Editorial

Ricardo H. Herrera

 

Retrocedo cuatro décadas en el tiempo y trato de recordar qué significó el verso libre para mí durante los años en que lo trabajé con entusiasmo. Básicamente, un hecho visual: una línea medida a ojo, cortada a ojo, y un oído nunca del todo conforme con los resultados obtenidos, acomodando y reacomodando palabras que subían o bajaban de una línea a otra siguiendo los movimientos de un ajedrez sin reglas. La teoría del corte del verso libre es lo suficientemente elástica como para admitir tantas interpretaciones como poetas hay en el mundo. Por eso mismo, el desasosiego que provoca el verso libre en quien lo cultiva con honestidad -quiero decir: en quien pretende alcanzar por su intermedio una forma- no puede ser desmentido fácilmente, sobre todo cuando se aspira a intensificar la música del verso y se comprueba que se está desprovisto de los instrumentos de precisión que permiten suscitarla.

Comenzó luego para mí un tiempo de aprendizaje que Pessoa ha definido con gran ironía al enunciar la poética de su heterónimo Ricardo Reis: el período de la disciplina del ritmo. “La disciplina del ritmo, dice Reis, se aprende hasta que acaba siendo parte del alma: el verso que la emoción produce nace ya subordinado a esta disciplina. Una emoción naturalmente ordenada: una emoción naturalmente ordenada es una emoción traducida a un ritmo ordenado, pues la emoción da el ritmo, y el orden que hay en ella el orden que en el ritmo existe. De estas líneas sin desperdicio (cuyo humor reside en el hecho de desmontar la mecánica del clasicismo, que tiende a confundir lo natural con lo que en realidad es absolutamente artificial) quiero destacar el uso que hace Reis de la palabra traducción para ligar los conceptos de emoción y ritmo, ligazón que señala el pasaje pessoano del vanguardismo al clasicismo. Desarrollando su hipótesis, podría hablarse de dos instancias rítmicas: la primera radica en el paso de la emoción personal a un ritmo igualmente personal (vale decir: desordenado); la segunda, cuando traducimos propiamente, o sea cuando nuestra emoción se somete a un sistema rítmico impersonal (esto es: ordenado).

Todo poeta vierte sus emociones en un orden rítmico; la diferencia entre el vanguardista y el clasicista radica en la manera en que llevan a cabo esa operación: con libertad el primero, con disciplina el segundo. Con excesiva libertad diría el clasicista, con excesiva disciplina replicaría el vanguardista. Libertad quiere decir: haciendo uso del verso libre, lingua franca de la época. Disciplina quiere decir: haciendo uso del instrumental técnico que provee la tradición de la lengua, ese ritmo disciplinado que se disciplina aún más al someterse a la impersonalidad de las formas fijas, pero que a fuerza de compenetración con un modelo consagrado por el uso durante siglos ha concluido por convertirse en parte del alma.

Hasta aquí el planteo no ofrece problemas. Los problemas comienzan cuando se comprueba que por lo común el versolibrismo del vanguardista supone una ignorancia poco menos que completa del instrumental técnico de la tradición que lo precede en el tiempo, afirmación que de ningún modo puede hacerse reversible, por lo menos no en el caso de Pessoa. Esto se pone de manifiesto especialmente en el ámbito de la traducción, cuando se abordan textos que se someten a una forma fija. La traducción implica un homenaje incondicional a la voz de otro, una adhesión en verdad ilimitada, como sólo puede merecerla la voz que uno ama. No tiene mucho sentido, por lo tanto, desentenderse de las cualidades de esa voz al intentar imitarla, esto es: traducir con verso libre a poetas modernos que han impugnado la insuficiencia de ese vehículo, como es el caso de Frost y de Auden, entre muchos otros. Hacerlo así contribuye a desfigurar el genuino perfil de la modernidad: un fenómeno tan complejo y contradictorio como las muchas voces y las muchas poéticas -todas válidas- que pueblan el universo pessoano.