Jorge Leonidas Escudero: Desajuste y autorrepresentación

Valeria Melchiorre


Hoy, a más de noventa años de su nacimiento, se podría decir que Jorge Leonidas Escudero es un poeta consagrado. Que así lo prueban la reciente aparición de su Poesía Completa.[1] ; los estudios académicos que se le han dedicado a su obra; el Doctorado Honoris Causa que recibiera por la Universidad de San Juan; la antología en México; y los documentales que se filmaran en torno a su vida y a su palabra poética, en especial Oro nestas piedras, proyectado en espacios tan legitimadores como lo son el Centro Cultural de la Cooperación o el MALBA. Sin embargo, estos hitos de un progresivo reconocimiento no han bastado para situar al poeta y a su obra en un lugar central del mapa poético argentino, o siquiera en algún punto de muchos de sus trazados. Lejos de toda coordenada vinculante con el mismo, aislado en su provincia natal y en una muy propia práctica del poema, el derrotero de Escudero le asegura una pertenencia a esa casta de poetas cuya obra se concreta al margen de todos los focos y de todas las tendencias. En el análisis de esta ubicación o de este desajuste, nunca tan cabal como en el caso de Escudero, vamos a centrarnos aquí. Y en sus huellas, convalidaciones, causas o paliativos en el texto, al menos desde una de las perspectivas que se nos ofrecen: la figura del poeta como autorrepresentación.

 

Escudero y el campo literario argentino. Para afirmar que la obra de Escudero ha pasado hasta el momento inadvertida, o más bien ha sido excluida de las principales sistematizaciones que se han hecho de la literatura argentina, basta echar un vistazo a las historias más recientes –la dirigida por Noé Jitrik, o la más acotada, escrita por Martín Prieto–; y a otros armados restringidos al género, como por ejemplo la antología Puentes/ Pontes, a cargo de Jorge Monteleone en el 2003, muestras contundentes de una flagrante ausencia.[2] La escasez de trabajos publicados acerca de esta producción es otro de los indicios de una invisibilidad cuya razón fundamental puede resultar una obviedad. Escudero, desde la periferia geográfica del desierto sanjuanino, no escapa a un destino que signa y estigmatiza a la mayoría de los escritores del interior del país, sobre todo cuando dichos escritores no han venido a Buenos Aires más que en contadas ocasiones; o cuando, por distancia tanto concreta como simbólica, su gravitación los deja fuera de los ejes donde se tejen todas las famas: en especial, el eje Buenos Aires-Rosario. Además, no hay que olvidar que, más allá de la asiduidad con que ha salido a la luz cada uno de los más de veinte libros de Escudero y de lo prolífico de su obra, su presencia se ha visto reducida en los comienzos a su propia provincia. Es recién en 2001, y tras breves apariciones en La danza del ratón a fines de los 80, que los mismos promotores de dicha revista facilitan la difusión de esta obra en un medio capitalino a partir de su publicación en Ediciones en Danza, alianza que continúa hasta hoy.[3]

Pero a estos factores determinantes, en el caso que aquí nos concierne, han contribuido innegablemente otros, más o menos voluntarios pero igualmente decisivos a la hora de la relegación. En principio, que el lento camino hacia la consagración se ha visto favorecido por una actitud similar por parte del poeta, quien publica por primera vez a los cincuenta años y escapa de este modo a los beneficios –muy discutibles, por cierto– de una carrera precoz. En segundo lugar, que Escudero no suma a la práctica del poema otros modos de intervención en el campo intelectual, forma de la renuencia que no hace más que evitar todo atajo posible hacia la visibilización. Por lo pronto, se desentiende de cualquier tipo de activismo o de polémica sonante en el terreno de lo político o en el de lo estético. Y, desvinculado de cualquiera de las tareas que propone el medio cultural, no sólo no incursiona en el ejercicio de otros géneros de la literatura sino que se resiste también a otro de los gestos propicios para una mayor circulación e integración: la crítica literaria. Declara a este propósito en 2007: “Eso no es lo mío, yo estoy en otra cosa. A mí me gusta escribir, producir” (El Zonda, San Juan, 7 de octubre de 2007).

Todos estos condicionantes, circunstancias o elecciones confluyen en el diseño de un itinerario que se realiza por fuera de los circuitos habituales de la validación o del intercambio con pares, fenómeno más que sabido para cualquiera que haya escuchado el nombre de Escudero. Es decir que el poeta, lejos de someterse a los compromisos que requiere la frecuentación del ámbito literario, permanece en una zona que es la de la libertad pero también la del aislamiento. Y que, si tal circunstancia lo exime de lazos con grupos o tendencias, también le impide usufructuar de muchos de sus provechos. Lo cierto es que, por todos estos motivos, la trayectoria de Escudero estaría mucho más acorde a las premisas del «mundo inspirado» que a las del «mundo relacional», tal la distinción que propone, con todas sus variantes intermedias, la reciente crítica sociológica –me refiero sobre todo a los desarrollos de Nathalie Heinich en su libro Être écrivain..[4] Y que lo que interesa aquí es ver de qué manera las marcas de esta trayectoria son legibles en la construcción de la persona autoral en la obra. A saber, cómo dicho aspecto de la poética de Escudero corrobora o lleva los vestigios de la (auto) marginación, al menos respecto del campo literario argentino que es donde le toca actuar.

 

Los retazos de una autobiografía. Que crítica externa y crítica interna no están reñidas es un principio que, de Bourdieu a esta parte,[5] ha permitido superar muchas de las exageraciones en que han caído las corrientes exclusivamente centradas en el texto. La integración de ambas vertientes, no sólo conduce aquí a una lectura con ribetes sociológicos, sino que se corresponderá con otras reposiciones igualmente conciliadoras entre texto y extra-texto. Por lo pronto, es dable señalar que, en el caso específico de Escudero, este camino se justifica a priori por un rasgo saliente de su poética: la importancia que cobra el horizonte referencial como evocación de un mundo,[6]  con indicios más que precisos de una franca coincidencia con la realidad más real.

En lo que hace a la construcción del yo, este fenómeno se actualiza a partir de la conformación de un cierto espacio autobiográfico, no sistemático, por cierto, y más bien fragmentario, del que el poema “Referencias”, de Umbral de salida (1990), es un claro ejemplo:

 

El tatarabuelo por lado de mi papá
salió de La Rioja hace cuándo
en una sequía grande y ¡Ea! ¡Quiá! ¡Ea!
con sus animales por delante
fue a dar a El balde, en San Luis.

