las formas estéticas: las cuestiona «con violencia», las «hace sufrir». La escritura de poesía se desdobla cada vez más aceleradamente, hasta el punto de que no sería exagerado afirmar que en la actualidad ella encarna mejor que ningún otro arte la experiencia del desdoblamiento, una experiencia en la cual la crítica pierde su fuerza organizadora, se hipertrofia y genera un espacio de libertad ficticia en el que la dimensión estética se debilita o desaparece por completo. Lógicamente, en la medida en que coarta las iniciativas de la imaginación y de la sensibilidad, una crítica que consolida el estado de impotencia es pesimista, aunque se defina en sentido contrario; de hecho, este tipo de inteligencia ha dejado de ser  aliada de la poesía, ha pasado a transformarse en su enemiga. En la medida en que nadie que escriba poesía puede sustraerse al estado de vértigo que genera esta situación, la crisis tiene algo de insoluble, ya que sería absurdo exigirle al poeta que deje de lado su cultura literaria cuando comienza a trabajar en un poema. Más bien, por el contrario, la facultad analítica que le permite ahondar la profundidad del fenómeno poético debe mantenerse siempre viva, siempre activa. Es ella, justamente, la que nos permite apuntar estas observaciones hechas a contramano de la transformación que venimos describiendo; hechas a contramano, aunque no al margen de la irresistible tendencia al desdoblamiento que hoy aflige al arte de la palabra. El secreto de la poesía no reside ni en el exclusivo desborde imaginativo ni en el encarnizado ejercicio de la crítica, aunque esos dos componentes sean esenciales; el don nupcial del poema logrado coincide con la posibilidad de enardecer y conciliar ambos elementos en tensión, tal como los apasionados y lúcidos versos de Lucrecio citados al principio lo demuestran ampliamente.