Tuvo allí descendencia hasta que mi padre
dio un saltito a Mendoza, dobló hacia el norte
y acampó aquí. Ya estamos en San Juan, pues.
Entonces fue que Leonidas casó con la Margarita
y aparecí yo en escena.

Nací en calle Santa Fe a pasitos de Alem,
junto al taller de don Manuel Trías, mi tío,
donde una vez me quemé en la fragua
pero no aprendí la lección
ya que en otros asuntos me he quemado siempre.

Después con mi abuelito por parte de madre
fui a la finca del Médano de Oro, y ya se sabe
que todavía ando con olor a pájarobobo y pichana.
                                                                           (2011: 193)

 

La genealogía personal del sujeto poético no es incongruente con el yo que se postula como enunciador del texto, en este poema y a lo largo de la producción en general. Así, por lo pronto, aparece una ascendencia familiar de raigambre exclusivamente provinciana, sin lazos evidentes con la cultura letrada, y más bien ligada a las actividades de la tierra o a las que el propio yo se vinculará como minero: el “tatarabuelo” migró “con sus animales por delante”, el “padre” “acampó”, el “tío” tiene un “taller” donde se trabaja con metales, y es el “abuelito” quien lo lleva a “la finca del Médano de Oro”. El enclave geográfico, que será el lugar de nacimiento del sujeto poético, se propone como la ubicación tanto del sujeto de la enunciación como del enunciatario: el enclítico y el tiempo de la presencia en primera persona del plural –“y acampó aquí. Ya estamos en San Juan, pues” – transforman dicho marco espacial en el sitio donde se dirime el presente de la escritura y, por qué no, al que nos transporta la lectura.

El entorno que será privilegiado a lo largo de todo el itinerario poético es este: el de un territorio y sus pobladores, evocados generalmente con la misma precisión con que se pacta en el anterior poema la cercanía con el orden de lo más concreto: “Nací en calle Santa Fe a pasitos de Alem”. A tal efecto, la recurrencia del topónimo y del nombre propio es más que clave. Los primeros cumplen en diseñar una cartografía puntual, detallada y ampliamente referenciable, en que cabe la alusión a los paisajes y a la naturaleza sanjuanina: “Hasta que remontamos la cuesta de El Colorado./ […]/ el pasto de Tudcum para que sus caballos anden,/ el cuadro esmeraldino de Guañizuil,/ los pensiles potreros de Angualasto” (104). También los nombres propios, incluido el del autor, “on Jorge” (403), contribuyen muchas veces a un verosímil constatable en la realidad empírica –tanto el “bar” como su dueño, “don Douglas” (376), aparecen en escena en el último de los documentales filmado en torno al poeta–; y dan cuenta de la proximidad del yo que enuncia con una serie de figuras que participan de un mismo universo rústico, cuyos oficios el texto se encarga muchas veces de resaltar: “Minero Riquelme” (22), “el peón de los Varas” (31), “Gaucho José Dolores” (51), “Oscar Basanta”, el “pirquinero” (265), “La Felinda” (286).

Con la intervención o no de esos personajes, que sólo leídos en su conjunto cumplen en configurar o adecuarse a determinados estereotipos, se van desglosando los episodios, retaceados, por cierto, de una autobiografía. Y las anécdotas de que el yo ha sido protagonista o testigo van conformando una intrahistoria que se combina a veces con la historia de San Juan –en el poema “Canto a San Juan” (54)–; con una mitología pequeña y local –ésta es la dimensión que cobra la fauna, por ejemplo, en la evocación de pájaros como el “allicantu” o el “yastay” (253)–; y que, salvo nimias excepciones, tiene lugar lejos de Buenos Aires: tal la percepción que el yo manifiesta cuando mira por televisión el fútbol de los domingos (49). En todo caso, la construcción de la voz en el texto tiene que ver con esa cotidianeidad con el medio que se vive –de ahí la importancia del habla en la poesía de Escudero–; y que, cuando gira en derredor del yo que la organiza, se centra en las experiencias capitales de un periplo vital concreto, coincidente con el de la persona autoral. El poema antes citado culmina con una estrofa que sintetiza las sucesivas etapas de dicho trayecto, cuyos motivos se declinarán a lo largo de toda la producción; y a los que podríamos sumar el tema del amor:

 

Más tarde oficié de jugador, busqué tesoros,
entré a las minerías, pasé por el folklore
y llegué a una oficina donde me hice viejo.
Y escribí versos
porque si a vos te meten la cabeza bajo el agua
no se te ocurre otra cosa que poder respirar. (2011: 193)

 

El poeta como (auto) ficción. Tal énfasis en ciertos aspectos autobiográficos y en sus hitos tangibles incide, seguramente, en la importancia que cobrarán las actividades a las que el yo es adepto –especialmente la minería y el juego–, cuyas isotopías se irán cruzando en el texto. Pero, asimismo, cuando el motivo es el oficio poético –“Y escribí versos”, leemos en el poema anterior–, el afán de autorrepresentación da lugar a una arista prominente y compleja, muy útil a los efectos de rastrear los lazos entre la obra y sus limitaciones, prospecciones o fortalezas en términos de validación. Porque lo que va surgiendo es la figura del poeta, [7] a la que por proyección el propio Escudero adhiere o en cuyo armado intenta ubicarse. En sus paradojas o grietas se leerán las marcas de un itinerario y de su emplazamiento/ desajuste real respecto del campo literario.

 

Posiciones, definiciones, antagonismos. En principio, comencemos aquí por señalar ciertos hitos en la construcción subjetiva que, si bien no son frecuentes a lo largo de la producción, son relevantes a la hora de echar luz sobre la ubicación de Escudero y de su obra en el contexto de otras trayectorias poéticas. Nos referimos, específicamente, a la afirmación de algunas posiciones en el texto, ocasiones en que el yo se encarga de demarcarse de cualquier participación en el medio intelectual, ya renegando de muchos de los atributos de quienes se asimilan al mismo, ya estableciendo una distancia considerable con algunos de sus estereotipos.

Lo primero se logra en la confesión de la ignorancia, destacando la propia incapacidad de acceso a la alta cultura. Leemos en un poema de Aguaiten (2000):

 

[…] Ayer mismo
leía a filósofos y al famoso Einstein
pero nada entendí. Menos aún
cuando hablé con los amigos del café
pues sobre este asunto son tan brutos como yo.
                                                                            (2011: 440)

 

Se consigna, por lo pronto, un entorno –“los amigos del café”– que no resulta un ámbito propicio para la discusión de ideas; y que está muy lejos de cualquier vínculo con el mundo de lo letrado. Pero además, el sujeto poético pone de manifiesto su ineptitud –“nada entendí”, “brutos como yo”–, lo que incide en la gestación de una figura que, oscilando entre la modestia y el desparpajo, se encuentra en las antípodas de la del escritor erudito.

Semejantes resultados tiene la segunda de las vetas: allí donde el yo se define por oposición. Porque el desprecio por el afán enciclopédico y la apreciación de la modestia como virtud es lo que se desprende cuando se arremete contra algunos de los tipos propios de cierta intelligentzia. Tal el caso del poema “Pa loj que se cren”, en que el yo se dirige a un tú cuyos saberes se menosprecian burlonamente –“Memorizador atrevido, rata de archivo”–, de quien se destaca la ostentación de los mismos –“y aunque sea hablando de bueyes perdidos/ ponís fechas de nacimiento y muerte”–, y al que se acusa, en líneas generales, de arrogante –“Sacás pechuga” (511). La actitud del sujeto poético es de franca confrontación con este modelo:

 

te las agarraste conmigo el otro día.
Yo estúpido de mí sí sí tenís razón
dije porque me tomaste descuidao.
Ahora vas a tener que escucharme.

Es que vos
por querer ganar cualquier conversación
atropellás a codazos y patadas.
Te las das de distinguido perro lanudo
y sos un triste intelectual
lleno de pulgas y garrapatas.

Menos mal que hay poca gente así
pues les resulta caro comer libros
naa más que paa vomitarlos
encima de algún inocente desprevenido
como fui yo ayer. (2011: 511)

 

El yo, aquí virulento y polémico, ha asumido en su momento actitudes más remilgadas e ingenuas. La persona apostrofada es tildada de irrespetuosa y de soberbia. Y su condición se destaca en la secuencia de la frase, de modo que el apelativo “intelectual” adquiere una connotación peyorativa: por su oposición con “distinguido”; y por su ridiculización, en la asociación con un perro “lleno de pulgas y garrapatas”. Lo que aquí se cuestiona al intelectual, su habilidad para “vomitar” libros, es similar a lo que se cuestiona a cierta clase de escritores de los que el sujeto poético busca diferenciarse: “Loj escribidore”. Leemos:

 

Aquí voy hablarles de ajenos atrevimientos,
y no es porque yo sea mejor que naides.
Sino porque hoy
amanecí temoso por falta de sueño.

¿Qué les he contar?
Qui últimamente fui a una biblioteca
y estoy sustao con la poesía
al ver tanto libro sin tuétano.
Muchoj escribidore se dan güelta el cerebro
y como a bolsillo vacío naa les cae.

[…]

Sigo:
Naa que decir y escriben pa qué,
como de apuro y de lo diente p’ajuera;
y algo mas pior, hacia adentro
donde únicamente ellos se entienden.

Hacen nido en el libro como pavos riales,
ponen güevadas
y sacan crías pal olvido. ¡La pucha!
se cren bonitos y andan moniando al puro cuesco.
                                                                         (2011: 450)

 

Esta vez, caen bajo la mira quienes comparten con el yo el oficio poético. Se trata, supuestamente, de ciertos poetas y no de todos, aunque la generalización traiga como correlato la idea de abundancia: “tanto libro sin tuétano”, “Muchoj escribidores”. En la evocación de los mismos, se subrayan diversas características de esta escritura que busca denigrarse. En principio, la vacuidad, que puede leerse como una falta de contenido y de sustancia, y cuyo resultado es la inutilidad: “naa les cae”, “Naa que decir y escriben pa qué”. Por otro lado, se destaca la ausencia de una labor más sostenida y concienzuda –“como de apuro”–; al par que se señala la escasa implicación en lo que se escribe, una suerte de superficialidad que denota más la preeminencia de la pose que de lo genuino: “de lo diente p’ajuera”. Lo que se denosta es también la posible legibilidad de lo escrito, dificultad que complota contra el acceso a una mayoría que no sea la del grupo restringido al que sólo los “escribidore” pertenecen: “donde únicamente ellos se entienden”. Se insiste finalmente en la futilidad de tales prácticas –“güevadas”–, en su intrascendencia y caducidad vistas desde el largo plazo –“pal olvido”–, y en la soberbia de quienes las llevan a cabo –“pavos riales”, “se cren bonitos”.

De lo anterior se infiere que la construcción de la figura autoral en el texto, lejos de revelar una fraternidad con el medio literario, se presenta recortada del mismo. Así, en la exageración de ciertos rasgos que dejan al yo ajeno a la cultura libresca, y que la encarnación de la voz poética se encargará de confirmar o de desmentir. En la antinomia con algunos sectores, por su parte, se leerán a contraluz los valores a los que se adhiere, entre los que se pueden deducir, con más o menos claridad, virtudes como la autenticidad, la consistencia, el trabajo arduo, el compromiso, la humildad y la capacidad de llegar a un público mayoritario. Y allí es donde la erudición no incide necesariamente de manera positiva, ya que lo que interesa es la experiencia del mundo: “porque ningún genio desos/ entiende más que yo de los turnos de agua” (529), leemos en un poema de Endeveras (2004). Lo curioso es que todas estas afirmaciones, conducentes a diseñar, en la (auto) figuración, una forma de vínculo con el campo intelectual, se realizan una vez que el poeta Escudero ya tiene una trayectoria por detrás: todos los textos citados pertenecen, de hecho, a libros publicados a partir de 2000. Es dable suponer, entonces, que aquello que se ataca o se prioriza viene a paliar ciertas deficiencias, a acentuar los beneficios de las carencias, o a subrayar las fortalezas de las que, a determinada altura del itinerario, se tiene plena conciencia; y que han contribuido a confinar esta obra a un lugar secundario del mapa poético argentino. En tal sentido, es sugestiva la percepción de que todo reconocimiento aquí y ahora es una “Gloria efímera”. En el poema que lleva este título, sobreviene la humorada a la hora de la propia consagración, que es, por qué no, la vía más efectiva para salvaguardarse en tiempos de indiferencia. El yo/ poeta, lejos de tomarse en serio los honores, insiste en cultivar la modestia como una manera de sobrevaluar lo que se ha perseguido –o logrado–, y de ser coherente con lo que se ha esgrimido. El texto es del 2007, cuando ya se han cosechado algunos éxitos en términos de legitimación:

 

Y hasta sepan ustedes que ya en noche alta
volvía galardonado por calle solitaria
cuando unos perros ladraron. Me asusté
y al volver la cabeza se me cayó de la calva
la corona de laureles.

No dije a mi escudero: “Ladran Sancho
señal que cabalgamos” sino que
me bajé del caballo
y llegué a mi casa a pie. (2011: 649)

 

El buscador que espera. Hay otras facetas del yo/ autor que no son indicadores tan precisos de su manera de interactuar con un entorno literario –o más bien de despegarse del mismo–, pero que señalarán oblicuamente en tal dirección, y cuyo peso en la construcción identitaria no podemos obviar. En efecto, si hay una característica harto conocida de la obra de Escudero es la asimilación del yo que enuncia con la figura del buscador de oro, asociación que reposa, por cierto, en un hecho concreto de la vida real: como se viera antes, dicho oficio es uno de los rasgos salientes de su (auto) biografía. Pero lo que interesa aquí es que, transpuesta en el texto, dicha experiencia dará lugar a una isotopía frecuente de cuyo desplazamiento se procederá a hablar de otra búsqueda: la del poema. Así, el buscador de oro será también el de la palabra. Y este eje tendrá como contrapeso y complemento un motivo clave, del que poco se ha hablado pero que es igualmente prominente en la representación de la persona autoral: la inspiración.

Desde las primeras figuraciones del buscador de oro, uno se pregunta si esta quimera no metaforiza otras, más vinculables con aspiraciones existenciales y por ende con sus (in)concreciones estéticas: “O será mi destino perseguir con denuedo/ un metal que relumbra cada vez más lejano” (2011: 91), leemos en uno de los primeros libros del poeta. De ahí en más, para el lector de Escudero, los términos oro/ poema serán intercambiables, apreciación en que incide, seguramente, la viabilidad de la equiparación, dadas las variadas tradiciones áuricas con que cuenta la poesía; pero también un determinado horizonte de recepción: el imaginario de la minería, de tan exótico para la gran mayoría, resulta más consustancial a los territorios de lo poético que a un tangible universo real. El propio Escudero no escapa, probablemente, a estos tramados que su escritura propone; y, ya avanzado el itinerario, se encarga de insistir en el posible contagio entre ambas esferas. A veces, procede dejando algunos vacíos semánticos, o más bien apelando a la polisemia de algunos términos, como es el caso de la palabra “tesoro” en “Búsqueda arcaica”:

 

Existe un tesoro, anoticio
porque ando en su búsqueda y deseo
compartirlo con vosotros.

Me desvive encontrarlo
y toda la gracia que le adjudico
es su inviolable lejura.

Exige sacrificio, vivir para él,
y heme que speranzado nalcanzarlo
a fuer de colchón lo pongo en mis insomnios.
[…]

Es el mesmo que busco desde niño
y gora al vejecer sigo buscando
porque hei ser mi destino.  (2011: 309)

 

La “búsqueda” del “tesoro” invita aquí a una interpretación que no puede limitarse al significado literal del texto. Sobre todo porque, como se lee en la última estrofa, el tesoro es el “mesmo” en la niñez y en la vejez, lo que impide identificar tamaña aventura únicamente con la actividad concreta de la minería. Pero, otras veces, Escudero no se apoya en la ambivalencia, y establece un paralelismo claro entre ambas prácticas: el empeño por hallar el oro es comparable al que se pone en el oficio poético. Leemos en la estrofa final de “¿Quimeras?”:

 

Esperen que sigo: En la cordillera
de Colangüil y ahí busqué empecinao
hasta que casi fallecí de desilusión. Pero
decía mi bisabuelo: “A dónde irá el buey que no are”,
de modo
que bajé a la ciudá y m’ enganché ‘n la búsqueda
de la palabra única, esa
la que tampoco. (2011: 591)

 

Si en el anterior poema la búsqueda del tesoro se extendía a lo largo de toda una vida, aquí la secuencia temporal impone una divisoria de aguas: en una primera etapa, el yo se inclina por perseguir el metal precioso; en una segunda, se tratará de la “palabra única”. En todo caso, las dos actividades conllevan marcadas similitudes. Porque los resultados son igualmente dudosos –“su inviolable lejura”, leemos en el primer poema, “[…], esa/ la que tampoco”, leemos en el segundo–; y las exigencias que suponen son semejantes: “Me desvive”, “Exige sacrificios, vivir para él”, “insomnios”, “empecinao”, “A dónde irá el buey que no are”.

De ahí que, cuando el motivo sea exclusivamente el poema, se insista en estas vicisitudes que el oficio comporta:

 

Acercamiento es todo pero no
consigo más que aproximaciones tristes
[…]
introduciéndome dos dedos en la boca y trato
de destrabar la lengua, pero está pegada,
no habla, no quiere, no sabe
palabra luminosa como espero. (2011: 475)

 

El fragmento citado es sólo un ejemplo entre otros. Lo cierto es que, trátese del oro o de la “palabra luminosa”, la dificultad en el hallazgo se convierte, por su recurrencia y contundencia, en uno de los ejes centrales de la producción de Escudero. Y el camino de quien se lanza a estas tareas será un terreno escarpado. Voluntarismo, compromiso, laboriosidad y obstinación son las aptitudes que se (auto)asigna el poeta: encontrar la “palabra justa” es, de hecho, un acontecimiento que tiene lugar “[…] tras los muchos intentos fallidos” (307), explica el autor en el prólogo a Cantos del acechante, de 1995.

Pero si la figura del buscador remite fundamentalmente a la acción emprendida, como contrapeso surge otra arista que insiste en las virtudes de la pasividad: de hecho, si uno se estruja el “cerebelo” sólo “sale merdosidad” (429). Así, va coagulando en el texto el concepto de inspiración. Y lo curioso es que esta noción, de tan larga data en la tradición poética, se presenta en ocasiones de un modo similar a como ocurría con la búsqueda de la palabra: en su cruce con otra de las experiencias del yo autobiográfico. En efecto, el imaginario de los juegos de azar, afición que el sujeto poético ha evocado tantas veces en el texto, ofrece un registro que le es propio; y que, por analogía, sirve para hablar de cuestiones vinculadas con la creación del poema. El pasaje de una esfera a la otra reside una vez más en la habilidad para asegurar cierta ambivalencia. Leemos en “Parar la oreja”:

 

Como las orejas del gato
que hacia cualquier ruido apuntan
así escucho hacia adentro de mí
qué dice el pálpito.

Hago así porque él sabe
si aparece o no la chispa. ¿Qué chispa?:
la que ilumina lo oscuro.
Más no se puede decir
porque es difícil de explicar.
De ahí que yo cace conocimiento oculto
con como orejas de gato estar atento
a ver qué pasa en el centro de mí.

Y esta es la brújula es para definir qué;
es la corazonada es; pero no nos engañamos
a veces y nos desoímos
cuando la mente bruta habla
y su voz tapa
a la voz del pálpito en el centro de uno. (2011: 482)

 

El yo apela a una jerga del mundo de la ruleta y de las cartas –“pálpito”, “corazonada”– para aludir a los fenómenos ligados a la intuición. En el contexto de la obra, esta capacidad de captación perceptiva –de adivinación, será por momentos (504)– es fácilmente trasladable a la experiencia del sujeto como poeta: aquí, por lo pronto, lo que aparece o no gracias al “pálpito” es una “chispa” que “ilumina lo oscuro” (482), imagen consecuente con la luminosidad del oro y de la “palabra luminosa” (475). Y si en este poema la intuición requiere de la escucha y de la atención, es un “conocimiento oculto”, indefinible e inexplicable, en que la razón no hace más que interferir negativamente –“mente bruta”–; que hay que cazar pero que, paradójicamente, se alza desde el centro del ser –“adentro de mí”, “centro de mí”, “centro de uno” (482)–, variantes similares intervendrán en cada una de las cristalizaciones de este fenómeno en los textos. Siempre se tratará de una voz que hay que escuchar, suerte de fuerza ajena que sin embargo adviene en la interioridad, y que es contraria a todo raciocinio: “[…] el eco/ de la ajenidá”, “dejar que hable la inmentalidá” (678), leemos en el poema “El pálpito”; que en otros poemas, más claramente centrados en la escritura poética, será un “intruso” (506), el “Espíritu” (308) , el “pájaro llamador” (525), “el pájaro famoso de la inspiración/ y otras un sapo intuitivo”, “[…] el otro,/ el que está escondido siglos y siglos atrás” (636); e incluso “[…] Sol/ Viento Caminos Cielo Amor y Dolor” del que el yo es un simple “ventrílocuo” (668). Porque la inspiración se transforma en un estado/ irrupción tan frecuente y arrollador, que por su intervención el poeta se ve reducido a la mera condición de conducto o vía, forma de la despersonalización que da lugar a la figura del medium.[8] Es lo que sucede en “Mirada al centro”: “Acechante de mí, mirar oculto, ver/ si llegó el esperado visitante,/ el intérprete, ser, dicho mi ser por él. (308).

De todos modos, el empleo feliz de la sintaxis y del ritmo ocasiona, en los últimos versos citados, una significación no unívoca por la cual se superponen las cualidades de “visitante” e “intérprete”; y “ser” y “ser dicho” se vuelven consustanciales al punto que, en el momento de la creación poética, la identidad parece abismarse en la indecisión; y no hay un límite exacto entre el yo y lo otro, o entre acción y pasión. De ahí que los dos ejes estudiados, el de la búsqueda y el de la inspiración, confluyan indiscernibles a lo largo de muchos de los textos. La combinación aparece, por ejemplo, en el poema “Caza furtiva”, aunque aquí sean más distinguibles los dos polos como se dirime el proceso del creador a la obra:

 

Aguaiten:
la poesía se deja ver cuando gusta
y uno la alcanza si le alcanza el salto. Entonces
cada uno cante lo suyo
en la rama que se le cante. Intente
lo mucho a nombrar y escaso,
lo necesario y difícil. Escarben
debajo de las cáscaras busquen
la palabra única.

Búsquenla, mejor dicho espérenla;
Y aunque cierto es vano decir a otro cómo
hay que caminar,
les digo aquí un modo de cazar gorjeos
de pájaros emisarios, pero es obvio
que si no naciste con dedos de guitarrero
te es mejor tocar otros asuntos. (2011: 420)

 

En los primeros versos, se subraya la prioridad que tiene la inspiración por sobre toda deliberación; y cualquier gesto intencional del yo está condicionado por una aparición previa, que en la ambigüedad de la postulación es legible también como la posesión de un determinado don o talento: “y uno la alcanza si le alcanza el salto”. La voluntad y el empeño como rasgos implicados en la búsqueda de la palabra se cifran al fin de la primera estrofa: “[…] Escarben/ debajo de las cáscaras busquen”. Aunque inmediatamente se redefinen los términos: buscar y esperar se transforman en sinónimos, al par que la primacía se otorga a la segunda de las instancias: “Búsquenla, mejor dicho espérenla”.

Respecto de estas dos modalidades con cuya intervención se dirime la suerte del texto, Escudero enfatiza más allá de la obra. Así, se sigue avalando la condición de poeta inspirado como forma de autorrepresentación, también en las entrevistas que se le hicieran: “[…] a mí me tiene que caer antes de arriba el tema”, “me viene un pálpito”. Y se puede muy bien asociar el afán que se pone en la búsqueda con el arduo trabajo de corrección al que, según sus declaraciones, Escudero somete sus poemas: porque “Yo tengo que acertar”, aclara (La danza del ratón, 14 de abril de 1997). Lo que es seguro es que la recurrencia de ambos ejes en la construcción de la figura autoral tiende a poner de relieve la importancia que se asigna a la ejecución del poema; y ambos son reveladores, a su vez, de la plena asunción de una vocación y de un destino poéticos. Leídos desde una perspectiva que incluya el terreno de lo sociológico, estos factores, no sólo desdibujan cualquier pretensión de ingenuidad atribuible al poeta, sino que también compensan cualquier desajuste en relación con el campo literario. De hecho, el concepto de inspiración, y todos sus derivados, convienen y sobrevienen especialmente en aquellas obras que se inscriben en trayectorias propensas a la (auto) marginación. Porque si algo consolidan es la figura de la excepcionalidad: el poeta, en tanto poseedor de un tal don, pasa a distinguirse del resto de los mortales. [9] Esto nos dice Escudero, a su manera, en los últimos versos de “Caza furtiva”: “que si no naciste con dedos de guitarrero/ te es mejor tocar otros asuntos” (420).

 

Riesgo y utopía. Como observábamos antes, especialmente en “Búsqueda arcaica”, la actividad de la búsqueda se entiende como un sacrificio, como un compromiso en que se va la vida entera. Esta impronta va a marcar cada una de las experiencias que el yo consigne en el texto, desde los primeros libros, de modo tal que todo lo que se emprenda será encarado con la misma radicalidad. Y lo que se va articulando en torno al yo que enuncia es su inclinación a asumir riesgos –“apuestas” (404), dirá el yo/ jugador– que desafían todos los límites. Sin red de contención parece operar el yo, cuyas marcadas pérdidas y sus posibles ganancias se sostendrán y justificarán en un motor común: la utopía. La aventura/ itinerario del poeta encontrará todo su vitalismo en esta intrepidez a que la meta ansiada convoca.

En cuanto al riesgo, aparece como una cualidad proyectable en los otros, con los que el yo, sin embargo, es fácilmente asimilable. Así sucede con los que comparten el oficio de cateador –“los cateadores viven un sueño devorante/ y avanzan por el filo entre todo y la nada” (35)–; con los comprovincianos, como el sanjuanino: “lo crió el viento zonda que es un lindo pretexto/ para jugarse a fondo las cartas de la vida” (57); con el hombre que, como él, se despide de una mujer en pos “de apostar al destino a cara o cruz” (199); y con todos los que se subsumen en la primera persona del plural: “pálpito aquí donde nos jugamos un sueño” (40). El pacto con los extremos signa cada una de las actividades a las que el sujeto poético se lanza, y todas las circunstancias por las que atraviesa. Como vimos, ocurre con la minería; y obviamente, con el juego, cuya naturaleza y registro se corresponden a la perfección con esta tendencia: “Así se sintetiza mi aspecto venturero,/ mi juventud en flor, entrar a fondo/ y salir del casino con los pies por delante” (248). Pero también, el arrojo es el gesto que se destaca cuando se evocan las peripecias de amor –“[…] Me juego, estoy jugado” (293)–, al punto de promoverse la intensidad contra todas las medias tintas: “Si te hiere un amor agudizá la herida/ […]/ las penas mediocres no hacen huella en la historia” (356). Tales opciones inducen a afianzar ciertas particularidades del sujeto poético, que llega a identificarse con “un expedicionario impenitente”, a compararse con “un Prometeo” y con “un Ícaro” (152), y a autodefinirse como quien está dispuesto a todo: “soy un excedido” (199).

Aplicado al terreno de la creación poética, el concepto de riesgo surge en el vértigo que supone la consecución de la palabra, como se lee en “Autorretrato”: “para andar por las cornisas/ tras palabras que le faltan/ para entrar por debido silencio” (271). Y los desplazamientos entre las diferentes aventuras que el sujeto poético emprende dan lugar a una serie de contagios. Así, en Los grandes jugadores, de 1987, será la apuesta en el poema a lo que se aluda oblicuamente, al par que se ponga en marcha el imaginario de la ruleta. En uno de los textos, tras evocarse un estado que tiene mucho que ver con el de la inspiración, leemos:

 

Esto lo aprendí en mis estrujamientos,
un cavilar nocturno
escribir fino, lixiviar ceniza,
quemarme los ojos en vista de todo.

Acércate a la mesa como idiota,
como si estuvieras ajeno a todo
y coloca la apuesta donde tu corazón diga ¡Ah! (2011: 160)

 

Una vez más, la interpretación se funda en la ambivalencia. Está, desde ya, la remisión a la escritura –“escribir”. E, inmediatamente, se apela a la actitud del jugador, que lleva los rastros de la del poeta inspirado por el rol que cumplen la percepción –“los ojos en vista de todo”– y la intuición –“donde tu corazón diga ¡Ah!”–; y porque se insiste en el abandono de la razón y en el contacto con la otredad –“como idiota”, “ajeno a todo”. La radicalidad del riesgo asumido, por su parte, también aparece connotada: “quemarme”.

Pero, cualquiera sea el motivo o la ocasión, los resultados de la osadía se leerán en términos de pérdidas y de ganancias. Las primeras son contundentes –“Todo lo conseguido fueron llagas” (137)–, lo que contribuye a delinear la figura del fracasado. Fracasados son muchos de los personajes que, como el yo, van tras la búsqueda de imposibles, y también el sujeto poético, en las distintas esferas en que le toca actuar. En “Rula”, por ejemplo, se nos participa de una tozudez que lo ha llevado a perder todo – “Insistí ciegamente y perdí todo” (360)–, circunstancia que, lejos de tomarse con seriedad, se aliviana y aligera en la dicción: “[…] Llegó entonces el hada rigurosa/ que a veces me reta, gritó imbécil,/ has caído en estrujarte la cabeza” (360). Al igual que aquí, la sorna y la comicidad en torno a los propios errores arrecian con frecuencia en las adversidades. De allí un perfil antiheroico del yo, que coincide con el cultivo de la modestia. Algo similar puede ocurrir cuando el tema es el poema:

 

Ntonces a la soledá no le gustó
mi pensamiento,
parece que tenía ganas de pelear,
y dijo vos creíste
que eso que cazaste era una mariposa
cuando muchas veces fue sólo una mosca negra.

Me levanté del banco y caminé diciéndole:
Señora, no sea imprudente.
La soledá replicó:
Chas moscas negras dejaste nel papel
clavadas con alfiler,
¿de qué te laj dai ahora?
Puede ser, musité, pero por ahí
alguna mariposita garré
y eso es lo bonito, lo fiero
dejémoslo de lao, adiós me voy a dormir. (2011: 672)

 

La voz de la “soledá” se inmiscuye encarnando el juicio negativo acerca de la práctica de la escritura, advirtiendo al poeta de sus desaciertos, e instalando la incertidumbre en torno a los resultados. Pero el tono general y la respuesta impermeabilizan contra todo sentimiento de catástrofe, y por ende contra toda decisión que pondría fin a la vocación asumida.

Porque, en definitiva, siempre hay una ganancia, ya sea la “mariposita” (672) en el verso; ya en la minería –“has visto paisajes bonitos allá arriba/ así que ahora estás en ganancia” (171)–; ya el “gozo” en la visión y hasta “A veces un oasis pequeñísimo” (137). Es verdad que, en ocasiones, el sujeto poético se creerá merecedor del oro tan ansiado, sólo por saber de la naturaleza de las apuestas (91). Pero de por sí, más allá de esos pequeños atisbos, el sujeto poético podrá justificar toda su empresa en la obtención de una sola recompensa: la preservación de las ilusiones. Así, el sólo hecho de haber creído, y de creer todavía, parece más que suficiente para sostener cualquier acometido. Esto es lo que explica el yo a su mujer, en épocas poco afortunadas: “hemos tenido años de esperanza” (168).

De allí la consolidación del concepto de utopía, que cabe muy bien a los buscadores/ jugadores empedernidos como quien enuncia en el texto. Respecto de las teorías que pergeñan “los martingaleros”, leemos:

 

Es excelente eso ya que de tal manera
se mantienen las fábulas de Lin Lin, El Dorado,
la Ciudad de los Césares,
Trapalanda y tierras adyacentes. (2011: 131)

 

Los martingaleros “son útiles en fabricar lejanos países” (131), al igual que el sujeto poético, que en tanto poeta se considera un fabricante de esperanzas (390). De hecho, también él se ha pasado buscando “el País de los Césares, El Dorado,/ la fantasmal Trapalanda”, y se ha empecinado en señalar una meta innominable –“allá allá allá” (377). Tal vez, dicha obstinación se avenga con el cuestionamiento del carácter ilusorio de las utopías –“¿Lo utópico es realmente utópico?” (377)–; pero, en líneas generales, basta el “hambre última” de lo que aún no se ha visto (486) y el regocijo en perseguir estos objetivos para mantenerlos vivos: “[…] voy/ detrás del vellocino de oro y me alcanza” (408).

Cualquier ganancia que no sea ésta, y que se comprenda como un logro, se entiende, incluso, como el fin de todo deseo, como la obturación del gozo: “porque implica una horrible verdad; haber llegado./ Y el que ha llegado ya no necesita nada,/ menos todavía jugar” (504). Es por esta razón que el camino del poeta se inscribe y se escribe en el disfrute, en el paladeo de las posibles revelaciones e inminencias. Leemos en “Senderear”:

 

Y en eso ando, camino este es
mi senderear con palabras ir
por pasto de luz y agua escondida
en los nacederos de la evidencia.

Y aunque también aquí las avalanchas
borrarán todo, estos mis rastros dejo, voy
suelto
semejante a en el cerro aquellos animales
que andan en lo que son hasta morirse. (2011: 457)

 

El recorrido supone un territorio en que la palabra se alimenta del frescor de la “evidencia”. Y un andar únicamente atado a como el ser se manifiesta, con soltura y libertad, lejos de toda pose e impostura. La expectativa, tal lo que se intenta aquí demostrar, no parece ser otra que esta, tales los “rastros” que el poeta imagina dejar. El riesgo es “sin adelanto ninguno” (96), como la poesía. Incluso a sabiendas de que “las avalanchas” podrán borrarlo todo (457), y que los versos estarán muchos “escritos en el agua olvidadiza” (303).

Afirmaciones concurrentes con dicho concepto de utopía, con la felicidad que implica el camino emprendido sin esperarse otro provecho, se esgrimen más allá de los poemas. Para Escudero, la búsqueda es un fin en sí mismo, tal como explica en el prólogo a Verlas venir, de 2002, donde también declara: “Prologo esto porque estoy conforme con lo que hice, aunque no pude hacer más ni llegué adonde iba porque tampoco había previsto a dónde ir. Entonces estoy conforme por haber caminado hacia una vez más” (2011: 489). Aparentemente, el rédito perseguido es simplemente éste, tal la ficción de sí que los textos esbozan. Ninguna premeditación parece haber guiado el itinerario del poeta, lo cual, leído desde su relación con el campo poético, permitiría justificar la falta de recompensa. Y la duda en los logros, en tanto viabilidad de un destino post-mortem para el autor y su obra, se aviene bien, una vez más, con la modestia. El yo elucubra lo que dirán de sí tras la muerte: “parece vanidoso y mírenle la cara, tiene/ que haber sido nomás un tonto en vida,/ un decidor de palabras huecas […]” (475).

 

Conclusiones. La construcción de la figura autoral en el texto, tal fue nuestra propuesta, a la vez se nutriría y echaría señales en otra dirección: la trayectoria real de Escudero en su relación con el campo poético argentino. Así, las contingencias u opciones que suponen iniciarse a los cincuenta años y escribir desde el desierto sanjuanino, en el aislamiento y la desvinculación de un medio literario propicio para la difusión, pasan a aflorar en el diseño de un yo/ poeta a la manera de correspondencias, exacerbaciones o paliativos de esta situación. Por lo pronto, la relevancia de ciertas peripecias ligadas a un orden distinto al de la escritura van pautando también las apariciones del sujeto poético cuando éste se aplica a la práctica del poema: tal la confluencia cuando lo metapoético se cruza con las isotopías de la minería o del juego. Y, dado que dichas aventuras del yo están muy alejadas del mundo de lo letrado, el contagio contribuye a la fabulación de un sujeto/ autor que se manifiesta desde una distancia considerable con el campo intelectual. Esta distancia, lo señalamos, se pone de relieve incluso a partir de ciertas definiciones: la confesión de la propia ignorancia, el antagonismo con algunos de los estereotipos de la intelligentzia y con algunos modelos de escritores. En definitiva, una posición que se alza contra toda cultura libresca y que encuentra en el predominio de la experiencia del mundo y en el culto de la autenticidad y de la modestia toda su riqueza. La modestia como virtud aparece tanto allí como a la hora de evaluar los frutos de la propia producción poética: el único premio plausible parece ser el quehacer mismo, sin atenderse a otras formas de la recompensa. Todos estos aditamentos van conformando una figura de autor que, lejos de pactar con las vicisitudes que el medio literario supone e impone, se demarca del mismo. Y coincidirán con el aislamiento que signa la «carrera» del poeta Escudero; afianzarán esta situación; e incluso podrán interpretarse como una vía para enfrentarla: porque, ante el reconocimiento escamoteado, ¿qué mejor que profundizar las diferencias? En tal sentido, la vía del humor resulta clave: el poeta, en su veta de antihéroe o fracasado, no hace otra cosa que pronunciar su indiferencia.

En especial por algunos de sus rasgos, esta (auto) ficción que Escudero va armando podría asimilarse, en el plano sociológico, a la figura del escritor ingenuo o naif, categoría que describe a aquellos escritores cuya obra se realiza en el desconocimiento del sistema literario, de lo que se escribe o se escribió. [10] Esta asociación se ve reforzada por algunas declaraciones de Escudero, por cierto bastante desenfadadas. Así, cuando se le pregunta por sus lecturas de otros poetas argentinos, dice: “los tengo confusos, es que no se me vienen a la memoria”; y aduce no saber quién es Molina, no haber leído ni a Giannuzzi ni a Gelman –“Ese otro moderno que decís vos, el exiliado éste”–; y no haber encontrado interés ni en Ricardo Molinari ni en Leónidas Lamborghini (La danza del ratón, 14 de abril de 1997). El desajuste respecto del campo poético argentino se refrenda entonces mediante estas expresiones, cuya veracidad no podemos aseverar pero que encuentra en los textos un modo de la confirmación. Porque la voz de Escudero, no sólo afinca en un habla no erudita, con vestigios claros de oralidad, sino que prácticamente desoye la cita, el intertexto o cualquier referencia explícita a la literatura argentina. Y, más allá de los puntos de contacto que se puedan encontrar con otras poéticas, la obra se gesta al margen de toda tendencia o corriente. Como un desliz, sin embargo, se cuela en el texto una certidumbre: el conocimiento de otras tradiciones poéticas, tanto por algunas remisiones –a Hölderlin, por ejemplo (422)–, como en el manejo de los metros o en las resonancias de la más arraigada poesía española: “Sin embargo es quiero decir aire airoso,/ hablar de mucho encanto hasta morir de gozo” (268). Y este factor no se niega fuera de la obra, a la hora de confesar la biblioteca a la que sí se ha tenido acceso: Marinero en tierra de Rafael Alberti, Antonio Machado y algo de García Lorca, principalmente españoles; y después Neruda y César Vallejo (La danza del ratón, 14 de abril de 1997).

Toda fabulación de la inocencia se refuta entonces considerados estos argumentos. Y la postulación de la ingenuidad hace agua también en la importancia que cobra, en el poema, la búsqueda del mismo como vocación plenamente asumida, la condición de poeta inspirado como característica que distingue y diferencia. La apuesta es, entonces, a todo o nada. En principio,  sostenerse a expensas de la distancia con el campo poético argentino. Asimismo, imaginar que muchos de los afamados escribidores “[…] sacan crías pal olvido” (2011: 450) y que su “palabra” pueda afectar “al tiempo futuro” (470). Finalmente, sacar rédito de la libertad: “cada uno cante lo suyo/ en la rama que se le cante” (420). Éste es sin duda el beneficio del margen; allí donde la originalidad no puede hacer pie en la adecuación al “mundo de las relaciones”, y se pergeña muy bien con la singularidad como límite y meta.

* * *

Culmino estas páginas. Hace pocos días Jorge Leonidas Escudero recibió una Mención al Premio Nacional de Poesía. Ivonne Bordelois titula una nota en La Nación “Los últimos serán los primeros”. [11] Escudero, en la nómina de los premiados, aparece casi al final. Bordelois se queja: “El esnobismo, la imitación, las vanas banderas ideológicas o demagógicas, los padrinazgos o madrinazgos supuestamente conseguidos y encumbrantes, los contactos internacionales bien o mal logrados, las hábiles maniobras y acrobacias publicitarias han exaltado y laureado a evidentes mediocridades hoy rutilantes y mañana olvidables”. Ninguna de estas estrategias ha usado Escudero. Y aunque no estemos de acuerdo con Bordelois en las comparaciones, coincidimos en una verdad: de los poemas de este “anciano e insigne poeta sanjuanino” emergemos necesariamente transformados. Que nuestro humilde aporte sirva para otorgarle un primer lugar.

 

Notas al pie    (>> volver al texto)
  1. Buenos Aires, Ediciones en Danza, 2011. A esta edición corresponden todas las citas empleadas para este trabajo.>>
  2. Cfr. los volúmenes 7, 9, 10, y 11 de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Buenos Aires, Emecé, 2009, 2004, 1999, y 2000 respectivamente, que son los que consideran poéticas del périodo; Martín Prieto, Breve historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Taurus, 2006; y Jorge Monteleone y Heloisa Buarque de Hollanda (selec. y ensayos introductorios), Puentes/Pontes. Poesía argentina y brasileña contemporánea. Antología bilingüe, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica de Argentina, 2003.>>
  3. Para acceder a estos y otros datos a los que haremos referencia de ahora en más, incluidas las entrevistas que se han hecho al poeta, basta cfr. la página Web de Ediciones en Danza, [http://www.edicionesendanza.com.ar/autores/biograf%EDa/escudero.htm], al 12/ 9/ 2011.>>
  4. Paris, La Découverte, 2000. La distinción entre «mundo inspirado» y «mundo relacional» se corresponde con la distinción entre un régimen de singularidad y otro de comunidad como los dos polos que tensionan la actitud del escritor, siempre en relación con el campo literario. Una mayor adecuación al primero supone cierta primacía de la originalidad; el régimen de comunidad, por el contrario, estaría más pautado por la relación con pares, y, por ende, por los dictados o imposiciones que de allí devengan. Cfr. especialmente pp. 125-214.>>
  5. Este presupuesto y muchas de las nociones aquí empleadas, tales como la de «campo» y «posición», han sido tomadas del conocido trabajo de Pierre Bourdieu, Les règles de l’art. Genèse et structure du champ littéraire, Seuil, 1998. Cfr. tb. Pascale Casanova, La république mondiale des lettres, Paris, Seuil, 1999.>>
  6. Remitimos a los desarrollos de Antonio Rodriguez, Le pacte lyrique. Configuration discursive et interaction affective, Liège, Mardaga [col. Philosophie et langage], 2003. De allí tomamos también el concepto de «voz» aquí utilizado, y muchas de las herramientas teóricas para el abordaje del poema >>
  7. Para el estudio de la figura autoral como (auto) ficción, ver sobre todo Julio Premat, “El autor. Orientación teórica y bibliográfica”, en Figures d’auteur. Figuras de autor, Cahiers de LI.RI.CO. Littératures contemporaines du Río de la Plata, n.1, Université de Paris 8 Vincennes-Saint Denis, 2006, pp. 311-322. Allí se sintetizan una serie de nociones teóricas en torno a este tema y se citan muchos de los trabajos que nos han servido de fundamento >>
  8. Cfr. al respecto Heinich, op. cit., pp. 193-201.>>
  9. Cfr. Heinich, op. cit., p. 165 y ss.>>
  10. Cfr. Heinich, op. cit., p.250.>>
  11. Del 2 de septiembre de 2011, [http://www.lanacion.com.ar/1402601-los-ultimos-seran-los-primeros] al 12/9/2011.>>